«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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20 de agosto de 2025

La muerte del Sol

Custodio:

«Ultreia et Suseia»

Anónimo

El viejo no lo sabía, pero alguien le observaba.

Aquel había sido un día nefasto para él. Ni un triste congrio, ni una delicada lubina. Ahora, el mar se retiraba gentilmente de la roca viva tras un día que había empezado con una tormenta terrible…

«Absolutamente terrible», pensó el viejo. Tan terrible que hacía horas que no veía pasar ningún barco… Quizá habían desaparecido tras el horizonte, buscando refugio. ¿Habrían hecho también sus preciados peces las maletas? Eso, el viejo no lo podía saber. Únicamente le quedaba esperar lo mejor: que la Virgen de la Barca condujera a un incauto pez hacia su humilde anzuelo.

Alguien se acercaba por camino del faro en ruinas.

Pero el viejo lo sabía: nada se podía esperar sin entregar algo a cambio. Y no podía ser cualquier cosa. Así pues, atravesó con el anzuelo la más hermosa lombriz de las que disponía en su ajado cubo de hojalata.

Después comenzó a tararear la melodía de una vieja canción que le había enseñado años atrás un agradable peregrino irlandés. No recordaba la letra, tampoco el título. Simplemente, le hacía sentir bien. Ahuyentaba los malos pensamientos. 

Ella le habló. Pero el viejo no la oyó al principio.

Al fin, dispuso la caña de pescar como le había enseñado su padre, tomó impulso hacia atrás y…

—¡Disculpe! — un grito rompió el ritmo del mar junto al faro abandonado, el sonido de la eterna lucha entre la espuma y la roca. 

El viejo perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente junto a su caña, abrazados los dos como amantes improbables. 

—¡Rayos! ¿Quién interrumpe de esta manera la paz de un anciano? —preguntó, mientras se intentaba poner en pie con dificultad, más molesto que enfadado.

—Oh, perdóneme. No quise asustarle. —respondió una voz afligida.

La joven se acercó a socorrer al viejo, le tendió su mano y le ayudó a incorporarse. 

Era una chica joven. Muy pálida, con grandes ojeras. Su aspecto desharrapado y la enorme mochila que portaba a su espalda indicaban que llevaba mucho tiempo lejos de su hogar. Los picotazos oscuros en su antebrazo izquierdo indicaban algo más.

—¡Ah! No quisiste…, ¡Pero mira como has hecho saltar de espanto a este saco de huesos! —respondió el viejo, en tono más jovial.

Como todos los viejos de mar, era un hombre sabio: disfrutaba riendo con sus propias torpezas.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó la joven con genuino interés.

—Ah… Sí, sí —el viejo se sacudió enérgicamente ambos costados, como si ahuyentara algún espíritu—. En cualquier caso, no estoy peor que antes. Gracias por tu amabilidad. — las arrugas de su rostro se inclinaron ante su sincera sonrisa.

Sin embargo, para sorpresa del viejo, el rostro de la joven se ensombreció. 

—¿He dicho algo fuera de lugar? —quiso saber el viejo. 

—No, qué va… Es solo que… —su mirada se perdió en el horizonte, más allá, incluso. Luego emitió una sonora carcajada que levantó el vuelo de varias gaviotas guarecidas en las ruinas del faro. Aquella carcajada preocupó un poco al viejo—. Tiene gracia, después de todo… No sé por qué, conversando con usted…. Se me había olvidado por completo, la verdad. —confesó la joven.

«Espero que aquello que atormenta a esta muchacha no sea peor que un día sin pesca» pensó el viejo.

—Es sólo que acabo de recordar porque estoy aquí. —y, conforme terminó la frase, comenzó a morder su labio inferior compulsivamente, quedando tan seria como ausente.

El viejo percibió en el semblante de aquella muchacha una preocupación tan honda y terrible como el naufragio del «HMS Captain», allá por 1870. Un naufragio atroz, imposible de olvidar por los habitantes de la zona, que se llevó la vida de 482 tripulantes ingleses…

—Cuéntame joven, si no es indiscreción, ¿Qué es lo que te ha traído a este lugar tan remoto?

