«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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29 de marzo de 1796:

Mi dulce Mélanie, jamás pensé que me vería en la tesitura de plasmar estas palabras, mas lo preocupante de la situación en el ejército de Italia en su conjunto, fuerza mi mano. Han pasado ya meses desde la última vez que algún soldado recibió su paga y a día de hoy todo material, incluida la comida resulta escaso. Las yermas laderas del Piamonte nada tienen que ofrecer a los poco más de 40.000 soldados hambrientos a los que nos hemos visto reducidos. El amotinamiento es una amenaza constante, pero la triste realidad, es que de no ocurrir un milagro, lo único que nos separa de la aniquilación es el lento pero incesante paso del tiempo. Y frente a este desastre desde París, cuando por fin se deciden a destituir al viejo, elevan a un corso de unos treinta años, un tal Bonaparte. Parece un mal chiste…

Pero no debo dejar que el impulso egoísta me venza y malgaste estas líneas en un torpe y condenado intento por desahogar mi alma atribulada. Estas líneas, como todo mi ser, te pertenecen a ti mi ángel de cabellos de ébano y sonrisa de seda. El rayo de luz que iluminó mi vida el día que me dirigiste esos luceros de denso chocolate aún hoy me acompaña y calienta mis cansados huesos incluso en las más penosas circunstancias.

Puede que nuestro mañana sea incierto, pero jamás dudes que desde el momento en que te conocí he sido tuyo y no ha pasado una noche en que no haya deseado abandonar hasta el más dulce sueño que un hombre pueda concebir sólo por volver a tus brazos.

Siempre tuyo, Simón.

***

26 de abril de 1796:

¡Oh! Mi dulcísima Mélanie, cerca de un mes ha pasado desde que te escribiese la última misiva; y con qué negra perspectiva la redacté. No puedo ni imaginar el infierno en que tan prolongado silencio ha debido sumirte, pero hasta hace poco las líneas en la retaguardia no habían sido reorganizadas y toda comunicación resultaba imposible.

Lo ha conseguido amor mío, el general Napoleón lo ha conseguido. El austriaco se retira, Piamonte hinca la rodilla frente a París y mientras tanto a nosotros nos bañan los caritativos rayos del sol del valle del Po. Las verdes praderas nos han rescatado del hambre y de sus fértiles senos manan el pan y el vino. Jamás, y no te miento mi ángel, jamás había probado un néctar más dulce ni comido un pan tan tierno como el de esta bendita tierra.

La moral es inmejorable y el general (sí, mi cielo, ese mismo hombre sobre el que este pobre infeliz osó despotricar en su día) es vitoreado allí por donde pasa. Y no es para menos, tomó el ejército de Italia al borde de la aniquilación y en una quincena bajo su mando obtuvimos 6 victorias, capturamos 21 insignias y 55 cañones, tomamos varias fortificaciones y subyugamos al Piamonte, 15.000 hombres han sido hechos prisioneros y 10.000 han muerto o quedado heridos.

El aire estos días deja un dulce sabor en mi paladar estropeado únicamente por la amargura de tu ausencia, mi amor. La vida, hoy, es buena.

P.D.

Bien sabes, querida, que en estas misivas trato, en la medida de lo posible, de ahorrarte los detalles y la general crudeza de la vida del soldado. Mas durante la toma de la ciudad de Moldovi presencié un acontecimiento de lo más desconcertante que se niega a abandonar mi memoria y me acecha en la quietud del crepúsculo.

Te pido que disculpes la debilidad de este que te adora y como cuando no éramos más que críos seas mi confidente y aligeres mis cargas con tu gentil comprensión.

Como he dicho esto sucedió durante la toma de Moldovi, pero algo de contexto es necesario para entender el conjunto.

Desde el 16 de marzo unos 13.000 piamonteses bajo el mando del general Colli venían escurriéndosele a nuestras fuerzas, levantando el campamento al abrigo de la noche y retirándose a posiciones más fortificadas. Esta sucesión de acontecimientos vino repitiéndose hasta el 21; fecha para la que se había preparado un gran asalto que se esperaba fuese definitivo. Pero nuevamente Colli se escabulló refugiándose esta vez en la ciudad de Moldovi. En cuanto se tuvo noticia de los movimientos del enemigo Colli, el general Stengel ordenó una persecución a caballo que culminó con la muerte de este. Mas el sacrificio del más veterano oficial de caballería del ejército de Italia no fue en vano, pues su valor impidió al enemigo fortificar la ciudad. Inspirado por esto, el viejo Sérurier nos organizó en tres columnas y dirigió la carga contra la ciudad.

