de los
Perdidos
Al rememorar aquellos días, me pregunto si las desapariciones de nuestros compañeros no debieron haber sido advertencias o señales que, por soberbia juvenil o mera ceguera, pasamos por alto.
—
/I
La Universidad de Sainte-Ravene se alzaba como un bastión rodeado por el implacable verdor de los bosques de Massachusetts. Era el otoño de 1887 y la humedad, unida a una constante sensación de desazón, calaba hasta los huesos. Los últimos años se habían empezado a impartir disciplinas que antes hubieran sido tildadas de herejía o mera superstición: frenología, galvanismo, magnetoterapia… Cada nuevo estudio prometía abrir las puertas de lo invisible, arrancar secretos olvidados que lo cambiarían todo e incluso se escuchaba a jóvenes promesas que pretendían desafiar y traspasar el umbral de la propia muerte. Profesores con atuendos negros y semblante severo impartían ahora clases sobre el mesmerismo y el estudio de los impulsos eléctricos en el cuerpo humano, y no eran pocos los que aseguraban que pronto podrían revivir los corazones que el Creador había detenido. La electricidad se veía en ese momento como una fuerza casi divina capaz de devolver la vida o de abrir portales a los rincones más ocultos de la mente. Mientras tanto, las disciplinas tradicionales —matemáticas, filosofía natural, medicina— seguían impartiéndose con normalidad, aunque ya no resultaban tan fascinantes ni captaban la atención de los estudiantes con el mismo fervor.
En aquella época, una inquietud general envolvía a la universidad, evocando las historias de los viejos que habitaban los rincones más apartados de Nueva Inglaterra y que advertían sobre maleficios y pecados. Fue en uno de esos días grises y llenos de bruma cuando Richard Armitage, al cruzarnos en el claustro, se acercó a mí. Caminaba a paso ligero pero cauteloso, dando la impresión de que no deseaba que nadie nos escuchara.
—¿Te has enterado de lo de Crowley? —murmuró. Sus ojos estaban clavados en los arcos ojivales que se alzaban sobre nosotros. Negué con la cabeza—. Anoche, en la cena, actuaba aún más extraño que de normal y después, en la taberna, tuvieron que echarlo por el alboroto que armó. Hoy no ha aparecido por ninguna clase —me explicó manteniendo el mismo hilo de voz.
No puedo decir que la noticia me sorprendiera. Crowley siempre había sido un tipo… peculiar. Su obsesión con el ilusionismo, el ocultismo y esas ciencias que el clero miraba con recelo le habían granjeado la reputación del excéntrico de la universidad. Su mirada, siempre un tanto errática y distante, parecía atravesar el mundo visible y posarse en una realidad que el resto éramos incapaces —o quizá demasiado sensatos— de ver.
—¿Ha desaparecido, dices? —pregunté, intentando que mi tono no revelase el escalofrío que aquella idea me producía.
Richard esbozó una sonrisa que distaba de ser alegre o compasiva; era una mueca que sugería una especie de satisfacción perturbadora.
—Eso parece. Como si la noche misma se lo hubiera tragado —respondió en un susurro, fijando sus ojos en los míos con una expresión entre divertida y críptica—. Cuentan que la última vez que lo vieron fue en el Páramo de Crowsfield, cerca de las piedras.
La mención de aquel lugar bastó para estremecerme. Conocía el Páramo de Crowsfield, un rincón apartado y casi místico donde los árboles, retorcidos y viejos cual figuras fantasmales, se alzaban sobre un suelo cubierto de hojas muertas y raíces desnudas. Las rocas que decoraban el paisaje, cubiertas de musgo y de profundas grietas, parecían vigilar el terreno con la solemnidad de quienes han sido testigos de siglos de oscuridad. En Nueva Inglaterra, que estaba marcada por la severa moral del puritanismo, había lugares donde el tiempo parecía haber dejado heridas que la religión y la razón no lograban cerrar. No era extraño que parajes como aquel atrajeran a espíritus intranquilos o a quienes, como Crowley, sentían un impulso irrefrenable hacia lo prohibido.
—¿Y qué tiene eso de extraordinario? —Quise cortar la conversación, aunque me sorprendí a mí mismo al sentir una mórbida curiosidad—. Crowley siempre ha sido un imprudente con sus experimentos.
Richard no pareció impresionado. Dio un paso hacia mí y empezó a coger aire, con esa cautela que precede a las confesiones de pecados mortales.
—Dicen que las piedras… sangran.
Su frase quedó suspendida en el aire, penetrándome con la misma lentitud con la que una gota de veneno invade la sangre, contaminándolo todo.
«Sangran». La palabra no evocaba un misterio científico ni una curiosidad meramente infantil; era un concepto nacido de las tinieblas, de aquellos terrores que uno intenta evitar al irse a dormir. En mi mente comenzó a dibujarse una imagen grotesca: las piedras, inmutables, exudando un líquido espeso que caía al suelo lentamente.
Por mucho que intenté sacudirme de encima aquella visión, sentí que algo en mí se había roto; una fisura apenas perceptible que comenzaba a abrirse, revelando una verdad antigua que empezaba a dejar su marca en lo más profundo de mi ser.
Aquella noche no pude conciliar el sueño y, cuando el resplandor del amanecer apenas se dejaba ver por los ventanales de Sainte-Ravene, me encontré vagando por el campus con los pensamientos aún atrapados en las palabras de Richard. Había algo en la imagen de Crowley perdido entre las piedras de Crowsfield que se enredaba en mi mente persistentemente y por más que lo intentaba no podía olvidarla. Caminé entre los pasillos de piedra ennegrecida, observando cómo la universidad despertaba lentamente. Los estudiantes emergían de sus habitaciones con sus rostros pálidos y entumecidos por el sueño, ajenos a la incertidumbre que, como una carga, me aplastaba.
Al cruzar el patio principal, escuché una voz familiar.
—¡Por Dios Santo, Graves! ¿A qué se debe esa cara? —Era Michael Winters, otro compañero de estudios, que me miraba con una mezcla de preocupación y burla. A diferencia de Richard, Michael era un pragmático de esos que creen que cualquier duda o misterio puede resolverse con el suficiente sentido común y paciencia científica. Siempre se había mostrado escéptico ante los experimentos frenológicos y el magnetismo animal de los que tanto se hablaba en la universidad.
Me detuve un instante, sin saber si compartir mi preocupación.
—No he pegado ojo en toda la noche —admití con voz ronca—. ¿Sabes lo de Crowley? Armitage me contó ayer que estaba desaparecido —le expliqué. Michael soltó una carcajada breve y despreocupada.
—No me digas que Richard anda otra vez con sus historias raras. Ya te dije que ese hombre tiene una imaginación enferma; nos va a volver locos a todos si seguimos prestándole atención —rió, pero al notar mi expresión seria, su semblante cambió—. Alaric, en serio… deja de pensar en Crowley. Ya aparecerá. Siempre ha sido un excéntrico, y no es la primera vez que desaparece durante días. Tal vez haya ido a Boston, en busca de algún tipo de «inspiración» de las suyas.
Quise asentir, aceptar aquella lógica sencilla y seguir con mi vida, pero algo en mi interior se resistía. La mención de Boston me pareció francamente absurda, un intento inútil de encajar a Crowley en el marco de lo mundano. ¿Por qué sentía, con una certeza que apenas comprendía, que Crowley no estaba en ninguna ciudad? No, él estaba en otro lugar, uno que no figuraba en los mapas y al que sólo unos pocos llegaban, aun sin saberlo. Pero, ¿cómo podía expresar lo que ni yo mismo alcanzaba a comprender?
—Sí… quizás tengas razón —murmuré al fin, desviando la mirada.
Michael parecía a punto de soltar otra de sus carcajadas cuando algo interrumpió nuestra conversación. Un murmullo de voces bajas e inquietas comenzó a extenderse entre los estudiantes del pasillo en el que nos encontrábamos. A eso le siguió sus rápidos pasos, que convergían hacia un punto en la distancia, fuera del campus.
—¿Qué ocurre? —le pregunté, intentando ver más allá de la aglomeración. Él entornó los ojos en vano para tratar de adivinar la causa de aquel revuelo y se acercó para escuchar lo que decían. Yo, en cambio, estaba demasiado asustado como para moverme.
—Parece que han encontrado algo… cerca del bosque —me dijo con la mirada perdida desde el fondo del pasillo.
Un escalofrío gélido me recorrió la columna y cada músculo de mi cuerpo se tensó. Sin pensarlo más, abandoné los confines de la universidad y avancé entre la multitud cuesta abajo mientras mi corazón latía con fuerza bajo mis costillas. La neblina matutina se volvía más espesa a medida que nos acercábamos al Páramo de Crowsfield y a lo lejos ya se vislumbraban aquellas espantosas piedras deformes. Allí, en las lindes del bosque, los estudiantes se apartaban estupefactos por acabar de descubrir algo que no pertenecía a este mundo. Sus rostros estaban desencajados y algunos se llevaban las manos a la boca en un gesto de repulsión y espanto.
Y entonces lo vi.
Crowley pendía de las ramas de un árbol seco, desnudo y retorcido, con su cuerpo suspendido en una postura imposible, como si algo o alguien lo hubiese depositado allí con una precisión perfectamente perversa. Sus extremidades estaban extendidas en ángulos grotescos y sus ojos, abiertos y vidriosos, miraban hacia nosotros sin ver mientras un hilo de sangre negruzca se deslizaba desde sus labios entreabiertos hasta el suelo de hojarasca. La madera marchita exudaba un olor acre que se fundía con el de la sangre derramada, la cual se extendía hacia las piedras de alrededor. Estas parecían observarlo también, dando la impresión de que ese lugar fuese una especie de altar macabro.
A mi alrededor, el mundo pareció detenerse. El Páramo, las piedras, Crowley… el cúmulo de todo ardía en mi mente. Empecé a pensar que un mal antiguo parecía haberse manifestado ante nuestros ojos.
