de los
Perdidos
Me llamo Frank Smith y soy detective privado.
Persigo al hombre del traje gris. Deduzco que se ha visto arrastrado a este barrio de mala muerte por algún asunto turbio. Está nervioso. Debe ser su primera vez. Se rasca la coronilla y veo como aumenta la frecuencia y longitud de su zancada cada vez más. “Corre, corre desgraciado” pienso para mis adentros. Lo he visto demasiadas veces, sé que este pobre diablo, probablemente tan importante en su sillón del distrito financiero, no llegará a la avenida principal sin que yo haya tenido que intervenir.
Se para. Me paro. Mira alrededor y saca el móvil para consultar el GPS. Me escondo tras un contenedor de reciclaje medio calcinado antes de que pueda percibir mi presencia. Mira en todas direcciones. Genial, está perdido. Él está cuadrando una latitud y longitud que no entiende. En estos momentos, hay varios factores que distorsionan la orientación del hombre del traje gris.
Esto es «el Barrio», aquí todo está copiado y pegado. Bloques y más bloques de hormigón, construidos a prisa para satisfacer la demanda de vivienda del baby boom de la década de los 60. Todos grises, todos iguales. Se trata de una arquitectura hostil que apadrina la pobreza y castra la imaginación de sus inquilinos. Y sin imaginación, sin sueños, tan sólo queda la violencia, la ley del más fuerte para prosperar.
No hay referencias apenas, mucho menos si es la primera vez que te adentras en esta parte de la ciudad. Con un mapa en la mano, con un GPS, todo lo que se ve es una extensa malla cuadriculada de calles de nombres tan insulsos que son números: la Calle 11, la Plaza de las Cuatro Calles, la Octava Avenida… Todo a la medida de la desidia de los poderosos y rematado con detalles de la fauna autóctona que tienen más de escabrosos que de pintorescos. Me pregunto cómo este elegante sujeto ha podido terminar en las mismas entrañas de este lugar que a nadie importa. Por supuesto, no tarda en ocurrir.
Vienen por la derecha. Son cinco chavales que no llegarán a la mayoría de edad. Pandilleros. El muy capullo les pregunta que donde está, que si le pueden indicar tal y cual dirección, que por favor, que… «¡eh! ¡eh! ¡no toques mi puto traje!» y el resto de secuencia clásica de un atraco a la vieja usanza, que no por previsible me deja de resultar entretenida.
Desde mi posición puedo apreciar como lo conducen a un callejón cuyo decorado se compone de basura y originales grafitis de orín. Tendrá suerte si sólo lo despluman. Veréis, aquí la vida no vale nada. Este barrio es el agujero del agujero de la cuenca del cráneo de un muerto. Normalmente no me implicaría en una situación tan peliaguda. Como os digo, aquí nadie se anda con chiquitas, menos todavía los pandilleros. ¿Reclamará alguien al hombre del traje gris? Es igual. No importa.
La policía no tiene nada que hacer aquí. A ver, claro, hay policía. Tiene que haberla, como en todas partes. Pero no sé puede decir que tengan «algo» que hacer. Y cuando tienen que hacerlo el resultado son tres agentes muertos en menos de dos años… Así que, si la vida del hombre del traje gris acaba en un sucio callejón, da igual que a alguien le importe. Acabará con un «mire hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, pero no ha podido ser». Y lo sé bien. Lo sé porque me toca en lo personal. Así que me siento en la obligación a hacer algo. A veces un hombre debe actuar.
Salgo de mi escondite y me dirijo al callejón. Una mosca zumba en mi oído y me advierte: «Frank, con estos no se juega, ¡no merece la pena!». A estas alturas que una mosca cojonera me hable es de lo menos raro que me pasa en mi día a día. Además, aunque sea una mosca, lo que me dice es muy sensato. Pero se trata de un asunto de vida o muerte y no puedo quedarme parado ante tal injusticia.
Me planto en la entrada del callejón. El hombre del traje gris está acorralado entre la navaja y la pared.
