de los
Perdidos
—¡Venga, chicos, bajad de una vez! —alzo la voz asomándome a las escaleras—. ¡El desayuno está listo!
Silencio absoluto. En la cocina, ella retira algo del fuego y el chisporroteo de la sartén me pone los nervios de punta. Parpadeo un instante, confuso: no consigo recordar cuándo me he despertado. La luz anaranjada que entra por el ventanal parece fuera de lugar, como si fuese demasiado tarde para estar desayunando.
—Hoy es sábado —musito para mis adentros, para confirmarlo—. Eso creo.
Dejo las tres tazas alineadas sobre la mesa y me quedo un segundo mirando mi reflejo borroso en la ventana.
—Yo ya estoy aquí.
La voz suave y firme de Laura me sobresalta. Al girarme, la veo en medio del salón, con un jersey oscuro que le queda demasiado grande y un lazo negro que le recoge el pelo. Me lanza una mirada extraña e inquisidora, como si tuviese más edad de la que aparenta.
—¿Dónde se han metido los otros dos? —pregunto, intentando sonar autoritario en vano.
—Paul estará siendo un quejica como siempre… —contesta con un matiz irónico—. Y Adrián… a saber, estará por ahí haciendo el vago o dormido todavía. En fin, ¿no hay algo más fuerte que un colacao para beber en esta insoportable mañana, papi? —me suelta de pronto, agitando la taza con asco mientras unos ojos brillantes cargados de picardía me atraviesan el alma.
—¿Qué…? —Alzo las cejas—. Laura, no digas tonterías.
—No es tan raro —replica ella encogiéndose de hombros, y en ese instante aparece Paul con paso solemne, serio como si acabase de volver de una jornada laboral completa, frotándose el brazo izquierdo.
—Papá, ¿puedes decirle a esta que deje de morderme? —musita él, con gesto de fastidio mientras la señala. Ella enseña los dientes y da un pequeño mordisco al aire.
—Basta —digo, perplejo—. ¡Sentaos los dos, vamos a desayunar!
Me acerco a la encimera para ver qué prepara mi mujer, que está muy callada esta mañana. Está de espaldas y lleva una gabardina puesta, lo que me resulta muy raro siendo que estamos en casa con la calefacción. Me acerco con cautela y, al mirar dentro de la olla, mi estómago da un vuelco: está removiendo un caldo espeso que huele que apesta.
—¡Pero…! —grito, tapándome la nariz.
—Vaya, una sorpresita ligeramente desagradable, ¿eh? —murmura una voz a mi espalda.
Al girarme, me encuentro a Adrián recostado contra la pared, pasándose la mano por el pelo con desgana. Entre sus dedos sostiene un cigarrillo, del que exhala humo gris.
—¿Qué…? —intento decir algo, pero el humo me asfixia—. ¿Desde cuándo…?
—¿Desde cuándo fumo? —Se encoge de hombros—. ¿No crees que hay preguntas más importantes, papá? Como por ejemplo, ¿qué narices hay de desayuno?
Abro la boca para reñirle, pero me quedo mudo cuando mi mujer, por fin, deja de batir. El cuenco metálico retumba sobre la encimera. Ella se vuelve ligeramente, aún sin mostrarme el rostro. Coge un plato y lo coloca en la mesa. Dentro hay algo que se retuerce, blanquecino y viscoso. Al inclinarse un poco, veo con horror que son gusanos que no dejan de moverse, mezclados con lo que parece ser un puré de patatas o… algo parecido.
—¿Pero qué diablos…? —retrocedo, casi tropezando con una de las sillas.
Y entonces la veo. Cuando por fin se gira, en lugar de sus dulces labios hay un pico negro y su piel está cubierta de un plumaje oscuro. Me quedo sin habla. Ella —o lo que sea— deja la olla en la encimera y me mira con unos ojos que no son los suyos, fríos e impenetrables.
—¿Por qué está la luz del porche encendida? —me suelta con un graznido atroz.
—¿La luz… del porche? —repito, notando cómo el corazón se me sube a la garganta.
—Papi, ¿vas a quedarte ahí sin hacer nada? —Oigo la voz de Laura desde su asiento.
—No… —murmuro, sintiendo un vacío en el pecho.
—¿Por qué estás aquí? —pregunta Adrián, dándole una calada al cigarro.
—¿Qué… qué dices?
—Pues eso. ¿Por qué estás aquí?
—¿Por qué estás aquí? —repite Laura, con esa sonrisa maliciosa.