/II
Esa misma tarde algunos de nosotros nos reunimos en el café más cercano a la universidad, el único lugar donde la tensión a raíz de lo que acabábamos de presenciar aquel día podría apaciguarse al menos por unas horas. Empezamos conversando de temas triviales y como de costumbre uno de mis compañeros, Whitmore, desvió la charla hacia las «virtudes» de las pocas señoritas que visitaban ocasionalmente los alrededores de Sainte-Ravene puesto que, como era natural, la universidad de ciencias no admitía su entrada.
—Dicen que el espíritu del científico se perfecciona con la observación… y he de decir que ahora mismo puedo observar unos encantos que inspiran tanto o más que un tratado de Maxwell —dijo mirando de reojo hacia una de las mesas y acompañando su comentario con un ademán exagerado hacia el pecho, lo que provocó carcajadas.
Un grupo de señoritas que estaban sentadas en una de las mesas del rincón se levantó en silencio y tras su partida varios cuellos de mis compañeros parecieron contorsionarse más que las extremidades del pobre Crowley.
Aunque aquellas risas resultaban un alivio pasajero, mi mente seguía anclada en las palabras de Richard. Algo turbio se había desatado en Sainte-Ravene y, al menos a mí, no me iba a ser posible ignorarlo.
La noche cayó y me encontré deambulando en la villa de Ashford junto a los pocos que quedábamos, en dirección a la única taberna que seguía abierta. La niebla envolvía los cristales como una caricia helada, empañándolos; y al entrar, una oleada de calor, humo y alcohol saturó mis sentidos. La estancia estaba apenas iluminada por unas cuantas lámparas de aceite y la luz dejaba al descubierto sólo fragmentos de la realidad.
Richard, que había estado desaparecido toda la tarde, se hallaba en el centro del salón, con una copa en una mano y el semblante de un hombre consumido por algo más intenso que el simple alcohol. Su mirada, antes risueña, ahora era oscura e inquieta; vagando por la habitación hasta encontrarse con la mía. En ese instante vi en él un brillo extraño, casi salvaje. Con un gesto brusco y sin dejar de mirarme se desabrochó un par de botones de la camisa y rasgó la tela, dejando al descubierto una franja de piel pálida salpicada de lunares, dando la impresión que con aquel acto quisiese desafiarme directamente.
—Vamos, Alaric. —Se acercó a mí—. Esta noche deberías intentar ser algo más que eso que te enseñan tus estúpidos libros —me dijo con voz ronca, marcando cada sílaba que salió de sus labios.
Alzó la copa y sus nudillos se tensaron al apretar el cristal mientras daba un largo trago. Al terminar, su lengua recorrió el borde de su labio inferior y, al morderlo distraídamente con un incisivo, un hilo de lo que parecía sangre apareció, deslizándose hacia su mentón. Lo ignoró por completo, como si no fuera consciente del dolor o, quizás, como si le fascinara el sabor metálico en su boca.
No era el mismo Richard que conocía. Sin apartar la mirada, se acercó a Michael, su amigo más cercano, y le pasó un brazo por los hombros, tirando de él hasta casi hundirlo en su pecho. Le susurró algo al oído, una palabra, una frase; no alcancé a escucharlo, pero el efecto fue inmediato: Michael, pálido, miró a Richard con tal aversión que parecía que estuviera ante él una aparición grotesca.
—Debemos llevarlo de inmediato con el profesor Lampert —dijo con voz firme. Asentí, y Henry Wycliffe, que presenciaba la esperpéntica escena desde una de las mesas de la esquina, dio un último trago a su vino y se ofreció voluntario para acompañarnos.
Era ya noche cerrada y la villa de Ashford, al quedar atrás, parecía disolverse entre la niebla. Richard estaba tan fuera de sí que entre los tres apenas podíamos sostenerlo mientras lo llevábamos por el sendero que conducía a la mansión de nuestro profesor, el doctor Archibald Lampert.
Sus dominios estaban alejados de la universidad ya que era un hombre reservado, de pocas palabras y aún menos amistades. Rara vez recibía visitas en su hogar y eran muy pocos a los que permitía entrar en su círculo. Nadie sabía mucho sobre él excepto que gozaba de cierto prestigio académico en Sainte-Ravene y que, en su juventud, había sido un apasionado estudioso de las ciencias ocultas. Más de una vez nos había explicado que las supersticiones y lo inexplicable no eran más que ilusiones que nacían de la mente humana, propensa a proyectar fantasmas sobre la aburrida realidad tangible, utilizadas para poder dar alguna explicación a sucesos que no logramos comprender del todo.
A duras penas llegamos a la finca y divisamos a lo lejos la mansión que se alzaba imponente entre los árboles, con sus ventanas ovaladas de vidrio emplomado que parecían dos ojos observándonos desde lo alto. Cruzamos la verja de hierro negro forjado que la rodeaba y al llegar a la puerta principal nos recibió el ama de llaves. Era una mujer alta y de aspecto austero, con el rostro severo y unos ojos hundidos que parecían inspeccionar cada detalle de nuestra presencia con una precisión casi inhumana. Llevaba un vestido negro de lana gruesa, sin adorno alguno, como dictaban las normas para el servicio en los hogares de la vieja aristocracia. Su figura rígida parecía tan imperturbable como las columnas de mármol que decoraban la entrada. Nos miró con desaprobación, algo de sospecha y, quizá, una pizca de desdén.
—¿Son conscientes los señoritos de la hora que es? —preguntó arrastrando las palabras con un tono cortante.
—Es importante, señora Hale. Es absolutamente necesario que el doctor Lampert nos reciba hoy —respondí, esforzándome por mantener la calma mientras Richard, en medio de otro ataque de risa descontrolada, empezó a sacudirse, dando la impresión de estar poseído por algún demonio.
Richard se inclinó hacia Michael, apoyándose en él con un gesto casi lascivo, susurrándole algo al oído que hizo que Michael se apartara de inmediato. Para no caerse rodeó con su otro brazo los hombros de Henry y su mano se aferró a su nuca con una ternura desmedida, intentando imitar la gracia de esas mujeres insinuantes que, bajo un disfraz de inocencia, llevan a los hombres a la perdición; aquellas de las que la tradición nos obliga a desconfiar. Aquel gesto resultaba tan extraño, tan ajeno al verdadero Richard, que un escalofrío recorrió mi espalda.
La señora Hale observaba la escena con los labios apretados en una mueca de absoluto desagrado, sin moverse un ápice.
—Pasen —dijo finalmente, abriendo la puerta sólo lo necesario para permitirnos cruzar el umbral—, pero no hagan ruido y no se acomoden demasiado. El doctor no tiene tiempo para estos desvaríos de la juventud.
A medida que avanzamos por el vestíbulo un aroma a cera y moho se hizo cada vez más intenso. Las paredes cubiertas de paneles de roble parecían haber absorbido años de humedad provocada por la penumbra constante, lo que confirmaba que Lampert no salía mucho de casa.
La señora Hale nos condujo en silencio por el ala izquierda de la mansión hasta detenerse frente a una puerta entreabierta y la golpeó tres veces con firmeza, anunciando nuestra llegada.
—Adelante —se le escuchó decir a Lampert al otro lado.
Tras recibir aquel beneplácito el ama de llaves nos permitió entrar y seguidamente desapareció por el pasillo, no sin antes dirigirnos una última mirada de desaprobación.
Sujeté la puerta para que mis compañeros, que seguían cargando a Richard con evidente dificultad, pudieran pasar al interior de lo que parecía la biblioteca del profesor. Era una sala inmensa y umbría repleta de estanterías que se elevaban como murallas ante nosotros, llenas hasta el techo de volúmenes encuadernados en piel. El aire allí estaba cargado del aroma penetrante del cuero y el polvo que, al inhalarlo, se filtraba en mis pulmones y dejaba una sensación áspera en mi garganta. El color esmeralda del papel de pared envejecido parecía absorber la luz que las lámparas de aceite ofrecían, envolviendo la estancia en una penumbra viscosa. Todo en aquel ambiente, desde el suave crepitar de la chimenea hasta las sombras en las esquinas, exudaba una decadencia aristocrática.
Lampert, que estaba de pie junto a su escritorio de caoba, era un hombre de presencia imponente, aunque la leve curva de su espalda delataba el peso de los años sobre él. Vestía una bata de terciopelo púrpura que caía en pliegues, sujeta por un broche de plata con la forma de una escuadra y un compás. Su cabello, canoso y despeinado, contrastaba con sus ojos oscuros y penetrantes, que nos escudriñaban lentamente.
Su escritorio estaba cubierto de papeles desordenados y montañas de libros sobre los que reposaban pequeños frascos de cristal etiquetados en latín junto a una calavera humana que nos observaba desde el borde con una mueca sarcástica que parecía burlarse de nuestra presencia. Al vernos acercarnos, Lampert enarcó una ceja y sus labios se curvaron en una sonrisa tan sutil que era imposible discernir si contenía una pizca de condescendencia o de genuino interés. A diferencia de la frialdad de la señora Hale, él transmitía una curiosidad casi morbosa que resultaba, en cierto modo, aún más perturbador.
—Vaya, vaya —enarcó las cejas—, parece que esta noche me traéis a un caído en combate. ¿Me lo explicáis, muchachos?
Richard, hasta entonces apoyado en Henry y Michael, se tambaleó hacia adelante y antes de que pudiéramos articular palabra alguna empezó a caminar hacia él, de repente desbordado por una febril necesidad de moverse. Sus ojos salvajes se clavaron en Lampert con una intensidad arrolladora antes de aferrar con sus manos los bordes de su camisa desgarrada y dejar expuesto su torso pálido sobre el que se percibía un leve temblor que recorría cada músculo.
—Doctor Lampert… —dijo jadeando, con un tono cargado de fervor— ¿No ha sentido nunca… como si algo dentro de usted quisiera arder? Como si algo en su pecho estuviera a punto de… de estallar…
Lampert lo observaba en silencio, con su mano apoyada en el borde de su escritorio. No hizo ademán alguno de interrumpirlo; al contrario, parecía fascinado por aquella transformación de su alumno. En su rostro se adivinaba una mezcla de curiosidad y aprobación, dando la impresión de que sentía un placer culpable ante la escena.
