«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de octubre de 2025

Je suis perdue

Custodio:

Paseábamos un Diciembre en París, en el Père Lachaise al atardecer. Era un sueño, uno de los míos, al menos. El clima nos obligaba a mantener las manos en los bolsillos, y aun así hablábamos como si el frío no importara. Como siempre.

—Muerte a los ídolos —dije de pronto, mirando las huellas de carmín sobre la tumba de Morrison.

—Especialmente a los de masas —contestó Andrés, parándose a mi lado a mirar la piedra—. La multitud confunde la admiración con posesión e identidad.

—Sí. Se saben sus cumpleaños, sus manías, hasta el color de sus sábanas. Y con eso creen que los conocen.

—El espejismo de la intimidad. Cuanta más información acumulan, menos analizan.

—Y más los distorsionan. La gente no ve la obra, ve un espejo donde proyectar sus carencias afectivas.

—Hasta que llega la decepción inevitable. Y entonces todo se convierte en rabia, en resentimiento.

—Al final, tanto esfuerzo para adorar a alguien que ni siquiera sabe que existes.

—Y que si lo supiera, seguiría sin importarle.

Seguimos caminando en silencio unos metros, por caminos laberínticos plagados de mausoleos pequeños. Allí, entre estatuas mutiladas y mármol ennegrecido, la evidencia estaba en todas partes: los ídolos eran devorados por quienes decían amarlos.

Después de visitar la preciosa tumba de Chopin y otras tantas más, paramos a descansar en un banco. Luego tocaba ir a la de Wilde, que estaba en lo alto, como habíamos acordado hacía un rato.

El atardecer se vería precioso desde allí.

—Bueno, vamos ya que cierran a las 18.00 h. —Me levanté—. El Maps me dice que es por aquí.

—Qué va —replicó él, sacando su móvil como quien saca un as de la manga—. Es por la derecha.

—El mío dice recto.

—Que no, que es por aquí.

—Eres un cabezón, es por aquí te digo.

Nos quedamos un segundo plantados en el cruce, mirándonos. Nadie iba a ceder. 

—Vale —concedí—. Tú por ahí, yo por aquí. Quien llegue antes gana.

—Hecho. El que llegue tarde paga los vinos absurdamente caros.

Se separó y giró por una de las avenidas pequeñas.

—Seguro que lo llevas al revés…

Su voz sonaba cada vez más lejana.

Yo me metí por mi diagonal, cuesta arriba. Supuse que él seguía por su camino ridículo.

Subí un poco más, pasé junto a dos mausoleos enormes y, de pronto, allí estaba: Wilde. La tumba era grande, con forma de esfinge, cubierta con un metacrilato para ocultar los miles de besos de admiradores irrespetuosos.

Me planté delante con una media sonrisa.

—Te lo he dicho, ¡he ganado! —grité, esperando que apareciese en cualquier momento.

Esperé. 

Un minuto.

Dos.

Cinco.

Volví la cabeza hacia el camino por el que él debía aparecer. Nada.

Diez minutos.

La luz mortecina de la tarde se metía entre los cipreses, cegándome por momentos.

Faltaba menos de una hora para el cierre.

—Muy bien —dije, pensando que Andrés había decidido intercambiar los papeles por una vez y darme un susto a mí—. Ya vale la broma.

Me levanté del banco y empecé a pasear entre los pasillos de alrededor.

—¿Andrés? —pregunté—. Eres muy gracioso, venga. Sal ya.

Nada.

Miré el móvil.

Su última conexión en Telegram era de hacía más de 15 minutos.

Probé suerte y le escribí.

Al no obtener respuesta recurrí a lo segundo que más odio hacer: llamar por teléfono.

«El móvil al que llama está apagado o fuera de cob…»

—La jodida batería. No me jodas. No me jodas. ¡No me jodas! —grité.

Seguidamente hice lo que pensaba que sabía toda la humanidad que alguna vez se había perdido en un sitio público cuando eran niños: ir a la entrada para encontrarnos allí.

Bajé casi corriendo por la vía principal, sin perderme entre las tumbas esta vez, con una creciente ira que esperaba descargar en pocos minutos con Don No Pasa Nada por No Reparar la Batería del iPhone.

