«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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El reloj marca las doce y media y la perfecta vertical de sus agujas me contempla como si se tratase de la pupila de un ojo, delirante en su crueldad. Desconozco cuánto tiempo me queda, pero es imprescindible que plasme estas palabras con la vana esperanza de que el próximo desaventurado pueda correr mejor suerte que adentrarse a ciegas en el abismo que me consume.

Siempre he tratado de comportarme con moderación en todos los elementos que han conformado mi vida, bajo la creencia de que el exceso es la antesala a la perdición de todas las almas. Siguiendo esta premisa, he llevado una vida tranquila en la cual, si bien he conocido las mieles del vino, la música y el amor; nunca me he entregado por completo a ellas. Esta templanza de mi carácter, tantas veces ridiculizada por mis pares, poco a poco fue convirtiéndose en mi orgullo y mi armadura. Desgraciadamente el paso de los años me ha revelado que no soy un santo ni un elegido y, como en tantas otras historias, el orgullo dio paso a la vanidad y mi armadura comenzó a desquebrajarse.

Lo cierto es que ni por un instante me planteé como necesario aplicar esta templanza de la que os he hablado, a un único aspecto de mi vida: Los libros. Desde bien joven me convertí en un habitante casi permanente de la ancestral biblioteca de la mansión de mis padres. Bajo aquellos techos, me sumergía gozoso en un océano infinito de palabras, dejando que los días muriesen uno tras otro sin dejar a nadie para guardarles luto. Los amé con la más enfermiza de las pasiones. Y no sólo a los tesoros que guardaban; también amé sus formas, el olor de sus hojas, el tacto de su cuero y el sonido de sus lomos cediendo ante mis jóvenes manos… Demasiado tardé en descubrir cómo aquella pasión prepuberal había mutado en la más carnal de las obsesiones. 

Siendo ya un adulto, únicamente me decidí a abandonar el hogar de mi estirpe bajo la promesa de acceder a los magníficos archivos de la monumental universidad de Salamanca. Mi vida en aquella cuna del saber se desarrolló de forma anodina. Entre mis responsabilidades académicas y mis marcadas inclinaciones hacia la autocontemplación y el aislamiento, me habría resultado fácil y agradable en la misma medida entregarme a un ostracismo autoinfligido, mas mi condición y la reputación de mi apellido me obligaban a rechazar estas tendencias. Asumí mi responsabilidad con la resignación que se espera de un caballero y me esforcé en no descuidar los lazos de camaradería para con los demás estudiantes. Charlaba con ellos y compartía sus risas, en más de una ocasión incluso los acompañé en sus escapadas a la ciudad y a las orillas del Tormes. Pero nunca dejé de sentirme como un extraño entre sus filas y ellos nunca me vieron como otra cosa. El hogar, me decía, no está entre los hombres, sino en sus historias. 

Todo esto cambió el tercer año de mi residencia, con la llegada de un joven delgado y enfermizo cuyo nombre me guardo por respeto hacia los suyos. La diferencia de edad entre nosotros en aquellos tiempos, suponía una barrera difícil de superar. No compartimos clases, ni círculos sociales, pero al poco descubrí que su presencia en la biblioteca era tan constante como la de los más vetustos tomos allí almacenados. Todas y cada una de las incontables veces que penetré el umbral de aquel edificio en busca de refugio, le encontraba allí, atrapado en las páginas de algún libro. Al principio, para mí no dejaba de ser una curiosidad, no mucho más relevante que la inclusión de una nueva pieza de mobiliario en la sala de lectura. Hasta que un día en el que me encontraba leyendo un ejemplar de Las Vidas de Los Doce Cesares de Cayo Suetonio Tranquilo, lo encontré tras de mí, clavándome sus ojos como si de una estatua se tratase. Cuando me decidí a interpelarle para conocer el motivo de su intromisión, se limitó a preguntar si iba a tardar mucho en acabar con aquel ejemplar, pues se trataba del único volumen disponible en la biblioteca. Ante tal impertinencia me quedé sin habla, y apunto estuve de recriminar sus despreciables modales, pero reparé en el febril ardor que consumía sus ojos y no pude evitar verme reflejado en ellos, de modo que le entregué el ejemplar a condición de que en el momento que finalizase con él me lo indicara para retomar yo mi lectura. A partir de aquel día dejé de ser un extraño. No necesitamos entablar demasiadas conversaciones para reconocernos mutuamente como espíritus afines y entablar una sincera amistad.

Nuestra pasión por la palabra escrita nos mantuvo unidos incluso una vez que yo hube dejado atrás los suelos de la universidad y nuestras vidas se vieron separadas en distintos lugares del país. Durante años intercambiamos cartas y nos enviábamos tomos que considerábamos podían resultar de interés al otro. Hasta tal punto llegaba nuestro afecto, que en más de una ocasión nos desplazamos el uno y el otro para ser huéspedes de nuestra hospitalidad mutua. En estas visitas, pasábamos incontables horas escudriñando la biblioteca del anfitrión, disertando sobre antiguos tratados y exhibiendo nuestros más extraños ejemplares para deleite mutuo. 