Richard jadeaba, con una mano apoyada en su pecho desnudo, el torso agitado, los labios entreabiertos y el sudor de su frente revelando una fiebre que parecía consumirlo desde dentro. Sin apartar la vista de Lampert, sus dedos arañaron la piel de su clavícula, como si intentara arrancar algo de sí mismo y en su propia carne residiera el origen de aquel ardor incontrolable.
—Llevadlo hasta el diván. Que se tumbe, ¡rápido! —exclamó de repente el profesor con la justa cantidad de autoritarismo que necesitábamos en ese momento.
Intentamos inmovilizarlo mientras él forcejeaba, retorciéndose en una lucha frenética, y al fin logramos llevarlo hasta un diván de cuero gastado arrinconado junto a la chimenea. El doctor Lampert, con una precisión que sugería cierta experiencia, sacó un par de correas de su escritorio y, sin vacilación, comenzó a atar las muñecas de Richard al respaldo del diván, apretando hasta que las venas sobresalieron en las manos temblorosas de nuestro compañero.
—¡No podéis hacer esto! —gritó Richard, con una voz que oscilaba entre la súplica y la furia—. ¡No soy vuestro juguete! —Pasaba de una risa desquiciada a susurros llenos de desprecio. Su pecho subía y bajaba con violencia y sus ojos nos miraban con una lujuria desafiante.
—Tranquilízate, Richard —murmuró Lampert suavemente—. Esto no es más que un desvarío, nada que un poco de disciplina y medicina no pueda remediar.
Pero Richard no tenía intención de calmarse. Se retorcía bajo las correas y su cuerpo se arqueaba en un gesto ambiguo, entre el dolor y el placer, mientras una risa maliciosa escapaba de sus labios entreabiertos.
—¿Disciplina? —escupió, con un desprecio que jamás le había oído—. Oh, doctor, ¿es eso lo que pretende? ¿Someterme? —Soltó una carcajada amarga, tirando de las correas hasta que sus muñecas enrojecieron—. No sabe nada de lo que arde aquí… en mi pecho… en mis entrañas. ¿Queréis sujetarme? Pues no podéis. ¡Nada puede sujetarme! —Abrió la boca descubriendo sus dientes apretados como si quisiera desgarrar el mismo aire.
Richard se inclinó hacia Lampert con movimientos que rezumaban provocación y se pasó la lengua lentamente por sus labios agrietados hasta morderse el inferior con tal fuerza que una gota de sangre brotó como en la taberna. Parecía que cada segundo de resistencia lo sumergía más en un frenesí que devoraba cualquier rastro de la cordura que una vez le conocimos.
—A mí no podéis engañarme —susurró insinuante—. La verdadera naturaleza… lo que se esconde bajo vuestras máscaras de estudiantes ejemplares. —Su voz se volvió grave, cargada de un desprecio que hacía de cada palabra una acusación—. ¿Por qué no admitís que os consume el mismo… hambre?
Sus ojos nos recorrieron uno a uno, mirándonos con una lascivia retadora. Lampert, sin inmutarse, tomó una pequeña lámpara de aceite y la acercó al rostro de Richard. El reflejo del fuego pareció despertar un frenesí aún mayor en él, lo que provocó que tirase de las correas, mientras soltaba una risa desquiciada acompañada de un sonido agudo y desgarrador que llenó la sala.
—Usted —dijo señalándome—, haga el favor de traerme el termómetro de mercurio del cajón de mi escritorio, y ustedes dos —señalando a Henry y a Michael—, sujeten bien a este pobre diablo. Va a ser una noche larga, no esperen volver a sus residencias hasta el am…
No tuvo tiempo de acabar la frase porque de pronto, con una fuerza inesperada, Richard tiró con más fuerza y logró liberar su brazo derecho de la correa. Lampert intentó retroceder, pero él fue más rápido; con un movimiento voraz, se incorporó y lo sujetó por el cuello de la bata. Apenas pudo abrir los ojos, que estaban llenos sorpresa y repulsión, cuando Richard le acercó el rostro, jadeante, y mientras sonreía le lamió la oreja, con un gesto tan lascivo como agresivo.
—¿Esto es lo que quiere, doctor? —Cada palabra estaba impregnada de un sarcasmo que surgía de lo más maligno de su ser—. ¿No es esto lo que siempre ha deseado? El pequeño Richard, fuera de sí…
—¡Atrás, criatura desquiciada! —exclamó empujándolo con severidad. Su mirada ahora sólo estaba cargada de repugnancia y… miedo—. ¡El diablo se ha hecho carne en ti, pero no mancillarás este lugar con tus insidias! —Con un movimiento inesperado, le cruzó la cara con una bofetada que resonó en la habitación, dejándole una marca roja en la mejilla.
Richard apenas reaccionó al impacto. Al contrario, el golpe pareció avivarlo. Se pasó la lengua por el labio inferior, donde una pequeña línea de sangre comenzó a manchar su piel pálida de nuevo. En lugar de replegarse o resistirse, se inclinó hacia Lampert y clavó sus ojos en los suyos, desafiantes y hambrientos.
—Así es, profesor… —escupió un susurro rasposo, impregnado de algo turbio y retorcido— así es como le gusta, ¿verdad? Que se retuerzan… Siempre ha querido doblegar a alguien, y yo… he estado esperándole.
Lampert apretó los dientes y sus manos temblaron levemente al sentir la proximidad de aquella presencia desbocada y visceral. Cada palabra suya había sido un dardo envenenado diseñado para quebrantar incluso la voluntad firme del profesor.
—¿De qué estás hablando, maldito? —masculló Lampert con una mezcla de desconcierto y horror.
—Sabe perfectamente de lo que hablo —le respondió en voz baja, acercándose peligrosamente—. Usted siempre ha deseado someterme, doctor… y yo siempre he querido que lo haga. Vamos, déjese llevar. ¿Por qué no me castiga un poco más?
El doctor Lampert lo observó con una mezcla de desprecio y fascinación, como quien se enfrenta a una bestia salvaje, incapaz de pronunciar sílaba alguna.
Richard comenzó a tararear una canción infantil y su voz adquirió un cariz extrañamente suave e inocente y con esa dulzura envenenada, empezó a pronunciar palabras que parecían sacadas de algún rincón sombrío de la vida del doctor, una historia que nadie más conocía.
—Oh, profesor Lampert… ¿recuerda sus días en Oxford? —dijo, con una calma que sólo aumentaba la tensión en la sala—. De aquellos años de su juventud… cuando usted y su querido George se escabullían de los banquetes de la universidad, dejando atrás a aquellas dulces jovencitas que soñaban con promesas de amor eterno. —Hizo una pausa—. Ellas, tan crédulas, tan dispuestas a esperar, mientras usted y su amigo aprovechaban el tiempo en… otros menesteres.
Lampert palideció y sus manos temblaron levemente al escuchar aquellas palabras cargadas de algo devastador. Un rastro de furia se dibujó en su semblante y el leve temblor en sus ojos acabó por delatar el impacto certero que aquellas palabras le causaban.
—¡Calla, engendro! —gritó, y en un arranque de ira, le cruzó la cara de nuevo.
Richard no se inmutó. Al contrario, sus ojos brillaron aún más mientras esbozaba una sonrisa perversa y retadora. Fue entonces cuando comenzó a pronunciar con voz gutural palabras en una lengua extraña que retumbaban en las paredes de la biblioteca. Era una combinación de latín y de sonidos enredados que parecían desgarrar el aire.
—Nobis paritur… animos nostros ducere… voluntatem suam. —Sus dedos se tensaron y su voz se hizo más intensa—. In silvis occultis… sanguinem arboreum gustabunt… animas recipere…
Con un movimiento brusco, Richard se soltó del diván, deshaciéndose de las correas como si fueran meros hilos. Lampert, con sus ojos desorbitados, retrocedió mientras nuestro compañero subía por una de las estanterías aferrándose a los bordes, empujando libros que caían a su paso y avanzando con una ferocidad casi inhumana.
—¡Armitage! —exclamó Lampert con la voz cargada de rabia y desconcierto.
Pero Richard no se detuvo. Continuó su ascenso con una agilidad espeluznante y al alcanzar el ventanal, recitó una última frase en esa lengua ancestral que parecía hecha para invocar sombras del inframundo.
—Sub saxis latent… vigilias nostras intuentur… lumen obscurabitur!
Dio un último grito y golpeó el ventanal con el puño haciendo que el cristal estallara en mil pedazos. La explosión de vidrio llenó la sala y el aire helado de la noche irrumpió en una ráfaga cortante que apagó las lámparas, sumiendo la biblioteca en absoluta oscuridad. Todos, con una expresión de horror y estupor, observamos cómo Richard desapareció por el ventanal roto dejando a su paso un silencio espectral que nadie se atrevió a romper.
/III
Me desperté rodeado de la penumbra de mi habitación, con la garganta seca y los músculos engarrotados, todavía en tensión. Poco a poco empecé a recordar la noche anterior y la imagen de Richard trepando con esa rabia salvaje por las estanterías y rompiendo el ventanal regresó a mi mente. Intenté convencerme de que todo lo que había ocurrido había sido provocado por la bebida o por un instante de locura, pero algo me decía que lo que habíamos presenciado estaba relacionado con lo de Crowley y ese maldito Páramo.
Hice acopio de toda la voluntad posible y por fin me levanté, despacio, tanteando en la oscuridad hasta dar con el pomo de la puerta. Al abrirla me recibió el silencio del pasillo. La residencia solía estar llena de actividad a esas horas, pero en aquel amanecer reinaba una calma inusual.
Cuando llegué al comedor todo el mundo estaba ya allí. Al verme, varios de mis compañeros empezaron a murmurar entre ellos y a cruzar miradas furtivas, algunas de ellas dirigidas a mí. Fue en ese momento cuando vi en sus rostros el reflejo de aquel miedo que yo también sentía. Al parecer los rumores de lo ocurrido con Richard se habían esparcido como una mancha de aceite, impregnando cada rincón de la residencia, pero nadie se atrevió a decirme nada.
