de los
Perdidos
Soy un clavo oxidado abandonado en un vertedero de Wyoming. En este lugar vasto y olvidado reflexiono sobre la marca que he dejado en el mundo. No con orgullo, sino con la cruda aceptación de quien sabe lo que es ser despiadado, ser una herida abierta que nunca logrará sanar en la vida de los demás.
No hay delicadeza en mi ser, nunca la hubo. Mi lengua, afilada como un viejo cuchillo de carnicero, ha cortado más profundamente que el frío viento del invierno en las planicies desoladas. Mis palabras, imbuidas de veneno, dejaron cicatrices en aquellos que tuvieron la desgracia de cruzarse en mi camino. Penetré en sus vidas como esta herrumbre que ahora me corroe, inexorablemente, hasta que lo único que quedó en ellos fue la contaminación de su alegría y el fin de sus esperanzas.
Me contemplo a mí mismo y me pregunto cómo he llegado aquí. No siempre fui este fragmento mellado de humanidad. Hubo un tiempo, aunque ahora sea un recuerdo distante, en el que algo bueno quizás pudiera haber brotado de mí. Pero mis decisiones, mis circunstancias, me moldearon en este alma cruel y áspera. Es curioso cómo acabamos todos aquí, desechos de un mundo que sigue adelante sin nosotros, y aquí ni siquiera la desesperación encuentra consuelo. Quizás es lo que merezca, quizás no había otro camino, quizás no crea en el destino.
Me transporto a días en los que el sol me quemaba como quema el whisky barato bajando por la garganta, días de polvo y gritos perdidos en la inmensidad de este desierto. Dos sombras enfrentadas, un duelo de miradas que corta el aire seco, un Colt. 45 sentenciando a Jake «El Silencioso» que tira sin pasión su Smith & Wesson Model 3 al suelo. Al final todos acabamos aquí, reducidos a polvo y memoria.
En este silencio sepulcral, con el humo del revólver todavía en el ambiente, me doy cuenta de que mi amargura no es más que miedo, un miedo profundo a ser visto, a ser conocido. Porque, ¿qué es acaso la crueldad sino el último refugio de los cobardes? Me doy cuenta de que cada alma que toqué, cada vida que ensombrecí, fueron simplemente un clavo más en el ataúd de mi propia humanidad.
Este vertedero, este final de todas las cosas, es quizás el único lugar que realmente entiende lo que soy. Un testigo silencioso de las múltiples capas de desechos que somos capaces de producir. ¿Puede un alma como la mía redimirse? ¿Existe alguna forma de limpiar el óxido que ha consumido mi ser? No busco simpatía, porque sé que soy el arquitecto de mi propia ruina, pero en la profundidad de esta tarde que no cesa, en la soledad de este páramo infecto, quizás pueda encontrar un destello. No de esperanza, sino de comprensión. Tal vez y sólo tal vez, esa sea la clave para detener el lento veneno que se extiende por mis venas y se traspasa a los demás desde mi núcleo.
Soy un clavo oxidado abandonado en un vertedero de Wyoming y no busco el perdón. Enfrento la verdad de lo que he llegado a ser, y en esta tierra de nadie, en este reino de lo olvidado, tal vez pueda encontrar un comienzo.