«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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10 de mayo de 2025

Lo que soy

Custodio:

Hacía frío y se arrebujó en su desgastada gabardina, pero se sentía a gusto. Era dentro de aquel deprimente y gris laberinto, en el que el horizonte aguardaba a escasos metros y el cielo no era sino una rendija enmarcada por los destartalados edificios, donde se sentía como en casa. Por ese motivo no pudo contener un resignado suspiro cuando al girar la esquina le recibió la inmensa plaza de la soberanía.

Avanzó por la desierta explanada sintiéndose observado por la severa mole de vetusta piedra negra que era el palacio de los Arcontes y solo cuando se encontraba a pocos metros de la valla apartó su mirada del edificio para dirigirse a sus guardianes. Dos hombres vestidos de negro de la cabeza a los pies y con su rostro cubierto por una máscara blanca, permanecían impertérritos flanqueando la puerta enrejada como si de gárgolas se tratase. «Yo no pinto nada aquí, ya no… Maldita sea mi suerte».

—El Arconte Harari me está esperando.

—Quítate la gabardina. —Las palabras amortiguadas por la máscara, fueron pronunciadas con un tono monótono, pero firme que no daba pie a réplica alguna. En el instante en que se hubo quitado su única prenda de abrigo, el otro guardia se la arrebató de las manos y procedió a cachearle con una considerable brusquedad.

—Yo también estoy ansioso, pero ni siquiera me has dicho tu nombre, encanto.

—¿Qué es esto? — dijo el segundo guarda mientras sostenía el revólver que acababa de sacarle de debajo del chaleco.

—Eso, amigo mío, es un arma, y tengo permiso para portarla.

—No aquí. No hagas esperar al Arconte —dijo el primero.

Dicho aquello, recogió la gabardina del suelo y cuando el segundo guardia le abrió la puerta empezó el ascenso por las empinadas escaleras que daban a la puerta principal. Una vez dentro, un hombrecillo tan común y gris como un humano puede llegar a ser, le guió por los amplios y magníficos pasillos del palacio hasta una puerta de un blanco prístino decorado con intrincadas filigranas doradas y se marchó en silencio con la mirada fija en sus propios pies. «El despacho de uno de los arcontes a altas horas de la madrugada. Seguro que son buenas noticias». Golpeó la puerta con los nudillos y tras unos segundos entró en el despacho. En contraste con el recibidor y los pasillos, la estancia se mostraba severa y funcional; escasamente decorada con sobriedad castrense, el elemento más destacable era aquel hombre maduro, alto y delgado que vestía una túnica de un brillante rojo sanguíneo.

—Me habéis hecho llamar, su gracia. Mi nombre es…

—Somos conscientes de ello y conocemos tu nombre, así como también conocemos tu historial. —El Arconte no se molestó en levantar la vista de los papeles que tenía frente a sí en la enorme mesa a la que se sentaba.

«Buen inicio, esto va como la seda, sí señor». Permaneció de pie en silencio unos diez minutos hasta que el Arconte se levantó y le dirigió una larga mirada.

—En los últimos tres meses se han producido tres asesinatos. Los dos últimos separados únicamente por dos semanas. La naturaleza particularmente —el Arconte hizo una pequeña pausa, como buscando la palabra adecuada— «Macabra» de los asesinatos fue suficiente para que las autoridades nos pusieran al corriente, pero el estado en que se encontró a la última víctima ha despejado todas las dudas que pudiéramos tener.

—¿Una Aberración?

—No hay aberraciones en el Dominio. —«Ya, claro, y esto es simplemente una charla amistosa…»—. Dicho lo cual, es nuestro deseo que inicies una investigación de inmediato y pongas fin a la vida del autor de tales atrocidades a la mayor brevedad posible.

—No será fácil, necesitaré acceso a los cuerpos, por supuesto, pero también a los informes que hayan redactado los investigadores, hablar con los testigos…

—Si fuera nuestro deseo llevar este asunto por los cauces oficiales no habríamos recurrido a ti. Nuestra implicación con este asunto queda fuera de toda discusión, por consiguiente, te queda completamente prohibido hacer tan siquiera una mención de nuestro nombre. Todo aquello que necesites para llevar a buen fin el encargo que te hemos impuesto, deberás conseguirlo por tus propios medios.

—Só, por supuesto. —«Estoy completamente jodido»—. En lo que se refiere a mis honorarios…

—¡No seas insolente, sucio apóstata! ¡Te recuerdo que la sombra del anatema aún pende sobre tu cabeza! —La explosión de rabia del arconte pasó tan rápido como había llegado y, tras serenarse y recuperar la compostura, prosiguió—: Te pagaremos lo que mereces una vez hayas completado tu encargo, y no hay más que hablar.

—Por supuesto, su gracia. —«Podemos descartar lo de charla amistosa».

—Ahora márchate, y que el gran Arquitecto guíe tus pasos.

Emprendió el camino de vuelta sin que un solo pensamiento le pasara por la cabeza. No era él, sino una compleja simbiosis entre memoria muscular e instinto lo que gobernaba su cuerpo. Una vez hubo entrado en la diminuta estancia a la que llamaba hogar; esquivó las innumerables columnas de libros esotéricos que había acumulado durante sus años como inquisidor y se arrojó sobre la cama sin molestarse en quitarse la ropa. «Es decir, que tengo que encontrar una aguja en, bueno, en la puta ciudad más grande del continente y da la casualidad que esta aguja tiene por costumbre despedazar a personas. ¿Quién coño me manda a mi dejar de fumar?».

Las entrañas del viejo edificio estaban descuidadas y cubiertas de humedades; esto sumado a la dulzona pestilencia que se aferraba con rabia a todos y cada uno de los rincones, convertían el sanatorio en uno de sus sitios menos preferidos, pero el trabajo es el trabajo. Tomó las empinadas y resbaladizas escaleras de caracol y se internó en las profundidades.  Las mal iluminadas y monótonas escaleras parecían no tener fin y únicamente cuando notó que su aliento empezaba a producir una densa nube de vaho, supo que estaba al llegar. Alcanzó un minúsculo descansillo, abrió la puerta de madera que se encontraba frente a él y se internó en la larga y fría nave iluminada por unas anaranjadas lámparas de gas. Al fondo, frente a una de las mesas se encontraba un hombre ataviado con un desgastado delantal de cuero marrón.

—Buenas noches.

—Aquí no se puede pasar —dijo el hombre sin levantar la mirada.

—¿Ni siquiera un viejo amigo? —Con estas palabras consiguió llamar su atención y una marcada sonrisa se intuyó bajo la blanca mascarilla.

—¡Que el Arquitecto me lleve! No te había reconocido, Z. —Rompió en una grave y alegre carcajada—. Te daría un abrazo, pero no quiero estropear esa gabardina tuya.

Se acercó a donde se encontraba el otro hombre y no pudo contener una sonrisa que se le borró al recordar el lugar en el que se encontraba. Sobre la mesa yacía en una cama de hielo el pálido cadáver de una muchacha de unos veinte años.

—Te he traído un regalito. —Buscó bajo su gabardina y extrajo una botella de whisky que el otro se apresuró a inspeccionar.

—Una botella del imperio, madurada veinticinco años en barrica, casi tan longeva como nuestra amiga. —Señaló con indiferencia el cuerpo de la joven sin apartar la mirada de la botella—. Ya eran difíciles de conseguir antes del bloqueo, pero ahora…, un día de estos tienes que decirme de dónde diablos las sacas.

—Aún tengo mis contactos.

—Y muy buenos tienen que ser. —«Gracias a ellos aún tengo la cabeza sobre los hombros»—. Bueno, basta de charla, la ocasión merece un brindis. —Se dirigió a uno de los armaritos que cubrían la pared y extrajo dos vasos de precipitados, apartó el brazo del cadáver, los llenó de hielo y vertió el dorado líquido para acto seguido ofrecerle uno.

—Creo que voy a pasar.