No estaba por la labor de hablar con nadie así que me senté solo en una de las grandes mesas que quedaban libres y me serví una taza de té negro. Al llevármelo a los labios apenas percibí su sabor.
Mientras desayunaba no podía apartar la vista del sitio en el que Richard solía sentarse, ahora vacío y extrañamente solitario. La imagen de su rostro desencajado, sus ojos febriles y esa voz que parecía dirigida a una presencia invisible flotaba en mi mente, dejando una sensación de inquietud que me corroía. Me repetía una y otra vez la misma pregunta: «¿qué le había ocurrido realmente?», sin lograr encontrar una respuesta.
Seguía perdido en mis pensamientos cuando vi a Michael entrar al comedor y dirigirse hacia mí. Su rostro reflejaba una expresión tensa y tenía la postura rígida. Le hice un leve gesto con la mano, se acercó y tomó asiento a mi lado, guardando unos segundos de silencio para encontrar las palabras adecuadas. Finalmente, se animó a hablar.
—¿Has oído algo de Richard? —me preguntó sin mirarme directamente.
Negué con la cabeza. La verdad era que no deseaba saberlo porque temía que la respuesta trajera consigo el peso de lo inexplicable. Me lo imaginaba precipitándose al vacío desde algún lugar recóndito o perdiéndose en el bosque, atrapado en su propio delirio.
Michael miró a nuestro alrededor y se inclinó hacia mí antes de abrir la boca.
—Dicen que alguien lo vio rondar la villa de Ashford tras huir de la mansión de Lampert, pero nadie sabe a dónde fue después. Algunos creen que se internó en el bosque… otros piensan que anda escondido por Sainte-Ravene, como si el mismo diablo le hubiera poseído.
Sentí cómo el aire a nuestro alrededor se volvió denso. Cada palabra de Michael alimentó el temor que anidaba en mi pecho. No era sólo Richard lo que me preocupaba, sino el hecho de no poder despegarme de esa sensación de estar al borde de algo desconocido, algo que ninguno de nosotros podía entender y que, sin embargo, parecía tenernos atrapados.
El comedor estalló en murmullos cuando un alumno irrumpió de golpe con el rostro descompuesto y la respiración entrecortada. Su mirada desorbitada recorrió la sala, deteniéndose en Michael y en mí, cargada de un horror que parecía difícil de contener.
—¡L-lo han enc-contrado! —gritó con voz la quebrada por el pánico—. Richard… ¡está en el Páramo de Crowsfield!
Un silencio antinatural se adueñó del comedor, congelando el aire. Los pocos que aún permanecían sentados se levantaron de golpe y, antes de darme cuenta, mis piernas ya me llevaban fuera, siguiéndolos.
El Páramo de Crowsfield se extendía bajo un cielo encapotado y su tierra húmeda y oscura estaba impregnada de una calma espectral. Al acercarnos, distinguí la figura de Richard suspendida en el aire, atrapada entre las ramas retorcidas de otro de los árboles muertos.
Su cuerpo colgaba de una forma imposible, como si hubiera caído en una trampa letal tejida por el árbol mismo. Sus brazos extendidos, aún marcados por las correas de la noche anterior, se torcían de manera antinatural. Su torso desnudo, pálido y desgarrado contrastaba con el color de las ramas y en su pecho se veían cortes profundos, grabados en su carne asemejándose a los de un siniestro conjuro.
Pero lo que más me sacudió fueron sus ojos. Permanecían abiertos, mirando al vacío con una expresión de éxtasis y terror, como si, en el último instante, hubiese hallado una verdad que ninguno de nosotros podía saber. Su boca, entreabierta, parecía querer formar palabras y de sus labios caía una delgada línea de sangre negra que manchaba su mentón y descendía, lenta, por su cuello.
El viento hizo crujir las ramas y una gota gruesa de aquel líquido cayó desde una hoja seca, impactando contra el suelo con un sonido sordo. No era una gota aislada; toda la copa del árbol parecía sudar sangre en un goteo lento y constante. Era un macabro ritual de la naturaleza que nos observaba en su fría indiferencia.
Michael, a mi lado, murmuró algo ininteligible, con sus ojos fijos en el cadáver de Richard. Otros alumnos se llevaron las manos a la boca, incapaces de apartar la vista de aquella escena abominable que se volvía a repetir ante nosotros.
***
Las muertes de Crowley y Richard fueron sólo el principio. Una sombra se instaló en Sainte-Ravene y con ella una serie de desapariciones que pronto adquirieron un patrón ineludible. Cada semana, un compañero de ciencias desaparecía, arrastrado por una fuerza invisible hacia el Páramo de Crowsfield, y aquellos árboles malditos los aguardaban con una paciencia funesta.
Albert fue el primero en seguir a Richard. Una noche no regresó a su dormitorio y todos volvimos a temernos lo peor. Sabíamos dónde buscar pero fingíamos ignorancia para intentar retrasar el horror que nos aguardaba en el Páramo. Finalmente uno de los profesores organizó una búsqueda, y allí estaba Albert, con su cuerpo colgando de las ramas secas y afiladas y el rostro desfigurado en una fusión imposible de espanto y éxtasis. Sus manos estaban destrozadas, cubiertas de arañazos y tierra seca, como si hubiera intentado aferrarse al tronco, buscando escapar o, quizás, fundirse con el árbol que lo retenía.
A partir de ese momento las autoridades locales comenzaron a investigar, pero los cuerpos de los estudiantes no ofrecían respuestas claras. Los médicos forenses sólo pudieron dictaminar una causa de muerte vaga, mencionando las extrañas posturas y las expresiones de horror y éxtasis en sus rostros. Pronto, sin embargo, decidieron que el problema no era físico, sino psicológico. Culparon a la naturaleza de los estudios en Sainte-Ravene, afirmando que las nuevas disciplinas científicas estaban perturbando las mentes de los jóvenes, que no sabían distinguir los límites entre la razón y sus impulsos. Se trataba, aseguraban en sus informes, de una generación impresionable, enajenada por la ciencia moderna y las ideas que escapaban a su comprensión.
Por más que retirasen los cadáveres de los árboles las piedras seguían rezumando esa sangre negra y espesa, y a cada nuevo hallazgo el temor crecía entre nosotros. Nos encontrábamos atrapados en una sucesión de tragedias que no lográbamos detener y la imagen de aquellos árboles desnudos y sedientos reclamando uno tras otro a nuestros compañeros se convirtió en una pesadilla recurrente. En la universidad, los pasillos se quedaban cada vez más vacíos y las miradas eran más esquivas. Nadie quería hablar de ello, como si el mero hecho de reconocer lo que sucedía pudiera atraer a la misma fatalidad.
Se corrió el rumor entre la gente local que la universidad había desatado fuerzas oscuras al intentar penetrar en los misterios de la ciencia moderna. La explicación era sencilla para ellos: aquellos jóvenes habían despertado al mismísimo diablo, jugando con conocimientos que no les correspondían. En cada experimento veían una ofensa a lo sagrado, un intento de dominar lo que debería permanecer oculto. Decían que sus mentes débiles no habían resistido la tentación, y que sus cuerpos, arrastrados por sus propios excesos, habían pagado el precio de desafiar al Creador. En su relato, todo encajaba: los árboles y las piedras sangrantes, los rostros desfigurados por el éxtasis, las desapariciones recurrentes… Todo formaba parte de un castigo que ellos mismos se habían buscado.
A Whitmore lo hallaron el último, colgando de un árbol en el corazón del Páramo. Aquella muerte fue especialmente impactante: su cuerpo maltrecho estaba cubierto de barro, tenía profundas laceraciones en el torso y magulladuras en los tobillos, como si hubiera sido arrastrado literalmente hasta allí. Pero fue su rostro lo que verdaderamente me hizo estremecer: sus vidriosos ojos estaban abiertos y su boca esbozaba una sonrisa rota, dando la impresión de haber sucumbido ante una fuerza que en su último aliento lo había seducido por completo. La mezcla de horror y placer en su mirada era un eco cruel de los rostros de quienes habían caído antes que él.
Y así fue como, uno a uno, todos los estudiantes de ciencias terminaron en las ramas de aquellos árboles malditos, junto a la mirada de esas piedras espantosas que también sangraban.
Sólo quedábamos tres: Michael, Henry y yo. Pasábamos los días y las noches en una vigilia desesperada, temerosos de cerrar los ojos, convencidos de que la sombra del Páramo también venía a por nosotros. El eco de los que ya no estaban nos susurraba en cada rincón de Sainte-Ravene. Fue en aquel silencio de la universidad vacía donde comprendimos que el destino que había alcanzado a los demás también nos alcanzaría a nosotros.
Sólo era cuestión de tiempo.
/IV
Una noche decidimos salir de la universidad y dirigirnos a una taberna sombría y de mala reputación que, a esas alturas, era el único lugar donde nos sentíamos lejos de la amenaza latente que acechaba en el campus. El local, mal iluminado, parecía un refugio para aquellos que huían de algo, como nosotros. Nos sentamos en una de las esquinas más apartadas, alejados de las pocas almas que se atrevían a frecuentar aquel lugar a esas horas.
El olor rancio de la cerveza derramada lo impregnaba todo y se mezclaba con el humo espeso de los cigarrillos. El suelo de madera crujía con cada paso y el techo bajo hacía que el ambiente fuera opresivo, como si el aire mismo conspirara para aplastarnos. Pedimos tres vasos de whisky y ninguno habló al principio; nuestras voces se habían perdido en los silencios de la universidad, allí donde la razón parecía desmoronarse poco a poco.
—No puedo más —dijo Michael de repente, clavando la mirada en su vaso—. Cada noche es lo mismo… sueño con ellos, los veo en esos malditos árboles, y cuando despierto… —su voz se quebró un instante antes de continuar— cuando despierto siento que me observan. Como si me estuvieran esperando. Y esas piedras… esas condenadas piedras sangrantes… Estoy llegando a pensar que todo lo que conocía y respetaba es un sinsentido absoluto.
