«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de agosto de 2024

Estío

Custodio:

Mañana.

El verano se estira interminable ante mí, con su calor pegajoso y su luz implacable. Me despierto a las diez con el sonido de la alarma incesante del móvil que dejo sonar durante más de una hora. La luz se cuela por las persianas proyectando sobre la pared de gotelé sus líneas doradas. Me quedo un rato observándolas y me pregunto cómo sería seguir uno de esos caminos de luz y desaparecer en su resplandor cegador. Cuando por fin me desperezo siento el vacío atrapando a mi estómago en su puño de hierro. Vuelvo a abrir los ojos y ahí está, la mole oscura y grotesca en la esquina de mi habitación, ese secreto que se niega a desaparecer.

El aire de la mañana es denso, como una manta húmeda y pegajosa que me envuelve. Me arrastro fuera de la cama por fin, ignorando al leve desmayo habitual. Mis pasos son lentos y me tambaleo arrastrando los pies mientras salgo de mi cuarto y bajo las escaleras. En la cocina comienzo el ritual de cada día: una taza de café solo, fuerte y amargo. La calidez del líquido se extiende por mi cuerpo, pero no llega a ganarle al frío que llevo dentro.

Decido salir a correr por el camino de tierra de al lado de casa. Necesito sentir que tengo el control, aunque sea por un momento. Salgo y siento las cuchilladas de la luz del sol en mis ojos, pero mis piernas se mueven mecánicamente hacia mi recorrido. Miro atrás y veo a la mole al principio del camino, avanzando lentamente hacia mí. Acelero el paso, como si me creyera capaz de escapar de ella. Cada inhalación se vuelve más difícil, el aire arde en mis pulmones y siento que esa zancada podría ser la última. Corro hasta el borde del desmayo y el mundo a mi alrededor comienza a desdibujarse, pero es en esa debilidad donde encuentro una felicidad enfermiza. Es como si, al empujar mi cuerpo al extremo, pudiera alcanzar una forma de libertad, una posibilidad de desaparecer que me tienta con la promesa del descanso.

El túnel está a unos tres kilómetros de mi casa, un antiguo paso bajo la autovía que ya no se usa. Me gusta porque es un lugar apartado, donde puedo escuchar al silencio y sentirme en un mundo aparte. Al entrar, la temperatura baja abruptamente y el sonido cambia, envolviéndome en una quietud que parece casi sobrenatural. Me detengo en el centro, mirando cómo la luz del sol se filtra por los extremos, creando una especie de halo que enmarca la salida.

En el silencio del túnel siento que estoy entre dos mundos. Las sombras aquí no son sólo una ausencia de luz, sino presencias etéreas que se deslizan a mi alrededor, rozándome con sus fríos dedos. Me pregunto si alguna vez podré encontrar el equilibrio entre la luz y la sombra, si podré liberarme de este constante tira y afloja entre existir o desaparecer.

La voz de la mole resuena en mi cabeza, recordándome todas las veces que he fallado, todas las veces que he cedido.

«No eres suficiente», me susurra.

Las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas y me dejo caer al suelo del túnel, deseando poder desvanecerme en la oscuridad.

Salgo de allí sin dirigirle la mirada a la mole que me espera en la entrada y regreso a casa.

Mediodía.

Tirada en el sofá dejo que las horas pasen sin pena ni gloria hasta que oigo las voces de mi familia en el porche de la entrada.

—¡Ya estamos aquí! Marina, ¿estás despierta? —me grita mi madre mientras mis hermanas pequeñas invaden lo que otros considerarían paz—. Ah, aquí estás. Saluda al abuelo, que se queda a comer. ¡A poner la mesa! Y tended las toallas fuera.

—Yo ya he comido, mamá —miento. Ella pone una mueca pero no hace preguntas y respiro aliviada, sintiéndome como una miserable una vez más. Mi estómago gruñe, pero lo ignoro. El hambre es sólo el ruido blanco que me acompaña día tras día.

Hago el pequeño amago de levantarme para saludar a mi abuelo pero él me alcanza antes, dándome un beso en la mejilla y dejando tras de sí una marca luminosa que se desvanece lentamente, como si mi cuerpo la rechazase.

—Marinita, anda, ponme el tenis —me pide mientras se sienta en su sillón junto a la ventana. Obedezco.

Las raquetas golpean la pelota con un ritmo metronómico que se mezcla con el zumbido del ventilador. La luz se cuela por las ventanas sin cortinas, derramándose por el cuarto de estar como si fuera un invasor implacable. Odio la luz del mediodía en verano. Es una luz brutal y sin matices que desnuda todo a su paso. No hay sombras amables, sólo un resplandor desolador que hace que todo parezca más plano, duro y vacío.

Me pregunto si es así como me ven los demás, expuesta bajo la cruda luz de sus expectativas, sin un lugar donde esconderme. La pelota va y viene, y me pregunto cuántas veces puede uno repetir el mismo movimiento antes de perderse en la monotonía. La imagen del túnel vuelve a mi mente. Ojalá pudiera quedarme allí, en ese espacio entre la luz y la sombra, donde no existen los espejos y nada es definitivo.

—Marina, ¿no quieres acompañar a tus hermanas a natación? Hace mucho que no vas a la piscina —me pregunta mi madre, interrumpiendo mis pensamientos.

—No, me quedo con el abuelo viendo el partido —respondo mecánicamente. Echo de menos nadar.

—Como quieras. Voy a echarme la siesta.