La pregunta sacó súbitamente a la joven de sus pensamientos.

—Disculpe, ¿ha dicho usted algo? —preguntó, como si fuera la primera vez que veía al viejo.

—Discúlpame tú jovencita —respondió, paciente, el viejo—. Decía que qué es aquello tan importante que te ha traído hasta este lejano faro abandonado. Verás, hace años que nadie pasa por aquí —se sinceró—. Y, si vienes a pescar, ya puedes ser hábil, porque no veo que traigas ninguna caña… —la joven quiso sonreír ante el simpático comentario, pero solo afloró en su rostro una tímida mueca.

—No sé tantas cosas que debería haber sabido… —dijo al fin, rascándose el brazo con apuro—. Tampoco sé pescar, aunque mi abuelo intentó enseñarme… creo.

Ahora que lo pensaba, aquel viejo…

—De todas formas, no tengo mucho tiempo. No sería una actividad muy apropiada dadas las circunstancias…—continuó la joven— Aunque, la verdad, la mayoría de gente tampoco considera apropiado que yo haya venido hasta aquí, especialmente mi terapeuta — dejó su pesada mochila en el suelo y buscó una roca cercana que le permitiese sentarse con una mínima comodidad. Después soltó un suspiro tan pesado como el ancla de un buque —Simplemente quiero esperar… Esperar a que pase… Quiero verla. —confesó, presa de una ensoñación.

—¿Ver? —el viejo se rascó la cabeza y miró en derredor. Detrás de ellos el faro. Delante las rocas. El sol, arriba. El mar, más allá. —¿Ver el qué?

—La muerte del Sol —respondió ella al fin.

El sonido del oleaje contra la roca invadió todo por unos instantes.

—¿Sí? Yo aún lo veo muy vivo —señaló el viejo, emitiendo una sonora carcajada.

Al fin, hizo sonreír a la joven. Fue precioso y fugaz, como el rayo verde.

—Vamos, no juegue conmigo, señor —le reprendió ella, algo más seria—. Usted tiene pinta de llevar aquí toda la vida, seguro que conoce la leyenda.

—Ah… Ningún viejo marinero que se encuentre en esta costa puede desconocerla… Tampoco yo. Aunque, sin duda, no la recuerdo bien… Debes saber que hay tantas versiones como memorias. —afirmó el viejo.

La joven comprobó, entre fríos sudores, que el astro rey se encontraba en su cénit. Después asintió para sí. No disponía de mucho tiempo, pero necesitaba volver a oír aquella leyenda.

—Me encantaría escuchar su versión, si a usted no le importa. —dijo, secándose la frente con la manga raída del jersey.

—Y a mí me encantaría contártela, ¡Así podrás inventarte la tuya propia! — y guiñó un ojo cómplice a la joven: Casi había conseguido arrancarle una carcajada.

A pesar de considerarse un hombre muy sociable, hacía tiempo que el viejo no charlaba con nadie. Muchas más noches habían pasado desde la última vez que habló del «Ara Solis». En otros tiempos tenía muchos amigos y se contaban muchas historias. Incluso tenía familia.

Ahora solo quedaba el viejo.

—Te contaré la leyenda entonces… —animado, el viejo dio un respingo y se incorporó con una agilidad sorprendente—. Pero se cuenta mejor después de echar el sedal. ¿Te animas? —dijo tendiendo la caña hacia la joven.

—Oh, no… —respondió ella con rubor—. Todo suyo, de verdad.

—Está bien —respondió el viejo—. Pero es importante aprender a pescar. Incluso aunque no vayas a pescar nunca. Observa.

Y la joven observó con atención.

Primero, el viejo comprobó que la lombriz todavía se retorcía en el anzuelo. «Ah, ¡Qué hermosa es esta lombriz! Sin duda me traerá un buen pez a la mesa», pensó. Después, asió la caña y soltó un poco de cuerda. «El hombre firme como la roca, la caña libre como el mar», recordó para sí.

Se inclinó ligeramente, liberó la cuerda y, al fin, realizó un perfecto lanzamiento.