—¿Te has vuelto un remilgado con los años? El cadáver es reciente, no tienes de qué preocuparte… ¿No irás a hacerle un feo a un amigo? —A regañadientes estiró el brazo y cogió la improvisada copa—. Por tu mueca y las altas horas de la noche intuyo que, aunque placentera, esta no es una visita social, ¿me equivoco?

—Lo cierto es que he venido a ver un cuerpo.

—No te tenía por uno de esos, pero no serías el primero y yo no juzgo a nadie; siempre que paguen por adelantado. —Se hizo el silencio durante unos largos segundos—. ¡Oh, por el Arquitecto! Deja de mirarme como si hubiera sodomizado a tu madre durante el funeral de tu padre, no era más que una broma. —«Ojalá pudiera creerte, dormiría mejor por las noches».

—No puede llevar aquí más de una semana y por lo que he oído las condiciones en las que lo encontraron resultan bastante llamativas.

—No digas más, sígueme si eres tan amable.

Se internaron más en la nave, con los «vasos» en mano, hasta que alcanzaron una de las mesas más apartadas. Esta se encontraba cubierta por una gruesa tapa de madera que tuvieron que retirar, no sin esfuerzo entre los dos hombres. Dentro la visión resultaba espeluznante, un amasijo sanguinolento de partes inconexas yacía frente a él. Se le revolvieron las tripas, no tanto por la grotesca imagen en sí misma sino por la aterradora idea de que aquello; en algún momento, había sido un hombre.

—Aquí lo tienes. Una visión para el recuerdo, ¿no te parece?

—¿Qué puedes contarme?

—Pues que he visto gente que ha caído en picadoras de carne y ha acabado mejor parada. Evisceración, desmembramientos, la cara masacrada como puedes ver…

—Agradecería un informe un poco más completo, si no te es mucha molestia. —De su expresión y el resuello que emitió cabía deducir que sí le resultaba una molestia.

—Ninguna de las laceraciones presenta indicios de arma blanca, de hecho, no parece que se utilizase instrumento alguno. El brazo fue arrancado de cuajo, el método empleado para destriparle es una incógnita, pero mi intuición me dice que le abrieron el estómago con las manos. ¿Cómo cojones consiguieron separarle las piernas del torso, te preguntarás? Ni puta idea, y aquí prefiero no hacer elucubraciones; finalmente esa masa de pulpa sanguinolenta que antes fue su cara; pues bien, se la arrancaron a mordiscos. Si eres tan amable de acercarte aquí y mirar esta zona donde aflora el cráneo podrás ver la marca de sus dientes. ¿Algo más que te inquiete?

—¿Se llevaron algún trofeo? Corazón, hígado, riñones…

—Ni la más remota idea.

—¿Disculpa?

—Por lo que me han dicho los guardias que trajeron el cuerpo, no se lo encontraron tan bien puestecito como te lo he presentado. De hecho, parece que incluso tuvieron que rascar un poco de las paredes…—Guardó unos segundos de silencio mirando el cuerpo «parece que eso de que la experiencia te cura de espantos tiene sus límites, incluso en un cabronazo como este»—. El caso es que me llegó en bolsas y el primer día de trabajo me lo pasé montándolo como si fuera un puzzle. Que te pueda interesar: le falta el intestino grueso, pero de ahí a decir que el asesino se lo llevó hay un trecho. También le faltan el meñique y el corazón de la mano izquierda, dos vértebras y un montón de cachitos de costilla, por no hablar de las orejas, la nariz, la lengua y una larga lista de tejidos blandos.

—¿Qué hay de los otros dos cadáveres relacionados?

—Ni puta idea. No me mires así; dos fiambres encontrados en un barrio de mierda llegaron aquí, confirmé que estaban muertos y se los llevaron para quemarlos. Ya sabes cómo funciona esto.

«Mal. Funciona terriblemente mal». Contempló el cadáver buscando desesperado por algo que pudiera serle de ayuda para salir de aquel maldito embrollo, pero no encontró nada.

—¿Un hombre podría haber hecho esto?

—Disculpa, parece que no me has oído bien antes, te lo repetiré: LE ARRANCARON UN BRAZO DE CUAJO Y LE PARTIERON POR LA MALDITA MITAD. —Los gritos retumbaron en la larga y silenciosa estancia produciendo un eco casi infinito.

—¿Algún animal?

—Bueno; ahora que lo dices… —Se mantuvo pensativo mientras se echaba la mano a la barbilla en un gesto demasiado afectado para resultar sincero—. Podría ser, sí. ¡Si un puto oso se hubiese colado en el puto centro de la ciudad sin que la puta guardia o ningún puto habitante lo hubiese notado! Todo esto, claro, dejando de lado que las marcas de dientes en el cráneo son humanas. Bueno, tú me entiendes.

—Mierda.

—¿Acaso te llaman alguna vez cuando huele a rosas? —«Me bastaría con que no me llamaran. Una puta aberración suelta y en lugar de movilizar a la guardia me llaman a mí de tapadillo, odio esta ciudad».

—Doy por hecho que al menos sabes dónde encontraron el cadáver.

—En una de las callejuelas de alrededor de la plaza de los mansos.

—Territorio del «Sapo», supongo que tendré que hacerle una visita…

Las estrechas callejuelas mal iluminadas anunciaron que había iniciado su incursión en la parte vieja de la ciudad y, junto con la variación arquitectónica, parecía como si la mismísima alma de la urbe hubiese transmutado en algo menos solemne, augusto y noble.

Aquella frontera invisible daba paso a un mundo más antiguo y brutal, una mancha tan detestable como imborrable en la basta historia del Dominio; un recordatorio de piedra y sangre que gritaba con una voracidad insaciable, impidiendo a los altivos habitantes de la sacra capital olvidar sus orígenes de humildes comerciantes, pícaros contrabandistas, y desesperados mercenarios. Un mundo más cruel, pero más sincero.

La plaza de los Mansos se llamaba así porque allí se había encontrado el convento de la orden del mismo nombre. Un pequeño grupo de hombres y mujeres cuya interpretación de los sagrados diseños los había llevado a abandonarse a sí mismos y entregarse en cuerpo y alma a su comunidad y a los más necesitados; o desde el punto de vista de los Patriarcas, una secta de fanáticos dedicada a alejar a los más miserables de los designios del Gran Arquitecto, y a enfrentarlos a sus auténticos servidores a base de llenarles la tripa con pan y la cabeza con sacrilegios.

Fuera cual fuera la verdad, lo cierto es que los Arcontes no necesitaron deliberar demasiado para clausurar el convento y perseguir a los Mansos que seguían con su labor mermados en números y en recursos, y con el cobijo de las sombras como único aliado.

A día de hoy el nombre no le pegaba demasiado. Convertida en uno de los centros neurálgicos de los bajos fondos, estaba abarrotada de ladrones, prostitutas, matones y adictos al néctar sangriento. Corría el rumor de que antes de asignar una patrulla de la guardia a hacer la ronda por la zona, el capitán debía pedirle permiso al «Sapo».

Esto por supuesto constituía la comidilla entre las clases más acomodadas y desde el Consistorio se habían impulsado varios intentos por «limpiar» las calles, pero los propios habitantes no solían quejarse demasiado; al fin y al cabo, la «protección» de los matones del Sapo salía más barata que sobornar a los guardias para que hiciesen su trabajo; y muchas veces resultaba más eficaz.

Se abrió camino entre los puestos repletos de gente y en uno de los extremos de la plaza vio un viejísimo palacete que debía datar de los tiempos de la fundación. La fachada del edificio había sido pintada completamente de rojo y frente a él se arremolinaba una turba de enfermizos y enclenques individuos. Frente al portón de doble hoja un hombre de un tamaño descomunal y, con un cuchillo de un tamaño proporcional hacía guardia sin dignarse a mirar a la suplicante masa de individuos postrada ante él, aunque manteniendo una distancia prudente del alcance de sus brazos y piernas. Tomó una honda bocanada de aire y se acercó a la entrada.