—¡Eh! ¡Capullos! Dejadlo o tendremos problemas.
El único chaval al que ya le ha salido la pelusa del bigote se gira hacia a mí, navaja retráctil en mano, con expresión de no entender en su rostro lleno de acné.
Me acerco con decisión. El sombrero de fieltro, las gafas de sol, el cuello de la gabardina subido… mi apariencia de incógnito debería aportar un plus a la imagen amenazante que quiero transmitir. Pero sé que no es suficiente para amedrentar a estos chavales. Nunca han entendido más autoridad que la de la fuerza bruta.
Son cinco, son jóvenes. Se creen inmortales; que el barrio es suyo para tomarlo y hacer de él lo que les plazca. Por un momento creo que Seth puede tener razón, que esto no vale la pena. Pero el enfrentamiento es inevitable. Introduzco mi mano por uno de los amplios bolsillos interiores de la gabardina y despliego una porra telescópica que es ilegal todos los países mínimamente civilizados del mundo.
El del bigote de pelusa pone en alerta a los demás. «¡Eh! ¡Ayudarme con este gilipollas!» Uf, ahora si que le voy a zurrar de lo lindo. Ese «ayudarme» me atraviesa, me violenta. Me considero un tipo casi equilibrado, pero el asunto gramatical lo llevo francamente mal. Aprieto el mango de la porra, lo sostengo firme para que los golpes descarguen toda mi furia contra ese criminal del imperativo. Quiero destrozarle las piernas, los brazos, pero, sobre todo, esa bocaza infame.
Le siguen dos de sus compañeros, los otros dos se quedan custodiando al hombre del traje gris que me mira esperanzado. Pero no puedo prometerle que esta majadería vaya a terminar bien. El pandillero gramatical es el primero en abalanzarse sobre mí. Su velocidad me pilla por sorpresa, pero consigo realizar la esquiva en el momento justo y realizar un contraataque que destroza su menisco y hace que tropiece provocando que su caída sobre una pila de basura espante a toda una familia de ratas.
—Venga ayudadle chicos, no os cortéis. —grito a los demás con ácida suficiencia.
Vienen los otros dos. Uno lleva una camiseta de los Ángeles Lakers y porta un bate de béisbol tuneado con sendos clavos de un palmo cuyas puntas sobresalen por todos los extremos. El otro va rapado y muestra un amenazante puño americano.
—Estás muerto, hijo de puta. —observa el del bate.
Si pienso bien en esas palabras, puede que tenga razón. Sin embargo, no me da tiempo a reflexionar mientras paro su violento golpe con la porra, lo cual me obliga a emplear ambas manos. Intuyo la presencia del otro en mi espalda, intento girar para responder a la agresión, pero llego demasiado tarde. El puño americano golpea inclemente mi vientre y hace que pierda el equilibrio por unos instantes. Busco apoyo en la pared de ladrillo e intento recomponerme. Empiezo a sentir que mis opciones son escasas pero mi orgullo toma el control. Apoyo la espalda sobre la pared para evitar que me tomen de nuevo por sorpresa. Tengo a los dos de frente. Si soy rápido, podré empujar al del puño americano, zafarme por un lado y luego asestarle un golpe, con toda probabilidad mortal, en el cráneo. Pero las cosas nunca suceden como se planean, a veces, incluso, salen aún mejor.
Justo cuando el otro batea un potente golpe que va dirigido hacia mí, empujo al del puño americano de forma que su cabeza se interpone entre el agresor y mi persona. Es un strike impresionante. Es tan violento que algunos de los clavos del bate sobresalen por el cráneo rapado de su compañero. El fan de los Lakers se horroriza y por unos instantes no sabe cómo reaccionar.
Seth zumba en mi oído «¡Joder Frank! ¿Eso que veo en el suelo es un trozo de seso? ¡Buagh!».
