de los
Perdidos

Me gustaría poder deciros que soy un gran detective, pero lo cierto es que la mayoría de las pistas relacionadas con mi muerte acuden a mí a la hora de la siesta. O, al menos, acudían.
Hace tiempo que no duermo como es debido, ni siquiera un par de horas, ni siquiera lo mínimo estipulado para un detective zombie. Consigo, como mucho, tumbarme en el sofá de la oficina con los ojos cerrados y centrar mi concentración en el relajante sonido del tambaleante ventilador de techo que amenaza constantemente con desprenderse y caer sobre mi cabeza. En ese estado de ensoñación, que hasta mi inconveniente muerte jamás había experimentado, mi conciencia viaja a algún rincón situado entre esta «vida» y otra. Una tan confusa como lejana.
Aparece ante mí una especie de puerta, apenas entreabierta. Un mínimo haz de luz, un espacio estrecho, que cada vez me es más y más difícil atravesar. Tan difícil que ahora ni siquiera puedo acceder ya a él. Es lo que el simpático de Seth llama «gatillazo onírico» o «disfunción astral».
—»No se preocupe jefe, a todos nos ha pasado alguna vez, es más que común entre varones de cierta edad…».
Es un imbécil adorable. Pero, como siempre, tiene algo de razón.
Veréis, al principio conseguía acceder a ese espacio. No era tarea fácil. Notaba una gran resistencia al otro lado. Como si hubiesen atrancado la puerta con un montón de pesados muebles. Y lo más curioso, cuando conseguía cruzar lo constataba: una aparatosa mesa de escritorio y una vieja butaca tapizada en cuero color camel me habían intentado impedir el paso. Al final, se hizo obvio: alguien conspiraba para que no accediese hasta ese lugar.
Una vez al otro lado, se presentaba ante mí, por lo demás, un diáfano e interminable pasillo, cuyas paredes estaban decoradas con un horrible y desconchado papel pintado a rayas color verde pino y crema que se intercalaban. Ni una sola estancia a la que acceder. Tan sólo una largura infinita de la que jamás he llegado a vislumbrar el final.
Entonces comenzaba a caminar, sintiendo el peso que tenía desplazarse por ese espacio. Sentía como si el mismo aire fuese una espesa tela de araña que apenas me dejaba avanzar. Sin embargo, al hacerlo, comenzaban a flotar a mi alrededor todo tipo de sensaciones: felicidad, admiración, nostalgia, decepción, tristeza…
No siempre, pero en ciertas ocasiones, si conseguía dirigir mi atención hacia una de esas sensaciones, si conseguía concentrarme en una de ellas lo suficiente, una puerta se materializaba. En algunas de ellas en el lado izquierdo del pasillo y en otras a la derecha. Unas veces era una puerta de aluminio abollado, otras de madera labrada, a veces de dos hojas de cristal (como esas que hay en los centros comerciales), o incluso la puerta de un Cadillac clavada en una de las paredes.
Cuando la puerta en cuestión se materializaba ante mí, accedía a una estancia en la más absoluta penumbra. A veces, incluso, permanecía en ella horas sin que pasase nada de nada. Pero, cuando tenía suerte, se materializaba ante mí una imagen. Retales de una vida a los que me gusta llamar «recuerdos»: la estela de un avión que se aleja, un póster de una película noir de los cuarenta, una sonrisa de mujer, un cajón de oficina cerrado con llave, una espesa lluvia, una rata muerta, la rechoncha mano de un bebé… Todo ello perfectamente consignado en mi propio expediente: «El caso de la Muerte Persistente«. Mola, ¿eh?
¿Se supone que esas imágenes deberían hacerme recordar? Vamos a ver, ni siquiera sé si me llamo Frank Smith… Me lo inventé, ¿vale? Me pareció un nombre fuerte, con gancho. Pero no tengo ni idea. Ya os lo dije. Aparecí en las alcantarillas sin recordar nada, nada en absoluto. ¡Perdón si no sé relacionar las obvias conexiones entre una mano de bebé y la estela de un Boeing 747!
Estaba en un punto muerto. No era capaz de dar sentido a ninguna de las imágenes y, peor aún, ya no era capaz de llegar hasta ellas.
—Lo que se conoce como un «trance interruptus» jefe.
