«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
Escúchalo aquí:

Monty el Pendenciero vivía desde hacía cinco años en la cabeza de Phil, el gigantesco titán minotauro del monte Picoso.

El diminuto duende dormía calentito entre la espesa cabellera verde del titán y, entre los dos cuernos de su compañero, tendía la ropa.

Phil era tan enorme, que tardó más de dos años en percatarse siquiera de la presencia de Monty. No cayó en la cuenta hasta aquella ocasión en la que Monty invitó a otros treinta duendes del trigal a su “estupendo ático” para la «fiesta más fantástica del mundo mundial».

Lo cierto era que la vida distendida de Monty era de todo menos discreta: bebía cerveza a barriles, practicaba claqué a todas horas y cantaba a grito pelado en la ducha. Aquella fiesta fue la gota que colmó el vaso: el propio Monty y varios de los duendes, en extremo estado de embriaguez, causaron estragos en el cuero cabelludo del pobre Phil, provocándole un insoportable picor.

Al principio Phil, acostumbrado a la soledad, pensó que tal escándalo era, en realidad, producto de su psique. Aquella música disco a todo volumen, aquellos aullidos de júbilo, no podían ser reales. Le preocupaba de veras volverse loco; que su involuntario ostracismo le estuviese pasando factura.

Su hipocondría y su psicosis, ya de por sí preocupantes, no habían hecho si no aumentar con el paso de los siglos. Hasta tal punto que ya (casi) no comía humanos; pues había leído en una de las cartas de su tía Frida que causaban todo tipo de problemas gastrointestinales…

Al fin la fiesta duendil se desbocó y el picor aumentó hasta cotas insoportables. Phil intentó serenarse. Probó diferentes formas de relajación (aspirar las calentitas y mullidas nubes estivales era de sus favoritas), pero de nada sirvió. Aquel escándalo iba a más. Y peor: le picaba horriblemente la cabeza.

—¿Quién osa interrumpir mi paz? —rugió el titán, rascando su pétreo cogote con sus zarpas en busca de alivio.

Tras unos segundos de un terrible alboroto, un ser diminuto descendió por la frente de Phil hasta su vasto hocico. El titán, casi bizco, consiguió enfocar en sus narices a un colorido duende, que vestía ropas llenas de remiendos y cascabeles. Aunque estaba enfadado, y nunca lo reconocería delante de Monty, le pareció un tipo muy gracioso desde el principio.

—¡Pare de inmediato! —gritó Monty con su histriónica voz— ¿No ve que estoy montando la fiesta más fantástica del mundo mundial? ¡Le insto a cesar su violenta y salvaje actitud, caballero! –ordenó el duende, de forma tan pendenciera, como pendenciero era, que dejó boquiabierto al pobre Phil.

—Ah… Perdón. —se disculpó el titán, con una vergüenza que sentía que no le pertenecía.

—¿Peeeeeeerdón? —exageró Monty— ¿Es eso todo lo que tiene que decir? ¿Cree que una simple disculpa compensará todo el daño que usted ha provocado? Varios de mis colegas han salido despedidos por los aires y mi apartamento ha sufrido cuantiosos daños (que deberán ser pormenorizadamente peritados, por supuesto). Y lo peor: mi ligue dice que jamás volverá a estar con alguien que viva en la cabeza de un gigante… —se lamentó, impostando un ridículo tono tristón— ¡Nos veremos en los tribunales de la junjullería, señor! ¡Voy a meterle una demanda que va a alucinar! ¡Se lo puedo asegurar! ¡Va a alucinar!

Pero el rocoso titán no alucinó demasiado. Simplemente se encogió de hombros, provocando que varias de las cigüeñas que anidaban sobre ellos saliesen volando, para regresar instantes después. Phil no sabía que era un tribunal. Mucho menos una «junjullería». Pero se alegró de no haberse vuelto loco y, aún más, de que el picor hubiese cesado.