—¿Por qué… estás aquí? —Paul me clava la mirada, tapándose el mordisco del brazo mientras me señala con un dedo inquisidor.
—¿Por qué está la luz del porche encendida? —insiste la criatura que se ha apoderado de mi mujer mientras ladea la cabeza y deja caer la cuchara en el caldo de gusanos con un sonido metálico estrepitoso que me martillea los oídos.
El miedo me paraliza y me cubro la cara con las manos, cerrando los ojos. Todo gira a mi alrededor: el zumbido de la bombilla, el olor a tabaco, a tostadas quemadas, a gusanos asquerosos…
—¿Por qué… estás… aquí? —repiten al unísono.
El suelo bajo mis pies parece hundirse y, de pronto, las paredes se inclinan, la luz anaranjada se expande como una llamarada y los rostros de mis hijos se superponen con su propia imagen de adultos, o de algo inhumano. El córvido ha desaparecido y la ventana está abierta.
—¿Por qué estás aquí?
—¡¿Por qué estás aquí?!
—¡¿POR QUÉ ESTÁS AQUÍ?!
Noto las voces cuchicheando en mi nuca, cada vez más fuertes, como un coro que repite sin cesar la misma frase. Me atrevo a mirar por la ventana y, en efecto, veo un farol encendido en el porche rodeado de telarañas a contraluz. Hay una silueta negra posada sobre él: un cuervo.
¿Por qué estoy aquí?
***
El viajero abre el ojo con una mueca de dolor y nota cómo el corazón le palpita con fuerza en la sien. El frío del mármol bajo su mejilla y la rugosidad de la madera contra su mano le indican que está apoyado sobre la barra de un bar. Se incorpora con un leve quejido y confirma que, en efecto, se encuentra en una barra con varias botellas recubiertas de polvo. Un silencio asfixiante, tan denso que parece haber devorado cualquier otro sonido, lo envuelve.
Se lleva una mano al rostro y palpa el parche sobre su ojo izquierdo. Un latigazo de dolor le recorre la cuenca vacía, recordándole su pérdida reciente. Se le escapa un siseo de rabia contenida, pero antes de que pueda recrearse, oye un pequeño chasquido.
—Vaya, al fin has despertado —dice una voz grave, con un punto de hastío y sorna.
El viajero enfoca la mirada y ve, al otro lado de la barra, a un hombre sentado en un taburete, como si llevase un buen rato esperando. Tiene el pelo oscuro y algo largo, con un aire descuidado, y lleva una camisa blanca arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Sus ojos tienen un brillo extraño: una mezcla de curiosidad y cansancio. Su presencia le resulta tan peculiar que el viajero no sabe bien cómo reaccionar.
—¿Te importa servirme un whisky seco? —pregunta el desconocido—. Por la cara que traes, diría que no eres barman profesional, pero ya que estás detrás de la barra…
El viajero tarda un par de segundos en reaccionar. Le pica la garganta, tiene la boca pastosa y aún nota un hilo de sangre reseca en la comisura del labio. Parpadea, haciendo un esfuerzo por ubicarse.
—¿Un whisky seco…? —logra articular con voz ronca.
—Eso mismo. Con que no lo derrames por toda la barra, me conformo.
El viajero echa un vistazo a las botellas amontonadas. Reconoce una con la etiqueta casi legible y, tras dar con un vaso que parece estar medio limpio, sirve un buen chorro de licor. Se lo acerca con más torpeza de la que querría admitir, y el hombre lo coge con gesto experto.
—Gracias. Eres un sol —murmura el tipo mientras le guiña un ojo, llevándoselo a los labios—. Jacques, por cierto. Por si te apetece llamarme de alguna manera.
—¿Jacques? —repite el viajero, con el ceño fruncido—. Yo… no tengo claro que sea relevante ahora mismo, pero por aquí me llaman «el viajero».
—Viajero, ¿eh? No suena mal. —Jacques se encoge de hombros—. Algunas veces los nombres no son más que rótulos vacíos. Otras veces, reflejan más de lo que imaginamos.
El viajero parpadea, todavía confuso por la situación. El tono de Jacques le resulta extraño, como si fuera a revelarle una verdad trascendental.
—¿Dónde…? —intenta preguntar, aprovechando que este individuo es nuevo y parece más amable que esos malditos Custodios o esa criatura desalmada que le arrancó el ojo—. ¿Qué es este lugar?