—Exacto, Seth. ¡Eh! Espera, un momento, estaba narrando yo mi movida con los trances. Yo se lo estaba contando a los lectores. Y yo soy el único en esta historia que puede romper la cuarta pared, ¿entiendes? No, no, espera, no respondas, si lo haces volverás a romper la cuarta pared. A ver, asiente si lo has entendido…. Ajá, con eso bastará. Vale, gracias. Y que no se vuelva a repetir…
En fin, ¿por dónde íbamos? Ah, sí. Estaba en un callejón sin salida, j’étais complètement perdu. Después de la mano de bebé nada de nada… Intenté todo para llegar a un estado ideal de relajación, uno que me permitiese volver a esos trances. Lo intenté todo, pero nada. Ni serotonina, ni magnesio, ni pasiflora, ni orfidal… Tampoco funcionó la meditación (el zumbido de Seth revoloteando por la oficina tampoco ayudaba), los electrodos en el cráneo o la ayahuasca.
Pero todo cambió aquel fatídico día. Cuando Seth, emocionado, me señaló con sus patitas un llamativo anuncio en el periódico:
«Candela, pitonisa profesional; ofrece servicio de espiritismo, lectura de tarot, viaje astral e hipnosis curativa. También pone y quita el mal de ojo.
PD: No se quita un mal de ojo puesto por Candela ¡No se aceptan devoluciones! ¡Primera sesión a precio reducido!».
Me han golpeado, acuchillado, e incluso (como ya pudisteis leer) disparado. Bien, nada de eso se compara a la primera sesión de hipnotismo con Candela que tuve la desgracia de experimentar. El precio «reducido» de 400 euros no ayuda a recordarla con cariño.
—»A otros no-muertos les cobro la tarifa completa, ¿eh? ¡Pero me has caído en gracia chiquillo!».
Hija de una hiena… No entraré en detalles escabrosos sobre su endemoniado método, pero la cuestión es que funcionó. Esa bruja majadera lo logró: conseguí acceder a una nueva imagen. Y no una cualquiera, el desguace abandonado nada menos.
Ah… El desguace abandonado… Esa imagen es realmente especial, ¿sabéis? Es la única imagen a la que le he encontrado una correspondencia con el mundo real. Con este mundo. Ese en el que soy un detective zombie que investiga su puta muerte. Ese mundo. Y, muy a mi pesar, es la imagen que vino a mí después de mi desdichada sesión con la sádica de Candela. Vaya por Dios… ¿Por qué hasta ahora sólo he encontrado sentido a la imagen que desbloqueé en su condenada sesión de hipnosis?
En fin… El desguace en cuestión se encuentra en los límites del Barrio, bajo la autopista. Es un sitio inolvidable por su avariciosa fealdad, que sobrepasa los estándares de cualquier desguace abandonado. Es todo óxido, pellejos de gatos muertos, restos de baterías de coche reventadas y otras lindezas ideales para hacer terrorismo medioambiental… Por no hablar del pequeño poblado chabolista que pueblan una docena de drogadictos de todo pelaje desde hace una década… Una fauna a la altura del entorno vamos.
Aunque creedme, eso no es nada. Lo verdaderamente llamativo, por horrible, es el cartel que corona la valla de entrada al recinto. Ese muñeco pecoso y descolorido, tan deforme como sonriente, que anuncia: «Joe el Desdentado, abierto todo el día todos los días«. Pone los pelos de punta. Una imagen realmente difícil de olvidar.
Así que visité aquel lugar. ¿Qué qué encontré? No demasiado. La imagen no venía con instrucciones que te indicaran por dónde empezar a buscar… Pasé días enteros haciendo guardia en la valla exterior del desguace, pero nada. Uno de los yonkis más despiertos del poblado chabolista me dijo que aquel lugar llevaba cerrado, al menos, veinte años. Aunque por más que le insistí aquel pobre diablo no recordaba el motivo de la caída de aquel negocio chatarrero. No era mucho. Pero esa sesión con Candela prendió en mí una pequeña chispa de esperanza, quizá el resto de imágenes también guardaban una relación con el mundo real e, incluso, con mi pasado.
Candela… Ahora estoy en su consulta. Otra vez. Se trata de un pequeño sótano al que se accede bajando por unas escaleras tan torcidas como traicioneras, tan torcidas y traicioneras como esa bruja. Es una estancia repleta de todo y más aún: libros encuadernados con piel de lagarto, bolas de cristal de todos los colores y cientos, miles de velas con su cera desparramada por armarios, mesitas y estanterías.