Fui a las dos entradas y nada.

Ni rastro de él.

—Por supuesto —murmuré al lado de la cabina de «recepción»—, tenía que ser él la ÚNICA persona que no se sabe esa norma.

La ira dio paso al agobio, así que volví a subir otra vez.

Conforme caminaba a paso rápido, los graznidos de los cuervos me acompañaban, primero uno, luego un par, luego incontables.

—¿Andrés? —volví a llamar. No hubo respuesta—. ¿Vosotros le habéis visto? —pregunté con ironía a los cuervos.

—No está. —Ese sonido ya no era un graznido—. Igual por ahí.

Me paré en seco. El cuervo dio tres pasitos solemnes y señaló con el pico hacia un pasillo.

—Por ahí no, no le hagas caso —dijo otra voz, desde arriba.

Levanté la vista. En el ciprés, un segundo cuervo, más grande, negaba con la cabeza.

—¿Os podéis poner de acuerdo? —pregunté.

—Eso es aburrido —contestó el del árbol—. No eres la primera que pierde algo aquí. Pero tú sueles ser de las que lo admiten demasiado tarde.

—No es demasiado tarde —mentí.

—Casi siempre empezáis así —dijo el de la lápida—, y luego corréis.

No corrí, ya más por orgullo que por cansancio. Los cuervos, a un lado y otro, me fueron siguiendo allá a dónde iba. Decidí abandonar las vías principales y recorrer los caminos laberínticos. Porque total, qué más podía pasar. Yo todavía tenía batería de sobra.

Llegué a un pequeño mausoleo que tenía un ventanuco enrejado. Dentro, velas color carmesí. Como las de la ermita de mi pueblo. 

—¿No te suena? —dijo el de arriba, con voz suave.

—No —mentí otra vez.

Las velas se inclinaron todas hacia mí, como si hubieran olido la mentira, hasta que su llama casi me quemó las pestañas. Me aparté.

—¡Mentirosa! —dijo otro, revoloteando hacia otra tumba.

—¿Y si sigues allí, en el paseo? ¿Y si sigue siendo 2009?

—¡Callaos! —exclamé, tapándome los oídos.

—¡París! ¡En Diciembre! ¡Con el señor de la letra A! ¡Ja!

Salí corriendo a la vía principal de nuevo.

—¡Andrés! —aullé con desesperación mientras avanzaba cuesta arriba.

Apareció un señor con gabardina bajando la cuesta, que me regaló un shh perfecto, de bibliotecario profesional. Yo le contesté con un encogimiento mínimo de hombros que quería decir «lo sé, soy una persona educada, pero hoy no puedo».

—Díselo en su idioma —sugirió el cuervo del árbol.

—El francés le sienta bien al pánico, es mucho más dramático —apuntó el otro.

—Je suis perdue! —grité de pronto—. J’ai perdu mon fiancé!

El señor parpadeó dos veces, bajó la vista y apuró el paso. Los cuervos se miraron.

—Ahora sí —dijo uno.

—Ahora empieza lo bueno —dijo el otro.

El cementerio dejó de ser un mapa complejo y empezó a ser la representación perfecta de la locura.

La misma esquina se repitió con un ángulo distinto. El mismo busto de piedra pareció cambiar de gesto. El mismo apellido brotó en tres tipografías diferentes.

Todo era un compendio de sinsentidos que, aunque el día fuese despejado, me pareció lleno de bruma.

—Andrés… —seguía llamando.

—¿Y si no existe? —dijo el del suelo, sin mirarme.

—¿Quién? —Noté que me temblaba la voz.

—El que buscas.

—Existe. Claro que existe.

—Qué pronto lo has dicho. —El del árbol sonrió—. Eso es buena señal o pésima, nunca nos ponemos de acuerdo.

—Os agradecería menos ambigüedad —mascullé.

—Esto es un cementerio, no una oficina de atención al cliente —replicó el del suelo—. La letra pequeña siempre gana. Léela. La tienes grabada en el rincón oculto de tu mente.