Al final, como casi todas las amenazas que profería Monty, todo quedó en agua de borrajas. El bravucón duende sabía que, en realidad, Phil podía aplastarlo en cualquier momento y que, por supuesto, ni siquiera existía un sistema judicial con garantías en aquel mundo de fantasía.

Así que no fueron a los tribunales.

Que, por otra parte, tampoco existían.

***

Lo que sí hicieron fue recorrer mundo juntos.

Phil vivía casi todo el año en una gran cueva situada en el corazón de la montaña más elevada de la región: el Monte Picoso. Un monumento natural sobrecogedor, prácticamente inaccesible para los humanos, que contaba con más leyendas en su haber que árboles en sus frondosos bosques.

Sin embargo, Phil se desplazaba cada cierto tiempo, con el paso de las estaciones. No soportaba los largos inviernos aislado en el Monte Picoso, con un frío que se le metía por las grietas de su pétrea piel. Además, se aburría mucho en su solitaria montaña…

Como una pulga a un perro, Monty debió encaramarse a su pelo en aquella primavera que pasó cerca de los trigales que rodeaban las faldas del Monte Picoso. Los campos verdes, aún tiernos, le resultaban ciertamente acogedores y refrescantes, muy convenientes para una reparadora siesta. Ahora bien, se corría el riesgo de que alguien como Monty se encaramase a uno.

Al menos a Phil no le habían hecho un humillante «Gulliver» como le advertía la tía Frida en sus cartas. «Tú tío era un haragán, ¡Y mira cómo acabó! Atado por unos diminutos en las costas de Turuntú… ¡Bah! Nunca permitas que te hagan un Gulliver hijo mío… No hay mayor deshonra para los de nuestra especie» solía decir la tía Frida…

Cuando al fin se conocieron mejor, Monty le confesó a Phil que era un «junjun», o duende del trigal, y que se había visto obligado a abandonar su aldea por los serios problemas de vivienda que atravesaba la sociedad junjun. Para justificar su situación, Monty habló de conceptos que a Phil le resultaban muy complejos: inflantacionismo pajil, fondos águilucho y baja percepción trigarial.

Nada más lejos de la realidad. En la junjullería, como se conocía al conjunto de los duendes del trigal o junjun, cada uno era libre de meterse en el hoyo que le placiera. Había cantidad de ellos para elegir dispersos por la superficie de los campos… Además, ni siquiera existía algo parecido a una economía en una sociedad que se basaba en el expolio de cereal y la burla hacia los humanos.

Lo cierto era que, hartos del lamentable comportamiento de Monty, los junjun lo habían expulsado por vago y malandrín. Simplemente. Era molesto hasta para los más molestos seres, aquellos que diezmaban las cosechas de trigo y cebada de los humanos todos los veranos… Condenado al exilio por pesado. Aunque Monty prefería el conveniente título de «Pendenciero».

Monty el Pendenciero, vivía desde hacía cinco años en la cabeza de Phil, el titán minotauro. Y, a pesar de su primer encuentro, se habían convertido en amigos inseparables. Habían vivido mucho juntos en un mundo que los quería lejos, o mejor, muertos. Ambos perseguidos por los cruentos humanos de las aldeas y ciudades que rodeaban las faldas del Monte Picoso. Una serie de vívidas experiencias en definitiva que, se quiera o no, unen mucho.

Harto de huir de turbas enfurecidas y, especialmente, del incansable héroe conocido como El Caballero de la Amapola, Phil había decidido aquel año, y contra su voluntad, pasar el invierno en su fría cueva de la montaña. 

—Ya sé que estás harto…. Pero no puedes dejarte influenciar por lo que esos estúpidos humanos digan de ti…. Además, ¡Se me van a congelar hasta los cascabeles, Phil! Te lo digo en serio, si vamos a la montaña no duraré demasiado. —se quejaba amargamente Monty, mientras el titán avanzaba por los campos nevados en dirección al Monte Picoso.

Phil se rascó su pétrea barbilla, pensativo. Varios cascotes de roca se desprendieron de su prominente mentón.