—Buenas noches. —Hizo mención de pasar para empujar el pesado portón cuando una titánica mano se le posó en el hombro y le obligó a retroceder.

—No se puede pasar.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo.

—Quiero hablar con el Sapo. —Una enorme sonrisa se dibujó en la poco afortunada cara del gigantón.

—Y yo follarme a la mujer del Arconte Valaris, pero ya ves; aquí estamos. —«Te entiendo, pero sin los kilos de maquillaje y los vestidos y el relleno de los mismos pierde mucho. Qué decepción de noche fue aquella…»

  —No tengo tiempo para esto. —El elevado y apremiante tono pareció en un principio haber pillado por sorpresa al portero mientras se acercaba a la entrada, pero se recuperó rápidamente y posó su pesada mano sobre su hombro, parándose en seco y, en esta ocasión, empujándolo con violencia.

«Pues por las malas, que le vamos a hacer». Con una velocidad pasmosa descargó una fortísima patada en la rodilla del pequeño coloso que cayó pesadamente al suelo, donde, en una maniobra incontables veces ensayada, le agarró de pecho y le propinó repetidos puñetazos en la cara. El ruido del portón abriéndose le interrumpió, se apartó hacia atrás con un ágil salto y echó la mano a su espalda palpando la madera de la empuñadura de su revólver.

En el umbral de la puerta se materializó una figura ensombrecida por el destello de luz que se escapaba de dentro del edificio. El hombre era casi tan alto como el que acababa de derribar, pero su complexión era atlética y sus rasgos menos burdos, más afilados. La puerta se cerró tras él y se pudo comprobar cómo su serio rostro de corte castrense contemplaba la escena con detenimiento. «Le conozco. No recuerdo su nombre, pero estoy seguro que le he visto antes, y cerca del Sapo… Este es peligroso». Cuando acabó su examen de la situación afloró en su rostro una señal de reconocimiento y, tras echarse la mano al cinturón, dio la sensación de saber exactamente lo que había ocurrido.

—Te pido disculpas. Es novato —dijo sin considerar necesario añadir más explicaciones.

—Las ganas de impresionar nos hacen perder los modales a todos. Acepto las disculpas encantado. —El otro asintió con calma.

—Además, hace mucho que no te dejabas ver por aquí, seguramente no sabía quién eras, aunque no creo que eso vuelva a ser un problema. —«Tono amable y cortés, pero la mano al lado del puñal. Da gusto ver trabajar a un profesional».

—Yo también me he dejado llevar un poco. Vamos, amigo. —Entre los dos levantaron a la mole, cada uno de un brazo—. Si yo fuera tú me pondría un filete en la rodilla para que mañana no se vuelva del tamaño de una pelota. Además, cuando acabes puedes pedir que te lo cocinen y así ya tienes la cena. Toma, invito yo —dijo mientras le metía unas monedas en el bolsillo del pantalón y dejaba que apoyase su peso sobre el otro hombre.

—Por supuesto puedes pasar, pero no voy a poder acompañarte —dijo mientras dirigía una mirada significativa al tullido.

—Conozco el camino.

—Eso sí, te agradecería que dentro no armases ningún follón. Al fin y al cabo, soy yo el que te ha dejado entrar y me correspondería a ponerle fin. —«Ahora me miras en silencio para que me dé tiempo a que me calen esas palabras durante uno…, dos…, tres…, cuatro… y cinco segundos, te das la vuelta y te vas sin despedirte. Impecable, diez de diez».

Sin mediar más palabras se internó en el vestíbulo al final del cual colgaba una desgastada cortina que en algún momento pasado debió haber esgrimido un apasionado rojo sanguíneo, pero ahora se encontraba apaciguado por los años y los nocivos vapores de aquel edificio. Apartó la cortina con el mismo respeto que si estuviese manejando a un difunto y se internó en lo que originalmente debió haber sido un salón de baile

La magnífica estancia recordaba a un adusto cadáver profanado sin piedad por las grasientas luces de gas que se distorsionaban perezosas al chocar contra los agrietados espejos. En las literas y jergones se acumulaban como vermis retorciéndose entre los espesos tentáculos del humo rojo de néctar que emanaban de sus pipas aquellos que una vez se hicieron llamar hombres.

Al fondo, junto a lo que parecía una improvisada barra de un bar, un anciano esquelético convulsionaba frenéticamente como intentando quitarse algo de encima mientras un grupo de miradas crueles acompañaba cada uno de sus movimientos entre un coro de carcajadas.

—Cree que está lleno de hormigas rojas —dijo una ajada meretriz con una mellada sonrisa deformando su rostro, al notar que estaba contemplando la escena.

Continuó andando mientras el eco de las risas alimentaba el sentimiento de repugnancia que se había apoderado de él desde el instante en que los corruptos vapores se habían abierto paso hasta su mente.

Antes de que pudiera darse cuenta, sus nudillos se habían tornado blancos por la fuerza con que cerraba sus puños. Del mismo modo, empezó a dolerle la mandíbula mientras sus dientes soportaban el enorme peso de su disgusto.

Esperó a subir las escaleras para alejarse de las miradas indiscretas y trató de tranquilizarse, esto no era un juego y el «Sapo» podía ser muchas cosas, pero la estupidez no se contaba entre ellas; si quería que soltase prenda iba a tener que estar concentrado.

Una vez en la segunda planta, la atmósfera del edificio cambiaba por completo y la ignominiosa profanación que este había recibido, se desvanecía para dejar al descubierto la auténtica alma señorial de la construcción. Los suelos de augusta madera casi negra, se extendían serpenteantes en un sinuoso pasillo flanqueado por exquisitos cuadros y tapices, que quedaban velados bajo una densa capa de polvo. Al fondo, una imponente puerta de doble hoja tapizada en terciopelo verde con filigranas de hilo dorado cuya disposición creaba bellas formas vegetales. Avanzó con decisión por el corredor y abrió la puerta.

Frente a él apareció un recibidor que daba a una amplísima y bien iluminada estancia, al fondo de la cual se encontraba una enorme mesa de oscura madera y tras ella el líder de los bajos fondos; una de las personas más poderosas de toda la ciudad. No era la primera vez que se encontraban, pero el físico de aquel hombre no dejaba de desconcertarle; estaba seguro de que de haberse encontrado por la calle sin conocerlo habría dicho sin ninguna duda que se trataba de un contable, la propia personificación de lo mundano. «Al menos tiene un mote llamativo».

—¡Qué inesperado placer! ¿A qué debo la visita, inquisidor?

—Ya no soy un inquisidor. —Desde su asiento el «Sapo» estalló en una carcajada que no tardó en convertirse en un ataque de tos ronca.

—¿El noventa por ciento? Tenía entendido que los chicos del norte te estaban comiendo el terreno. —Le mantuvo la mirada durante unos instantes en los que la rabia estuvo a punto de romper su afable máscara.

—No te creas todo lo oyes por ahí —dijo despreocupado, en un burdo intento por quitarle hierro al asunto—. Volviendo al tema que nos ocupa, lamento decirte que el hecho de que ya no cuentes con el respaldo de la más insigne agrupación de sádicos y bastardos del Dominio no cambia lo que eres, y mucho menos lo que has hecho. —Aquellas palabras dieron en la diana y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara cuando vio que había devuelto el golpe—. ¿Un puro?

—Ya no fumo.

—Tú verás… así vivirás más. —«Buen punto».

Abrió una gran caja de madera que había sobre la mesa, cogió un puro y mojó uno de sus extremos en un vial del tamaño perfecto; lo encendió, dio una calada y de sus pulmones salió un humo tan rojo como un rubí.

—Aunque te resulte difícil de creer no he venido para disfrutar de tu compañía y tu encantadora conversación.

