«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de julio de 2025

Imprescindible

Custodio:

Entro en casa, dejo la americana sobre la percha y la cartera sobre el recibidor. Es una costumbre que he heredado de él sin darme cuenta. La habitación está inundada por una luz tibia que lucha contra la penumbra de la noche y, por un instante, creo ver su silueta reflejada en el espejo oval de la entrada. Un parpadeo y ya no está. 

En lugar de encender las luces, atravieso el pasillo a oscuras y me detengo frente al tocadiscos que traje a mi piso cuando me di cuenta de que él ya no lo usaría nunca. Todavía está puesto el último vinilo que dejé: Preludio en si menor de Shostakóvich. Reprimo un suspiro y, por fin, me atrevo: retiro el polvo con la palma, abro la tapa y coloco el vinilo. Una punzada corta me sacude al bajar la aguja, como si de pronto se abriera una herida que creía cerrada. El primer crujido rasga la quietud y, de inmediato, asoma aquella melodía suave, contenida. Se alza tímida y luego se expande, regalándome una tristeza dulce que me oprime el pecho. Imagino su mano alzándose al compás, sus ojos entornados, el arranque de una sonrisa extinta.

De niño me gustaba pensar que, cuando él escuchaba su música desentrañaba un misterio que sólo él comprendía. Nunca supe qué veía exactamente tras cerrar los ojos. Tal vez nada, tal vez un mundo al que ni yo ni nadie tenía acceso. Quizás fue esa ventana imaginaria la que un día se le cerró de golpe, dejándolo sin aire.

Paseo la mirada por mi salón. Todo está, más o menos, en su sitio: los cojines ordenados, los libros alineados a medias, el jarrón en la mesita baja con su flor seca, una botella de vino vacía que ni me he molestado en tirar. Y, sin embargo, me asalta la idea de que, pese a mi aparente equilibrio, hay un resquicio por el que se filtra su ausencia. 

—Pero si lo vi el miércoles… —murmuro para mí.

Cierro los ojos e intento evocar su rostro en la penumbra de su salón, con la mirada fija en un punto inalcanzable. Ahí está. Lo miro, intento llamarle desde la distancia, pero nada. Sigue ahí. Inamovible. Cada vez que se percata de mi presencia, hace el amago de esbozar un gesto —un saludo, una sonrisa— que nunca llega a consumarse. Dice que él no soporta estar solo, pero se ha abrazado a ese silencio con una parsimonia casi autodestructiva. Es como si, de tanto fingir interés, hubiera decidido dar un portazo a todo cuanto le hacía sentir. Le es más sencillo autocompadecerse que reinventarse.

¿Era también aquella pasión por Shostakóvich genuina u otra máscara más que un día se rajó?

A veces me asalta la imagen de aquel hombre que parecía dominar cada situación con una amabilidad calculada. Me mostraba un afecto que yo consideraba más que suficiente: un abrazo que le daba a regañadientes, una conversación entusiasta sobre los proyectos de cada uno, un elogio a mis elecciones sensatas. Parecía muy seguro de su papel, encarnando, con sorprendente eficacia, la figura que cada entorno requería. Ahora da la impresión de que no encuentra en sí mismo nada digno de ser mostrado. Pero, ¿cuándo empezó de verdad el naufragio? Quizá las máscaras que llevaba —la del trabajador impecable, la del padre cariñoso, la de persona tranquila— eran demasiado pesadas y, al caer una, cayeron todas.

Mi reflejo en la pantalla apagada me sorprende. Hay un cansancio en mis ojos que no esperaba, y un poso de resignación que escuece más que cualquier culpa. Me niego a ser el heredero de este jardín desolado: transitaré mis silencios con entereza, aunque me persiga la sombra de su caída.

Un haz de luz rojiza cruza la habitación, anunciando el atardecer. Cierro los ojos y empiezo a notar una presión familiar en el pecho, parecida a aquella que me hundió veinticinco días en el alcohol y el cinismo cuando pensé que lo perdería para siempre ese diciembre.

¿Cuántas voces internas deben hablarle a la vez, discutiendo y negándose a cruzar el umbral de sus labios? Hay días en los que adivino un chispazo de clarividencia en su mirada, algo que lo empuja a querer salir de la cueva que se ha construido él mismo. Pero enseguida lo veo retroceder, como si enfrentarse a lo que queda de su identidad fuera más aterrador que cualquier silencio. ¿Entenderá que si no encuentra las fuerzas para vivir por sí mismo, difícilmente voy a encontrarlas yo por él? O quizá sí se lo imagina, y por eso se revuelca en esa apatía colosal que lo engulle más cada día.

Recuerdo aquella serenidad infantil que alguna vez sentí al saber que pasara lo que pasase, él sería parte del refugio y la luz del faro que me guiaría en la oscuridad. ¿Era real? ¿O acaso sólo otro disfraz más de todos los que poseía para que yo viera en él a una persona perfecta? Pienso en sus antiguos triunfos, en las sonrisas que le devolvía la gente cuando aún se movía en ese mundo donde se sentía imprescindible. Puede que la ausencia de esos aplausos haya arrasado con todo. Puede que, una vez bajado el telón, tal vez no quede nada que se sostenga por sí mismo.

La música se apaga, dejando únicamente el murmullo del disco girando en un bucle vacío. Sin molestarme en detenerlo camino hasta mi habitación, preguntándome si de verdad entendió lo que escuchaba cuando ponía aquel Preludio en si menor, o si sólo necesitaba creer que existía un orden perfecto para contrarrestar su propio desorden interno. 

Y, aunque la próxima vez que lo vea repetiré el mismo ritual de pseudoafecto —un beso en la mejilla, un «qué tal estás»—, en el fondo sé que el desgaste de estos últimos años lo contamina todo. Igual que el silencio. Igual que esa desgana que se ha convertido en su lengua materna. Sé que la autocompasión y la frialdad son dos formas de declarar que ya no hay fuerzas para pelear y, con cada visita, comprendo un poco mejor que ese hombre en el sillón, ese espejismo fabricado únicamente para mí, jamás me mostrará su rostro verdadero. Quizá ni siquiera exista.

¿Algo que decir, Viajero?

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