La boya del sedal sorteó las rocas y, tras sumergirse momentáneamente en las frías aguas del atlántico, confirmó que el cebo se encontraba donde debía. Un cálido orgullo imbuyó el espíritu del viejo. Una vez satisfecho, y con la caña asegurada, se sentó junto a la joven entre aspavientos.

—Si la fortuna así lo quiere, te invitaré a cenar. —dijo a la joven.

Sin embargo, la descubrió mirando al cielo con preocupación. Todo era gravedad en ella de nuevo. Su cuerpo temblaba entre escalofríos a pesar del calor reinante.

—Ahora —prosiguió el viejo—, lo prometido: la leyenda del «Ara Solis». ¿Aún te interesa escucharla? Recuerda que es una versión única en el mundo.

—Por supuesto. —respondió la joven con genuina sinceridad, intentando dejar atrás su desasosiego, atenta ante la perspectiva de escuchar una buena historia.

—Bien —el viejo carraspeó antes de proseguir—. Cuenta la leyenda que en tiempos inmemorables las tribus paganas de estas tierras adoraban al dios Sol. Él, en su infinita generosidad, cosechaba las almas de los muertos en el seno de su esfera durante el día, donando a cambio su calor y su luz para bien de la humanidad, dotándola de vida. Tal era su amor por los hombres, que llegaba a consumirse en su totalidad durante su tarea. Exhausto, buscaba reposo aquí, en el fin del mundo, donde nadie pudiese molestarle. Entonces, su esfera se sumergía en las oscuras aguas del océano, encontrando en su muerte una paz inmensa y una renovación absoluta. Depositando las almas de los muertos más allá del horizonte, en el otro mundo, permitiéndoles un gozo y un descanso eternos…

La joven, acunada por las palabras del viejo, relajó su anterior rostro compungido y observó el reflejo de los rayos solares en el manto oceánico, imaginando al astro rey como un piadoso Caronte.

—La adoración de la gente de estas tierras al sol era tal —prosiguió el viejo—, que se construyó un imponente altar en su honor, compuesto de cuatro columnas de más de diez metros y una magnífica cúpula dorada… Todo en este mismo lugar, ¿puedes imaginarlo? Quizá se situase en el faro, quizá en estas rocas, o justo donde estamos sentados ahora. —señaló el viejo con el entusiasmo de un niño.

Era sencillo visualizar aquella imagen. Las vistas desde el viejo faro eran tan místicas como imponentes.

—No solo lo imagino, señor. Lo creo.

Y, en ese momento, a pesar de todo, aquella joven lo creía.

—Yo también lo creo —convino el viejo, y continuó—. Como decía, fruto de esa devoción, se instauró un peregrinaje hasta este lugar. Eran miles de personas de muy remotos lugares las que, acompañando las almas de sus seres queridos, llegaban aquí para contemplar la «muerte del Sol» y el paso de esas almas al otro lado, al final del sendero de estrellas. Dicen que allí, en ese lugar sagrado, cada alma busca su lucero, encontrando al fin la paz eterna.

Paz eterna… Ella hubiera dado lo que hiciera falta, aunque fuera por una paz fugaz. La rehabilitación, el peregrinaje, habían sido un comienzo, ahora necesitaba sanar por completo. Estaba en ello.

—Suena bien. —dijo la muchacha, dejando volar su imaginación junto a un intenso anhelo.

—Ya lo creo, ya lo creo… Sin embargo, es solo una leyenda. Pero es una bella creencia la del «Ara Solis» sin duda —sentenció el viejo, después sacó un trozo de regaliz de una pequeña bandolera— ¿Quieres?

—No, muchas gracias. —respondió la joven con cierta aprensión, recordando aquel horrible sabor que había querido sustituir por el tabaco en sus innumerables intentos por dejar de fumar.

El viejo no le dio importancia al comentario y comenzó a mascar el regaliz de buena gana. Por fin había tenido un público real al que contar la vieja leyenda. Los percebes y los cangrejos que se escondían entre las oquedades de la roca no se mostraban tan interesados por sus historias como aquella joven. Con suerte podría contar alguna más antes del atardecer.

