«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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La luz mortecina del ocaso no hacía sino resaltar el rojo sanguíneo del robledal que se extendía bajo sus pies. En otras circunstancias, esta visión habría apelado a su espíritu, pues estaba revestida de una belleza inenarrable, pero el motivo de su viaje lo oscurecía todo. El otoño era frío y el vaho que escapaba de su propia respiración le recordó al humo de un cigarrillo. Se acercó a su montura y comenzó a rebuscar entre sus alforjas la pequeña bolsa de cuero en la que guardaba su tabaco picado, así como unas pocas láminas de fino papel. El frío atenazaba sus manos mientras se esforzaba por darle forma a un perfecto cilindro que se llevó a los labios. Acercó una pequeña rama a la hoguera y, con la pequeña llama que logró atrapar, encendió el cigarrillo. Aspiró profundamente hasta que el humo llenó sus pulmones y lo dejó escapar mientras contemplaba cómo la suave brisa lo mecía hasta alejarlo de él.

Así permaneció, deseando que los segundos se convirtiesen en minutos, los minutos en horas, y el tiempo se dilatase en una inmensidad que lo mantuviera alejado del destino que tan acuciantemente le reclamaba. La mordida del cigarrillo entre sus dedos lo despertó de su ensoñación, cuando la luz de un sol moribundo apenas podía ya iluminar la arboleda.

En el horizonte pudo contemplar cómo iban apareciendo unas luces; la aldea se preparaba para afrontar la noche y él debía retomar su camino. Encendió su farol con los agonizantes resquicios de su hoguera, ensilló su imponente frisón e inició el descenso hacia el valle mientras las nieblas se posaban.

Las hojas otoñales caían con parsimonia sobre el embarrado sendero, dando la sensación de ser un falso pero mágico empedrado natural. El olor a petricor era cada vez más acusado y, mecido por el sedante bamboleo de su caballo, se sintió arrastrado a los días de su niñez en los cuales había recorrido aquellos mismos caminos acompañado por su padre. Días más simples en los que unas setas eran un tesoro, y una sonrisa de aprobación el hogar. Al recordar aquella sonrisa, como si de pequeños roedores se tratara, los remordimientos se apoderaron de él.

Dos semanas habían pasado desde el incendio que consumió su pequeña imprenta. Aún podía recordar el olor a quemado y el sonido de las campanas alertando a los vecinos. Las campanas. Cuando llegó, las llamas ya habían comenzado a extenderse y, aunque en un principio se había quedado paralizado, un impulso irrefrenable por entrar y rescatar todo cuanto pudiera se apoderó de él. Se liberó de la presa de los demás espectadores y se arrojó a las humeantes fauces del edificio. Una vez dentro, trató frenéticamente de arrojar cuantos libros pudo por las ventanas, hasta que sintió sus pulmones al borde del colapso. Entonces lo vio. Un sobre cerrado yacía en el suelo frente a la puerta de entrada.

Mientras continuaba por el sendero, echó mano al bolsillo interior de su sobretodo y extrajo la carta. En aquellas letras desordenadas y febriles apenas podía reconocerse el trazo de su padre, pero el contenido resultaba esclarecedor. No le quedaba mucho tiempo. Había caído enfermo y, desde su soledad, le ofrecía una última oportunidad para enmendar sus pecados, para despedirse del hombre al que abandonó. Mientras el follaje huía pisada a pisada del animal y el lodo se incrustaba tímidamente en las herraduras, él volvió a guardar la carta tan cerca de su corazón como le fue posible.

Sentado sobre el cuero, mirando con cariño al frisón, el viajero fantaseó con ser una bestia de carga, capaz de soportar el peso de sus propios remordimientos. Pero se desengañó de tal ilusión, pues sabía que, a diferencia de él, ninguna bestia tenía como penitencia un alma que salvar.

Aquel animal había sido su compañero por muchos años, y no pudo reprimir que una sincera caricia recorriera su lomo. La niebla serpenteaba por el entorno, jugueteando entre los arbustos y los robles centenarios, como si persiguiera a una escurridiza pero condenada presa. El manto nocturno comenzaba a abrigar el valle permitiendo a la llama de su viejo farol guiar los sentidos del viajero, pero sin llegar a iluminar un resquicio de coraje que le permitiese permanecer en calma durante su inquietante empresa. Súbitamente, el sendero comenzó a descender, al tiempo que la bruma conquistaba los últimos claros de la espesura, atrapando y engullendo al fin a los incautos seres que recorrían aquel paraje maldito, provocando junto a la tajante negrura que el viajero alzase el farol dirigiendo su luz a los bordes difusos del sendero, permitiendo así a su montura reconocer vagamente la enmarañada ruta a seguir.