El reloj avanza sin piedad y la luz del mediodía lentamente comienza a ceder, dejando paso a las sombras alargadas de la tarde. Cierro los ojos y dejo que el ritmo monótono del partido de tenis me arrulle, sintiendo que, aunque sea por un momento, puedo encontrar un pequeño respiro en la penumbra.

Tarde.

La tarde se desliza lentamente, como una serpiente en busca de la única sombra que la salvará. Me despierto del letargo del sofá y me encuentro con la luz dorada del sol filtrándose a través de las ventanas. Mi abuelo ya no está. Me levanto sintiendo el peso del calor aún pegado a mi piel, y decido salir de nuevo, buscando cualquier excusa para escapar de la quietud opresiva de la casa.

El pueblo está envuelto en una calma casi irreal. Las calles están vacías y el sonido de mis pasos sobre el asfalto caliente es lo único que se escucha. Me detengo en la plaza del pueblo, donde un viejo reloj de sol proyecta su sombra alargada sobre el suelo. Veo a la mole aparecer al girar la esquina. Me pregunto cuánto tiempo más puedo seguir así, atrapada en este ciclo interminable de días que se mezclan y se desvanecen sin dejar rastro.

Decido dirigirme al río, al lugar donde solía ir cuando necesitaba escapar. El camino serpentea a través de la sombra de los álamos, aliviando temporalmente el horror del sol abrasador.

Llego al río y me siento en la orilla, observando cómo el agua fluye lentamente, reflejando la luz del sol en pequeños destellos dorados. El río sigue su curso, indiferente a todo; mientras yo estoy aquí, estancada.

De repente, noto algo extraño en el agua. Una figura se perfila en el reflejo, difusa al principio, pero luego más clara. Es mi propio rostro, pero parece diferente, más delgado, casi cadavérico. Me quedo mirando hipnotizada, incapaz de apartar la vista. El reflejo me observa con ojos vacíos, sin vida, y siento un escalofrío recorrerme la espalda.

Me incorporo y, en un impulso, me acerco más al agua. La figura en el reflejo parece moverse por su cuenta, extendiendo una mano hacia mí. El aire a mi alrededor se vuelve pesado, como si el propio río intentara atraparme en su abrazo. Me inclino más, hasta que mi rostro está a sólo unos centímetros del agua.

—¿Es esto lo que quieres? —susurra una voz apenas audible sobre el murmullo del río.

Me aparto bruscamente, tropezando y cayendo de espaldas sobre la hierba. Mi corazón late con fuerza y el aire parece aún más denso. Me incorporo lentamente, sin apartar la vista del río, donde mi reflejo ha vuelto a ser sólo eso, un simple reflejo en el agua.

El sol empieza a descender, estirando las sombras y tiñendo el cielo de colores cálidos. Me doy cuenta de que debo volver a casa antes de que anochezca pero la sensación de inquietud no me abandona. Camino de regreso, sintiendo cada paso como un esfuerzo titánico, como si el suelo intentara retenerme.

Al llegar a casa, la sensación de opresión no desaparece. La luz del atardecer se cuela por las ventanas, bañando la habitación de un resplandor anaranjado. Me dejo caer en el sofá, tratando de ordenar mis pensamientos.

Noche.

La oscuridad se cierne lentamente sobre la casa y el silencio se vuelve casi tangible. Me levanto y enciendo una lámpara, observando cómo su luz débil apenas logra combatir a la sombra gorda y asquerosa que se acumula en las esquina. Vivo en el bucle constante de estar atrapada entre dos mundos: luz y oscuridad, sin saber hacia cuál debo dirigirme.

La noche avanza y el peso de mis pensamientos se hace insoportable. Me tumbo en la cama, esperando que el sueño me libere de esta prisión autoimpuesta, pero los recuerdos del día martillean en mi mente una y otra vez. ¿Es esto lo que quiero? La voz del reflejo resuena en mi cabeza, y me doy cuenta de que no tengo una respuesta.

Sé que por más que intente escapar siempre hay algo dentro de mí que me arrastra de vuelta a este estado de incertidumbre impropia y desasosiego. La lucha entre desaparecer y seguir existiendo se libra en mi interior y no sé cuánto tiempo más podré creer soportarla.

De repente siento cómo el otro lado de la cama se hunde. Abro los ojos y la veo. La mole. Ahora no está en la esquina, sino al borde de mi cama; sus formas ondulantes están más definidas que nunca, casi parecen humanas. Su rostro, o lo que parece ser un rostro, me observa con ojos vacíos, como los del reflejo en el río. Siento un escalofrío recorrerme y el aire se vuelve denso e irrespirable.

—¿Es esto lo que quieres? —pregunta la mole con una voz que es un eco de la mía, distorsionada y hueca.

El tiempo parece detenerse y todo lo que he evitado enfrentar me golpea con la fuerza de un tsunami. No tengo respuestas, sólo un vacío abrumador que amenaza con consumirlo todo. La mole se inclina hacia mí con su presencia ineludible, y le dirijo la mirada sabiendo que no es sólo una sombra externa, sino una parte de mí que me niego a dejar ir.

—Es esto lo que quiero.

La lámpara de la mesita de noche parpadea y se apaga, dejándonos en completa oscuridad. La mole se funde con las sombras y me siento tragada por su negrura una vez más. Mis ojos se cierran, no por cansancio, sino por rendición.

Me despierto a las diez con el sonido de la alarma incesante del móvil que dejo sonar durante más de una hora.

Miro a la esquina y la mole sigue ahí.

¿Algo que decir, Viajero?

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7 de octubre de 2025
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