—Como he dicho, la tarea del Sol lo consume por completo: debe morir para trasladar todas las almas. Hay quien piensa que es una especie de castigo impuesto por el resto de dioses debido a la envidia que siempre ha despertado su belleza. Como un Prometeo astral, condenado por toda la eternidad a morir día tras día… Sin embargo, yo quiero pensar que lo hace de buen grado. Al fin y al cabo, es una tarea noble. Y, además, revive cada día con esplendor renovado. ¿Era esta la historia que conocías? —quiso saber el viejo.

—Más o menos… Aunque sé que para muchos la última parte es bastante más oscura… —admitió la joven, rascándose de nuevo el brazo.

—No lo dudo. Hay quién dice que el Sol no lleva las almas hacia una salvación, si no hacia una condenación eterna… Pero yo, que ya he vivido más años de los que serían convenientes, prefiero desear el paraíso que temer al infierno.

Las últimas palabras del viejo resonaron en el espíritu de la joven. Sintió una fuerza serena que le reconfortó. De nuevo, el batir de las olas contra la roca desnuda. Un latido ancestral que, al menos en ese instante, le pertenecía.

—Gracias por haber compartido su versión de la historia conmigo. Creo que es la versión correcta, desde luego. Además, me conviene pensar así, ahora que sé que todo está perdido. —confesó la joven.

El viejo escupió el regaliz. Sus ojos miraban con extrañeza a la joven.

—Esas son palabras muy serias, muchacha. ¿Cómo es eso de que todo está perdido?

La joven estaba perpleja ante la pregunta.

—Usted ha dicho que el sol revive para dar luz a un nuevo día… Bien, todo parece indicar que no habrá un mañana: esta muerte será la definitiva. Para él, para mí, para todos… — después cruzó las piernas y, con la mirada baja, volvió a morder su labio compulsivamente.

—Parece un asunto peliagudo. —dijo el viejo rascándose la barbilla.

«Increíble» pensó ella. Y se incorporó bruscamente.

— ¿De verdad no sabía usted nada de esto? ¡No he escuchado otra cosa desde hace meses! Todos los medios, fuentes científicas, e incluso los políticos… Todo el mundo dice que esto va a ocurrir hoy. Todo el mundo me lo ha dicho. —informó la joven, algo molesta por la despreocupación de su interlocutor— Joder, me imaginaba que estaba usted aislado, pero no puedo creer que nadie le haya informado.

Enseguida se arrepintió por hablar así al viejo. Él no se lo tuvo en cuenta.

—Quizá lo hicieran. Pero, verás, por aquí hace mucho que no pasa nadie… Además, soy muy despistado —admitió el viejo. Después, sus ojos captaron el brillo del sol, como hace habitualmente el oleaje de mediodía—. Solo esta mañana me he olvidado dos veces de poner lastre en el sedal. ¿Ves toda esa maraña de hilo? Se ha enredado en las rocas por no tener plomo. Lo tuve que cortar. Ya no vale para nada. A mí me ha pasado siempre un poco así: me siento aquí y mi mente echa a volar lejos, con esa gaviota o esa nube… Es molesto a veces, pero reconozco cierto placer en salir de este mundo por unos instantes. Al fin y al cabo, aquí el tiempo parece detenerse. Nada es tan importante en este lugar. —y volvió a silbar la vieja canción que tanto le gustaba.

La joven reflexionó sobre lo que el viejo acababa de decir. Admiraba la serenidad con la que aquel hombre exhibía sus defectos, el cariño y la bondad que les profesaba, tanto o más de los que la mayoría profesa a sus virtudes. Aunque le irritaba su actitud indiferente hacia el fin del mundo.

Ella no era así. Ella estaba siempre preocupada y, lo sabía, nunca iba a encontrar un remedio para ello. Lo único que había podido hacer era evadirse, callar su mente un rato, alejarse de sí. Aunque el precio había sido terrible.

Sin embargo, había encontrado cierta paz en su vida cuando se confirmó la muerte del Sol. Todo lo demás había perdido su peso. Era una terapia mucho mejor que los años que había pasado en la clínica. Al final el destino la había empujado. Aunque tenía miedo de irse con demasiado plomo dentro.

—¿No está preocupado? —preguntó la joven.

El viejo dejó de silbar por un instante. 