Sí, lo es. La imagen es tan escabrosa que el del bate, incapaz de asumir lo que acaba de ocurrir, vomita profusamente. Aprovecho el momento y lo despacho con un rápido movimiento que zigzaguea en el aire, atacando primero su cuello y después sus rodillas. Queda tendido sobre sus propios efluvios y totalmente fuera de combate. Creo que se muere. No respira bien. Puede ser que parte del vómito haya acabado en sus bronquios o que mi golpe haya reventado su tráquea. Probablemente no haya que excluir ninguna de las dos opciones.
En otra época me hubiese horrorizado todo este espectáculo. Entonces veo al desdichado del puño americano tendido en el suelo y con un bate béisbol de ochenta centímetros incrustado en el cráneo y se me pasa. Ese debería ser yo. Pero sigo en pie y con ganas de mambo.
Echo por un momento la vista atrás. Veo como el primero de todos que he despachado arrastra su bigote de pelusa hasta la entrada del callejón entre lamentos, dejando la navaja atrás. No puedo negar que lejos de horrorizarme encuentro un punto de disfrute en la situación. Los otros dos, retaco y grandullón, que hasta ahora estaban ocupados reteniendo al hombre del traje gris, se percatan de que las cosas se están poniendo feas para ellos.
—Joder, ¡mira! ¡Los ha matado! ¡Sácala! ¡Sácala! —le dice uno de ellos al otro.
«¡Sácala!» No me da tiempo a reaccionar. El más alto de los dos me apunta directamente con una vieja Five Seven y descerraja dos balas que me atraviesan el pecho.
La vista se me nubla por un momento. No es la primera vez que me disparan. Pero no deja de ser molesto. Mi tórax candente por el paso de los proyectiles emite un desagradable humillo blanquecino que acaba extinguiéndose por sí mismo. No contaba con ello, pero, visto lo visto, parece que estos chavales son cada vez más violentos. Casi animales. No hay respeto ya por nada.
Emito un largo suspiro y miro alrededor. Veo a Seth parapetado en el borde de un cubo de basura cilíndrico que rebosa por todos lados. Siempre se acojona en este tipo de situaciones. Al fin y al cabo una mosca tiene sus limitaciones, aunque sea una mosca especial. Debería seguir su ejemplo, no siempre tendré tanta suerte.
Las balas, las explosiones, puede que no me maten, cierto. No per sé al menos. Pero aprecio mi integridad estructural, mis extremidades y ese tipo de cosas. Si me alcanzan en alguna articulación, en alguna parte frágil iré perdiendo piezas como un lego. Y eso complicaría todo. «¡Hostia! ¡Un pavo sin brazos ni piernas!» llamaría la atención ¿sabéis? A ver, igual no me he expresado bien. Sé que hay personas sin brazos ni piernas y que hay que considerarlas como a uno más. No quería herir a nadie con mis palabras. Solo digo que mi condición, ya de por sí compleja, se vería aún más comprometida. Además, todos pensaríais eso si vierais a un tío sin brazos ni piernas. Es normal. No seáis hipócritas.
—¡Hostias sigue vivo! ¡Vacíale el puto cargador Jim! — ordena el retaco al grandullón, pero es demasiado tarde. Mi revólver Colt Detective Special acaba con Jim de un balazo en el cráneo y su cuerpo cae a plomo encima de un sucio charco. Su colega observa horrorizado como ahora le estoy apuntando a él. Ha quedado totalmente inmóvil. Cómo un ciervo que ve las largas de tu coche y se queda ahí. Esperando que, de algún modo, no suceda lo inevitable.
La cosa se ha ido de madre. Puede que me este metiendo en problemas, pero no tengo opción. Era yo el que estaba siguiendo al hombre del traje gris, no ellos. Ellos son los que han provocado esto. Me aproximo lentamente hasta que la boca del arma besa gentilmente la frente del pandillero. Acerco mis labios a su oído:
—Corre.
Compruebo que no está en condiciones de ejecutar la orden cuando sus pantalones caqui se empiezan a oscurecer debido a una profusa meada. Empieza a temblar y a intentar decir algo entre sollozos que, entiendo, será algún tipo de súplica.