Se sentía aterrado por la empresa que había de acometer, pero más aún le espantaba que la precaria línea que separaba la redención de la condena se borrase definitivamente. Pues temía que, a su llegada, lo único que quedase de su padre fuese un gélido cadáver, que vetase para la eternidad su única posibilidad de ser perdonado. Desterró presto estos oscuros pensamientos que socavaban sus sentidos, para concentrarse en su lugar en la tortuosa ruta a través del bosque.

Así, con la urgencia como su principal compañera, se produjeron sendas punzadas violentas en ambos laterales y la bestia comenzó a trotar. Cada nueva agresión dirigía al animal hacia una carrera desenfrenada, con un rumbo guiado únicamente por la intuición de un hombre desesperado, tan solo las riendas sostenían al jinete, protegiéndolo de salir despedido a consecuencia del endiablado galope tendido, cuando el efecto atemorizante de un desgarrador aullido resultó un muro infranqueable para la tenacidad del frisón. El agarre se desvaneció y el jinete se elevó por encima de su montura. Y, carente del más mínimo control sobre sus extremidades, como si de un pelele se tratase, se fundió estrepitosamente con la húmeda superficie del sendero.

Cuando pudo ponerse en pie, el aturdimiento aún le duró unos instantes. Comprobó si alguno de sus huesos se había fracturado y, no sin satisfacción, concluyó que había salido de esta sin más mácula que unos feos moretones y un endiablado dolor de cabeza. Una vez se aseguró de encontrarse entero, inspeccionó sus alrededores y recogió el maltrecho farol cuyos cristales se habían agrietado. Con su vacilante luz pudo comprobar que, durante su espantada, el frisón había tirado parte de las alforjas, esparciendo sobre el suelo su equipaje. Entre las pocas cosas en buen estado que pudo rescatar, se encontraba una bolsa con algunas prendas limpias que habían quedado empapadas y manchadas de lodo; el pistolón de chispa que portaba como seguro ante los asaltantes y la bolsa de cuero en la que guardaba el poco tabaco que le quedaba.

De estos bienes, el único que le alivió mínimamente fue la bolsa de tabaco, pues no le quedaba pólvora, y la certeza de que la que ya contenía el arma estaba demasiado húmeda como para disparar era casi absoluta. En un estado de abatimiento catatónico, como si de una marioneta se tratase, abrió la bolsita y se dispuso a liar un nuevo cigarrillo. Lo acercó al farol e introdujo en una de las aperturas que se habían creado tras la caída; encendió el cigarro y, mientras daba la primera calada, se subió el cuello del sobretodo. Su cara se iluminó con un rojo anaranjado. Nuevamente experimentó esa agradable y cálida sensación que le devolvió el control de sí mismo. Contempló el oscuro robledal que se extendía ante él y avanzó en una dirección indeterminada con la esperanza de no adentrarse en el corazón del bosque.

Si bien el angosto sendero por el que había iniciado su camino ya proyectaba fantasmagóricas imágenes, sin duda creadas por el juego de luces del farol, el deplorable estado en el que en esos momentos se encontraba parecía transportarlo a un infierno fruto de la más atormentada de las mentes. Las sombras se arremolinaban en torno al grotesco círculo de luz que proyectaba el farol, las grietas en el cristal trazaban una negra telaraña que parecía mezclarse con los tentáculos de niebla omnipresentes. La pesadillesca escena todavía se tornaba más desquiciante gracias a la sinfonía de abyectos sonidos que todo lo envolvía.

La niebla se tornó tan espesa que se vio forzado a buscar el camino a tientas. La inquietud crecía irrefrenable en su interior hasta tal punto que no encontraba valor para seguir caminando, pues la idea de caer en alguna zanja o de partirse una pierna a causa de las aviesas raíces se ceñía a sus pensamientos con una horrenda ferocidad. Su hiperactiva imaginación se veía asediada además por los viejos cuentos que plagaron su infancia: terribles historias de ánimas, diablillos e ignotos cultos que reverenciaban a arcaicas deidades.

Todas estas historias que almacenaba en sus recuerdos habían quedado mutiladas, demacradas por el paso del tiempo, y lo que una vez fueron vividas imágenes ahora sólo existían como vagas sombras. Este hecho aún aumentaba más su aflicción, pues ninguna de estas historias podría haber sido tan terrible como las producciones de su agitada psique. De esta escalada de terror en la que se veía inmerso, le sacó un estruendo proveniente de la lejanía. Esto, en un primer instante, le desconcertó sobremanera; tal fue su sorpresa que los ecos que este produjo a lo largo del valle fueron acallados por el desembocado latir de su corazón. No fue hasta pasados unos instantes que pudo serenarse y comprender que aquel monótono sonido no era otra cosa que el tañer de una campana.