Candela es una mujer menuda que impone tanto como una fuerza de la naturaleza; como un alud, un tsunami o un volcán. Su ajada piel morena no revela una edad exacta. Podría ser una mujer madura o una anciana. Su pelo afro, contenido por una alegre cinta naranja y de un espeso negro azabache, es la vivienda habitual de un pequeño camaleón, Buddy. Por determinados conflictos relacionados con la cadena alimentaria a Seth no traga a Buddy. Esa larga y pegajosa lengua casi le cuesta la vida en nuestra anterior visita… Pero aquí está, apoyando a su amigo muerto.
Cnadela… Me mira inquisitivo ese brillante ojo de cristal. La luz de las velas le dota de una chispa que fulmina a su objetivo. Durante un rato, que parece una eternidad, permanecemos observándonos. Mi incomodidad va en aumento.
—No pienso pagarte este rato, que lo sepas —la amenazo hastiado y con más miedo que vergüenza.
—¡Calla!— grita Candela, y las innumerables velas que pueblan la estancia ven sus llamas estremecidas.
Me callo, por ahora. Me coge la mano derecha y la sopesa entre las suyas. Sus manos parecen auténticos joyeros cargados de abalorios de lo más extravagantes. En otras circunstancias se diría que la pitonisa va a leerme las líneas de vida; que si me voy a casar, tendré dos hijos y una vida más o menos corta. Pero carece de sentido leer unos surcos en mi mano que ya no están. No como deberían al menos. Quizá pueda leer la forma huesuda de mis falanges y el pobre pellejo que aún se adhiere a ellas. Además, siento que cualquier futuro está fuera de lugar en mis circunstancias.
—Ummm… Interesante… Muy interesante, si… Veo que todavía no te has recuperado de nuestro encuentro anterior… No te preocupes. Ya sabes que no muerdo, ¿no? —Su sonrisa es una media luna que sugiere bondad y todo lo contrario. Después da un fiero mordisco al aire y suelta una poderosa carcajada al techo—. ¿Qué encontraremos hoy? Todo esto me tiene en ascuas, Frank…
Me revuelvo en la silla, nervioso. Separo mi mano poco a poco, evitando una brusquedad que Candela podría malinterpretar.
—Por favor —ruego—, ¿podemos empezar ya?
—Para estar muerto tienes mucha prisa, chiquillo. Está bien, ¿preparado?
Seth me mira y asiente con ánimo de darme un coraje que cada vez me cuesta más encontrar en mi interior. Me viene un pensamiento: «También vale hacerlo con miedo, sólo hazlo». No sé de dónde lo he sacado, puede que sea una de esas frases célebres al pie de las agendas que tanto le gustan a Seth.
Como, por ejemplo aquella atribuida a Twain: «Nunca discutas con un idiota, te hará descender a su nivel y ahí te ganará por experiencia». Pero, ¿Qué pasa si eres tú el idiota, eh? Eso nadie se lo plantea. Todos estamos siempre en el lado correcto de los consejos y las moralejas. ¿Qué pasa si no puedo? ¿Si aquello que quiero descubrir me provoca más pánico y dolor que la muerte misma?
—Sí —contesto sin pensar en las consecuencias de la respuesta.
—Percibo que estás inquieto, no te preocupes, la primera sesión siempre es la que da más coraje. Recuerda, no dejes de mirar el péndulo, si no todo se irá al carajo. Ah, y no te separes de mí.
Asiento. Candela se levanta de su enorme sillón rojo de un salto y comienza a rebuscar en un baúl que parece un tesoro pirata. De su caótico interior acaba extrayendo una larga cadena de plata . Ay Dios mío, allá vamos otra vez. Se propina un golpe seco en la nuca provocando que el ojo de cristal salte de su cuenca y vaya a parar a su mano. Después, aprisiona hábilmente el ojo con uno de los extremos de la cadena de plata, creando así un grotesco y fascinante péndulo.
—Sigo pensando que este local no cumple los mínimos de higiene —digo en un pobre intento de quitar solemnidad al ritual.