—¿Significa eso que al fin me dejarás tranquilo? —dijo impasible. 

—Oh, vamos. —respondió Monty con exagerada teatralidad— ¿Qué harías sin mí? Con bien que lo pasamos, grandullón… Por cierto, —dijo, cambiando súbitamente de tema, como si el frío ya no fuese su prioridad— siéntate y mira con atención: ¡Vas a alucinar! 

Phil se sentó lentamente sobre la superficie nevada para no provocar (ya llevaba un par de disgustos últimamente con el tema) un terremoto. Después soltó un profundo suspiro que arremolinó el constante caer de los copos de nieve.

—Cuando quieras. —dijo Phil, con cierta pereza.

Monty descendió hasta la peluda barriga de Phil y, cuando se aseguró de que el titán miraba, sacó siete pelotitas de tela de los más brillantes colores. 

—Me estás mirando, ¿no? —quiso saber el junjun por enésima vez, a lo que Phil asintió cansino— ¡Vas a alucinar! —repitió emocionado. 

Entonces Monty comenzó su lamentable número circomusical. Aunque sostenía con dificultad las siete pelotitas entre sus diminutas manos, parecía seguro de sí mismo. Quizá, demasiado.

Para romper el hielo comenzó con un baile algo obsceno: el cual terminaba con sus posaderas al aire y su cara sonriente de expresión burlona entre sus piernas. Después, lanzó las pelotitas de colores al aire. Al principio parecía que tenía todo controlado, pero en cada vuelta de malabares iba perdiendo una de las pelotitas, lo cual hizo que el espectáculo se volviese todavía más patético por momentos…

—¡Tachán! —dijo siete vueltas después, jadeando y con pose triunfal. 

—Muy bueno. —dijo Phil, sin un gramo de emoción.

—¿Sí? ¡Anda no me hagas sonrojar! A ver… ¿Tú crees? ¿Te ha alucinado? —quiso saber el junjun.

Phil siempre animaba a Monty, a su manera.

—Alucinado es poco… es… es… Excepcional. —dijo al fin— Tu mejor actuación. —mintió, desviando la mirada.

—¡Lo sabía! ¡Es la leche! —se entusiasmó Monty— Esto les va a dejar flipados, ya verás. Ese estúpido jefe junjun va a alucinar también. —afirmó lleno de orgullo. 

Solo había un problema: La única condición de Prístino de Sémola, jefe de todos los junjun, para permitir que Monty regresase a la junjullería era que lo hiciese en forma de cadáver.

Pero Monty era optimista. Pensaba que la alucinosidad de su show le aseguraría el regreso junto a los suyos. Al fin y al cabo, llevaba meses ensayando y la calidad de su espectáculo era innegable. Sin embargo, Phil estaba tranquilo: si esa era la calidad del espectáculo, entonces su amigo permanecería junto a él por mucho mucho tiempo. Además, parecía que el duende, borracho de su propio ego, se había olvidado por completo del asunto del cruel frío invernal.

Con Monty satisfecho, y acomodado en un cojín entre sus cuernos, el titán retomó su pesada marcha evitando todo asentamiento humano. Phil atravesó campos, ciénagas, praderas y bosques, haciendo retumbar la tierra y dejando a su paso un inevitable rastro de destrucción y de huellas profundas; tan largas como la eslora de un galeón.

El acceso más sencillo al Monte Picoso, o al menos el que evitaba clavarse más pinos de los convenientes para los pies de un titán, era el Desfiladero de Los Despeñados. Así que, como tenía por costumbre, Phil se internó por el paso.

Se trataba de un cañón labrado por el río Peral. Una kilométrica y profunda zanja natural, llena de agua y de vida, que para Phil era poco menos que un conveniente sendero hasta su cueva. Pues la parte más alta del desfiladero apenas le llegaba a la cintura, y su anchura era lo suficientemente generosa como para que el titán transitase con relativa comodidad.