No supe qué responderle ya que mis propios sueños estaban plagados de sombras y rostros desfigurados que se entrelazaban con las ramas de los árboles del Páramo, y en el fondo de mi pecho sentía un vacío helado, como si la muerte de cada uno de nuestros compañeros se hubiera llevado una parte de mí. Apreté el vaso con fuerza, observando cómo el líquido ámbar reflejaba el parpadeo de la luz tenue de la lámpara. Mi mente estaba al borde del agotamiento y sentía que, en cualquier momento, mi cordura de cristal acabaría por romperse.
A mi lado, Henry bebía en silencio de su vaso, con esa calma que tanto lo caracterizaba. Era el más inteligente de los tres, de eso no cabía duda, y quizás por eso mismo parecía que nada de lo ocurrido le estuviera afectando.
Mientras nos mirábamos en silencio, la puerta del bar se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de aire gélido que me estremeció. Un hombre envuelto en un abrigo de lana, cuyo rostro era apenas visible bajo el ala de su sombrero, avanzó hacia la barra. Los pocos clientes que quedaban desviaron la mirada, evitando establecer cualquier contacto visual que pudiera malinterpretarse como una invitación para compartir secretos que ninguno deseábamos revelar. No podía apartar los ojos de aquel extraño que parecía encajar en la decadencia del lugar de una forma inquietantemente natural.
Michael y Henry también lo miraban con rostro tenso, inclinando sus cuerpos hacia adelante, impulsados por un mal presentimiento. El hombre pidió un whisky en voz baja con un tono grave y arrastrado y se apoyó en la barra, observando el local de reojo. Cuando alzó el vaso para beber, sus ojos se cruzaron con los nuestros durante un instante que se hizo eterno.
Sentí una incomodidad profunda, como si aquel desconocido hubiera visto algo en nosotros de lo que deberíamos avergonzarnos. Nos miró, y en su expresión no había curiosidad alguna ya que daba la impresión de saber quiénes éramos y qué destino nos aguardaba. Aparté la vista y una sensación de frío se instaló en mi pecho, expandiéndose lentamente.
—¿Lo habéis notado? Es como si supiera algo… como si supiera lo que está pasando —murmuré en un hilo de voz.
Henry asintió, pero sus ojos permanecieron fijos en ese sujeto, en guardia. El desconocido, por su parte, había terminado su bebida y se levantó con calma, dejando unas monedas sobre la barra. Al pasar junto a nuestra mesa, se detuvo apenas unos segundos, el tiempo justo para inclinarse hacia nosotros y decir algo que, al principio, creí no haber oído bien.
—El Páramo no olvida… y no perdona. —Escupió al suelo.
Dicho eso, salió del bar y la puerta se cerró tras él con un golpe sordo. Nos quedamos paralizados mientras las palabras que habían acompañado aquel presagio envenenado del que no podíamos escapar flotaba todavía en el aire. No hizo falta que hablásemos para comprender que compartíamos el mismo pensamiento.
Aquella noche la bebida no consiguió aliviar la tensión que nos atenazaba. Los tres permanecimos callados, hundiéndonos aún más en el pozo de nuestros temores. Era como si él hubiera desenterrado algo en nosotros, algo que ya sabíamos, pero que nos negábamos a aceptar.
Finalmente, Michael rompió el silencio de nuevo.
—¿Creéis que esto es… una maldición? ¿Que estamos atrapados? —Su voz destilaba puro terror.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, sin que ninguno se atreviera a responder de inmediato aunque sabíamos la respuesta. Desde el primer momento en que habíamos pisado el Páramo, esa historia macabra había comenzado a enredarse a nuestro alrededor, apretando poco a poco, sin prisa, hasta que sólo había quedado la desesperanza.
Fue entonces cuando Henry, con una expresión sombría y el ceño fruncido, dijo en voz baja:
—Tal vez haya algo en los registros antiguos de la biblioteca… algún documento o leyenda, o tal vez incluso alguna advertencia que nadie se ha tomado en serio hasta ahora.
La sugerencia de Henry prendió en nosotros de inmediato y, sin decir más, nos levantamos de la mesa y nos dirigimos hacia la biblioteca de investigación de Sainte-Ravene, en busca de las respuestas que tanto necesitábamos.
La lluvia comenzó a caer mientras caminábamos en silencio hacia el campus. Las gotas heladas golpeaban nuestros rostros, se deslizaban por nuestros abrigos y se mezclaban con el barro bajo nuestros pies, formando un manto gris que parecía extenderse desde el cielo hasta los muros de piedra de la universidad.
Cruzamos el umbral de la puerta de la biblioteca internándonos entre las estanterías de roble y nos dirigimos a la sección de archivos históricos, donde se guardaban documentos y volúmenes antiguos sobre la región y la universidad.
—Aquí debe de haber algo —murmuró Michael, susurrando como si temiera que incluso el silencio le escuchara.
Nos desplegamos entre las mesas y las estanterías, cada uno buscando entre los anaqueles, hojeando libros polvorientos que parecían no haber sido tocados en décadas. El murmullo de la lluvia golpeando las ventanas era el único sonido que rompía la quietud.
Después de casi una hora de búsqueda infructuosa, Michael, al otro lado de la sala, llamó nuestra atención con un gesto nervioso. En sus manos sostenía un libro viejo, con la encuadernación cuarteada y las páginas amarillentas. Por su aspecto daba la impresión de que estaba en una sección que no le correspondía, parecía que lo habían dejado allí por accidente. El título desgastado de la portada rezaba: El Páramo de Crowsfield: Relatos y Leyendas de Sainte-Ravene.
—Esto… esto es lo que buscábamos —susurró Henry con sus ojos brillando de expectación.
Nos sentamos en una mesa apartada y Henry abrió el libro con cuidado, pasando las páginas lentamente. Las primeras secciones hablaban del origen de la universidad y de los bosques que la rodeaban, pero pronto llegamos a un capítulo que nos hizo detenernos. Se titulaba «Las Piedras del Páramo y los Árboles Malditos» y detallaba una leyenda que, al parecer, había sido transmitida en secreto entre los habitantes de la zona aunque se había desvanecido con los años, relegada a un rumor vago e ignorado por la mayoría.
El relato hablaba de un grupo de jóvenes que, tiempo atrás, se había aventurado en el Páramo en busca de conocimiento prohibido y habían invocado a una fuerza oscura en el bosque en su búsqueda de entender la frontera entre la vida y la muerte. Sin embargo, algo salió mal y uno a uno comenzaron a aparecer en los árboles del Páramo, con sus cuerpos entrelazados con las ramas, como si fuesen ofrendas para una presencia inhumana que habitaba aquel lugar.
Michael miraba las páginas con rostro pálido.
—Esto no puede ser una coincidencia —dijo en voz baja, lleno de desesperación—. Estamos siguiendo el mismo camino… es como si todo estuviera ya escrito.
Sus palabras se quedaron flotando en el aire, cargadas de una certeza perturbadora.
Mientras leíamos, un crujido que provenía del final de la sala rompió el silencio y nos hizo estremecer, pues la biblioteca solía estar desierta a esas horas. Los tres levantamos la cabeza, mirando hacia los pasillos umbríos entre las estanterías. Henry cerró el libro de golpe y pude ver cómo temblaban sus manos. Sus ojos estaban fijos en la penumbra de donde había surgido el ruido.
—¿Habéis oído eso? —preguntó en un susurro tenso. Asentí mientras sentía cómo un nudo de ansiedad empezaba a formarse en mi estómago—. Michael, deberías ir a ver qué pasa, tú eres el más fuerte al fin y al cabo —le dijo sin levantarse del asiento.
Michael tragó saliva pero obedeció, cogió una de las lámparas de aceite y comenzó a andar despacio hacia el pasillo del fondo.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó tembloroso—. ¿Profesor Lampert? —Al pronunciar aquella última pregunta desapareció tras la esquina de una de las altas estanterías y se perdió en la oscuridad de la biblioteca.
Nos quedamos esperando hasta que oímos otro ruido —un libro cayéndose de un estante—, esta vez más cerca, y cruzamos una mirada en silencio ya que el miedo había sellado nuestras voces. Tras unos segundos escuchamos unos pasos acercarse cada vez más y agarré la pluma que llevaba en mi bolsillo con tal fuerza que me hice sangre. Mientras, Henry permaneció inmóvil.
Después de lo que me pareció una eternidad, por fin vimos aparecer a Michael de nuevo con la lámpara todavía sujeta como si fuera su faro guiándolo en esa penumbra insondable.
—No he visto nada, muchachos. Creo que nuestra imaginación nos está jugando una mala pasada, eso es todo —algo en su tono había cambiado, ya no percibía ese miedo. Ese miedo que nos acompañaba a todos.
—¿Seguro? —pregunté con desconfianza.
—Claro que sí, Graves. Vamos, sigamos leyendo —me respondió mientras volvíamos a la mesa.
Seguimos leyendo los documentos religiosamente pero fue entonces cuando noté que Michael, que estaba frente a mí, comenzó a moverse de forma extraña. Al principio creí que simplemente estaba nervioso, pero la rigidez de sus hombros y el leve temblor en su respiración revelaban que algo le estaba pasando. Su mirada se había vuelto vidriosa, perdida en un punto de la biblioteca que ninguno de nosotros llegaba a ver. Henry intentó sacudirlo del brazo, pero él apenas reaccionó; su cuerpo parecía anclado a la silla y sus ojos estaban cada vez más abiertos, hasta que de pronto un susurro incomprensible comenzó a escapar de sus labios.
—Michael… ¿qué te ocurre? —pregunté. Sabía que algo en él había cambiado, como si la maldición del Páramo se hubiera apoderado de su voluntad.
De repente, Michael se puso de pie con un movimiento brusco, tirando la silla hacia atrás. Nos miró con una mezcla de euforia y desesperación con los ojos inyectados en sangre y una risa baja y casi desquiciada brotó de su garganta.
—¿Lo veis? —dijo triunfante—. ¿No lo sentís? Esto… esto es lo que buscábamos. ¡Aquí están! Las respuestas… —su tono se volvió más agitado y sus palabras casi incoherentes— las respuestas siempre estuvieron aquí, esperándonos… sólo para para nosotros.
