de los
Perdidos
La tierra no es amable cuando tienes hambre. Es una herida abierta; roja, blanca y azul en mi imaginación, aunque ahora sé que es solamente blanca. Blanca como esa nieve putrefacta que, junto con el frío y la sed, borró los contornos de aquello que amé.
Me tiembla todo el cuerpo y caigo, abrazando con desesperación el suelo bajo mis botas; el pecho de la madre que dejé atrás y que pensaba que no volvería a ver jamás. Hundo mi rostro entre las espigas secas y aspiro su aroma. Es una fragancia suave, dulce y podrida a la vez, el olor exacto de todo lo que ha muerto y que no ha llegado a ser mientras yo no estaba aquí.
—He vuelto —digo con una voz rota.
Lo repito hasta que se me disuelve en la boca, hasta que no sé si lo digo para él, para la tierra o para mí mismo.
He vuelto.
¿Quién me escucha?
¿Quién esperaba que regresara?
Caminar hasta aquí se ha convertido en un acto de fe, en un diálogo íntimo con mi propio cuerpo roto. Ha sido un intento desesperado por mantenerme despierto, porque dormirme sería admitir que ya no importa si Él está al final o no, que nunca importó realmente, y eso no podría soportarlo.
En el horizonte aparecen los ojos azules de las colinas doradas. Me hablan del mediodía interminable de Borodinó, del ruido que no cesaba ni con los cañones partidos en dos. Dicen mi nombre a medias. Yo no se lo he dicho, no aún. Lo susurran como si fuese suyo, como si ya me hubieran olvidado.
—Sangras todavía, eso está bien —me recuerda la abeja que zumba dentro de mi oído.
Al cruzar por un arroyo, se hiela y me repite con indiferencia una palabra que me retumba en el esternón: Berézina. Allí le di mi último mendrugo de pan mohoso a un tamborilero de nudillos que fueron blancos, rojos y finalmente azules. Lo veo flotar ahora, vestido con pétalos, coronado de escarcha. Levanto la mano para saludarlo, y él hace lo mismo, aunque está del revés.
—Eh, camarade. ¿Recuerdas para qué era esta guerra? —me pregunta con los dientes rotos.
Ya no lo recuerdo. Sólo recuerdo hablar de él.
Él, el pronombre que contiene todos los absolutos.
Él, el que aún no ha pronunciado mi nombre.
Si Él me ve, existo. Si no, ¿qué soy?
Mis dedos arañan la tierra con torpeza, hundiéndose en ella en busca de algo que todavía esté vivo. No lo hay. Mis uñas acaban por resquebrajarse del todo contra la dureza de un suelo que ya no me reconoce. Y lloro. No sé si por la alegría de tocarlo al fin, por el espanto de haberlo logrado, o por el dolor insoportable de haber vuelto solo, invisible todavía, inútilmente vivo.
¿Es esto el éxtasis que se nos prometía en aquellas noches heladas que pasamos en Rusia?
¿Cuando susurrábamos su nombre para que fuese la antorcha que nos guiara?
¿Cuando me convencía de que si moría sin pisar este suelo, él jamás sabría que lo amaba?
Me retuerzo entre las espigas y se transforman en dedos largos y pálidos, manos que me rozan los hombros, el cuello, que acarician mis heridas abiertas como si fueran medallas doradas. Manos de los que no han vuelto. De los que hundieron la cara en la nieve roja y la dejaron allí, para siempre. Ellos intentaron agarrarse a mi abrigo cuando el río se partió en dos, cuando el hielo se abrió bajo nuestros pies, tragándonos no con hambre, sino con rabia. Y ahora me rodean, me susurran palabras rotas en un idioma que ya no sé si es el mío.
¿Me culpan?
¿Se preguntarán por qué yo?
¿Por qué yo, que nunca fui el mejor, regresé y ellos no?
La tos vuelve a conquistarme. Me incorporo de rodillas y echo la mirada al cielo. Es un rostro bellísimo, de un azul hasta doler, un azul sin tacto ni perdón, atravesado por blancas nubes y las gotas flotantes de mi sangre carmesí.
¿Me mira desde allí?
¿Me ve entre los miles de hombres que murieron por él, que rezaron con sus labios rotos para que pronunciara sus nombres?
¿Quién soy, si él nunca dice mi nombre?
Me sumerjo en el vientre de la tierra y camino por él mientras me traga. La iglesia que cayó bajo las llamas me ofrece refugio, pero yo sólo quiero que él me reconozca. Que levante la mirada desde su caballo de marfil blanco, que diga mi nombre y sepa quién fui.
Me cruzo con un obelisco de azúcar y lo lamo. Me sabe a la infancia robada, a las lágrimas de mi madre, que no me pudo decir adiós. Rasco la superficie y veo los nombres que están escritos por dentro. Yo no estoy. Sigo sin estar. El mundo me ha tragado sin masticar siquiera. Me abro la palma con una piedra y dejo que mi sangre firme el monumento de otros. El rojo tiñe la nieve y el blanco retrocede.
¿Esto era el futuro de la civilización? ¿Este es el eco de mi alarido? ¿Luchamos por esto?
Quiero su mirada más que el aire. Más que el pan. Más que la absolución.
Más que la vida que me arrancaron a pedazos en los campamentos donde los hombres se devoraban entre sí sin darse cuenta. Más que las noches rojas en las que mordí mis propios brazos para no gritar, para no delatar mi hambre, para no delatar que tal vez ya no creía.
Mis dedos sucios arañan ahora mi propio rostro. Se hunden en esta carne demacrada como si buscaran a otro que no soy yo. ¿Dónde está el rostro que él querría ver? ¿Dónde está ese hombre invencible, digno de su mirada? Yo no lo encuentro. No queda nada.
Quizás nunca me mire.
Quizás nunca lo hizo.
Quizás sólo fui otro cuerpo entre miles.
Otro número más en sus mapas.
Me detengo un instante, jadeando, con las manos apoyadas sobre mis rodillas huesudas. Las manchas de sudor y sangre forman un mapa irreconocible sobre mi piel, y pienso que estoy hecho del mismo barro que piso, de la misma ilusión de eternidad que nos susurraron al oído cuando todavía éramos niños ingenuos. Y, a pesar de todo, aún me aferro a esa mentira hermosa.
¿Soy solamente el sonido de un cuerpo hundiéndose lentamente en la belleza insoportable de un país que nunca supo ni mi nombre?
Tal vez, pero decido seguir avanzando, porque sólo si lo hago me aseguraré de que existe algo después del dolor, que tras el próximo latido, la próxima caída, Él estará allí. Tendiéndome la mano, llamándome héroe, soldado, hijo.
O tal vez no esté. Pero, ¿acaso importa?
¿Acaso no es suficiente creer que sí?