Cada uno de sus pasos hacía huir a ciervos, aves y peces por igual. Aunque ya estaban, en cierta manera, acostumbrados a los paseos del titán. Además, Phil, en toda su bondad, siempre procuraba pisar por las huellas que ya había dejado previamente; aquellas huellas que dejó hace siglos, en su primer tránsito hasta el corazón del Monte Picoso.

En su contemplativo caminar el titán aspiró lentamente el aire invernal. Se sentía en paz por primera vez en mucho tiempo. La vida no le había sonreído últimamente. A pesar de sus numerosos intentos por hacer amigos, todos sus contactos con los humanos habían terminado de forma catastrófica.

En alguna ocasión su hambre le había traicionado, era cierto, pero en otras había tenido, simplemente, mala suerte. Como aquella vez en la que se durmió a las puertas de la capital, bloqueando el comercio durante meses. O aquella otra en la que intentó hacer un favor al mismísimo rey, agarrando el barco en el que viajaba para trasladarlo directamente a sus aposentos en el castillo real. Vale, igual no debería haberlo empotrado en la Torre de la Corona de aquella manera tan brusca, pero su intención siempre había sido noble.

—¡Nos volvemos a ver, vil criatura! —graznó una punzante voz desde lo alto del desfiladero. —¡Esta vez no tienes escapatoria! ¡Has caído en mi ingeniosa emboscada! —dijo triunfante el Caballero de la Amapola, mientras agitaba su lanza y sus amenazas se expandían a lo largo del cañón.

El caballero, ataviado con su endeble y característica armadura roja de latón, montaba un penco, que apenas si podía sostener el peso de su amo.

—Pero, ¿Qué narices le pasa a este tío? ¿Es que no se cansa nunca? —dijo Monty.

Phil entornó los ojos.

—Parece que tiene una seria obsesión con matarme… Quizá debería espachurrarlo de una vez por todas. —dijo Phil, sintiéndose mal al instante por haber verbalizado sus pensamientos homicidas.

—¿Sabes qué me dijo Quinzi el otro día cuando fui a comprar a la ciudad?

—Ah, ya sabes que no me gusta que te juntes con ese Quinzi. No quiero ni saberlo.

—Vas a alucinar… —prosiguió Monty, ignorando las reticencias de su amigo— Resulta que el Caballero de la Amapola no es su nombre real, en realidad se llama Francis Freuland y ni siquiera es un caballero del rey. No señor, no es más que un loco psicópata. El muy zumbado cree que si te mata se ganará el favor de su majestad…

—Amm… Bueno, eso no necesito que me lo diga ese chismoso junjun de Quinzi, eso ya lo había deducido. —hizo saber Phil— Salta a la vista: es bastante extraño el tipo.

—Sí eso puede deducirse… —admitió Monty— Pero, si no se llama así… Y no es caballero…

—¿Entonces por qué le llaman el Caballero de la Amapola? —se cuestionó Phil.

—¡Ajá! ¡Bingo! ¡Vas a alucinar! —celebró Monty— Verás… Quinzi me dijo que le llaman así porque…

Entonces se escuchó un relincho sobre sus cabezas, en lo alto del profundo desfiladero.

—¡Muerte al Titán! ¡Por el rey Fastuoso X, larga vida al soberano! ¡Vamos, Brizna! ¡Al galope!

El Caballero de la Amapola, con los ojos fuera de sus órbitas, espoleaba a su caballo violentamente para enfrentar al titán minotauro. Sin embargo, tendría que saltar al vacío para intentar alcanzar a Phil con su lanza. Pues varias decenas de metros separaban el cuerpo de Phil del borde superior del desfiladero.

Monty, desde la seguridad que le proporcionaba la cabeza de su colosal amigo, lanzaba todo tipo de bravuconadas al Caballero de la Amapola.

—¡Eh! ¡Francis! —gritó para llamar la atención del caballero— ¡Vamos, salta! ¡Enfréntate a nosotros!