Henry intentó detenerlo y se acercó para sujetarle el brazo, pero Michael se deshizo de él con un movimiento brusco. Una fuerza invisible parecía otorgarle una energía que no le pertenecía y que tanto recordaba a la que poseyó al pobre Richard. Se dirigió hacia los pasillos de libros y vi que a cada paso que daba sus movimientos se volvían más erráticos.
—Michael, detente —intenté decir, pero mi voz sonó débil, carente de la convicción que debería haber tenido. El miedo me había paralizado y sólo podía observar cómo se adentraba entre las estanterías, con sus dedos recorriendo lentamente los lomos de los libros, acariciándolos.
Se detuvo de repente, mirándonos por encima del hombro con una sonrisa torcida.
—¿Tenéis miedo? —murmuró con una voz cargada de desprecio—. No sabéis nada de lo que habita aquí… nada de lo que significa el Páramo.
Antes de que pudiéramos responder desapareció en la penumbra, dejando tras de sí el eco de su risa que se fue apagando hasta fundirse con el silencio de la biblioteca.
Henry y yo nos miramos antes de lanzamos tras él y corrimos a través de los pasillos estrechos, donde las sombras parecían moverse a nuestro alrededor. Sólo los relámpagos que iluminaban momentáneamente la biblioteca nos guiaban con sus destellos breves y fríos que apenas nos permitían discernir la figura de Michael, que avanzaba con una rapidez sobrenatural.
—¡Michael! —grité, pero mi voz se perdió entre los estantes y sentí cómo el miedo se convertía en un nudo helado que me comprimía el pecho.
De repente otro relámpago iluminó la sala y, durante un breve instante, lo vi girar hacia la derecha, adentrándose así en la sección de los manuscritos antiguos, donde apenas habíamos puesto un pie antes. Henry me seguía de cerca —lo sabía porque escuchaba sus pisadas, tan rápidas como las mías, detrás de mí— y juntos doblamos la esquina, con la mirada fija en el que había sido nuestro amigo, que avanzaba sin control frente a nosotros.
De repente, Michael se detuvo y nos ocultamos detrás de una estantería, asomándonos lo justo para observarlo con el corazón latiéndome en la sien. Fue en otro de esos fogonazos de luz cuando lo vimos: delante de Michael se erguía una figura alta y esbelta, envuelta en una túnica oscura que parecía absorber la misma luz de la tormenta. Tenía una presencia perturbadora, casi hipnótica, y su porte parecía alargarse en la penumbra como si no tuviera fin. Su rostro estaba oculto bajo una oscuridad densa, pero lo que capturó mi mirada, lo que hizo que un frío abismal me recorriera el cuerpo, fueron los cuernos de carnero que sobresalían de su cabeza, proyectando sombras retorcidas sobre las estanterías.
Michael extendió la mano con sus dedos temblorosos, pero no parecía que lo guiase el miedo, sino una devoción que jamás le había visto antes más allá de su pasión por las teorías de Newton. La figura, con un movimiento lento y deliberado, alzó su propia mano y la unió a la de él, en un gesto que parecía más un pacto que un simple saludo. En el instante en que ambas manos se tocaron, sentí cómo la temperatura de la biblioteca descendía de golpe, como si una presencia maligna hubiese absorbido todo el calor de la sala.
Henry dio un paso atrás, tropezando ligeramente, y el ruido hizo que la figura girara su rostro hacia nosotros. No logramos ver sus ojos, pero el peso de su mirada nos atrapó cual ancla invisible. Un relámpago iluminó la sala una última vez y, en ese breve destello, vi una sonrisa gélida y triunfante casi imperceptible en el rostro de aquel ente. Mi cuerpo se movió por instinto y, sin querer, di un paso hacia atrás.
Lo último que recuerdo es un sonido sordo y un dolor en la sien que apagó cualquier pensamiento y me hundió en la oscuridad.
/V
Cuando volví en mí me encontré tumbado en el suelo de la biblioteca, sintiendo el frío de las baldosas empapadas de humedad filtrándose a través de mi ropa. Al abrir los ojos, un mareo me golpeó con fuerza y tardé unos segundos en distinguir el contorno de Henry, arrodillado a mi lado, con el rostro pálido y desencajado.
—¿Qué ha pasado…? —murmuré, intentando incorporarme mientras el dolor en mi cabeza me arañaba con cada movimiento. Él me sujetó del hombro mientras me ayudaba a enderezarme.
—Te diste un golpe contra la estantería cuando te tropezaste al ver a… a esa cosa —dijo en voz baja. Sus ojos evitaban los míos, lo que me hizo sospechar que se había guardado algo más de información para sí.
Me llevé una mano a la sien y noté una herida que me sangraba lentamente. Traté de hacer memoria, pero todo lo que venía a mi mente era la imagen de Michael, la figura de la túnica y aquellos cuernos retorcidos que se alzaban en la penumbra como los de una bestia primigenia.
—¿Michael? —pregunté, siendo apenas capaz de pronunciar su nombre.
Henry apartó la mirada y su silencio fue más elocuente que cualquier respuesta. No hacía falta que me dijera lo que ya temía: Michael se había entregado a aquella presencia que lo había envuelto en sus sombras y ya no estaba. Sin embargo, la certeza de su pérdida no mitigaba la ansiedad que crecía en mí, acompañada de ese prefacio oscuro que me susurraba que aquello sólo era el principio, que Michael había cruzado un umbral del que ya no podría regresar. Como el resto.
Me puse en pie tambaleándome levemente y observé el lugar donde habíamos visto desaparecer a Michael y a la figura encapuchada. Henry se acercó a mi lado, con sus ojos todavía fijos en el rincón donde nuestro amigo había desaparecido.
—No creo que vuelva —susurró—. No después de… de eso.
Habíamos sido testigos de lo que pareció un ritual cuyo propósito era separar nuestro mundo de otro, y sabía que, de alguna manera, era ya irreversible. Eso nos dejaba más vulnerables y desamparados de lo que habíamos imaginado.
La lluvia seguía golpeando los ventanales y el eco de cada gota reverberaba en la sala, convirtiéndose en un susurro que parecía recitar nuestra propia condena.
Mientras trataba de recobrar el equilibrio y ordenar mis pensamientos, algo me llamó la atención: los zapatos de Henry estaban cubiertos de barro, espeso y oscuro, como el que había visto en el Páramo de Crowsfield. Era un detalle pequeño, pero lo suficientemente extraño como para que una chispa de alarma se encendiera en mi interior. En ese momento, una idea comenzó a germinar, una sospecha que no quería aceptar.
—Henry… —dije, intentando mantener la voz firme mientras señalaba sus zapatos— ¿de dónde ha salido ese barro?
Él bajó la mirada, dubitativo, y sus ojos esquivaron los míos antes de responder.
—Debe de ser del jardín… antes de haber entrado a la biblioteca —murmuró, aunque su tono carecía de convicción. Su voz temblaba ligeramente y el sudor perlaba su frente. Fue entonces cuando algo en su expresión se quebró y lo vi titubear, incapaz de sostener mi mirada. Era la primera vez desde que lo conocía que lo veía así y un escalofrío recorrió mi espalda
No podía recordar cuándo había visto a Henry alejarse de mi lado durante nuestra entrada a la biblioteca. De hecho, había estado tan concentrado en la esperanza de encontrar respuestas que no había prestado atención a ningún detalle. Pero ahí estaba, ese barro negruzco y denso como el que cubría las raíces de los árboles del Páramo, un lodo que ninguno de nosotros había pisado desde la última vez que encontramos a uno de nuestros compañeros allí.
—Henry… —insistí con una voz que apenas era un susurro— ¿has estado en el Páramo?
El rostro de Henry se tensó y sus manos comenzaron a temblar ligeramente. Trató de responder, pero sus labios sólo emitieron un sonido ahogado, y sus ojos, normalmente tranquilos, reflejaron una mezcla de angustia y… ¿culpa?
—No… no quería decir nada —balbuceó al fin—, pero… después de lo de Richard, después de… de lo que les había ocurrido a todos… no podía quitarme la idea de que algo me estaba llamando para ir allí… como si me estuviera esperando.
Mis sospechas se convirtieron en un nudo de pánico que amenazaba con asfixiarme. Henry había sido arrastrado al Páramo, al igual que todos los demás. Y, sin embargo, había vuelto.
—¿Qué has hecho? —pregunté, más duro de lo que pretendía.
Se pasó la mano por la frente y sus ojos oscuros y hundidos miraron hacia un rincón de la biblioteca como si allí se escondiera la respuesta.
—Me acerqué a los árboles… —dijo, con un tono de voz apenas audible— No sé qué fue… pero sentí una presencia… como si estuviera observándome. Escuché voces… susurros que parecían venir de entre las ramas, y… y me sentí atrapado. No podía moverme… ni respirar.
Sus palabras hicieron que el miedo se aferrara a mi pecho de nuevo. La familiaridad de su experiencia con los relatos de quienes ya no estaban entre nosotros era innegable, pero el hecho de que Henry había regresado en lugar de quedar atrapado como los demás hacía que todo eso fuera aún más siniestro.
La lluvia continuaba golpeando los ventanales y su sonido acompasado fue la única respuesta que obtuvo en aquella sala cada vez más sofocante. No era capaz de articular sílaba alguna, pero había algo que no me cuadraba en esa historia que había contado, haciéndome sospechar de que en realidad sabía más de lo que decía.
—¿Y por qué no nos lo contaste antes? —le pregunté, intentando ocultar la desconfianza que había empezado a instalarse en mi cabeza.
Henry evitó mi mirada, sus dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa y se pasó la mano por su pelo húmedo, dejando caer un mechón sobre su frente.
—No quería preocuparos. Ya teníamos bastante con todo lo que estaba pasando… y pensé que… —titubeó, y en su vacilación vi cómo algo siniestro asomaba en su expresión— pensé que quizá era algo a lo que podía enfrentarme solo, sin arrastraros a vosotros. A ti.