Candela ya está en otro lugar. Se mueve de forma automática apagando una por una todas las velas de las estancia, a excepción de cinco velas negras que coloca alrededor de la mesa. El brillante tono anaranjado que reinaba en toda la estancia ya no está. Ahora las llamas verdes de las velas negras crean una atmósfera tan intima como intimidatoria. De cada uno de los objetos de la habitación escapa un fantasma, una alargada sombra. Un temblor primitivo se hace sentir bajo mis pies.
—Abre tu menteeee, abre tu menteeee —me ordena Candela en una letanía interminable. Su único ojo se queda en blanco y comienza a mover el péndulo de lado a lado.
Al principio no noto absolutamente nada. Sigo la irregular esfera de cristal en la que se reflejan brillos verdes, dotándola de la apariencia de una peculiar esmeralda. Como la primera vez, es extraño. Mis ojos permanecen abiertos de par en par, pero después de un par de minutos empiezo a notar un pesado sueño. Y la negrura se apodera de todo.
—Abre tu menteeee, abre tu menteeee…
Siento que ya no escucho las palabras de Candela si no que, por el contrario, proceden de algún rincón en mi interior. La negrura se disipa poco a poco. El consultorio de Candela queda muy lejos… Estoy sobre algún tipo de superficie metálica y no me puedo mover. Veo algunas figuras que se mueven nerviosas por la estancia donde me encuentro, pero no alcanzo a distinguir ninguna. Una de ellas se acerca a mí. Me resulta familiar.
—No te alteres, chiquillo.
Reconozco inconfundible su pelo afro y su piel aceituna, lleva una bata blanca con un colorido pin de fieltro que representa a un pequeño camaleón. Miro a un lado y distingo parte de una sala tan blanca como aséptica. Parece un quirófano… no, espera, es una morgue: las cajas mortuorias en las paredes delatan la verdadera naturaleza del lugar.
—No sé, usted me corregirá, pero yo no lo veo tan muerto.
Dice una de las oscuras figuras que rodean a la pitonisa.
—¡Calla! —grita Candela, y las luces de la morgue parpadean sutilmente.
Después se coloca dos guantes estériles, que se terminan resquebrajando por la presión que ejercen sobre ellos los extravagantes abalorios que portan los dedos de la pitonisa. Alcanza un bisturí y me raja el pecho sin ningún tipo de cariño. El dolor es insoportable. Siento que me desvanezco. Se acerca a mi oído.
—Aguanta, ya estamos dentro, chiquillo.
Y, sin darme opción a emitir una respuesta, introduce sus dos manos en mi caja torácica. Siento sus dedos alargados rebuscando en mi interior mientras me retuerzo en la camilla. Quiero gritar, pero no puedo. Solo sufrir. Sufrir solo. No puedo emitir ninguna señal de auxilio. Estoy a merced de una bruja psicópata.
—Ya casi… ¡está! Lo tenías bien escondido, ¿eh? —dice mientras sonríe triunfante y sostiene mi corazón en sus manos.
—Sus métodos no son nada ortodoxos, voy a tener que dar parte al Comité Ético Forense —exclama otra de las figuras.
Después, Candela coloca mi corazón palpitante en su boca de piraña y lo empieza a masticar como si tal cosa.
—Pero hay que reconocer que los resultados son admirables —observa alguien desde algún lugar de la sala.
La sangre pútrida cae espesa por las comisuras de los labios de la pitonisa. Siento cada dentellada como si mi corazón todavía me perteneciese, como si cada mordisco fuese un terrible infarto. Pero hasta un muerto tiene su límite. Pienso que ninguna verdad debería acarrear tanto sufrimiento antes de desvanecerme por completo.
Entonces la veo. La puerta entreabierta, el haz de luz en una oscuridad inmensa. Como ya sucedió, Candela me espera al otro lado, entre un gran estrépito retira todos los muebles y abre la puerta de par en par permitiéndome el acceso.
—Vamos, bonico, no hay tiempo que perder.
—Dijiste que solo dolía la primera vez.
—Dije que daba más coraje, también dije que te pegases a mí como las moscas a la mierda. Vamos.
Me tiende la mano como ya hizo aquella primera vez y yo acepto el ofrecimiento sin pensar. Mi desasosiego disminuye y me permite percibir todas las sensaciones que flotan en el eterno pasillo en el que nos encontramos. Son muchas. Elijo una cuya intensidad parece destacar por encima de las demás. Es una sensación de competencia, de profesionalidad. No sé por qué pero me resulta familiar y nada desagradable. Se podría decir que esa sensación me hace estar «en mi salsa».