—No sé si sabré mantener la compostura después de una declaración como esa… ¿Negocios entonces? —«Joder con las pausitas, el muy cabrón se debe creer un dramaturgo».

—Algo así, tres cadáveres han aparecido por esta zona en las últimas semanas.

—Es una zona peligrosa, mis condolencias a las familias. —Otra calada—. No obstante, como bien sabes, no soy más que un humilde proveedor de ocio y entretenimiento intentando ganarse la vida en estos tiempos tan duros. No acabo de entender qué tienen que ver conmigo estos trágicos sucesos.

—¿Dónde ha quedado la brutal honestidad de hace un rato? Necesito que respondas a mis preguntas y dejes de hacerme perder el tiempo.

—Por el bien de tu preciado tiempo, me limitaré a recordarte que por estos lares la gente muere y ya. No está nada bien visto ir por ahí haciendo preguntas… Me atrevería a decir que puede considerarse una actividad de riesgo. —La falsa jovialidad de su voz había desaparecido y la poco sutil amenaza quedó enmarcada por otra bocanada de humo rojo.

—Te interesa que estas preguntas sean respondidas.

—Lo dudo.

—¿Crees que habría venido a visitarte por un puñado de adictos a los que han degollado en un callejón oscuro? —Tras sus ojos negros apareció un destello de curiosidad que se apagó tan rápido como había llegado.

—No es que un par de ricachones que han cogido el desvío equivocado en una noche de juerga me interese mucho más.

—Me manda Harari. —Mencionar el nombre del Arconte era peligroso, pero si no conseguía sacarle algo se daría de bruces con un callejón sin salida.

El silencio se apoderó del despacho durante unos larguísimos segundos. Podía ser un bastardo, pero no era tonto. Uno no juega con los arcontes y sale ileso. Con aquel nombre respaldándole podía forzar mucho más aquella conversación. «Lástima que en realidad no me esté respaldando».

—¿Qué interés puede tener ese cabrón estirado por esos fiambres?

—Ninguno, pero el asesino es harina de otro costal.

—¡NO PIENSO ENTREGAR A NINGUNO DE MIS CHICOS! —La ira que impregnaba sus gritos era más que palpable. «La cosa no va bien. Este baile se lo conoce y no es de los que se achantan. Habrá que ser más directo».

—Todo el mundo dice que eres un hombre inteligente, pero supongo que esa mierda que fumas te ha embotado el ingenio así que te lo pondré fácil: uno de los arcontes más influyentes ha ordenado a un antiguo inquisidor caído en desgracia que investigue tres asesinatos en un barrio que, si por él fuera, hace mucho que la guardia lo habría reducido a cenizas. —La última frase la pronunció despacio, haciendo hincapié en cada palabra, lo que claramente molesto al «Sapo» hasta que la chispa del entendimiento se fue abriendo camino, poco a poco, hasta él.

—No me jodas… —«Bendito sea el Arquitecto, hay que joderse con el «genio criminal»»—. ¿De qué tipo? —«Bueno, ya que hemos abierto el melón…»

—Dejó los cadáveres antes de que nadie le viera, así que es relativamente inteligente, eso descarta a los devoradores; las marcas de dientes parecen ser de un solo individuo y no le sacaron los ojos, así que podemos tachar también al enjambre y a esos putos fanáticos. No sé más.

—¡Eso deja a los superiores! ¿Me estás diciendo que puede andar por ahí un puto profeta?

—Espero que no. Aunque sospecho que ya nos habríamos enterado si ese fuera el caso.

La preocupación era evidente e incluso creyó atisbar cierto grado de genuino miedo en su voz. El «Sapo» miró intranquilo el puro, se levantó, cogió una botella de cristal con la que sirvió dos vasos bien cargados y le empujó uno sobre la mesa sin prestarle atención.

—¿Qué necesitas?

—Que me pongas al corriente de todas las cosas destacables que han ocurrido en tus territorios durante las últimas semanas.

—Muy concreto, muchas gracias —dio otra calada al puro y exhaló en un rojo un suspiro—. ¡Altus! ¡Tráete el libro mayor!

Al otro lado de una de las puertas que franqueaba el despacho, se escuchó un estruendo y por el umbral pasó lo que únicamente puede describirse como un gigante que dejaba a los porteros como niños por comparación.

—Te presento a Altus. Altus, este cabroncete es mi amigo el «EX-inquisidor». Altus es mi asistente, lleva la contabilidad los libros y todo ese tipo de cosas.

—¿Tu asistente? —El nuevo ocupante de la habitación se alzaba imponente de modo que su simple presencia empequeñecía la estancia.

—No te tenía por alguien que juzga un libro por su portada. En cualquier caso, nuestro amiguito quiere saber «todas las cosas destacables que han ocurrido en las últimas semanas». —Sin mediar palabra, depositó el pesado tomo en la mesa, lo abrió y empezó a pasar sus páginas.

—¿Algún periodo en concreto? —Su voz, a pesar de las apariencias, era calmada y agradable. Mientras le miraba, sacó unas pequeñas gafas de un bolsillo de su chaleco y se las colocó.

—El primer asesinato ocurrió hace unos tres meses.

Empezó a pasar páginas de forma frenética y durante unos minutos se hizo un completo silencio. Bebió del vaso que le habían dado y contempló el hipnótico paso de las páginas hasta que su mente se abstrajo. «Si tan solo fuéramos capaces de dejar atrás nuestros pecados de forma tan sencilla… Puede que tenga razón, puede que me engañe a mí mismo. Al fin y al cabo ¿Qué cojones soy yo sin todo esto?».

Mientras se planteaba estas ideas, en lo más profundo de su mente resonó el estallido de su revólver y luego volvieron los llantos; agudos y en un crescendo inaguantable que lo abarcaba todo. Apuró su vaso de un trago.

—¿Estás sordo o qué te pasa?

—Perdón, ¿qué?

—Altus dice que no hay nada de asesinatos.

—¿Nada fuera de lo común?

—Bueno, a dos de nuestros, ehem, «Comerciales» les robaron la mercancía y hace poco más de una semana a otro le dieron una paliza.

—¡¿Cómo que les robaron la mercancía?! ¿Por qué no sabía nada de esto?

—La cantidad era insignificante y se les castigó adecuadamente, no pensé que mereciera la pena molestarte jefe.

—El de la paliza, háblame de ese. —«Las fechas coinciden con el ultimo asesinato. No tendré tanta suerte como para que nuestra aberración sea un yonqui con un mono de la hostia».

—Bueno, según lo que declaró… —Hizo una pausa y, con cierta incredulidad, releyó su apretada letra—. Aquí pone que fue una hermana de los mansos. Bueno, eso es lo que dijo, quiero decir…

—¿Una monja? ¡¿UNA PUTA MONJA LE DIO UNA PALIZA A UNO DE MIS CHICOS?! Y luego qué, si se nos están comiendo los del norte, me cago en el Arquitecto los sagrados diseños la madre que los parió a todos.

—¿Dónde ocurrió esto?

—En el callejón de las tejedoras, parece que es una habitual.

«Una aberración suelta y mi única pista es una monja enganchada al néctar… la madre que me trajo».

—¡Claro! Para ti es fácil decirlo, al fin y al cabo, tu bonita cara no es la que corre peligro.

—Me permito recordarte, amiguito, que no son ni la hermana ni tu cara lo que debería preocuparte.

—Vale, vale. ¡Por el arquitecto! Te recordaba con mejor sentido del humor.

—Debes estar pensando en otra persona. Ahora, colócate en tu puesto y espera a la jodida monja. Yo llegaré antes de que la cosa se ponga fea, te lo prometo.

—Y yo que creía que cuando dejabas la inquisición además de quitarte el uniforme te sacaban el palo del culo —dijo por lo bajo mientras se alejaba.

—¿Decías algo?

—No, no, que buena suerte.

