de los
Perdidos
Todos los compases mueren antes de nacer.
En la penumbra de esta mortuoria habitación mis dedos temblorosos buscan sobre las teclas los acordes que resuenan en mi cabeza. Mi mente, antaño ágil y creativa, ahora se ahoga en su propio caos. La Sonata en Do menor —mi obra inacabada— me persigue. Cada esfuerzo por componer algo digno queda reducido a cenizas una y otra vez. Las cadencias, ahora rotas, parecen haberse transformado en un uroboros que devora la esencia misma de la música en una danza de autodestrucción. El Adagio sostenuto está lejos de mis pretensiones iniciales y se disuelve en un desastre de tritonos que sepultan todo vestigio de belleza.
Ella está aquí, lo sé.
Su influencia asfixiante me acecha incansable, impidiéndome arrancarle algo de música a este condenado piano. La siento detrás de mí, observando con deleite cómo mis intentos fútiles de construir una progresión armónica coherente se acaban convirtiendo en una monstruosidad atonal. En mi cabeza retumban aquellas notas que me susurró en sueños, pero al tocarlas me resultan abominables.
Oigo crujir la madera de lo que una vez fue una extensión de mí mismo. Mi preciado instrumento se resquebraja por dentro como si tuviera gusanos retorciéndose bajo la tierra misma y no puedo hacer nada para evitarlo. Un pútrido reflejo más de mi estado mental.
Es imposible huir de esta agonía. Ella, invisible, controla mis manos, riéndose en los silencios eternos entre los acordes fruto de este bloqueo agotador. Yo, su títere, me encuentro atrapado en un tormento interminable.
Su presencia se intensifica en el punto álgido de la luna, cuando su luz plateada lo inunda todo, haciendo que las sombras en las paredes parezcan alargarse y los marcos de los cuadros cobren vida propia, pero en el fondo siempre está ahí. Mi piel se eriza al sentir el frío marmóreo de su mano etérea posándose sobre mi hombro y presionándome para seguir tocando. Las melodías que alguna vez fluyeron con gracia ahora son las cadenas que me atan a este armatoste de madera, haciéndome prisionero de una inspiración que ya no me pertenece.
He intentado ignorar esos murmullos lejanos que al final tornan en voces y huir de la sensación de estar siendo observado incluso cuando la habitación está vacía; pero cada vez que cierro los ojos su rostro aparece ante mí, desdibujado e irreconocible, y sus dedos largos y delicados me insisten para que siga componiendo.
No hay descanso, no hay respiro. El silencio es todavía peor, porque en él se esconde la certeza de que nunca me liberaré de esta tortura. Cada vez que intento terminar una obra, ella está ahí, distorsionando todo lo que creo, absorbiendo lo que queda de mi cordura.
—¡Basta ya! —me levanto con brusquedad tirando la banqueta a mi paso.
El piano enmudece, tembloroso, y el sudor frío resbala por mi frente. Las notas siguen resonando en mi mente, torturándome incluso después de haber dejado de tocarlas. Camino hacia el aparador donde guardo las botellas, los únicos objetos de esta casa que no desprenden polvo. Absenta. Whisky. Opio. Los únicos testigos de mi decadencia que me acompañan fielmente todas las noches. Me sirvo un trago de absenta. El sabor acre llena mi boca y quema mi garganta pero ese breve consuelo no es suficiente para acallar el murmullo de mi cabeza.
Subo las escaleras. Cada peldaño cruje como si la casa misma estuviera viva, respirando a mi alrededor. Mi corazón late con fuerza cuando veo, al final del pasillo, una sombra inhumana que se alarga bajo la luz débil de las velas. Mi mano tiembla al alzar el candelabro plateado, y su llama titilante es la única barrera entre mí y la oscuridad que me devora.
Mientras camino hacia ese ente escucho frases que no comprendo pero que insisten en envenenar mi mente. Su voz se entrelaza con mis pensamientos y en medio de esa cacofonía aparece una risa. Aguda, cruel, maquiavélica. Esa risa que siempre precede a su llegada.
—¿Por qué te escondes? —mi voz se quiebra y mi respiración se torna errática—. Siempre estás aquí, ¿verdad? Acechando entre las sombras, disfrutando de mi tormento. ¡Muéstrate!
El candelabro tiembla en mi mano y la luz vacilante que proyecta parece burlarse de mí formando muecas grotescas en la pared. Avanzo un paso más y la alfombra persa bajo mis pies se alarga como si el pasillo nunca fuese a terminar.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —grito. Noto mi garganta seca, quemada por el alcohol—. Te lo he dado todo… cada nota, cada pensamiento. ¿Qué más deseas?