—No, no demasiado. He visto morir al Sol muchas veces bajo el horizonte, tantas como le he visto alzarse. También he oído muchas veces que la tierra es plana y que si navegas unas cuantas millas al oeste te caes al espacio exterior… Bobadas —sentenció.

Después retomó la canción. La joven se sorprendió al reconocer la melodía de “The Fields of Athenry”, pero eso no apaciguó su malestar. 

—Esto no es una metáfora, señor. El Sol va a desaparecer y con él toda la vida en la tierra. Lo han dicho, lo sé, se lo juro. —dijo ella, molesta.

—Yo no hablo de ninguna metáfora. —respondió el viejo con total tranquilidad— El Sol muere aquí cada día. Y nace al siguiente. Ha sido siempre así. 

“Está claro que es un loco o la persona más espiritual que he conocido” pensó la joven. Después una espesa nube nubló el rostro del viejo.

—Aunque sería una pena. Si lo que dices es cierto, si no hay un mañana, y el sol no renace, será una pena… Es algo muy bonito… ¡Y lo vas a ver por primera vez! ¡Cómo te envidio, jovencita! No hay nada igual —sonrío y comprobó el sedal, pero ningún pez había picado el anzuelo, después se percató de algo importante—. Sabes, antes no me has contestado del todo… ¿Por qué has venido aquí, precisamente?

No era una respuesta sencilla. La joven no creía saberlo con certeza siquiera. Pero intentó expresar con palabras aquello que llevaba tanto tiempo atenazando su corazón.

—Verá… Siempre me he sentido perdida, arrastrada por las circunstancias. Por todas las expectativas depositadas en mí, por las obligaciones que debí asumir… Por los miles de errores que cometí, por todo y todos a los que perdí… Sin embargo, cuando se anunció el fin del mundo, la angustia por el mañana se esfumó de un plumazo. Lo único que lamentaba no haber podido asumir el control de mi vida antes de que el mundo se acabase. Así que quise elegir. Ver mundo y decidir cómo acabarían mis días en él. Desterrar el miedo y el odio hacia la vida que siempre me habían acompañado —le temblaba la voz, pero, al compartirlo, la joven experimentó una inusitada ligereza—. Sentí que tenía que venir aquí para completar mi camino. Para sanar del todo.

—Entonces, eres como el Sol, querida: tú también tienes una tarea noble. Quizá la más noble de todas. —quiso hacerle saber el viejo.

En ese momento, estridentes risas plumíferas sobrevolaron sus cabezas. Ella odiaba a las gaviotas. Le recordaban a ese tipo de persona. Molesta, ignorante, y egoísta; aparentemente indolente ante el sufrimiento de los demás. Rompían sin esfuerzo la preciada paz interior que tanto le costaba atesorar.

—Ah, espero que ellas tengan más suerte que yo con su pesca. —observó el viejo.

Ella no quería irse así. No podía perdonarlas, ni a ellas ni a nadie. Ni a su padre por haberles abandonado, ni a su madre por haberla echado de casa cuando más la necesitaba. Ya no le daba tiempo, pero se esforzó por ver a las gaviotas con los ojos de aquel viejo.

Reconoció, al menos, que su enérgica silueta completaba la belleza del cielo. Poco más. No tenía tanto tiempo ni tanta bondad como para aceptar a aquellos seres por completo. Ella tampoco era perfecta. Bien lo sabía. Quizá no consiguiera irse en paz, quizá se fuera con rabia por todo lo que la vida le debía a su corta edad… Pero estaba en ello, aún no se había ido, todavía no.

Estaba en ello.

Se sintió algo mejor.

Súbitamente, el viejo pegó un respingo. La flexibilidad de la caña se ponía a prueba en aquellos momentos.

—¡Oh! ¡Mira! ¡Parece que han picado! —exclamó, sujetando a duras penas la caña.

—¡La caña, se va a romper! —advirtió la joven.

Entonces el viejo marinero sacó una pequeña navaja de su chaleco de pescador y cortó el hilo de un tajo, reconociendo su derrota ante aquella, sin duda, magnífica criatura.

—Vaya… Lo siento mucho por usted, señor. Si quiere podemos compartir la comida que llevo en la mochila. —dijo ella para consolar al viejo.