El estrecho callejón había quedado en una negrura casi absoluta, después de que apagaran las escasas farolas de gas. Se cobijó en un soportal y se encogió dentro de su gabardina en un vano intento por cobijarse del frío. Ya solo quedaba esperar. «Menuda pérdida de tiempo. Dos semanas dando palos de ciego mientras esa cosa sigue ahí fuera». Se echó la mano al bolsillo interior de la gabardina y la ausencia de aquel familiar bulto empeoró aún más su ánimo. «Un hombre nuevo… ¡ja!».

Una cantidad de tiempo que no pudo determinar había pasado, cuando gritos y ruidos de forcejeo le arrebataron de su sopor. Emprendió una marcha acelerada hacia el origen del alboroto y sin mediar palabra propinó un fuerte codazo al agresor. «Ahí van un par de costillas. Tendré que aumentar considerablemente su pago, pero tenía que parecer convincente».

—¡Largo de aquí, rata asquerosa! —Su compinche se alejó tambaleándose y jadeando por el dolor hasta que fue devorado por las sombras del callejón—. ¿Se encuentra bien? —La mujer vestía con la túnica del color marrón característico de los Mansos y, con la cabeza tapada por la capucha, parecía estar buscando algo de forma ansiosa.

—Sí… bien. Se lo agradezco de veras.

Con cuidado, inspeccionó sus alrededores hasta que dio con lo que ella estaba buscando. «Muy buen trabajo. Si no fuera por lo del palo por el culo hasta lamentaría haberte roto las costillas». Se agachó ágilmente y recuperó el pequeño paquete, luego lo inspeccionó con detenimiento, como si no supiera ya cuál era su contenido.

—Néctar de sangre. Una carga inusual en sus manos, hermana.

La mujer arrebató el fardo rápidamente de sus manos y emprendió su camino de forma apresurada.

—Muchas gracias por su ayuda. Que el Arquitecto le proteja en esta noche.

—Pare, pare —dijo mientras aceleraba el paso para alcanzarla—. No pretendía juzgarla, hermana. Y por supuesto, bajo ningún concepto puedo permitir que deambule sola por estas calles. Ese malnacido podría volver y se rumorea que algo mucho peor merodea por esta zona.

—No será necesario.

—Lamentablemente tengo que insistir. No podría perdonármelo si algo le llegara a pasar.

Esto último lo dijo sujetándola del hombro y mirándole directamente a los ojos. No solo pretendía hacerle notar que la naturaleza de su falsa caballerosidad resultaba incontestable y por tanto zanjar la conversación; también aprovechó el momento para examinar sus facciones que hasta entonces habían quedado ocultas por la oscuridad del callejón. Se trataba de una mujer joven, morena y de ojos de un castaño claro moteados de verde. No era en absoluto el rostro que había imaginado en un principio.

Viendo que no tenía otra alternativa, la hermana se limitó a asentir y juntos reemprendieron la marcha. Anduvieron en completo silencio durante un largo rato. Él avanzaba un par de pasos por detrás para que ella pudiera guiarlos y para controlar sus movimientos sin que ella notase que tenía la mano constantemente cerca del revólver. Puede que su paso por la inquisición hubiera condenado su alma, pero al menos había aprendido un par de trucos útiles.

—No es para mí.

—¿Disculpe?

—El néctar no es para mí.

—¿Entonces no es una junkie? Tan solo una intermediaria; facilitadora si lo prefiere. —«¡Maldito bocazas! No sé quién te dijo que eras gracioso pero menudo favor que te hizo. Deja de intentar ahuyentar a tu única pista, imbécil».

La mujer se detuvo y él se temió lo peor. Cuando se giró no supo ocultar su sorpresa al contemplar una sincera sonrisa.

—Algo así —dijo ella con un tono divertido—. Ya falta poco.

El aire se fue espesando con el olor a aceite rancio y moho cuando la hermana lo guió hacia una puerta de metal corroída, semioculta entre sombras en el costado de una fábrica abandonada. Un letrero desgastado —Paz para los Mansos— colgaba torcido, sus letras apenas legibles bajo una costra de óxido y polvo. Ella sacó una llave de su túnica y la giró con un chirrido que resonó en la noche.

—Aquí es —murmuró, empujando la puerta que cedió con un gemido. Una escalera descendía hacia la penumbra, iluminada por tenues lámparas que parpadeaban como pestañas cansadas.

La siguió, notando cómo su silueta se recortaba contra la luz amarillenta, la tela de su hábito rozando las paredes húmedas. Al fondo, un murmullo de voces quebradas y toses secas anticipaba el inframundo que aguardaba.

Aquel refugio era una nave cavernosa y sus vigas de hierro oxidado gemían bajo el peso de años. Colchones podridos y mantas raídas se apiñaban en el suelo, habitados por figuras esqueléticas que se mecían al ritmo de su propia agonía. En un rincón, un hombre joven, con los brazos cruzados sobre el pecho como si intentara contener el vacío, susurraba versículos de textos delirantes a la indiferente nada. En otro, una mujer acunaba una jeringuilla vacía como si fuera un bebé.

La hermana avanzó entre ellos con una serenidad que les recordó a los santos mártires del Arquitecto —aquellos que sonríen a la hoguera y consuelan al verdugo—. Sacó el vial de néctar y comenzó a repartir dosis minúsculas en vasos de hojalata junto con cuencos de sopa.

—Controlado. Así no colapsan ante los efectos de la abstinencia —explicó, sin mirarlo, mientras un adicto le agarraba la mano con dedos temblorosos—, pero tampoco satisface al monstruo.

Observó cómo sus dedos acariciaban la frente sudorosa de un anciano, cómo su voz baja calmaba los espasmos de un chico que escupía bilis. Había un fanatismo en su compasión, algo que le hizo pensar en los cirujanos de batalla cortando miembros sin pestañear, en sus antiguos camaradas salvando almas con el fogonazo de un disparo…

—¿Le divierte jugar a ser una salvadora o simplemente le excita verlos arrastrarse? —«¡Pero quieres dejar antagonizar con tu única pista!».

Ella se giró, esta vez sin la máscara de mojigata benevolencia. Sus ojos, ahora que la luz los alcanzaba, tenían vetas doradas que brillaban como navajas.

—Resulta desconcertante que mi benefactor descarte tan pronto el altruismo, me hace dudar de sus intenciones.

Sonrió, mordiéndose el interior del carrillo. «Lista, preocupantemente lista». Se acercó, lo suficiente para oler el jabón de ceniza en su pelo, mezclado con el tufo dulzón del néctar.

—Sencillamente tengo curiosidad por saber qué hace una monja alimentando la adicción de su rebaño.

Ella sostuvo su mirada, desafiante.

—¿Alguna vez has conocido a un adicto al néctar bajo los efectos de la abstinencia?

—No.

—Es normal, no suelen durar mucho. Pero el tiempo que les queda es —la mujer hizo una pausa en la que trató de ocultar como se le rompía la voz—… horrible. Enloquecen, muchos comienzan a cortarse para poder lamer su propia sangre, al fin y al cabo también es roja. Otros deciden eludir el dolor de la automutilación y buscan otras fuentes, algunas madres… —dijo, volviéndose para atender a una mujer que tiraba suplicante de su túnica.

Calló, por una vez no supo qué responder.

—Muchos preferirían que estas personas desaparecieran, no tener que observar los fracasos de su maravilloso Dominio… pero yo creo en las segundas oportunidades.

—Yo… también… —«Creo que es la primera vez que me mira a los ojos».

—Entonces puedes ayudarme a repartir la sopa.

Obedeció. Cogió el pesado puchero y avanzando tras ella, comenzó a repartir cuencos. La miraba y en sus rasgos, no pudo detectar ni una sola vez que flaquease su resolución. «¿Hasta esto hemos llegado? Una cara bonita me dice que cree en las segundas oportunidades y mi mundo deja de girar».

—Muchas gracias —dijo la hermana sacándole de su ensoñación.

—¿Perdón?

—Le estaba dando las gracias, señor… Creo que no me ha dicho su nombre todavía.