«La campana de los perdidos guía al viajero a través de las brumas y las tinieblas. El Valle toma a las almas que vagan perdidas, pero nunca reclama a aquellos con un propósito que cumplir».

Las palabras resonaron claramente en su memoria. En el pueblo no pasaba una semana sin que los viejos acosasen a los mozos con el nefasto refrán. Y como era natural, la advertencia era acogida con mofas y bravuconadas, claro, hasta que algún miembro de la cuadrilla se internaba en el bosque para no volver. Después de esto, por muy repetitivos que fueran los ancianos, siempre eran escuchados con la reverencia propia de un funeral.

Las noches de bruma, como aquella, las campanas de la vieja iglesia del pueblo tañían cada media hora hasta la hora de las brujas; a partir de entonces, el cura solo osaba murmurar una oración por los perdidos.

Decidió permanecer donde se encontraba, esperar al siguiente tañido de la campana y avanzar en esa dirección. Sin duda, parecía la opción más sensata; avanzar a ciegas solo serviría para alejarse de su destino. No obstante, tenía sus desventajas: iba a verse obligado a esperar en la brumosa negrura con la única compañía de las acechantes criaturas que habitaban en el vetusto bosque.

Durante aquella despiadada espera, esas viejas historias sobre lobishomes y meigas, culebres y chupasangres volvieron a cobrar vida, dotando de una escalofriante proximidad a las omnipresentes cacofonías de la noche. Sintió una gran congoja en lo más profundo de sus entrañas y se aferró cada vez con más fuerza al inútil pistolón, hasta que un profundo ruido apartó a un lado todos sus pensamientos. Esta vez, el sonido no provenía de la campana; el claro y vibrante tañer del bronce guardaba poco parecido con aquel gutural y enfermizo ladrido acompañado de un nauseabundo olor a perro mojado.

Acongojado por el miedo, alzó su miserable farol y revisó sus alrededores hasta que unos infernales e incisivos ojos pararon en seco su brazo. La criatura entró en el cerco de la vacilante luz con paso firme; se asemejaba a un can de proporciones monstruosas. Estaba cubierto por un pelaje negro que chorreaba un agua fétida y lodosa. De sus piernas arrastraban pesadas cadenas y su cabeza estaba coronada por dos astas semejantes a las del macho cabrío. La infernal criatura lo examinó por un instante y sus músculos se crisparon, alzó el hocico y profirió el más terrorífico aullido jamás oído por los hijos de Dios.

Sus más básicos instintos tomaron el control de su cuerpo. Arrojó con cuánta fuerza pudo su arma hacia la demencial bestia y emprendió la huida con toda la velocidad que sus piernas eran capaces de proporcionarle. En la distancia que recorrió, jamás osó volver atrás su cabeza, pues le aterrorizaba la agobiante sensación de que en cualquier momento la criatura se abalanzaría sobre él. Las piernas le dolían, el pecho le ardía, suplicante por una bocanada de aire más nutrida de lo que sus enfermizos pulmones podrían facilitarle.

Su corazón estaba al borde del colapso cuando una traicionera raíz se interpuso en su trayectoria. Cayó de forma abrupta contra el frío y húmedo suelo, los zarzales le mordieron profundamente la carne y desgarraron sus ropas; de su frente manaba un hilo de sangre que le escocía en los ojos. Tardó un tiempo en recobrar los sentidos, pero tan pronto como lo hizo, se giró como un rayo para encarar a la criatura que le estaba dando caza.

Buscó frenéticamente, en la casi completa oscuridad, la ominosa presencia de esos ojos como ascuas. Aguzó sus oídos para intentar detectar la pesada respiración del animal o el tintineo de las cadenas que portaba. Pero no pudo dar con nada. Pasado un tiempo y tratando de hacer el mínimo ruido posible, trató de recuperar el farol que había dejado caer. Comprendió con pavor que este se había apagado durante la carrera y la agobiante humedad que lo envolvía hacía casi imposible encender un nuevo fuego.

Hacía frío y ya no podía seguir soportando aquel viaje sin sentido, cada paso que daba le acercaba más al abismo de la locura. El propio bosque parecía querer cortarle el paso y, ante esta conjura de la naturaleza, se sentía impotente. Entonces, en el punto álgido de su autocompasión, el claro tañido de la campana invadió una vez más el valle, como si de un cálido abrazo se tratase.