Me concentro en ella, me dejo acunar por lo que me transmite y a la izquierda del pasillo una puerta de despacho aparece ante nosotros. Tiene una inscripción en letras doradas, similar a la de mi oficina. «Inspector Jefe», se puede leer. Miro a Candela, me devuelve la mirada con su único ojo y asiente animándome a traspasar la puerta. Inspiro profundamente, agarro su mano con fuerza y cruzamos al otro lado.
Suenan muchos teléfonos a la vez. Me encuentro sentado en un despacho policial y enfrente mía hay un enorme tipo con bigote que rondará los sesenta y, por lo que parece, debe ser el que maneja el cotarro. A mi derecha un tipo corpulento, embutido en el distintivo uniforme policial del cuerpo metropolitano, no para de mover nerviosamente una de sus piernas y mirarse las uñas. Las mira. Elige una. Muerde y así.
—¿Café? —pregunta el jefe. Tiene una voz rasposa, tomada probablemente por el tabaco y el alcohol, pero paternal.
—No, gracias —responde el policía de mi derecha—. ¿Tú quieres algo?
Se dirige a mí. Se diría que me conoce.
—Un solo largo —digo sin ejercer ningún tipo de voluntad al responder.
El jefe pulsa una extensión en el teléfono de su mesa.
—Un carajillo de whisky y un solo largo, gracias.
Se produce un incómodo silencio mientras esperamos a que lleguen los cafés. Es entonces cuando echo un vistazo a mi ropa: un impoluto uniforme de la policía metropolitana. Vaya, haber sido poli en el pasado explicaría muchas, muchas cosas. No explicaría por qué soy irremediablemente sexy, pero sí casi todo lo demás: entrenamiento con armas de fuego, conocimientos en métodos de investigación avanzados y un trabajo de riesgo que bien pudo terminar en mi muerte. Umm…
—Aquí tienen sus cafés, caballeros.
—Gracias, Clarice.
La joven secretaria posa una bandeja en la mesa, nos sirve los cafés con suma delicadeza y se retira. Salvando su forma de vestir, blazer a cuadros, falda de tubo y tacones, se parece mucho a Candela. Mientras, la pierna del hombre sentado a mi derecha, que deduzco debe ser mi compañero, está totalmente desatada; parece una extremidad-cohete a punto de despegar y abandonar para siempre el cuerpo de su propietario. Después muerde la uña de uno de sus pulgares con fruición. Finalmente lo suelta:
—Disculpe, no quiero faltarle al respeto pero, ¿nos va a decir ya por qué estamos aquí?
El jefe da un largo sorbo al carajillo de whisky, mira el reloj de pared y se frota su enorme papada. Suena el teléfono.
—Diga, Clarice. Ajá, hágale pasar.
Intento observar todos y cada uno de los detalles del despacho: una foto de familia, un calendario de hace dos años, una camiseta de un equipo de beisbol local firmada y enmarcada… La puerta del despacho se abre.
—El señor Cross —indica Clarice.
—Buenos días, inspector jefe. Un placer estar aquí caballeros, confío en que velarán por mi seguridad. Es mucho lo que está en juego.
El jefe se pone en pie para recibir al señor Cross.
—Saluden al señor James Cross, está dentro de nuestro programa de testigos protegidos. A partir de ahora le acompañarán en todo momento y me informarán de cualquier potencial amenaza contra su vida.
Mi compañero y yo nos ponemos en pie y, de repente, todo va a cámara lenta. Veo como mi compañero y el señor Cross estrechan manos. Hay que joderse.
Después el hombre del traje gris se acerca a darme las gracias por ser uno de los responsables de proteger su vida. Es un tipo de frente interminable, casi calvo. Gafas de cristales redondos casi tan pequeños como sus ojos de roedor. En general no destaca, no es una cara de la que uno se acordaría. Es casi tan gris como su traje gris. Parece un tipo listo, educado, con estudios. Y sin embargo está aquí, inmerso en un programa de protección de testigos. ¿Por qué? Ni idea, pero es algo que pienso averiguar.
A cualquier precio.