—No. —Sacudí la cabeza, mientras volvía otra vez a la tumba de Wilde.

—Esto no es más que un ensayo —avisó el de arriba.

—¿Qué ensayo?

—El del día que te quedas —añadió el del suelo—. Tú te sientas en este banco. Te aprendes los nombres. Te vuelves costumbre. Un guardia te llama por un apodo.

—No me voy a quedar —dije.

—Nadie se queda por gusto. —El de arriba bajó un palmo y se quedó flotando delante de mí—. Se queda para no darse cuenta.

Una mujer arrastró los pies por la avenida principal, cargada de joyas doradas, con unas gafas de sol desproporcionadas, sollozando desconsoladamente. Un niño gritó «corbeaux, corbeaux!» mientras perseguía a unos cuantos que escapaban de él.

Yo me vi desde fuera, como si el metacrilato asqueroso de Wilde se hubiera convertido en un espejo.

¿De dónde salía tanta angustia, tanta desesperación?

—Di la duda al completo —pidió el del suelo.

—¿Cuál?

—La verdadera. Dila delante del dandy.

Respiré hondo.

—Y si… —las palabras me supieron a óxido— y si… hoy descubro que Andrés no es más que un simple truco fabricado por mí. Que lo inventé para poder transitar la vida sin parecer una lunática, o para transitarla sin más, directamente. Que es perfecto porque lo es a mi medida. Y aquí, de todos los sitios posibles, en mi sueño hecho cementerio, se ha caído el telón.

Los cuervos callaron. Un silencio empezó a ensancharse en mi pecho, amenazando con consumir toda la cordura que me quedaba. Las velas de aquel mausoleo, a lo lejos, seguían encendidas. Escuché pasos que no eran los suyos. Esperé mi sentencia.

—Aceptada —dijo el de arriba.

—¿Aceptada qué?

—La duda. La verdadera. —El del suelo aleteó una sola vez, como firmando—. Ahora podemos hablarte como a todos los demás de este teatro.

—Ah genial, mucho mejor entonces, dónde va a parar —sarcasmo como defensa; qué rápido me sale.

—No huyas con tu sarcasmo. Ve por aquí. —El del suelo arrancó a andar con ese trotecito ridículo que me obligaba a seguirle.

—¡Andrés! —llamé otra vez.

—Prueba en bajito —sugirió el de arriba—. A veces, aquí, lo que más llega es lo que no suena.

—andrés —susurré, y me escuchó el estómago.

—Mejor. —El del suelo se detuvo y me miró de lado—. No le hables como si fuera un perro perdido. Háblale como si fuera alguien que duda de si existe.

—¿Y cómo se hace eso?

Así: «vuelve si quieres, yo seguiré andando». Como cuando hacías como si ignorabas la pantalla de carga de la Play con la ilusión de que así lo haría más rápido.

—Vuelve si quieres —dije—. Yo seguiré andando.

Algo en el aire espeso se recolocó. Lo noté en los hombros, como si me hubieran quitado varios pesos de encima.

Seguí caminando. 

A la derecha, un panteón tenía en la puerta un óvalo de luz. Dentro no había velas, sólo una lámpara antigua de cristal verdoso que palpitaba. También había un banco diminuto, una fotografía que el tiempo había convertido en niebla y un vaso de un líquido ambarino medio evaporado.

Me incliné para entrar.

—No es tuyo —dijo el de arriba—. Tampoco el suyo.

—Menos mal —añadí.

Pasó un gato a toda velocidad. Era negro hasta que dejó de serlo. Cuando saltó por el borde de la tumba se volvió gris viejo, como si hubiera cambiado de siglo. 

Me salió una carcajada bajita que me supo a hierro. 

Había vuelto a morderme los carrillos.

—¿Ves? —el del suelo sonó satisfecho—. Ya estás dentro del teatro. Ahora, cuidado con creer que eres tú la que escribes. Nadie escribe aquí salvo los que han perdido de verdad.

—¿Y yo no he perdido acaso?

—Una hora, como mucho. —El del árbol señaló el cielo. Tenía razón sin tenerla.

Miré el teléfono. Las 17.37.