—Eres muy considerada —contestó el viejo, aun recuperando el resuello tras el esfuerzo—, pero temo que soy un pescador orgulloso: aún confío en capturar una buena pieza. Más ahora, que sé que hay un enemigo formidable bajo estas aguas —su voz destilaba ilusión—. Eso sí, necesitaré tu ayuda. Me temo que mis fuerzas ya no pueden competir ni con un triste cabracho.

—Cuente conmigo. —dijo la joven. Y estrecharon manos.

—¡Excelente! ¡Ese bribón no tiene nada que hacer! —exclamó el viejo.

Ebrio de entusiasmo, preparó la caña y, de nuevo, realizó un enérgico lanzamiento. Carente de lastre, el hilo fue movido por el viento y se enredó entre las rocas. 

***

Pasaron varias horas, y el paisaje adquirió un mayor contraste: tonos naranjas y azules en un óleo de ensueño, obra del astro rey, cada vez más cercano al horizonte. 

En ese tiempo la joven mantuvo largas conversaciones con el viejo pescador. Con cada intercambio de sabiduría, los síntomas, los insoportables dolores que tanto le habían atormentado desde que escapase del centro de rehabilitación, parecían remitir.  

Aprendió muchas cosas.

Cosas que, en realidad, ya sabía.

La mayoría eran recuerdos.

Aprendió de nuevo a domar las nubes del verano en todas sus formas. Volvió a observar la vida sencilla de los cangrejos ermitaños, ocultos entre las rocas como secretos de mar. Escuchó todas las voces, todas las tonalidades, del murmullo de la espuma marina. Silbó a dúo, y cantó para sus adentros, como quién se sabe acompañar del silencio. Comprendió que el humor del viejo no era simple ironía, sino una declaración de dignidad ante una vida áspera…

Incluso, aprendió a pescar.

A esperar cuando ya no le quedaba tiempo.  

—¡Han picado! —gritó la joven con júbilo.

—¡Debe ser el truhan de antes! ¡No sueltes, que voy!

La lucha fue feroz, pero el pacto funcionó como había previsto el viejo: tras unos minutos, la unión de fuerzas consiguió doblegar finalmente al pez.

—Un hermoso ejemplar de mero. Debe pesar unos treinta kilos. ¿Qué te parece? —dijo el viejo sosteniéndolo entre sus brazos con esfuerzo.

—Me gusta su “cresta” —contestó la joven, refiriéndose a la picuda aleta dorsal del pez—. Es “punkie”.

El viejo no entendió la última palabra. Se conformó con la alegría de haber compartido una captura tan estupenda con aquella joven. Otra vez.

Cenaron en el interior del faro. Fue una cena memorable, tan buena como cabría esperar.

Después, los colores del cielo y del mar crecieron en intensidad. El ocaso era inminente.

La esfera solar rozó las aguas del atlántico, reproduciendo su brillo rojo y dorado en la superficie del mar.

—Ya es la hora. —dijo el viejo.

—Lo sé —respondió la joven, con inusitada calma en su voz—. Es precioso.

—No hay nada más bello —convino el viejo —. ¿No tienes miedo?

—Un poco, pero estoy en ello… Prefiero desear el cielo que temer al infierno. —respondió ella, sin apartar la vista del horizonte.

—Eso es. «Ultreia et suseia». Buen viaje, peregrina. Te seguiré esperando al otro lado. —dijo el viejo con dulzura, como cuando la despedía antes de dormir.

Ella no escuchó las últimas palabras del viejo. Pero las sintió.  

Finalmente, el sol se hundió en la inmensidad del océano. Después, la oscuridad.

—Adiós. Espero verte mañana. —dijo ella.

Por lo visto, como supo más tarde, los delirios, la sensación de muerte inminente, era común en muchos pacientes durante abstinencias intensas.

Sin embargo, aunque hacía muchos años que el viejo había muerto, ella lo había visto. Lo vio aquella noche en la que finalmente venció a sus demonios, más allá del confín del mundo, en una estrella.

Pescando, silbando alegre, como siempre hacía.

Ella le dio las gracias.

El viejo tenía razón.

El Sol volvió a salir.

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7 de octubre de 2025
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