Cuando se recomponga, en unas horas, mañana, no habrá aprendido nada. No importará que dos tiros me hayan atravesado y siga vivo y coleando, pesará más la humillación. Buscará a más colegas y, con toda probabilidad, planearán una venganza. Quizá un día esté recostado en el sillón de la oficina y varios cócteles molotov impacten en la ventana. Quizá cuando cruce la calle un coche tuneado me atropelle. Quién sabe. Pero no quiero ir más allá. Pienso que la muerte y el dolor que he causado no justifican mi objetivo por noble que sea. Sin embargo, como he dicho, a veces uno no tiene alternativa. Ha terminado y ya hemos tenido todos bastante por hoy.
—¡Vamos! ¡Vete! —le ordeno mientras lo empujo en dirección a la salida del callejón. Lo cual provoca que empiece a asentir como un loco y, seguidamente, tras tropezar en un par de ocasiones, eche a correr como alma que lleva el diablo.
El hombre del traje gris respira aliviado, se acerca a darme las gracias por salvarle la vida. Es un tipo de frente interminable, casi calvo. Gafas de cristales redondos casi tan pequeños como sus ojos de roedor. En general no destaca, no es una cara de la que uno se acordaría. Es casi tan gris como su traje gris. Parece un tipo listo, educado, con estudios. Y sin embargo está aquí. En un inmundo callejón, rodeado de mierda y muerte. ¿Por qué? No es algo que me importe. Pero está vivo. Piensa que le he salvado el pellejo. Suelta un sentido «¡Gracias, dios!» y me abraza efusivamente de una forma que me violenta.
Pero algo pasa, porque se retira rápidamente y se lleva un elegante pañuelo a la nariz. Se nota en su cara, le asquea mi olor corporal. Sostiene más de una arcada con su trapo de seda. Desde hace un tiempo mi fuerte esencia es un problema. Ya me lo suele decir Seth: «Frank, ponte algo macho, esa peste tuya nos va a acabar jodiendo el negocio.» Tomo nota mental. Hay que poner remedio a la cuestión ododífera o mi trabajo de detective empezará a verse comprometido… De repente recuerdo por qué perseguía al hombre del traje gris.
—Dame todo lo que lleves encima.
Por supuesto, no entiende nada.
—¿Qué?
—Saca la cartera, el móvil, los relojes, todo. Sácalo o te mato.
¡Claro que no pienso matarlo! Pero, os lo he dicho, yo perseguía al hombre del traje gris por un puto motivo. Necesito el dinero. Lo necesito de verdad.
—No, n…. no entiendo.
Amartillo el revólver.
—No tienes que entender nada. Todo. Ahora.
El hombre del traje gris guarda el pañuelo en el bolsillo interior de su americana, saca su cartera de uno de los bolsillos traseros del pantalón y me ofrece un peluco de lujo. Entre el efectivo y el reloj calculo que le habré sacado unos 2500 dólares.
—El móvil.
Su cara de espanto, eso sí, no tiene precio.
—Por favor, lo necesito por trabajo.
Vaya, ha salido respondón. Pero no atiendo su súplica. En vez de eso, mantengo firme el arma y espero a que el silencio vaya minando las pocas agallas que le puedan quedar. Estos hombres de negocios se creen que tienen voz y voto en todo. No me faltan ganas de apretar el gatillo.
—Mierda, tómalo. Toma todo lo que quieras. Estoy muerto de todas formas —dice con resignación levantando las manos.
Cojo el móvil. No reconozco la marca, pero parece calidad. Calculo que podré sacar al menos 1000 pavos por él. Quizá más.
—Bien. Cuídate. — me despido sin dejar de apuntar al hombre del traje gris. Cuando salgo del callejón echo por un momento la vista atrás y compruebo que sigue donde le he dejado, con la cabeza entre las piernas y, por lo que parece, llorando en silencio. No importa. Necesitaba el dinero y tengo el dinero.
Investigar tu propia muerte puede ser realmente caro.