Cerró los ojos e inspiró con una lentitud premeditada. Consiguió, no sin esfuerzo, que los latidos de su agitado corazón se calmaran. Determinó la dirección por la que había percibido el tañer de la campana y dirigió sus pasos en ese sentido.

No en pocas ocasiones su penoso avance fue detenido por una caída o por el punzante beso de las estacas del robledal. Hacía ya un buen rato que los salvajes sonidos del bosque habían recuperado la hegemonía sobre el valle y, una vez más, se encontraba perdido. A punto estuvo la desesperación de volver a hacer presa de su alma cuando, en la distancia, creyó atisbar el refulgir de una luz.

Apuró el paso tanto como sus diezmadas fuerzas se lo permitieron en persecución del vacilante lucero. Éste, conforme él avanzaba, parecía cambiar sus propiedades de un modo caprichoso y antinatural. El rojizo resplandor se tornaba en un verde enfermizo mientras pasaba por una miríada de tonalidades indescriptibles. El propio lucero, en un principio estático, comenzaba de pronto a oscilar y parpadear sin una frecuencia fija, como la que podría provocar el viento al agitar una llama. Pero lo que más le preocupaba era que, por mucho que corriese, el lucero no parecía estar más cerca.

A pesar de todo, continuó avanzando. Exhausto, se apoyó contra el frío tronco de un árbol y trató de reconstituirse. Pasado un rato, cuando levantó la mirada en busca del endiablado lucero, no pudo encontrarlo por ninguna parte. Los ojos comenzaron a humedecerse, cayó de rodillas en el gélido suelo y la desesperación que llevaba rato afligiéndole poco a poco fue transfigurándose en una abrasadora furia. De este estado le arrebató el estridente graznido de un ave. El desconcierto producido por lo inesperado no hizo sino aumentar cuando se percató del asombroso parecido con una carcajada que tenía aquel sonido.

En un desenfreno hipnótico, comenzó a lanzar contra las copas de los árboles cuantas piedras y ramas se encontraban al alcance de sus manos. Gritó, maldijo y lloró hasta que nuevamente, el tañer de la campana le hizo olvidar todo lo demás. Se apresuró a ponerse en pie y trató de captar la dirección a seguir. Entonces, olió el humo propio del hogar. La perspectiva de un techo sobre su cabeza y un fuego, junto al que calentarse, se impuso de repente sobre cualquier otra cosa. Guiado por su olfato, atravesó la muralla de árboles sin prestar la menor atención a los sonidos de la campana.

Ante él se abrió un claro, y en él vio una destartalada cabaña de dimensiones considerables, de la chimenea brotaba una densa columna de humo. Se acercó con paso cauto a la astillada puerta y suplicó que se le dejase pasar para refugiarse de la noche y del propio bosque. Sólo después de pasado un largo rato sin recibir contestación alguna, se decidió a abrir la puerta e internarse en la cabaña. Dentro, el calor resultaba opresivo; de las paredes y las vigas del techo colgaban multitud de plantas, algunas secas y otras marchitas, que desprendían un empalagoso olor dulzón.

Sobre el hogar, reposaba una olla. Sin pensarlo dos veces, se apresuró a inspeccionar el contenido. Al abrir la tapa, se encontró con un líquido espeso de color parduzco. Miró a su alrededor y encontró un cucharón de madera apoyado contra uno de los laterales de la chimenea. Lo frotó, para quitarle el polvo, contra su pernera y lo introdujo en la olla. Tras remover el mejunje, brotó un fuerte olor. Raspó el fondo de la olla y extrajo el cucharón en el que salieron a flote pequeños orbes y hierbas. Se llevó apresurado el cucharón a la boca y se quemó con los garbanzos.

De pronto, las llamas parpadearon, movidas por el viento. Un súbito escalofrío recorrió su espalda y se quedó congelado, temeroso de lo que pudiera encontrar tras de sí. Sintió un aliento en su nuca y un olor a podredumbre se apoderó de toda la estancia; la llama del hogar crepitó con tal fuerza que le dolieron los oídos. El fuego explotó violentamente y amenazaba con engullir la cabaña cuando escuchó una voz rota y repulsiva: «Lo que el fuego no purifica, lo consume».