—Creo que antes ha utilizado «mi benefactor», he de admitir que no me disgusta cómo suena. —La hermana soltó una carcajada sincera. «Tal vez estés un poco oxidado, pero aún sabes moverte».

—Agradezco profundamente su ayuda, «benefactor mío». —El amago de genuflexión le pilló por sorpresa y aunque pudo evitar reír, una sonrisa se le escapó—. Si alguna vez quiere volver a prestar una mano, sepa que aquí será bienvenido.

—Lo tendré presente, hermana. Gracias.

Se acercó para darle la mano, pero ella retrocedió un paso. «No tiene miedo, esconde algo. Deberías haber estado atento, joder. El vial debía pesar unos cincuenta gramos y aquí debe haber unos veinticinco desgraciados, con esas dosis no debería haberlo acabado. Pero, ¿por qué ocultarlo?… ¿Por qué llueve hacia abajo? ¿Por qué cantan los pájaros? Si tanto quieres conocer a un ser de perfecta pureza ya sabes dónde tienes el revólver».

—Cuídese, hermana.

Las semanas habían tejido una telaraña de frustración en su mente. Cada noche, al regresar a su cubículo, repasaba los mismos callejones mentales: marcas de dientes humanos en huesos astillados, vísceras esparcidas como confeti macabro, y los ojos de la hermana, siempre presentes incluso en la oscuridad. 

«Dos putas semanas y ni un rastro. ¿Cuánto faltará para que el cabrón de Harari pierda la paciencia?». Apoyó la frente contra el vidrio empañado de su ventana, observando cómo la lluvia diluía los contornos de la ciudad en una acuarela de gris y hollín. Se echó la mano al bolsillo de la camisa y cuando lo encontró vacío, sonrió con amargura. «Puta costumbre».

«Paz para los Mansos» rezaba el destartalado cartel mientras era bombardeado por las inmisericordes gotas. «Y a los demás que nos jodan, ¿no? Supongo que es lo justo, que nos lo merecemos; pero es una putada». Al abrir la puerta de metal oxidado, una escena casi doméstica lo paralizó: la hermana inclinada sobre una anciana que vomitaba bilis en un barreño, sus manos firmes sujetando la frágil cabeza mientras murmuraba números en voz baja.

—…veintitrés, veinticuatro, sigue contando conmigo, Ilia.     

—El callejón de las Tejedoras —dijo de pronto, sin levantar la vista del suelo agrietado donde se reflejaba el parpadeo enfermizo de las lámparas de gas—. Hace unas semanas, uno de los matones del Sapo dijo que una monja le dio una buena tunda por ahí. ¿Te suena?

Ella no se inmutó. Terminó de limpiar a la mujer con un paño antes de alzar la mirada. Las ojeras bajo sus ojos habían profundizado, formando pozos violáceos que contrastaban con la palidez cerúlea de su piel.

—La gente de esa calaña rara vez es de fiar. Muchas veces consumen su propia mercancía y necesitan alguna excusa. Su imaginación a veces resulta admirable, eso es innegable. —«Quién sabe hasta dónde podría haber llegado, si yo supiese mentir con tanta convicción»—. Lamento no poder serle de más ayuda. A decir verdad, no esperaba volver a verle por aquí, no se ofenda.

—El Arquitecto trabaja de formas misteriosas. —Sacó un paquete envuelto en papel de estraza del bolsillo interior—. Harina de trigo. No es néctar, pero llena más que la sopa. —Ella sostuvo el paquete como si contuviera oro en polvo. Sus dedos temblaron levemente.

—Hoy podemos hacer pan —dijo con una sonrisa que devolvió la vitalidad a sus facciones.

La siguió a la cocina subterránea, un antro de hierros retorcidos donde cuatro hornillos luchaban por calentar perolas deformes. Mientras amasaba la mezcla con movimientos precisos, se sorprendió memorizando el ritmo de sus hombros bajo la túnica, la forma en que se mordía el labio inferior al concentrarse.

—¿Nunca te tienta dejarlos? ¿Huir de esta cloaca y vivir tranquila en algún pueblito costero? —preguntó rompiendo el silencio. Su voz sonó más áspera de lo intencionado. La masa golpeó la mesa con fuerza.

—Mi hermano decía que la tierra yerma solo necesita el fertilizante adecuado para florecer. Yo he aprendido que también hace falta un agricultor.

—Todo un poeta tu hermano.

—Químico, inventor. —Su sonrisa fue triste, efímera—. Ideó un compuesto para revitalizar suelos estériles. Los Arcontes le dieron una medalla… antes de… antes de condenarlo al ostracismo.

—¿Herejía? —Ella se echó a reír, pero sus ojos se endurecieron.

—Por supuesto que sí. Si los más desvalidos son capaces sostenerse a sí mismos con un puñado de tierras, si dejan de temer que sus hijos pasen hambre ¿Qué papel les quedaría a los Arcontes y los Patriarcas? Nunca debemos olvidar que vivimos bajo la benevolencia del Dominio… Mi hermano lo hizo. El siempre creyó que la gente únicamente necesitaba que le extendiesen una mano amable para poder levantarse, para poder llevar la vida que deseaban.

Se le acercó sin pensar, el olor a pan recién horneado se mezcló con el de su jabón, con el de su sudor.

—¿Qué le ocurrió?

El golpe de la puerta los separó. Un hombre joven irrumpió jadeando, con sangre seca en las mangas y los ojos desencajados.

—¡Hermana, está sufriendo un ataque!

Ella ya corría antes de que terminara la frase. La siguió. Cuando llegaron a la parte de arriba, los adictos se apiñaban en un círculo de terror. En el centro, un joven yacía retorciéndose; sus venas convertidas en serpientes negras bajo la piel y los ojos inyectados en sangre. Había estado vomitando, pero además tenía cortes en los brazos y en la cara, una finísima película de líquido carmesí cubría sus facciones y extremidades otorgándole una apariencia fantasmagórica. Entre convulsiones, abrió la boca con un alarido y trató de agarrar a uno de aquellos aterrados espectadores. Lo único que detuvo el pánico fue la llegada de la hermana.

—¡Sujetadlo de lado! ¡No dejéis que se trague la lengua! —ordenó, arrodillándose en el suelo sin importarle el vómito que manchaba su hábito.

Él actuó por instinto. Sus manos de sicario ejercieron la presión exacta en las articulaciones, inmovilizando al joven con una eficiencia que hizo palidecer a los demás voluntarios.

—Cuenta hasta tres y métele el trapo en la boca —gruñó, sintiendo cada uno de los espasmos musculares como descargas eléctricas bajo sus dedos.

Cuando la crisis pasó, quedaron jadeando frente a frente sobre el cuerpo rojizo. Ella le tendió un paño limpio sin mirarlo.

—No es lo peor que ha manchado sus manos, ¿verdad?

—No, tarde o temprano uno puede limpiarse las manchas de sangre —contestó mientras aceptaba el pañuelo y se limpiaba los dedos con la meticulosidad de un cirujano.

Superada la crisis, el resto de la tarde transcurrió sin más incidentes. Repartieron el pan y la sopa a aquellos pobres diablos y, en general, trataron de que estuvieran lo más cómodos que les fue posible. Al final, ella volvió a guiarle hasta la cocina donde puso una tetera al fuego.

—¿Qué le ocurrió a tu hermano? —Ella se detuvo frente al fogón y tardó tanto en responder que creyó haberse pasado de la raya.

