de los
Perdidos
El viajero, aún perplejo por el encuentro con Wülf, se adentra en el oscuro pasadizo que se ha revelado ante él. A lo alto de unas escaleras de caracol, que parecen esculpidas por el mismísimo Escher, se perciben dos luceros de color carmín que lo incitan a ascender sin mirar hacia el abismo.
A medida que asciende el pasillo parece encogerse cada vez más, aplastando no sólo su cuerpo, sino también su mente. Las sombras de las paredes de piedra fría se retuercen y danzan, formando figuras grotescas y espectrales. Cada peldaño parece más alto que el anterior y el aire se llena de un silencio opresivo, roto sólo por el sonido de su respiración y el latido ensordecedor de su corazón.
«Asciende, mortal»
Finalmente llega al final de la escalera y se da de bruces con una de los Custodios de antes envuelta en una larga túnica, que permanece inmóvil. Su mirada es tan intensa e insoportable que parece escudriñar cada rincón oscuro de su ser. El viajero siente un escalofrío recorrer su columna vertebral que lo incapacita para moverse, desviar la mirada o articular palabra alguna.
No se mueve, ¿por qué no se mueve? La situación es cada vez más incómoda y el viajero se pregunta si está jugando en la liga avanzada del Serio.
—Bu —la voz de la Custodio, con un tono bajo impostado, rompe el eterno momento.
Seguidamente las luces parpadean abruptamente y, en el instante siguiente, Balanzat se gira a una velocidad inhumana, pero se pisa su propia túnica y se tropieza con una silla de madera. La caída es todo menos elegante: sus brazos se agitan descontroladamente mientras intenta mantener el equilibrio. El ruido del impacto y su murmullo malhumorado, cargado de improperios que no repetiré, llenan el aire.
Balanzat, que hasta hace un momento le parecía la encarnación del terror, ahora parece ridículamente humana mientras se levanta torpemente del suelo, tratando de sacudirse el polvo con una dignidad fingida.
—¡Pero qué…! —murmura el viajero, sin saber si reírse o preocuparse—. ¿Tenéis urgencias aquí?
—Silencio, mortal. Esto no ha sido más que una demostración para que alcances el conocimiento superior.
—Y… ¿cuál es? —la Custodio pone los ojos en blanco.
—La gravedad, inepto. No es más que un recordatorio de nuestra imperfecta existencia —seguidamente le da un sorbo al vino de su copa, que sigue intacta en el suelo—. En fin, bienvenido a la Cámara de las Puertas, la zona más importante de esta nuestra amada Biblioteca, no importa lo que te haya dicho ese Wülf. Sígueme, mortal.
A lo largo del pasillo —que parece infinito— hay incontables puertas, ninguna igual a la anterior. De una de ellas se vislumbra un resplandor ambarino cegador y, al pasar junto a ella, se abre, permitiendo que un gato negro se deslice entre las piernas del viajero.
—Cuidado, mortal, no te vayas a caer —dice riéndose de su propia broma—. Mephisto, te he dicho cientos de veces que cierres la puerta, no queremos que ese esquizofrénico se vuelva a escapar.
El gato parece entenderla y, tras girarse para cerrar la puerta con su pequeña pata, se desvanece entre las sombras del pasillo infinito.
Tapices antiguos cuelgan de las paredes, y en todos ellos aparece Balanzat, siempre con una copa de vino en la mano, en diferentes épocas y contextos. Sin importar la era o la compañía, mantiene la misma pose y mirada indiferente, como si el paso del tiempo y los eventos históricos fueran meras distracciones.
Balanzat abre una puerta y revela una sala llena de botellas de vino, cada una con una etiqueta más extravagante que la anterior. Coge una botella al azar, la abre con sus afilados colmillos y llena dos copas.
—A tu salud, viajero. Y a la mía, qué diablos.
El viajero, obediente, bebe de su vino y percibe que tiene un sabor extrañamente amargo, como si contuviera algo más que sólo uvas fermentadas.
—Bien, ahora que estás un poco más relajado —dice Balanzat con una mezcla de indiferencia y malicia—, permite que te enseñe algo verdaderamente interesante.
Se detienen ante dos puertas, una roja y otra verde.
—Detrás de cada una de estas puertas hay un fragmento de conocimiento, un eco del pasado o un vistazo al futuro. Elige con sabiduría y todo eso. ¡Ciao! —dice antes de desaparecer, esta vez sin altercados.
El viajero se adentra en una de las puertas y el tiempo vuelve a dejar de tener sentido. Entra y sale de otras estancias, sin ser capaz de encontrar la salida. En una de ellas se encuentra con un hombre fumando acompañado de un caballo en un bosque.
—Un perfecto cilindro, ¿verdad? —le dice el hombre señalando a su cigarrillo antes de que el viajero vuelva a darse media vuelta y salir de allí.
Al cerrar la puerta se encuentra con un largo corredor iluminado por velas, tal y como el del principio. Las llamas parpadean proyectando sombras que bailan en las paredes, creando un ambiente surrealista y un tanto escalofriante. Pero hay algo peculiar en esas sombras: parecen estar ejecutando una coreografía, como si fueran parte de un extraño espectáculo de marionetas. De fondo suena la Danse Macabre de Camille Saint-Saëns.
—Bueno, esto es nuevo —murmura el viajero mientras avanza con cautela, intentando no pisar ninguna de las sombras danzantes.
A lo lejos escucha un murmullo de voces y, siguiendo el sonido, llega a una sala llena de puertas de jardín de hierro negro ornamentadas, cada una más elaborada y barroca que la anterior.
Justo cuando está a punto de tocar una de las puertas, escucha una risa que llena la sala. Se gira rápidamente para ver de dónde proviene, y allí está Balanzat, sentada en un trono hecho de libros apilados de manera precaria. A su lado, una figura encapuchada fuma de una pipa, dejando escapar anillos de humo que forman palabras en el aire.
—¡Ah, nuestro intrépido viajero ha sobrevivido a las puertas de lo desconocido! —exclama Balanzat con una sonrisa traviesa—. Me alegra ver que has decidido seguir adelante. Déjame presentarte a mi colega, el gran Balanzat… ¡No! Espera, que esa soy yo. Este es Pardo, nuestro gran maestro del humo.
Pardo inclina la cabeza a modo de saludo, sin dejar de fumar su pipa. El viajero no puede evitar notar que los anillos de humo ahora forman un retrato caricaturesco de él mismo, con un enorme sombrero de mago y una expresión de sorpresa.