La inconmensurable alegría que me producía contar con un amigo, me hizo restar importancia a sus excentricidades. Si, como he dicho, mi tendencia al aislamiento únicamente se veía superada mediante el uso de la más férrea disciplina, su caso no tenía remedio, y por comparación yo parecía una de esas personas completamente absorbidas por su vida social. Los libros eran su mundo y yo únicamente una feliz anomalía en su vida de asceta. No hace falta decir que nuestras diferencias no terminaban ahí, ambos nos lanzábamos como aves de presa ante la presencia de algún ejemplar raro o esquivo, pero yo nunca compartí su enfermizo interés por lo esotérico. Y ante sus tentativas de llevarme por aquellos oscuros senderos únicamente le mostré mi más tajante repulsa, ni siquiera me abstuve de reprenderle por tales obsesiones impropias de un buen cristiano. De modo que, aunque aquel rincón de su alma nunca llegó a conocer la luz de nuestra amistad y supuso un punto de fricción entre nosotros que nunca llegó a desaparecer, nuestra compañía mutua nos resultaba demasiado valiosa como para distanciarnos por ello.

Más de veinte años habían pasado desde nuestro primer encuentro, cuando a principios del otoño de este año, el que fuera mi único amigo, me envió su última misiva junto a una caja bien sellada, con un candado y sin rastro alguno de la llave del mismo. La carta era breve y me dio la impresión de haber sido escrita con suma premura, el enjuto texto no era sino una incoherente mezcla de alusiones a nuestra amistad y disculpas vagas por afrentas pasadas y futuras, las más de las cuales únicamente cometidas en los febriles campos de su imaginación. Además de este sinsentido, la carta cerraba con una única petición: «Por lo que más quieras, por nuestra amistad, por tu honor, por el amor eterno de tu dios, no abras este paquete, no poses tus ojos sobre sus páginas».

Alertado por los claros desvaríos que acababa de leer, me abalancé sobre mi escrito para redactar una respuesta exigiéndole una explicación y que me confirmase su buena salud. Aquella misma tarde envié mi carta, pero pasaron las semanas y no recibí respuesta alguna. Determinado a averiguar cuál había sido el destino de mi amigo, la quinta semana de haber recibido aquel endiablado paquete, decidí desplazarme hasta él en persona. Pero cuando llegué no había ni rastro suyo. La casa que había convertido en su morada adulta, había sido totalmente abandonada y no quedaba prueba alguna de su paso por la misma. Sus vecinos, a los que interrogué sobre su paradero, tan apenas eran capaces de reconocer su nombre. Era casi como si nunca hubiese existido. Nunca le había gustado hablar de su familia y por lo tanto no podía ponerme en contacto con ellos. No había nada más que pudiera hacer allí, de modo que decidí regresar, derrotado, pero con una última esperanza por conocer cuál había sido su destino.

Regresé tan pronto como pude y me abalancé sobre aquella maldita caja. Tras un largo forcejeo conseguí romper el candado. Con cautela, abrí la tapa y mi mirada cayó sobre un libro. Aun con esperanzas por encontrar alguna pista que arrojara luz sobre el paradero de mi amigo, alargué mi brazo hacia el volumen. Este, había sido forrado con algún tipo de cuero que no supe reconocer. No tenía título ni ninguna inscripción que me guiara por su laberinto de misterios. Sus páginas, impregnadas de una fragancia antiquísima, se hallaban cubiertas con un lenguaje que mi mente no podía descifrar. Era como si las palabras se retorcieran en un baile sin fin, danzando en el límite de la comprensión.

Mientras pasaba las páginas, me topé con unas xilografías que comenzaron a cobrar vida ante mis ojos, como si fueran sombras en la penumbra que se retuercen y transforman. Las imágenes, al principio, eran de una belleza inigualable, como si provinieran de un mundo etéreo. Bosques misteriosos, criaturas aladas y paisajes oníricos me envolvían en una danza de éxtasis visual. Cada imagen era un suspiro de asombro, una invitación a lo inexplorado. Me sentí atrapado por ellas y comencé a pasar las páginas preso de una excitación ineludible. Pero, poco a poco, la belleza dio paso a un terror primigenio. Las imágenes se volvieron grotescas, pesadillescas, como si las sombras mismas se burlaran de mi cordura. Bestias retorcidas con ojos enloquecidos, cielos ennegrecidos por nubes de pesar, y horrores indescriptibles se desplegaban ante mis ojos. Mi mente se retorcía en agonía, atrapada en una terrible alucinación de la que no podía escapar.

El libro, esta fuente de conocimiento prohibido, me ha atrapado en su oscuro abrazo, y ya no puedo desprenderme de él. En cada página, en cada imagen aterradora, siento cómo mi cordura se desmorona como un castillo de naipes. Mis gritos de terror se pierden en la noche, y las sombras se ríen de mi arrogante insensatez. Ahora, mi mente es un torbellino de pesadillas y secretos insondables. Aquella caja y su contenido maldito me han transformado en un espectro, condenado a vagar entre los abismos del conocimiento oscuro. Mi alma, una vez luminosa, ha quedado atrapada en el infierno de este extraño libro sin título. Cada vez me resulta más difícil apartar los ojos de sus páginas y entre la plétora de infernales aberraciones que se revelan ante mí, cada vez soy más consciente de no ser el único observador. Sé que alguien o algo me ha encontrado y sus malvados ojos me hieren. 

Dios mío, que alguien me ayude… Llaman a la puerta.

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7 de octubre de 2025
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