La cuchilla de la guillotina del cierre se cernía sobre mi cabeza.

El cementerio trabajaba a media luz, como si la función estuviese a punto de acabar. Un guía al fondo dijo deux minutes con voz resignada.

El tiempo me perseguía sin tregua.

—Última curva —anunció el del suelo—. Ahora, decide sufrir de una manera útil.

—¿Una manera útil?

Sí. Reconoce que te da miedo quedarte y te da miedo encontrarlo. Cualquiera de las dos cosas trastoca tu idea de ti. ¿Y qué eres sin tu idea de ti?

—No quiero quedarme —dije—. Quiero encontrarlo.

Y si está, tampoco estás preparada para verlo justo ahora, con esta luz —intervino el de arriba—. Lo ideal era que te hubiera esperado en Wilde, al atardecer, ya lo sabes. Pero a veces el guión se rebela. A veces te toca conocerle otra vez. En otra tumba. Con otro nombre.

—¿Qué nombre?

No podemos decir más. —El del árbol se encogió—. Los guardas se enfadan si damos datos.

Entonces un zumbido en la mano interrumpió la conversación. Alguien me estaba llamando.

Miré la pantalla.

Mi suegra.

—¿Sí? —contesté con ansia.

—Hola hija, que me ha dicho el Andrés —y ahí vino la tranquilidad— que está en la tumba de Sara Berman.

—Vale, voy a buscarlo. Gracias, ¡gracias!

Colgué con una sonrisa que me recolocó la cara y noté cómo el hilo anudado en mi pecho volvía a tirar de mí.

Me reí, ahora sí, con ganas.

Sara Berman. La contraseña perfecta.

De repente, desperté de un sueño.

El aire volvía a ser ligero, los cuervos, a la vez, dieron un paso atrás y volvieron a revolotear hacia los cipreses.

—¡Cro, cro! —graznaron. Lo interpreté como una despedida.

Escribí en el Maps el nombre —bien escrito— de la diva y caminé, casi corriendo, hasta que me di cuenta de que ya no tenía prisa.

Que se fastidiase. Que me esperase él ahora.

Que el filo de la desesperación arañase su cordura como lo había hecho con la mía.

Y entonces el cementerio, que había cambiado las reglas de mi realidad durante lo que me pareció una eternidad, me las devolvió en una bandeja: los nombres volvieron a su tipografía natural. Los bustos a sus gestos de siempre. Los cipreses dejaron de vigilar para volver a posar para mí. La desesperación, orgullosa, se sentó a fumar en un banco.

Y ahí estaba. 

El señor que se suponía que nunca debió existir, junto a Sarah Bernhardt, la diva en piedra. Había un ramo fresco y otros tantos muy secos.

—Eres un idiota —le dije, tocándole el hombro, para comprobar que en efecto era corpóreo.

—Lo siento, lo siento, lo siento —se disculpó mientras me abrazaba. Estaba rojo de frío y de vergüenza.

No me pareció suficiente.

—Así que aquí está la famosa Sara Berman —dije.

—¿Pero por qué no has venido? —me preguntó.

—Sé que tenemos una conexión especial pero, a día de hoy, todavía no puedo leerte la mente. ¡Te he esperado 10 minutos en Wilde!

—¿Cómo que Wilde?

—¿Eres tonto? ¡Íbamos hacia Wilde!

Puso los ojos en blanco y se pasó una mano por la frente, con frustración.

—Soy tontísimo. Pensaba que íbamos a ver a Sarah Bernhardt… luego se me murió la batería.

—Lo eres. Y se dice Sara Berman a partir de ahora. 

Le relaté lo de su madre, él me relató cómo había conseguido localizarme pidiéndole a una pareja de españoles el móvil y marcar el único número que conocía: el fijo de su casa de la infancia.

—Anda, vamos a despedirnos de Wilde antes de que cierren —le dije.

—Y luego cocktails, que he perdido con estilo.

Volvimos por el camino que, ahora sí, parecía el único posible. Subimos los tres escalones de Wilde. El metacrilato nos devolvió dos caras. La mía volvía a parecer la de alguien aparentemente normal.

—Perdón otra vez —dijo Andrés.