Nada de lo que había experimentado a lo largo de la jornada había turbado su alma tanto como aquellas palabras. Se giró para enfrentar lo que fuera que le estaba acechando. Lo que vio fue superior a sus fuerzas. La esquelética figura parecía carente de cualquier vestigio de carne, y la piel le colgaba sobre los huesos como si de una mortaja se tratase. La figura vestía una vieja túnica con la capucha subida, de modo que lo único de su cara que quedaba a la vista era una boca más parecida a una herida abierta y sangrante, coronada por unos largos dientes de un amarillo pútrido. La figura sonrió y, de forma tenebrosa, repitió: «Lo que el fuego no purifica, lo consume».

Aquello fue demasiado para él. Sintió que se quemaba desde lo más profundo de sus entrañas bajo la influencia de aquella aberrante figura. Sus propias piernas le huían, espoleadas por aquella monstruosa visión. La cabaña quedó atrás, mientras su tronco se bamboleaba de un lado a otro en un son macabro, al que su cabeza asistía sin apenas resistencia, sumisa al fin al terror y la paranoia. Su sombrero de tres picos huyó con las hojas otoñales y una de sus botas gritó desesperada, dejando ver sus costuras y clavos a cada zancada. Sin embargo, todavía a la carrera, cuando pensó que su respiración, que su alma, no le pertenecía, con la cara cortada y ensangrentada y con el mayor pesar imaginable en su corazón, llegó a una superficie antaño familiar. Aquel maltrecho pavimento no era otro que el del lugar que le había visto nacer.

Al caer en la cuenta, quedó inmóvil y exhausto, como estaba, intentó recuperar al mismo tiempo el aliento y la cordura sin demasiado éxito. Fue entonces cuando el viejo farolero se acercó a él bajo una tenue y ululante luz, asiendo su hombro para preguntar sobre su procedencia o, quizá, para reconfortar a un alma tan necesitada. Pero algo turbó la caridad del farolero, pues se apartó de aquel hombre malparado con un rostro invadido de aversión, le escupió en la cara y le dedicó una tosca maldición cargada de una grave advertencia. Sin embargo, el viajero, malherido y harapiento, imperturbable frente a tales agravios, inició un andar pesado y de escasa coordinación por la calle principal hacia lo alto del pueblo.

Su doliente padre estaba esperándolo. Ninguna prueba de Dios o de Satanás le había apartado de su cometido. Pero cuando un hombre cualquiera hubiera encontrado consuelo en el pensamiento de saberse por encima de tales pruebas y amenazas, aquel viajero solo encontraba un destino que saldar. Y quemaba.

Al ver la alta y estrecha iglesia que coronaba la calle, supo que su aciaga odisea llegaba a su fin. La casa donde se había criado, donde tan feliz había sido en su niñez, le esperaba no lejos de allí, dispuesta a oficiar un reencuentro tantos años postergado. Al dejar atrás aquel sagrado lugar, dobló una esquina para, por fin, llegar a su ansiado destino. No obstante, para su asombro, su antiguo hogar se había deformado hasta acabar en un amasijo de devastados escombros y oscuros maderos.

No había alcanzado el umbral de la ennegrecida puerta de aquel lugar en ruinas cuando el brusco tañido de la campana resonó a su espalda, como una sentencia, por última vez. Resonaba ya no por el valle, sino en los recuerdos de su desdichada alma, conduciéndolo a aquel preciso instante y otro pasado, al ahora y al antes, todo a un tiempo. La imagen de su padre, enfermo, viejo y con frío, asedió su memoria, hasta entonces reprimida por la culpa.

Sintió una carga que no podía, no quería soportar. Recordó su ansia por huir, como fuera, cómo pudiera, rindiendo culto a sus más bajos placeres. Era demasiado joven, tenía demasiado por hacer. Empezó a recordar cómo la idea de abandonar a su padre había germinado en él. Pero ocurrió antes. Recordó ver las cenizas caer en la plaza, recordó oler el humo y oír los gritos apenas ensordecidos por el tañer de la campana de la iglesia. Las mujeres llorando le señalaban hacia lo alto del pueblo. Se vio corriendo como nunca había corrido. Pero el brasero lamía descontrolado el suelo junto a su padre, y cuando por fin llegó, un cadáver calcinado pareció señalarlo por toda la eternidad. 

No. Tenía la carta. ¡Tenía la carta de aquel viejo insoportable! Echó mano al bolsillo interior de su sobretodo y la extrajo. Entregó sus ojos desesperados a aquellos febriles garabatos, y el ascua de la familiaridad se inflamó en su ser. Aquellos no eran los trazos de su padre, sino los suyos propios. 

Y solo entonces reconoció, al fin, su culpa y en aquel viaje su condena.

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7 de octubre de 2025
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