—Un refugio, un vertedero de historias, un rincón alejado de la mano de Dios… si es que crees en esos cuentos. Depende de quién lo mire —Jacques bebe otro sorbo y suelta un suspiro cansado—. A mí me sirve para parar a reflexionar.
—¿Reflexionar…? —El viajero nota un latido punzante en la sien. Recuerda vagamente el laberinto de pasillos, el cuervo enorme «salvándolo», tres figuras encapuchadas burlándose de él…—. No he tenido mucho espacio para la reflexión aquí, la verdad no tengo muy claro nada. Solo sé que conocí a ciertos Custodios y que perdí un ojo. Supongo que hice algo mal, o… no sé. Ni siquiera sé ya ni quién soy.
Jacques le da unos toquecitos al taburete a su derecha a modo de invitación para que se siente a su lado. El viajero salta por delante de la barra y se sienta, desganado pero sorprendido de que al fin alguien se moleste en hablarle con una mínima coherencia.
—Es fácil perder partes de uno mismo cuando te lanzas a buscar respuestas. A mí me pasó lo mismo. —Gira el vaso con aire distraído—. O, por lo menos, perdí algo que creía esencial. A estas alturas, ya no sabría decirte si lo era tanto.
El viajero advierte un deje de amargura en las palabras de Jacques. Sin querer, le echa un vistazo a la camisa blanca que lleva puesta y se pregunta cuántas historias habrá detrás de esos ojos afilados que transmiten tanta nostalgia.
—No recuerdo gran cosa. Sé que huía de mi vida anterior. Estaba harto, como si me ahogara en la misma rutina de siempre. Buscaba… un motivo para seguir, un lugar nuevo, un algo que me hiciera sentir… no sé. ¿Menos paria? —admite el viajero, con un nudo en la garganta.
Jacques asiente con lentitud, como si comprendiera cada palabra.
—¿Lo encontraste? —pregunta. Hay un matiz áspero en su voz.
El viajero evita su mirada, sintiendo en su interior un hormigueo de vergüenza y rabia.
—Ya ves que no —dice con un susurro—. He visto cosas imposibles y he terminado tuerto. Me pregunto si todo este lío servirá de algo o si sólo me he condenado a sufrir más. En fin… vaya semanita.
—¡Pues sólo estamos a miércoles! —Ríe—. Las cosas siempre pueden complicarse aún más —Jacques apura el vaso—. O mejorar, depende de cómo se mire. Lo que está claro es que el cambio en sí muchas veces implica que algo por dentro se te rompa. Y a veces, lo que se rompe es precisamente lo que más te anclaba a ese vacío.
El viajero se estremece.
—Me siento tan perdido… y, sin embargo, hay un fuego dentro de mí que me dice que no debo volver atrás. Que si lo hago, me encerraré para siempre en una vida mediocre.
Jacques deja el vaso en la barra y se pasa la mano por el pelo engominado.
—Te entiendo. Créeme que sí. —Sus ojos desprenden una lánguida compasión—. Yo también salí corriendo de mi propia historia. Me cansé de la hipocresía, de fingir que nada importaba, de lidiar con este mundo de mierda y pasar por él sin pena ni gloria. Esperaba hallar algo puro. Y al final sólo encontré más dudas.
El viajero contiene el aliento. Las palabras de Jacques se clavan en su interior como una advertencia y, a la vez, como un consuelo.
—Entonces, ¿no hay salida?
—La búsqueda no es un callejón sin salida en sí. —Jacques baja la voz—. Lo difícil es darse cuenta de que quizá no hay una sola respuesta. Ni un grand finale donde todo cobre sentido. Tan sólo queda aceptar que a veces avanzas, otras retrocedes, que hay momentos de luz y otros de oscuridad absoluta. A veces, con eso basta para no pegarte un tiro.
Se quedan callados un rato. El viajero contempla sus manos, sucias y temblorosas, y siente un nudo en la garganta. Podría romper a llorar, pero algo en él se resiste a mostrar esa debilidad delante de Jacques.
—Necesito creer que esto tiene un propósito —susurra—. La Biblioteca, el ojo perdido… ¿De verdad nada de esto importa? ¿Es un castigo o una salvación?
Jacques ladea la cabeza y suelta una risa amarga.
—Es posible que sea ambas. ¿No hay cierta pureza en aceptar un castigo si eso te hace cambiar? —Una leve sonrisa se dibuja en sus labios—. Yo, por ejemplo, lo descubrí sacrificando algo. Y ya no necesito máscaras, ni siquiera conmigo mismo. Aquí no tengo que fingir ser amable ni estar de buen humor. Si arrastro mi desidia, nadie se escandaliza.