—Me has regalado una hora de teatro —respondí—. Me ha venido bien para ver si valgo para loca de cementerio.

—¿Y vales?

—Ocho sobre diez. Me falta más suciedad.

Salimos por la puerta con el resto de la gente.

La ciudad nos devolvió sus motos, su aliento caliente, su oferta de crêpes con azúcar.

Miré a Andrés, que me apretaba la mano cada poco, y me acercaba para sí para que no me escapara.

Existía.

Pero si existía, también podía sufrir.

Y un perdón de palabra seguía sin ser suficiente para compensar mis delirios.

***

Llegamos al hotel y dejamos los abrigos tirados sobre una silla, yo me descalcé de golpe y me tiré en la cama, todavía con el maquillaje corrido por la desesperación. Andrés se dejó caer a mi lado, exhausto, aún con ese aire de niño confundido que me tentó a ser más mala de lo que debía.

—Me ha hecho mucha gracia —dije, mirando al techo—. Verte llegar a la tumba, esperar ahí como un perro fiel, todo confuso al no verme aparecer. Luego intentar hablar francés, balbuceando. Casi no puedo aguantarme la risa, escondida entre las lápidas, persiguiéndote. Ha sido divertido.

—¿Cómo? —preguntó, girándose hacia mí con el ceño fruncido.

—¿De verdad piensas que te habías perdido? —seguí, sin mirarle todavía—. ¿Que no sabía exactamente dónde estabas?

Guardó silencio, y ese silencio fue como gasolina para mí.

—Claro que íbamos a ver a Sarah —murmuré, ahora sí girándome hacia él con una sonrisa mínima pero diabólica—. Lo habíamos dicho antes, pero es muy fácil jugar con tu memoria endeble. Wilde iba después. Te he visto llegar, he visto cómo me buscabas y cómo te desesperabas.

Andrés se quedó inmóvil.

Entonces vi esa cara. Esa forma de fruncir las cejas cuando empieza a encajar las piezas del puzzle en su cabeza. Lo vi pensar en la conversación al entrar al cementerio, la parada a comer, la discusión del cruce… Y en su expresión se dibujó algo peor que la incredulidad: el reconocimiento. Me creyó capaz.

—Tú… —empezó—. Maldita… Lo sabía. ¡Lo sabía!

Empezó a sacudirme con cosquillas hasta que le di un codazo.

—Sí. Todo ha sido mi plan —le corté—. Quería gastarte la broma de que me había perdido. Quería que te quedaras esperándome con esa cara de idiota, y que aprendieras la lección por no reparar la batería y por no saberte mi número. Lo tenía previsto desde el principio.

—Eres cruel —dijo al fin, bajando la voz.

Me acerqué a su oído.

—Lo soy. Pero también soy buena actriz —susurré—. Y si he conseguido que dudes, aunque sólo sea un segundo, ya me basta.

—¿Cómo? —Se incorporó—. Deja de asustarme ya, ¡qué ha pasado exactamente!

Lo dejé en silencio, con esa sombra plantada en su cabeza como un cuervo. Entonces, y sólo entonces, añadí la estocada final.

—He mentido. —Me incorporé—. Te perdiste de verdad, y yo me desquicié entre tumbas, hablé con cuervos, grité en francés como una loca… Pero ahora ya no puedes estar seguro de si lo que te acabo de decir era broma o no. Esa es la gracia. —Me tumbé otra vez, cerrando los ojos—. Lo que importa no es lo que pasó. Lo que importa es lo que vas a creer que pasó cada vez que recuerdes lo de hoy.

Soltó un largo suspiro.

—¿No tenías suficiente con lo que hemos vivido que tenías que enrevesarlo más, ahora que ya estábamos tranquilos?

—Quería que te cuestionaras tu realidad, igual que yo en el cementerio. El equilibrio y esas cosas.

Volvió a tumbarse a mi lado y me acarició el cuello. No sabía si quería estrangularme o abrazarme.

—Eres una maldita psycho… Pero te quiero.

Fue la segunda.

—Y yo, pero repara la puta batería del móvil.

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20 de agosto de 2025
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