El Caballero de la Amapola se revolvió aparatosamente sobre su montura.

—¿Quién te ha dicho qué me llamo así? —dijo indignado y con algo de preocupación — ¡Mi nombre es el Caballero de la Amapola! Y has de saber que tengo el favor del rey para abatir a esta infame criatura y a cualquier deslenguado que ande con ella… ¡Especialmente a un junjun renegado y deslenguado como tú!

El rey había ordenado dar muerte a Phil, pues su sola presencia cuestionaba su autoridad suprema a ojos de sus súbditos. Pero, tras cientos de intentos fallidos sus caballeros, habían desistido de tal empresa. Concluyeron que querer dar muerte al titán era como querer matar al océano o al sol: simplemente, era imposible.

Pero, el mercenario loco del rey conocido como El Caballero de la Amapola, no compartía su derrotismo.

—¡Venga, Francis! —dijo Monty— ¡Aquí te estamos esperando!

—Que no… me llamo… ¡Francis! —vociferó El Caballero de la Amapola con fuego en la mirada. Su enjuta montura, sufridora de las constantes locuras de su amo, se mostraba inquieta.

Totalmente ciego por las provocaciones de Monty, Francis, perdón, El Caballero de la Amapola, espoleó de nuevo a su desdichado caballo, esta vez con más furia.

—Vamos, ¡Salta! —animaba Monty.

—No sé, Monty… Quizás deberías dejar de provocarle. Parece que está dispuesto a saltar. —dijo Phil, preocupado. A pesar de las molestias que le causaba, no deseaba ningún mal al caballero, mucho menos la muerte.

—Bah, es un cobarde —respondió el junjun— Ya verás como llega al borde del desfiladero y se da la vuelta…

—¡Por la gloriAAAAAAAAAAaaaaaaaaaaaaaaa…………..! —gritó El Caballero de la Amapola, mientras caía junto a su montura al vacío. Después se escuchó un «plof» metálico en el fondo del cañón.

—Ups…. ¿Crees que habrá muerto? —quiso saber Monty.

Una gélida corriente atravesó el desfiladero. El eco de las últimas palabras del caballero aún recorría sus paredes.

—Tengo frío, sigamos. —dijo Phil entre los sonoros castañeos de sus dientes.

—¡Espera! ¿No quieres saber por qué le llaman El Caballero de la Amapola en realidad? —preguntó Monty.

—No está bien chismorrear sobre gente que se tira por los desfiladeros… —dijo Phil— Además, se trata de una muerte reciente… Aunque sospecho que me lo vas a contar de todas formas, ¿no?

—Está bien… Si insistes te lo contaré… —dijo Monty sin hacerse de rogar— ¡Vas a alucinar! ¡Resulta que es por el opio! Quinzi lo pilló varias veces en el fumadero… Al tío le salía el humo hasta por las orejas. Por eso está tan zumbado. Se le ha ido la olla con tanto líquido de amapola…

—Eso también lo habría podido deducir. No tenía buen aspecto. Aunque quisiera acabar conmigo, me da cierta pena que haya muerto. Quizá hubiera podido rehabilitarse.

—Quizá… —los copos de nieve caían pesados sobre la cabeza del titán provocando que la estupenda alfombra persa del salón de Monty quedara prácticamente oculta bajo un manto blanco.— En fin, grandullón, condúcenos a esa dichosa cueva cuanto antes o acabaré muerto yo también. Ya noto como el frío se me mete hasta por los calzoncillos…

Mientras Monty se acomodaba en su pequeña cama bajo una espesa manta de piel de conejo, el titán retomó su pesada marcha. La tranquilidad que tanto ansiaba lejos de los locos humanos estaba cada vez más próxima. Sin embargo, la cueva que Phil siempre había llamado «hogar» le tenía reservada una desagradable sorpresa….

¿Algo que decir, Viajero?

Otras textos del estante Relatos cortos

7 de octubre de 2025
Custodio:
Leer
20 de agosto de 2025
Custodio:
Leer