—¿Y no te sientes solo?
—Supongo que todos estamos solos, aunque a ratos compartamos el camino. —Jacques baja la mirada—. Aún así, la soledad pesa menos cuando te reconoces en los ojos del otro.
El viajero, con la voz temblorosa, recuerda a quienes dejó atrás, su vida anterior, lo que sintió al cruzar la puerta de la Biblioteca. Rememora el cuervo, la escarcha en el bosque y el aroma a tinta que lo empujó a seguir adelante.
—Tal vez me engañé pensando que buscaba un propósito, cuando en realidad sólo estaba huyendo —admite—. Me aterraba enfrentarme a mi mediocridad, al vacío. Y ahora he pagado un precio: mi ojo, y a lo mejor, mi cordura.
Jacques echa mano al bolsillo de su camisa y saca una pitillera metálica llena de cigarrillos. Escoge uno y se lo ofrece al viajero.
—Toma.
El viajero duda un instante, lo observa y al final lo coge. Con manos temblorosas se lo lleva a los labios, buscando alguna cerilla o mechero con la mirada. Jacques le acerca una pequeña caja de cerillas.
El viajero prende el cigarrillo y da una calada con torpeza, tosiendo un poco. Luego, intrigado, le tiende el paquete a Jacques.
—¿Tú no fumas?
—Lo he dejado —responde Jacques, esbozando una sonrisa cansada.
—Entonces, ¿por qué me lo has ofrecido?
—Es difícil desprenderse de los viejos hábitos —admite él—. De alguna manera me hace sentir que ofrezco consuelo, aunque sea una tontería. Antiguamente siempre llevaba tabaco para compartir con quien estuviera a mi lado. Viejas costumbres… ya sabes.
El viajero le da otra calada, sintiendo cómo el humo le rasca la garganta, pero le ayuda a templar los nervios.
—Gracias —dice en un susurro—. Llevaba demasiado tiempo sin hablar con nadie con… cierta normalidad. Que no me trate como a un mendrugo o un insecto.
—No me las des. Estamos aquí de paso y, quién sabe, igual mañana ni te acuerdas de mí —dice Jacques, con una media sonrisa—. Pero bueno, al menos hoy has podido desahogarte un poco.
El viajero siente una punzada de inquietud. Se imagina de nuevo vagando por corredores infinitos, sin nadie que le preste atención. Está a punto de contestar cuando un crujido tras la puerta contigua interrumpe el silencio.
Jacques gira la cabeza, entornando los ojos con un deje de fastidio. El viajero también se vuelve y ve tres siluetas que se aproximan. Reconoce de inmediato a Balanzat, con su porte altivo y un vestido de terciopelo negro que acaricia el suelo, copa vacía en mano. Justo detrás, Pardo, con su pipa y su aspecto desganado, vestido de esmoquin bajo la túnica. Y algo más rezagado, Paul, con la mirada perdida en un libro que parece pesar una tonelada.
—Vaya vaya, mira quién está luciendo parche nuevo —comenta Balanzat, enseñando los colmillos—. La casi-muerte te sienta muy bien, mortal.
El viajero traga saliva. Se aferra a la barra con un leve temblor en los dedos. Nota la presencia imperturbable de Jacques a su lado, en silencio.
—¿Veis? Os dije que darle propósito le iba a servir, ¡hasta ha hecho un amigo! —Pardo exhala una bocanada de humo que inunda la estancia.
Paul, por su parte, se cruza de brazos y se limita a observar con una mueca de impaciencia.
—Claro, y si ese propósito os sirve también a vosotros mejor que mejor, ¿no? Mientras, ¡tenemos todos los registros desordenados y nadie que los ordene! —exclama, alzando el descomunal libro.
—¿Quién los desordenará? —replican los otros dos Custodios con una mueca de sorna.
—Este caos insondable os la refanfinfla. Ya veo.
El viajero sostiene su mirada todo lo firme que puede y siente que el corazón le late a toda velocidad. No tiene intención de volver a ser un muñeco de trapo. No señor.
—He hablado con Jacques —anuncia con voz ronca—. Y creo que ya va siendo hora de que me lo aclaréis.
—¿El qué, exactamente? —Balanzat alza una ceja.
El viajero deja escapar el humo del cigarrillo y su único ojo se clava en los Custodios con determinación.
—¿Por qué estoy aquí?