La explicación era razonable y, sin embargo, no me convencía. Henry parecía seleccionar cuidadosamente cada detalle que compartía conmigo, con el propósito de enterrar con palabras vacuas la cuestión principal. Sentía que estaba ante una fachada, ante algo construido a conciencia para desviar la atención.
Mientras seguía atrapado en mi mente lo miré y vi que en su expresión había una extraña mezcla de agotamiento y excitación, como si hubiese experimentado algo más allá de lo que podía verbalizar. Sus ojo afilados ya no mostraban la transparencia que siempre le había caracterizado y entonces, algo en su aspecto me recordó a Michael antes de desaparecer: aquella misma mirada febril que parecía devorar su voluntad. Fue cuando un pensamiento incómodo me golpeó: ¿y si Henry había sido el primero en responder a esa llamada del Páramo? ¿Y si su visita al lugar había sido algo más que un simple arrebato de curiosidad? Traté de ignorar la creciente sospecha pero me invadió la urgencia incontenible de sonsacarle la verdad que creía que me ocultaba.
—Henry… —le dije en voz baja, con un tono cargado de una seriedad que rara vez utilizaba— tenemos que entender qué está pasando. Has sentido esa llamada, la misma que todos parece que oyeron antes de desaparecer. Tal vez haya algo que podamos hacer para detenerlo, pero tienes que ser completamente honesto conmigo.
Henry cerró los ojos un instante, como si luchara consigo mismo, y cuando volvió a abrirlos, algo en su expresión lo hacía aún más frío, casi distante.
—¿Y si no se trata de detenerlo, Alaric? —me preguntó en un susurro apenas audible—. ¿Y si es algo que debía suceder, algo que nos ha estado esperando pacientemente a todos nosotros… todos estos años?
La pregunta me dejó sin aliento y empecé a pensar que Henry no era el mismo compañero que había conocido al inicio del curso, que algo en él había cambiado de forma irremediable.
—¿Qué quieres decir? —pregunté en un hilo de voz.
—Quiero decir que hay fuerzas que no entendemos. —Alzó la vista—. Fuerzas que no podemos detener y que tal vez… tal vez no deberíamos querer hacerlo.
La expresión en su rostro me hizo estremecer. La chispa en sus ojos, ese destello de algo insondable, era algo completamente desconocido para mí, como si estuviera mirando a un extraño que llevaba la máscara de mi amigo. Me recosté en el asiento, alejándome ligeramente pero sin apartar la mirada, intentando procesar lo que acababa de decir.
—¿Fuerzas que no deberíamos querer detener? —repetí en un susurro—. Henry, ¿de qué estás hablando? Esto no es un simple fenómeno… estamos hablando de la muerte de nuestros amigos. De la desaparición de Michael, de todos los que… —Me detuve, incapaz de continuar, atrapado entre la incredulidad y el miedo.
Henry esbozó una sonrisa extraña acompañada de un gesto de resignación que me llenó de desconcierto.
—¿Y si la muerte no es más que un tránsito, Alaric? ¿Y si el Páramo no es el final, sino una especie de portal, una puerta que lleva a algo… mayor? —Su voz era serena, pero había algo en ella que me aterrorizaba: estaba llena de una convicción tan profunda que parecía haberse enraizado en él de forma irremediable.
Quise responderle, sacudirlo, intentar arrancarle cualquier rastro de lógica, de razón. Pero algo en mi interior me decía que Henry ya había cruzado un límite del que no podría regresar. Era como si aquella visita al Páramo lo hubiese transformado y lo que tenía frente a mí ya no era el mismo amigo que había conocido.
—Henry… —dije suplicante, incapaz de ocultar el pánico en mi voz— este no eres tú. Tú… tú nunca habrías hablado así. Ese sitio te ha hecho algo, te ha cambiado. No es real, es sólo… una alucinación, un delirio colectivo.
Su expresión se tornó oscura y sus ojos brillaron de una manera que me resultó tan antinatural como perturbadora. Mi instinto hizo que me levantara del sillón de terciopelo para ponerme en guardia, y al hacerlo sentí un leve mareo que hizo que me tambalease.
—¿Y quién eres tú para decidir lo que es real? —respondió, con una voz teñida de tal calma que rozaba la locura—. ¿Y si tú también has sido llamado y te niegas a escucharlo? —Henry avanzó un paso, y yo retrocedí sin darme cuenta, sintiendo que el suelo parecía ceder bajo mis pies.
En ese momento, el repiqueteo de la lluvia contra los ventanales se hizo más fuerte y un trueno resonó en el exterior, iluminando brevemente la sala con un destello espectral. En aquella luz repentina vi la figura de Henry completamente inmóvil, mirándome fijamente, con la expresión de aquel que ha alcanzado un conocimiento prohibido y aterrador.
—¿Acaso no lo entiendes, Alaric? —continuó—. El Páramo nos llama porque hay algo que debemos aprender, algo que se perdió tiempo atrás. Esa fuerza… nos necesita. La universidad, los árboles, todo esto no es más que un velo, una ilusión… algo que ellos, los que han cruzado, quieren mostrarnos.
—Henry, por favor, deja de hablar así… estás delirando, esto no es real. No puede serlo —intenté razonar, pero él resopló con decepción.
Se acercó un poco más, tanto que casi lo tenía pegado a mí.
—Alaric, ¿nunca te cuestionado tu realidad? —susurró en mi oído—. ¿Y si la verdadera ilusión… es esta?
Sentí un mareo repentino y parpadeé varias veces, intentando enfocar la vista, pero el rostro de Henry se volvió borroso, difuso, como si estuviera envuelto en una neblina espesa. Apreté los ojos y, al abrirlos de nuevo, algo extraño me golpeó: su olor. Era un aroma profundo e intenso que se apoderaba de mis fosas nasales, invadiéndolo todo. No era el olor a cedro y patchouli que solía desprender; era más terroso, húmedo, con un deje agrio y salvaje: el de alguien que hubiese pasado la noche durmiendo entre el barro y las raíces.
Intenté apartarme, pero algo me anclaba en el sitio, atrapándome en el abismo entre el miedo y la fascinación. Henry se inclinó hacia mí y el aroma se intensificó aún más, contaminando mi mente hasta cegar cualquier pensamiento racional.
La luz tenue de la lámpara apenas iluminaba su rostro, que ahora parecía diferente, deformado por las sombras. Sus facciones se difuminaban y volvían a formarse frente a mí, y yo luchaba en vano por capturar una imagen que se escapaba constantemente. Su piel parecía más pálida, casi cenicienta, y sus ojos reflejaban una intensidad primitiva, una chispa que no había visto en él antes.
—¿Lo sientes ahora, Alaric? —Su voz era profunda, como si no proviniera de él, sino de algún rincón sombrío—. Esta es la verdad que he visto. Esto es lo que es imperioso que descubras tú también.
Cada palabra me atravesó como una daga y mi visión se tornó cada vez más borrosa. Sentía su mirada fija en mí, penetrante, y su olor me asfixiaba, llenando mis pulmones hasta hacerme perder el aliento. Una sensación de familiaridad extraña comenzó a invadir mi mente, como si aquel olor, aquella versión de Henry, despertara algo oculto en mi interior, algo que no sabía que existía.
—¿Qué… qué me estás haciendo? —logré preguntar, aunque mi voz apenas era un susurro. Había perdido el control de mis palabras.
—No soy yo… —respondió— eres tú, Alaric. Siempre has sido tú. No puedes escapar de esto, porque siempre ha estado en ti. Sólo que yo… te estoy ayudando a verlo.
Su mano se posó en mi hombro y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Sentía su piel áspera, casi rugosa, y el olor a tierra húmeda y raíces se volvió insoportable pero también hipnótico, atrayéndome de una manera que no podía controlar. Todo atisbo de racionalidad en mí se había desmoronado y lo único que quedaba era una fuerza salvaje, un impulso desesperado que me empujaba hacia él.
Henry me miraba con una intensidad que me desarmaba, con sus ojos entrecerrados brillando como una llama inhumana que contrastaba con la penumbra. Un susurro casi inaudible escapó de sus labios y, en ese momento, mi propia voluntad comenzó a ceder. Sentí su aliento cálido mezclado con el olor primitivo que parecía salir de cada poro de su piel y, antes de darme cuenta, nuestras miradas se habían convertido en un pulso de fuerzas invisibles que no necesitaba de palabra alguna.
Mi respiración se volvió errática y un fuego que no podía explicar comenzó a encenderse en mi pecho. A medida que nuestros cuerpos se acercaban, el mundo exterior, la biblioteca, las sombras entre las estanterías, todo desapareció, instalando en mí la idea de que la única verdad que había conocido era ese espacio minúsculo que existía entre nosotros.
Henry me sujetó con fuerza y un escalofrío recorrió mi columna. Nuestros movimientos se volvieron urgentes, casi primitivos. No hubo palabra alguna, sólo un frenesí de respiraciones entrecortadas y susurros apenas comprensibles que parecían brotar de alguna lengua antigua, enterrada en lo más profundo del Páramo.
Los dedos de Henry se deslizaron lentamente por mi cuello, estremeciéndome hasta el punto de perder cualquier noción de la realidad. Mis manos, sin darme cuenta, buscaron su espalda, y el contacto con su piel, fría y rugosa, me resultó extraño pero magnéticamente atrayente. Mientras me perdía en esa sensación él acercó su rostro y, sin pensarlo, nuestros labios se encontraron en un beso que fue, a la vez, feroz y desconcertante. Al principio fue un roce cauteloso, casi irreal, pero pronto se convirtió en algo más profundo, como si ambos estuviéramos respondiendo a una necesidad primitiva y desconocida. Estaba atrapado en ese trance frenético que me arrastraba hacia un remolino, devorándome desde dentro y, en medio de ese caos, sentí que mi esencia se fundía con la suya.
De repente, un sabor amargo y metálico llenó mi boca y noté que una sustancia espesa y negruzca brotaba de sus labios, un líquido denso que parecía emanar desde lo más oscuro de su ser. Abrí los ojos de golpe, escupí y retrocedí, sintiendo que el hechizo se había roto de manera brutal.