—La inquisición —al oír aquellas palabras salir de sus labios, su corazón se detuvo y noto cómo le fallaban las piernas—, mandaron a la inquisición a destruir su laboratorio. Quemaron las notas y destruyeron los depósitos, le prohibieron continuar con sus experimentos. Al principio, di gracias al Arquitecto porque siguiese vivo; durante el poco tiempo que mantuvo la simpatía de los arcontes debió causarle una buena impresión a alguien y se libró de unirse a una de esas largas listas de desaparecidos. Pero poco a poco fue cambiando, apagándose. Fue como si poco a poco se hubiese olvidado de cómo vivir. Empezó a… consumir y…

Finalmente se rompió, se rompió como se rompen los gigantes: Sin estruendo, con la dignidad de quien se ha mantenido firme toda una vida, pero arrastrando en su derrumbe el peso de todas sus batallas calladas. Se le acercó y ella aceptó su hombro, pero no tardó en recomponerse. «Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento».

—Me temo que se ha hecho muy tarde —dijo mientras se enjuagaba los ojos.

—Si, me temo que sí. Cuídese mucho, Hermana.

—Lo mismo le digo. —Se giró para marcharse, pero, tras un instante de duda, se detuvo.

—Hermana, hablo en serio. Algo está matando a gente por esta zona.

—Rezaré por esas pobres almas —murmuró, pero en su voz resonó un eco metálico, como el de una cadena arrastrada.

Tres días. Tres días desde que la hermana se derrumbó entre sus brazos, desde que el nombre de la Inquisición resonó como un disparo en aquel sótano maldito. Tres noches de recorrer los muelles preguntando por monstruos ocultándose en las sombras, de sobornar a chivatos con monedas que ya no tenía. «Estás perdiendo el tiempo, viejo. Un cadáver más y te cortarán la cabeza para ahorrarse el pago. Bueno no es como si necesitasen muchas excusas…»

Se había hecho tarde, llevaba todo el día de aquí para allá y, como de costumbre, no había sacado nada en claro, de modo que decidió regresar a su apartamento, aunque solo fuera para dormir un par de horas.

Subió por las estrechas y mal iluminadas escaleras, hasta que alcanzó su rellano y, de forma casi instintiva, desenfundó su revólver. Alguien había estado allí. No se sobrevive mucho en su mundo sin ser un cabrón paranoico, pero esta vez tenía pruebas, él no dejaba así el felpudo… Se acercó con precaución a la puerta, tratando de no hacer ningún ruido y entonces lo vio. Enganchado al marco de la puerta le esperaba un trozo de papel doblado, una nota. Enfundo su revólver y la leyó:

         «Mi bien querido amigo Z,

La botella que me trajiste ha alegrado mis noches y te lo agradezco de corazón. Desgraciadamente, como casi todo lo bueno en esta vida, ese pequeño placer también ha llegado a su fin.

Si tuvieses a bien volver a hacerme una visita, creo que te alegrará saber que tengo aquí una nueva amiguita deseando conocerte.

         Con mis mejores deseos, A. P.

P.D. Si fuera tú, me daría prisa. Tus antiguos asociados han estado dando vueltas por aquí últimamente.»

«Mierda, a estas horas ya no estará en la morgue». Volvió a las calles y apretó el paso, esquivando charcos que reflejaban la luna como ojos ciegos. El edificio del forense se alzaba ante él, una muela cariada en el maxilar de la ciudad. Las escaleras crujieron con traición bajo sus botas mientras ascendía hasta el tercer piso. La cerradura cedió con un suspiro de hierro cansado y el olor a formol y licor barato le abofeteó.

Al fondo del pequeño salón, la silueta del forense se balanceaba en una mecedora, ronquidos entrecortados saliendo de entre una barba que mejoraba bastante escondida bajo una mascarilla. Se le acercó y apretó su mano contra su boca entreabierta.

—No grites, que no son horas.

Aquel hombre, al que tan plácidamente le había caído la baba por la comisura de su boca, comenzó a estremecerse; abrió los ojos como platos en un pánico ancestral hasta que estos se acostumbraron a la falta de luz. Entonces en ellos empezó a brillar el reconocimiento y los sonidos, amortiguados por su mordaza, comenzaron a trasmitir más reproche que pánico.

—Buenos días —dijo mientras retiraba la mano de su boca.

—¡Pero a ti qué cojones te pasa! ¡¿Es que te has propuesto que me dé un infarto?!

—He recibido tu nota. Vístete que nos vamos a la morgue.

—Sé hombre, y qué más. —Él se limitó a mirarle completamente serio—. La miradita de come niños te la puedes guardar. Es mucho menos eficaz cuando has visto al supuesto tipo duro, borracho como una cuba y llorando como un bebé en un callejón de mala muerte. Además, llegas tarde. El cadáver ya ha sido incinerado.

—¿¡Qué!?

—Ya te dije que te dieras prisa. Por la tarde llegó un caballero en gabardina, mucho menos simpático que tú, e insinuó que sería impropio de un fiel a los diseños del Arquitecto continuar con la exploración de ese cadáver en particular.

—Y tú… —dijo con un claro tono de enfado.

—Y a mí —interrumpió— me faltó tiempo para preparar el cuerpo para el crematorio y agradecerle su labor al distinguido caballero empeñado en encubrir una serie de asesinatos. ¿Te molesta si fumo? —dijo estirando la mano hacia la mesilla y encendió un cigarrillo antes de que pudiera contestarle.

—Menuda pérdida de tiempo…

—Bueno yo disfruto mucho de tus vistas. ¿Me has traído algo esta vez? —«No sé si quiero arrancarle los pulmones porque es un capullo o si tanto me apetece un cigarrillo ahora mismo».

—No.

—Una lástima, porque en previsión de que algo así pudiera pasar, di prioridad al cuerpecito y realice una «exploración» preliminar. —Hizo una pausa y dio una calada—. Bueno, más bien un ensamblaje. ¿Te gustan los puzzles? A mí antes me gustaban. Resulta difícil anticipar qué tipo de cosas va a arruinar tu trabajo…

—No te haces una idea de cómo han sido mis últimas semanas. Soy incapaz de recordar qué se siente al dormir más de tres horas, he gastado más dinero del que nadie estaría dispuesto a pagarme por esta investigación y tengo tantas ganas de fumarme un cigarrillo que la idea de matarte y arrancarte ese, de tus frías manos, se me ha pasado por la cabeza en más de una ocasión. —El forense cogió la cajetilla de la mesilla y se la ofreció sin decir nada—. No, gracias.

—No hay quién te entienda —dijo en voz baja.

—Teniendo todo eso en cuenta, serias tan amable, por nuestros años de amistad, de dejar de tocarme los cojones y hablarme de la última víctima, por favor.

—Si me lo pides así —comenzó después de una larga calada y un suspiro—. Una niñita encantadora, bueno, imagino que lo era antes de… ya sabes.

—Te juro por el Arqu…

—Vale, vale. La versión rápida entonces. A grandes rasgos, lo mismo que la otra vez. Mismas laceraciones, mismas marcas de dientes pertenecientes a un único individuo (yo diría que, al mismo, pero no tuve mucho tiempo para asegurarme). El desmembramiento ha variado un poco, a esta también la abrió en canal, pero aún conservaba las piernas unidas al torso. Por lo demás los cachitos desaparecidos han variado ligeramente, el anular en vez del meñique y cosas así.

—Vamos, nada útil.

—Bueno… no exactamente. A esta también le falta el intestino grueso y como aún conserva la mitad inferior del cuerpo… Bueno, me acordé que preguntaste por trofeos. Casi todas las demás vísceras seguían ahí en mayor o menor grado de «deterioro», ¿pero el intestino grueso? Completamente desaparecido.

Echó a correr de vuelta a casa, sin despedirse o preocuparse de si estaban vigilando el apartamento de su amigo. Subió los escalones de dos en dos hasta plantarse ante su puerta y, sin mayor miramiento, entró en su modesta estancia.

El apartamento olía a humedad y las paredes estaban forradas de estanterías y montañas de libros amarillentos. Arrojó la gabardina sobre un montón de periódicos, encendió una lámpara de queroseno y se pegó el resto de la noche consultando volúmenes de referencia uno tras otro. «Intestinos, vísceras, heces, cualquier cosa, lo que sea. Vamos, vamos tiene que haber algo por aquí». Ya había amanecido y comenzaba a desesperar, cuando desempolvó una copia del «dictionnaire de la tour» de Jacques Collin du Plancy, y se la abalanzó sobre sus páginas hasta que un nombre le hizo detenerse: Belphegors, los señores de las aperturas y la inmundicia.  «Señores de las aperturas y la inmundicia. Bingo».

