«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de abril de 2025

Génesis

Custodio:

La habitación se hallaba sumida en la profunda negrura y tentáculos de sombra me rodeaban en el más opresivo de los abrazos. El sonido de mi desacompasada respiración, era lo único que rompía un silencio solemne y despiadado.

Allí, de pie, con todos y cada uno de mis músculos agarrotados por el pánico más ancestral, me sentía inmerso en un caldo primigenio de horrores y fantasías ignotas. Aquel particular estado de las cosas también afectaba a mi noción del paso del tiempo, pues este ya no podía encontrar representación el metódico, brusco e inexorable giro de las agujas del reloj. Por el contrario, el tiempo había transmutado hasta adoptar unas cualidades hasta ese momento ajenas.

Las incontables escaleras que otrora ascendían hasta el infinito en aquella estancia, se tornaban en una profunda rampa hasta los abismos del olvido, que invitaba a imitarla en su seductor fluir interminable; abandonarse, dejarse arrastrar.

Difícil me es cuantificar de forma precisa el espacio de tiempo que allí me encontré pues, como he dicho, el tiempo se me antojaba tan ajeno como el rostro de un dios benigno. Mas, en pos de ofrecer una narración tan racional como me resulte posible, dividiré el periodo en que la caótica imaginación de un demiurgo nefasto fue mi hogar en tres.

Del primer periodo, que no puedo definir de otro modo que el de shock mental, poco cabe añadir. La alienación de mi cerebro racional abrió la puerta a un pánico muy anterior a la palabra escrita, al habla o al caminar erguido. La pulsión de salir huyendo, chocó de frente con el horror más absoluto ante la perspectiva de mover uno solo de mis músculos; hasta tal punto que temí que la tensión, que exponencialmente se acumulaba en el receptáculo físico de mi alma, terminase por hacer estallar todos y cada uno de mis huesos hasta reducirlos al polvo sobre el cual se erigieron. No sé lo que se prolongó esta agonía, pero privado de mi ego racional, puedo afirmar que comprendí mucho mejor lo que un supuesto yo absoluto, único e indivisible debió sentir antes de pensarse a sí mismo.

El hecho es que, en un momento determinado, volví a mi ser en una experiencia propia del primigenio autodescubrimiento. El pánico se fue convirtiendo en una tenue neblina que se disipaba como los últimos retazos de un sueño en el resurgir de la vigilia. Y entonces, con la obstinación de la materia que repudia el vacío, una creciente curiosidad afloró en mí; lo cual me produjo la profunda conmoción de una pulsión insatisfecha, pues ni un solo estímulo ajeno a mi individualidad se me ofrecía para saciar aquella abrasadora sed.

Aquí dio comienzo a la segunda etapa. Si en la primera fui presa de las pulsiones propias de un animal, en esta, alcancé la sublimación del espíritu. Mi curiosidad me empujaba a una delirante carrera en pos de hallar los limites de una negrura inabarcable. La necesidad de respuestas no tenía un origen intelectual, sino más elevado, pues su naturaleza no se encontraba sobre las esferas de lo cognoscible. En la carrera que emprendí, la fuerza cinética que me empujaba hacia delante me era al mismo tiempo ajena y propia. Ajena porque mi condición humana limitaba indiscutiblemente tales montos de energía y propia, porque allí, tan solo yo era.

Entregado a mi búsqueda y ya completamente ajeno a la negra sima del olvido, mi mente se expandió y aunque mi meta permaneció invariable en su unidad; en torno a ella, como rémoras, nacieron nuevos pensamientos e ideas. Uno de los cuales me arrebató la poca cordura que me quedaba, pues comprendí que, en aquella nada absoluta, en aquel mundo ajeno a lo sensible, ¿qué otra cosa podía ser mi ansia por saber, sino una causa incausada?

Cuán terribles fueron las convulsiones provocadas por aquellas delirantes carcajadas que me hicieron presa de sus caprichos, cuantísimo las añoré cuando se fueron. Pues parece ser que mi llegada a aquel infinito inmaterial me maldijo arrebatándome la apatía, la indiferencia, la capacidad de hastiarme y cuando el delirio me abandonó; la frustración conquistó los muros de mi mente.

Dudo que jamás otro ser fuese invadido por una rabia de semejantes proporciones. Mi desesperación crecía sin control, tal era lo que sentía que los límites de mi ego fueron rebosados y súbitamente me detuve en mi carrera, si es que una acción del físico de las cosas tiene sentido en la esfera en la que me encontraba. Fue entonces cuando algo inaudito aconteció, las inmensas fuerzas que me impulsaban no atendieron a mi inmovilidad.

Cuán insignificante puede sentirse uno, cuando experimenta un fenómeno que sabe a ciencia cierta que no puede ser contenido por combinación alguna de imágenes, sentidos o metáfora, forjadas alguna vez o aun por forjarse. Cuán apropiado es el vocablo «verbum dei», no para referirse a una conceptualización del mundo sublime, sino a una de lo imposible.

Igual que la frustración transcendió los limites de mi ser, las energías que este había congregado así lo hicieron y la voluptuosa negrura que todo abarcaba, fue tomando forma. Desde mi maravillada inmovilidad, me fueron revelados los misterios del caos, un nuevo todo bendecido con la divina potencia, una primera emanación. Y de ella, se hizo la luz.

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