Un mero silencio espeso es todo lo que obtengo por respuesta.
—¡Responde! —mi desesperación se transforma en furia. Golpeo la pared con el candelabro y el metal retumba contra la madera—. ¡No puedes quedarte en las sombras para siempre!
La risa vuelve, suave al principio pero volviéndose cada vez más fuerte, expandiéndose por las paredes y rebotando contra mis tímpanos hasta sentirlos estallar en mil pedazos.
—¿Crees que soy tu marioneta? —murmuro en un hilillo de voz—. ¿Un simple títere en tu juego cruel?
La risa continúa, y esta vez parece más cercana, envolviéndome, susurrándome al oído. Siento el frío en mi espalda, la misma presencia que ha estado conmigo noche tras noche.
—No te necesito… —mis palabras son más para convencerme a mí mismo que a ella—. Te destruiré.
Se manifiesta lentamente, emergiendo de la oscuridad como una visión de pesadilla que toma forma. Su figura es alargada, desgarbada, pero su silueta no se mantiene firme; parece distorsionarse al fundirse con la misma materia de las sombras que la envuelven. Su piel, si es que se le puede llamar piel, es pálida como el marfil, pero no es inmaculada. Está cuarteada, deshecha en ciertos puntos, dejando ver venas negras que palpitan de manera enfermiza. Cada movimiento es convulso, sus músculos parecen fuera de control bajo la piel y se retuercen grotescamente con cada paso que da.
Su rostro es lo más perturbador. No tiene ojos, sólo cuencas vacías que parecen irradiar materia oscura. De su boca, apenas entreabierta, cuelgan hilillos de saliva negra que gotean sobre el suelo de madera y se disuelven, pudriéndolo al entrar en contacto. Sus labios están partidos, y los restos de su sonrisa malformada recuerdan a la mueca de una calavera en descomposición. Cada palabra que susurra es acompañada por ese hedor pútrido, infectando todo el aire a su alrededor.
Su cabello, largo y despeinado, parece moverse por voluntad propia, serpenteando en el aire cual tentáculos de una criatura sacada del abismo del infierno. Y en su pecho, justo donde debería estar el corazón, hay un hueco, un vacío que parece succionar todo lo que la rodea. Es como si, en lugar de dar vida, absorbiera todo vestigio de ella, dejando sólo muerte y desesperanza a su paso.
Se inclina hacia mí y siento su gélido aliento rozar mi piel, haciéndome preso de una bruma que me envuelve y me despoja de toda voluntad.
Se acerca aún más, tan próxima que su presencia deja una huella fría y abrasadora sobre mi piel. Mi cordura se desintegra lentamente en su presencia, y tengo la certeza de que su figura aberrante no es más que una mera representación viva de mi locura. No es humana, nunca lo fue. Ella no es de carne ni de huesos; es una idea, una imposibilidad, una exigencia constante que lo devora todo.
—Yo fui la que te lo di todo —susurra arañándome los oídos con sus palabras—… y así me lo pagaste.
Su figura se inclina todavía más, pero esta vez no es sólo su grotesco aspecto lo que me hiela la sangre. Siento algo diferente en ella que va más allá de lo físico. Una corrupción.
—¿Lo entiendes ahora? —su voz apenas es perceptible—. No fui siempre así. Tú me hiciste esto.
Me paralizo. El horror de sus palabras es peor que cualquier deformidad física. Lo que antes era la chispa de la creación se había transformado en esta criatura perversa, ofreciéndome un reflejo retorcido de mis propias inseguridades.
Se arrastra hacia mí, lenta, inexorable, una abominación que ya no pertenece al mundo de los vivos ni al de las ideas. Las sombras parecen danzar a su alrededor, transformándose en dedos que arañan las paredes y el suelo mientras la realidad misma se desmoronara en su presencia.
—Fuiste demasiado lejos… ¿Qué esperabas encontrar? —me susurra al oído con una voz imposible de ignorar—. Todo lo que tocas se marchita… todo lo que deseas lo corrompes.
Me aparto instintivamente, pero su risa, esa risa maldita, me sigue.
Es en ese momento cuando una revelación me perfora el cráneo como un clavo oxidado. Mi miedo no sólo había corrompido mi música, sino que había devorado todo lo que alguna vez había sido hermoso en ella.
El silencio que sigue es aún más aterrador que su carcajada cruel, porque en él yace la verdad que siempre he intentado ignorar: el verdadero monstruo no es ella.
Soy yo.