«…Unas de las primeras emanaciones de los niveles más altos de la torre. Las Aberraciones provenientes de este nivel son la encarnación de la resignación que carcome el Dominio. Las víctimas de su influjo se convierten en estatuas de lodo, monumentos a los sueños abandonados. Por este motivo siente gran atracción de los descubrimientos ingeniosos e inventos. Proporciona riquezas y fama en un primer momento, para luego conducir a sus víctimas hacia la desesperación de la apatía antes de corromperlas convirtiéndolas en su prole. Los moebutas, quienes las llamaban Baalfegors, las adoraron en el monte Fegor. Algunos Cultos heréticos aún las honran en la letrina y les ofrecen el residuo de la digestión, sustancia preciadísima por estas entidades.» 

«No, por favor no. El hermano no. Te lo ruego; si estás ahí, si de verdad tienes un plan, no dejes que sea el hermano». Abrió un pequeño cofre de la mesa y sacó un paquete de tabaco. Trató de encender un cigarrillo, pero se detuvo en el último instante. A pesar de todo, guardó el paquete en el bolsillo de su camisa, cerca de su corazón.

Las noches se habían vuelto una letanía de sombras y remordimientos. La seguía como un espectro, pisando sus huellas en el lodo mientras el humo de las fábricas muertas tejía sudarios sobre las farolas de gas. La gabardina le pesaba como una armadura oxidada. Ella mantenía la misma rutina. Bien entrada la noche, cuando nadie quedaba por calles, emprendía el camino hacia un piso que parecía compartir con otros miembros de la orden; dormía unas pocas horas y volvía con su rebaño.

La quinta noche todo cambió. Había luna llena y la luz en las calles adquirió un tono aún más enfermizo. Ella no tomó el camino habitual hacia el refugio. En su lugar, se internó en el distrito de los silos abandonados, donde las grúas descoyuntadas se alzaban como cipreses de hierro contra el cielo nocturno. La nave hacia la que se dirigió era un esqueleto de chapa y vigas retorcidas. La puerta estaba sellada con cadenas, pero ella deslizó una llave de algún pliegue del hábito y desapareció dentro.

El corazón le latía como un péndulo enloquecido mientras trepaba por un ventanuco roto. Dentro, el aire apestaba al dulzón olor del néctar. Filas de cubas oxidadas brillaban bajo la luz de una linterna de queroseno. La hermana caminaba entre ellas con la seguridad de quien conoce cada grieta. Se agachó tras una de las cubas y la siguió con la mirada.

Al otro extremo de la nave, una jaula de hierro albergaba una figura encorvada. Una silueta humana desdibujada, como si hubiera sido modelada en arcilla húmeda y abandonada a medio terminar.

Su piel era cetrina y translúcida, con venas negras que palpitaban bajo la superficie como raíces en descomposición, los largos brazos le alcanzaban las rodillas y sus piernas arqueadas se fundían al alcanzar el suelo en muñones informes. En su rostro dos enormes ojos hundidos, cubiertos por una membrana translucida parpadeaban con una lentitud exasperante mientras su boca entreabierta mostraba unos afiladísimos dientes negros y una lengua pastosa que le colgaba inerte cubierta de un líquido espeso como el fango.

Ella, sin atisbo alguno de temor, se acercó hasta la criatura y empezó a cantarle una nana mientras le vaciaba un vial en uno de los cuencos dentro de la jaula. «He aquí nuestra aberración. El puto hermano. Yo no pinto nada aquí, ya no… ¿Por qué yo?». Trató de acercarse más, pero terminó pisando un charco de líquido viscoso. El clamor metálico resonó como un disparo en aquella nave abandonada y dos pares de ojos se clavaron en él: unos dorados y desgarrados, otros negros y hambrientos.

—Veo que al final nos ha descubierto.

El revólver ya estaba en su mano y se acercó. «Dispara. Tienes que hacerlo. Es tu deber, es lo que eres. Dispara». Pero la miró de frente y supo que no podía hacerlo.

—¿Por qué?

—Es mi hermano…

—¿¡Eres consciente de lo que ese monstruo hace a sus víctimas!?

—¡No es culpa suya! Es mía, yo… yo puedo mantenerlo tranquilo. —Aquel sereno fanatismo que tanto le impresionó, volvió a apoderarse de ella—. El néctar… El néctar le calma, lo adormece. El problema son las noches de luna llena, como hoy. Algunas veces no me queda suficiente néctar y él no puede controlarse, por hoy sí… ¡No es su culpa! ¡Es la de ellos! Ellos le hicieron esto. Yo puedo ayudarle. ¡Mi hermano merece una segunda oportunidad! —«No».

Le apuntó con su arma. Ella se interpuso entre los dos, pero medía casi dos cabezas menos, aún tenía buen blanco. Ella lo miró directamente a los ojos. Él le devolvió la mirada y lo que encontró en esos otrora pozos de determinación fue miedo: tenía miedo de él.

—No tiene la culpa de ser lo que es —dijo al borde del llanto.

Las palabras le pesaron, y más aún salidas de su boca. Todavía se miraron a los ojos: determinación, miedo y súplica.

Apretó el gatillo. Ella gritó, se abalanzó sobre los barrotes y trató de arroparlo con sus brazos. Luego rompió a llorar, un llanto amargo y sincero, la más bella elegía para un ser querido. «¿Alguien llorará así por mí cuando muera?». La pistola le pesó, le pesó mucho, le había ido pesando un poco más cada vez que había apretado el gatillo. «Ya no». El peso era insoportable; el arma acabaría por caérsele. Desvió su mirada, apartó sus ojos de ella y pasó a fijarlos en el arma. Pesaba mucho, pero inconscientemente empezó a elevar el brazo, y cuanto más lo levantaba, más fácil le resultaba. El arma no pesaba menos, pero la promesa de que dejaría de pesar le dio fuerzas. Detuvo la pistola a medio camino de su sien; el llanto había cesado.

Desvió una vez más su mirada y vio sus ojos. Ya no había piedad ni comprensión en ellos como en otros tiempos, tampoco el odio y la amargura que esperaba. Sus ojos estaban vacíos; las lágrimas los habían limpiado de toda emoción, como la lluvia limpia las calles de la ciudad. Esta visión le produjo un profundo desasosiego, y entonces comprendió lo que debía hacer. Dejó caer la pistola al suelo; esta no provocó el estruendo que imaginó en un principio. Una vez en el suelo, la empujó hasta donde ella se encontraba con el pie.

Ella no apartó sus ojos de los de él, pero recogió el arma y le apuntó. Se siguieron mirando el uno al otro con una fijación casi magnética; no parpadearon. Cada segundo que pasaba les raspaba, causándoles heridas irreparables, deshaciendo lo poco que quedaba del puente entre ellos. Finalmente, ella apartó la mirada, bajó el arma y cerró los ojos. Él se dio la vuelta y empezó a andar. Se dirigió a la puerta y salió de la Nave. Exhaló todo el aire retenido en sus pulmones y con él intentó expulsar todos los malos pensamientos, los remordimientos, la culpa.

Se palpó el bolsillo de la camisa buscando la cajetilla de tabaco, extrajo un cigarrillo y se dispuso a encenderlo cuando una chispa de entendimiento prendió fuego a su consciencia. Su corazón se saltó un latido, sus pupilas se contrajeron, le faltó el aire. «¡¿Qué he hecho?!». Se escuchó el poderoso estruendo de un disparo, seguido de un golpe seco contra el suelo. Luego, la nada.

—Yo sí tengo la culpa de ser lo que soy.

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