Parpadeé, tratando de entender lo que acababa de suceder. La visión se me aclaró y vi a Henry de pie frente a mí con la camisa desabrochada, dejando al descubierto su pecho pálido, surcado por venas negras que parecían latir, moviéndose bajo su piel como si estuvieran vivas. Mi respiración se cortó al contemplar aquel patrón que parecía expandirse con cada latido.
El pánico me invadió y, al bajar la vista, vi que mi propio pecho ardía con un calor intenso que se extendía desde el centro y trepaba por mi cuello. No era un dolor cualquiera; era como si una energía antigua y despiadada estuviera despertando en mí, empujando contra mi piel, reclamando una liberación.
El sabor amargo de aquella sangre negruzca aún llenaba mi boca y Henry, inmóvil y espectral, me observaba con una mezcla de comprensión y expectación, sabiendo perfectamente lo que me estaba sucediendo. En ese momento me di cuenta de que había estado esperando ese momento mucho tiempo.
Sin pensarlo más, giré sobre mis talones y corrí hacia la salida. Mi corazón latía frenéticamente, impulsado por un repentino instinto primitivo de supervivencia mientras el olor a tierra y a sangre me perseguía a cada paso. Crucé el umbral de la biblioteca y me adentré en el pasillo, sin mirar atrás.
Corrí por los pasillos oscuros de la universidad para alejarme de él todo lo posible. Las mejillas me ardían, como si mi cuerpo supiera que había cometido un pecado atroz. A mis espaldas, oía los pasos de Henry, rápidos, desiguales, resonando con una intensidad que me hizo acelerar aún más.
El frío de la noche me golpeó al atravesar la gran puerta de hierro forjado de la entrada y salí al exterior al fin. La única dirección posible era el Páramo de Crowsfield, aunque cada fibra de mi ser me gritara que no debía acercarme a ese lugar maldito.
Llegué jadeando y me detuve junto a las antiguas piedras del Páramo. La luna, alta en el cielo, arrojaba una luz fría sobre el paisaje, y fue entonces cuando lo vi: el cuerpo de Michael colgaba de uno de los árboles retorcidos, con la misma expresión de horror y éxtasis de todos los demás.
Me giré para enfrentarme a Henry, que lo escuchaba avanzar lentamente hacia mí. Su rostro estaba deformado por una extraña euforia, y sus ojos brillaban con un fulgor insano que hizo que diese un paso atrás.
—¿Por qué… por qué haces esto? —pregunté en un último intento de encontrar en él algún rastro de cordura.
Henry se echó a reír y en su rostro apareció una mueca torcida, cargada de burla.
—¿Por qué? —repitió sin dejar de mirarme, como si la respuesta fuera obvia—. Porque era necesario, Alaric. Porque ellos… todos ellos, tenían que pasar por el Páramo. ¿Acaso crees que no lo deseaban? —Sus palabras se entrecortaban mientras gesticulaba de forma violenta, atrapado en una locura que sólo él entendía.
Se acercó y comenzó a detallar su perfecto plan con una voz baja y febril, relatando cómo había atraído a nuestros compañeros uno por uno, tentándolos hacia el Páramo, embaucándolos con promesas de conocimiento y de poder hasta que sus cuerpos se convertían en meras ofrendas para las raíces de los árboles. Su rostro se contorsionaba al hablar y en sus ojos había un resplandor insano que brillaba con tal intensidad que me paralizaba.
—No puede ser cierto, Henry. ¿No te das cuenta de que suenas como un completo chiflado? ¿De dónde te sacaste esas ideas?
—Dios Santo, Graves, no entiendes nada. Pero no te culpo, yo tampoco lo hacía. Si no hubiera sido por el libro… —pronunció la palabra con adoración— estaría tan perdido como tú.
—¿Libro? ¿Te refieres al que vimos de la leyenda del Páramo? —Por fin uní los puntos—. Antes, en la biblioteca… lo dejaste ahí para que lo encontrásemos, ¿verdad? —Asintió y me miró con tal condescendencia que me sentí profundamente estúpido; pero lo que más me carcomía era admitir que ese desasosiego no nacía por haber fallado a los que habían muerto, a quienes alguna vez llamé amigos, sino por no haber estado a la altura de las expectativas de Henry.
—En la cafetería de Ashford… —Interrumpió mis pensamientos y empezó a moverse en círculos, con las manos a la espalda y la mirada perdida— me estaba esperando, destinado a mí. Mientras los demás se dedicaban a perder el tiempo día tras día con esas charlas vulgares lideradas por ese idiota de Whitmore. —Hizo una pausa y vi cómo una expresión de satisfacción se reflejó en su rostro—. Su incapacidad era tal que me atreví a cuestionar si se merecía el regalo que se me había encomendado dar; pero tenía que seguir los pasos a rajatabla, no podía ser de otra manera, y hasta él fue capaz de verlo al fin. Tú, Alaric —me señaló—, ¡se suponía que tú debías ser diferente!
—Se suponía que qué, ¡¿que debería haberme parecido bien que hubieras asesinado a todos mis amigos?! —le grité por fin, desatando una ira inesperada. Él soltó una carcajada hueca.
—Pensaba que eras más selectivo con tus amistades, pero ya veo que eres igual de obtuso que todos ellos. Esos idiotas… cada uno de ellos se resistió al principio… —dijo, dando un paso hacia mí— pero al final todos lo entendieron. Todos aceptaron su destino. Y ahora, Alaric Graves… ahora te toca a ti.
Antes de que pudiera reaccionar, Henry se lanzó sobre mí y caímos al suelo en un forcejeo desesperado. Sentía sus manos aferrándose a mi cuello, sus dedos tensos, y vi en su rostro una determinación fría y despiadada. Luché con todas mis fuerzas, sintiendo la tierra húmeda y las raíces que se clavaban en mi espalda. Giramos, rodando por el barro entre las piedras del Páramo, hasta que logré empujarlo hacia un lado e incorporarme para escapar de él.
Al levantarse Henry perdió el equilibrio y se precipitó hacia una de las piedras más grandes. Su cabeza impactó contra ella con un sonido sordo y su cuerpo se desplomó de golpe. Me quedé inmóvil, respirando con dificultad, observando cómo la vida abandonaba poco a poco sus ojos abiertos y desorbitados, fijos en el cielo estrellado y llenos de una extraña calma.
Antes de exhalar su último aliento escuché cómo Henry susurraba en aquel idioma antiguo, con un tono que parecía a medio camino entre la amenaza y la iluminación:
—Ex umbris latentibus… ipsae venient… venturae sunt…
El murmullo se apagó de sus labios junto con su vida, dejándome helado sin comprender del todo sus palabras, aunque sentía que contenían una advertencia inquietante, como si hablara de un poder dormido esperando su momento para revelarse.
Henry yacía inmóvil entre las raíces y las piedras, con su cuerpo fundido en la hojarasca y el lodo negro, y en su rostro quedó dibujada aquella expresión triunfante. Se había convertido, finalmente, en parte del Páramo.
/EPÍLOGO
El traqueteo constante del tren se mezclaba con mis pensamientos mientras dejaba atrás Sainte-Ravene. A través de la ventana veía los paisajes desdibujados por la niebla matinal, aquellos campos y colinas que parecían desvanecerse a medida que me alejaba. La decisión de marcharme de la universidad tras unos días del incidente había sido tan firme como inevitable. Sainte-Ravene y el Páramo de Crowsfield eran lugares a los que no podría regresar.
Me dirigía a Cornwich, un pequeño pueblo en el norte, donde mi familia tenía una villa campestre llamada Longmere Hall. La propiedad había estado desatendida desde hacía años y era un refugio que nadie parecía recordar así que pensé que tal vez ese sería el lugar adecuado para encontrar una paz que sentía perdida desde hacía demasiado tiempo. A cada kilómetro la angustia que Sainte-Ravene me había dejado parecía disiparse, aunque sabía que ciertos recuerdos nunca podrían borrarse por completo.
Pasé la vista por el vagón casi vacío y dejé escapar un suspiro de alivio, cerrando los ojos por un instante. Cuando los abrí de nuevo, el periódico de la universidad que había comprado en la estación reposaba sobre mi regazo. Desdoblé las páginas con cierto recelo, temiendo encontrar en ellas algún vestigio de lo que había dejado atrás, algo que pudiera arrastrarme de nuevo a esa oscuridad. Sin embargo, lo que leí me llenó de una extraña incredulidad.
«La universidad de Sainte-Ravene abrirá sus puertas a señoritas en la facultad de ciencias por primera vez», rezaba el titular. Mis ojos recorrieron el breve artículo, que explicaba, en un tono casi administrativo, cómo la escasez de estudiantes varones había llevado a tomar esta medida sin precedentes. La decisión, añadían, no estaba exenta de polémica, aunque las circunstancias eran incontestables. En palabras de un miembro de la junta, la universidad buscaba «una renovación de espíritu, una infusión de nuevos talentos que aseguren el futuro de Sainte-Ravene».
Sentí un escalofrío al leer esas palabras. Una «renovación de espíritu». Pensé en los susurros de Henry, en aquel último murmullo en el Páramo, en su rostro iluminado por la certeza mientras pronunciaba aquellas palabras: Ex umbris latentibus… ipsae venient… venturae sunt. Las imágenes del pasado regresaron con una intensidad arrolladora y me pregunté si aquel cambio no era, de alguna forma, la culminación de lo que Henry había predicho. ¿Era esto lo que él había visto en su locura, el surgir de algo nuevo?
Aparté el periódico, dejando que las páginas se arrugaran bajo mi mano temblorosa y decidí ignorar esos absurdos pensamientos que sólo me alejaban de la poca cordura a la que me aferraba.
Miré por la ventana hacia el horizonte, donde el sol pálido asomaba sobre el campo cubierto de niebla. No sabía si estaba dejando atrás una amenaza o si, de alguna forma, me estaba llevando una parte de ella conmigo.
Afuera, el paisaje avanzaba con una serenidad indiferente. Con un suspiro, me incliné sobre el asiento y cerré los ojos, intentando encontrar en el traqueteo del tren una promesa de olvido.
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