«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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1 de abril de 2024

Kazuo

Custodio:

Kazuo desapareció una mañana sin más. Sin despedidas, ni notas, como si se lo hubiera tragado la ciudad misma. No se llevó ni su preciada ropa, ni sus libros, ni siquiera a su gato Mephisto. De esto ya han pasado dos semanas y, aunque he intentado con todas mis fuerzas centrarme de lleno en el trabajo, cada rincón de este apartamento me recuerda a él. Me despierto con la clásica bruma en la cabeza que deja el Orfidal de la noche anterior, en su lado de la cama. Me retuerzo entre las sábanas de lino beige que escogió él, intentando atrapar su olor y fundirme con él. Tengo la boca pastosa, hago acopio de la poca energía que me queda y alargo el brazo hasta el vaso de agua de mi mesilla pero me encuentro a Mephisto bebiendo de él.

—Maldito gato —murmuro para mí, pero el gato parece escucharme y se gira, mirándome con esos ojos ambarinos del mismo color que los de Kazuo.

Conociéndolo, seguro que lo escogió para ir a juego con él y con la paleta de colores del apartamento. Nada era casualidad cuando se trataba de Kazuo, todo era importante, cada minúsculo detalle. No había lugar para la aleatoriedad, desde los tiradores del cajón hasta la alfombrilla del baño, todo estaba meticulosamente elegido. Una vez me compré una botella de agua de cristal de color morado y al día siguiente me la encontré tirada en la basura. Tuve que abrir la bolsa para comprobarlo.  Yo me dejaba arrastrar con pasividad por esa corriente esteta casi obsesiva que tanto le caracterizaba. Era eso o el fin del mundo.

Me levanto por fin y me dirijo a la cocina, con el gato entorpeciéndome a cada paso y mordiéndome los tobillos. Mis días transcurren con una quietud que roza lo irreal, con el murmullo constante del tráfico como único testigo. No estoy acostumbrado al silencio. Cada mañana, mientras filtro el café en la french press, Mephisto me observa en el umbral de la puerta, como si vigilase que sigo bien los pasos para hacerme el café. «Quita que tú no sabes», me decía Kazuo. Sonrío amargamente y lo miro, pero el gato sólo me devuelve esa mirada indiferente, es como un deja vu.

—Otro día más, ¿eh, Mephisto? ¿Tú también le echas de menos? —le pregunto, como si me fuese a contestar, intentando romper el ambiente cargado que empiezo a notar en la habitación, buscando una conexión mínima entre nosotros.

Él, inmutable, simplemente parpadea lentamente, un príncipe en su reino del silencio. ¿Por qué me levanto tan cansado? Algo en la atmósfera del apartamento ha cambiado desde que Kazuo se fue. La energía parece más densa, y soy incapaz de concentrarme en los encargos del trabajo que tengo que terminar.

Me dirijo a mi minúsculo rincón-oficina del salón que me cedió Kazuo e intento apoyar la taza entre las revistas Kinfolk intencionalmente alineadas con el iMac y los lápices de dibujo perfectamente afilados a la misma altura y colocados en paralelo. Me fijo en un haz de la luz ambarina de la mañana que reposa en diagonal sobre la fotografía en blanco y negro de nosotros encima del mueble de la tv, separando las dos figuras. Él en el sol, yo en la oscuridad. El radiante de Kazuo, todos lo adoraban, todos destacaban su estilo y autenticidad. ¿Qué sabían ellos? No eran los que lo veían obsesionado horas y horas en Pinterest en lugar de acabar sus malditas obras de arte. «Yo hago arte, lo tuyo son ilustraciones para niños». Conforme me asaltan estos amargos pensamientos noto cómo un líquido caliente resbala sobre mi muslo y me doy cuenta de que el café está desparramado por todos mis bocetos. En el extremo de la mesa está sentado Mephisto, mirándome fijamente, como si estuviera orgulloso de su obra.

—¡Mephisto! —le grito, pero al dichoso felino no parece importarle y permanece inmóvil.

Me siento tan cansado.

Me despierto de nuevo. Siento una presión en el pecho de mil toneladas y al abrir los ojos me encuentro con el gato sobre mí, sus patas clavándose como puñales. Me quedo quieto, todavía entre el velo del sueño y de la realidad pero él sigue ahí. No me atrevo a apartarlo al igual que nunca me atreví a mover las sábanas más de lo debido al levantarme. «Eres tan bruto, lo has arrugado todo, me has arruinado el día». ¿Por qué estoy tan cansado?

La rutina sigue su curso. Pasillo, mordiscos, café, vigilancia. Después de responder varios emails de la editorial desde el móvil me propongo a acabar lo que ayer no pude. Parece que la cafeína hace efecto y la mañana es productiva, Mephisto descansa sobre su pequeña cama de terciopelo color terracota, a juego con los portavelas de la mesa de café. Casi parece angelical. He estado tan absorbido por el trabajo que me he pasado horas sin ir al baño. Esta vez el gato no me sigue, y una oleada de positividad me inunda, quizás podamos hacer buenas migas al fin y al cabo. Me miro en el reflejo del espejo y descubro, asustado, dos ojeras pronunciadas muy oscuras. Nunca había tenido insomnio pero desde el último año —desde que lo conocí— había recurrido a la medicación para dormir por recomendación de Kazuo. «¡Hoy en día todos lo hacen!», me decía siempre. ¿Por qué no iba a creerle? Nunca me haría daño.

Al volver al salón Mephisto sigue dormido sobre su cama y procedo a continuar mi tarea. El iPad se apaga de repente. No he guardado. Miro el cable de carga y está mordisqueado, no me lo puedo creer.

—No. No, no, no. ¡No! ¡Mephisto! —grito, y en una oleada de una ira que parecía encerrada desde hace más de un año, sacudo al gato mientras él se retuerce entre chirriantes maullidos arañándome los brazos—. ¡Te odio! No eres más que un hipócrita miserable, estás vacío por dentro, eres maldad y petróleo.

Lo dejo caer. Estoy muy cansado. Me fundo con el sofá y me atrapa como si estuviera hecho de espesa miel, pegajosa. No me la quito de encima. No me la puedo quitar de encima. ¿No te lo he dado todo ya? ¿Qué más vas a arrebatarme?

Veo a Kazuo en los contornos borrosos de la madrugada, en las siluetas que se dibujan en las cortinas agitadas por el viento que se filtra por la ventana abierta. Creo escuchar su voz, sus reproches, susurros que se desvanecen tan pronto como intento aferrarme a ellos, dejando tras de sí únicamente los ojos de Mephisto, brillantes en la oscuridad.

—¿Estás jugando al mismo juego que él? —arrastro las palabras, estoy muy cansado—. Te lo di todo, incluso mi nombre, y sólo me devolviste críticas y frialdad. ¿Acaso no fui suficiente? No puedo seguir viviendo a tu sombra, Kazuo.

El gato parece disfrutar con mi desesperación, el mundo exterior comienza a desdibujarse y miro a Mephisto por última vez. Hay un cambio en él, una especie de reconocimiento, como si finalmente revelara su verdadera naturaleza. Su boca se curva en una sonrisa grotesca, una sonrisa que no le pertenece, una sonrisa que es una despedida cruel.

Ya no me queda energía.


Os dejamos con una pieza que compuso Andrés Bernad inspirada en el texto de Kazuo. También podéis escucharla en spotify.

¿Algo que decir, Viajero?

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