de los
Perdidos
La lluvia todo lo cubría. Lo empapaba cada vez más. Lunes lluvia, martes lluvia, miércoles lluvia y así… Las predicciones hacía tiempo que habían perdido todo su sentido: lluvia, nada más. Y se calaba el alma y se le oxidaban los motivos… Hasta que sintió no sentir.
Él, que había conocido todos los días del verano. Cuando un sol inagotable le alimentaba el pecho y el cielo despejado era el horizonte de un mañana prometedor… Pero ya no se acordaba de aquello. Ni aquella risa arcoíris, ni aquellas motas doradas en sus ojos verdes.
De no querer ya no sabía recordar.
Ella, su colibrí.
Si lucían los colores tan brillantes en cada flor era por ella.
La que volaba, nunca necesitó crédito alguno.
Era, simplemente, su esencia inquieta, su ángel inconsciente,
un relámpago encerrado en un tarro de galletas,
un beso antes de ir al trabajo,
un «te quiero» dotado de vida…
Ella, su guardiana de la noche estrellada.
De la noche perpetua que es la existencia, la nada,
encendía cada lucero con su presencia descuidada.
Con su risa infantil, con su mirada celeste, de brillos salpicada.
Triunfante en el vacío, sentido de su universo, guardiana de sus más oscuras noches…
La amaba.
Ella, que soportó la lluvia más que nadie. Su campeona guerrera.
Una extraña tendida en aquella camilla,
la prueba de que Dios es un ciego o un sádico.
Tantas flores dejó él en aquel jarrón,
tantas noches pasó en vela contando su respiración…
Un trueno lo confirmó: el colibrí se había detenido en pleno vuelo,
la guardiana no había podido soportar el peso del firmamento entero,
y él comenzó a llover sin consuelo.
Aquella lluvia incesante era un velo en su memoria. Permaneció unos segundos más, sintiéndola. Sintiéndola en todo su ser, para corroborar si podía soportar toda esa precipitación. Pero la última gota hacía tiempo que lo había colmado. Se desbordó desde aquel puente.
Desde que ella no estaba, la lluvia todo lo cubría.
Incluso a un charco carmesí desparramado de amor en el asfalto de la autopista.