Penetramos imparables y no encontramos resistencia significativa más que en el arsenal. Junto con una docena de compañeros se me ordenó entrar y tomar el edificio, y aunque reconozco que la idea de entrar en combate cuerpo a cuerpo por angostos pasillos me aterraba, el exaltado y ardiente estado de ánimo de mis camaradas se me contagió enseguida.

Entramos al edificio y la descarga de una línea improvisada se llevó a tres buenos hombres. Contestamos al fuego y nuestros oponentes se dieron a la fuga hacia las entrañas de aquella oscura construcción. El ácido humo de la pólvora, resultaba asfixiante y se metía en los ojos haciéndonos llorar.  Mientras nos lanzamos tras los defensores, el sargento colocó su mano sobre mi hombro y señaló una puerta al lateral del corredor. 

Mientras el resto continuaba avanzando me dirigí a la puerta y la abrí de golpe. dentro del pequeño cuarto encontré a un soldado que, dándome la espalda, contemplaba la pared a no más de un palmo de distancia de la misma. A los pies del hombre estaba su arma. Dando por sentado que se había rendido llamé su atención y cuando se dio la vuelta y me confrontó, te juro amor mío que se me heló la sangre y mordidas de un frío ártico, atenazaron mi alma. Se trataba de un crío de no más de 16 años, imberbe, de pelo lampiño y cara pecosa. En su expresión no había rastro alguno de temor, por el contrario, esbozada una sonrisa amplia y tensa que parecía a punto de agrietarle la piel en la comisura de los labios. Sus ojos no me veían; pero no tenía la mirada vacía y perdida de los dementes, no, estaban fijos en algún punto ignoto y parecían como «abandonados a la contemplación eterna de la gloria infinita». Sin prestar la más mínima atención a mi arma erguida avanzó hacia mí y, paralizado por la escena, tuve que contemplar como ese niño se ensartaba en mi bayoneta sin que aquella ominosa sonrisa abandonase su rostro.

La guerra es terrible ángel mío, y aunque el plomo y el acero nunca prueben tu carne pocos escapan indemnes. Te echo de menos.

Siempre tuyo, Simón.

***

11 de mayo de 1796:

Amor mío, esta pobre alma atormentada te añora y te busca herida como una noche sin luna o una tempestad sin olas. Mi actual estado es lamentable, me tiemblan las manos hasta el punto que escribir esta carta es una tarea hercúlea, no como, no duermo y tan apenas puede decirse que sigo viviendo. Únicamente tu recuerdo me mantiene cuerdo, Mélanie. Lo he vuelto a ver.

Con el piamontés capitulado, nuestras tropas abastecidas y las líneas de comunicación con la patria estables por fin, Beaulieu, ese austriaco cobarde, se retiró a Milán y dispersó sus tropas por su orilla del Po, pretendiendo defender todos los cruces del río de una sola vez y así detener nuestro avance. Pero el general Bonaparte tenía otros planes.

Teniendo Viena siempre presente, el avance era nuestra única opción. Mediante un amago de ataque sobre Valenza, el general forzó al austriaco a replegarse hacia el este y abandonar Milán so pena de quedar aislado en territorio enemigo. Mientras este trataba de concentrar sus fuerzas en Valenza; una columna de granaderos y caballería fue enviada a Piacenza donde aplastaron la insignificante guarnición; garantizándonos un punto de cruce sobre el río al soportar heroicamente los esfuerzos enemigos por retomar la plaza. Una vez más el cobarde austriaco puso tierra de por medio y en esta ocasión se refugió en la orilla oriental del río Arda. Siguiendo la persecución nuestras tropas entraron en el pueblo de Lodi por el sur, y ahí vi por primera vez el puente. La piedra ennegrecida y devastada por el paso de los años confería a la estructura un aire vetusto y solemne; mientras los múltiples arcos encontraban en las agitadas aguas un distorsionado némesis que los completaba de forma grotesca dándoles la apariencia de delirantes portales a un paradero ignoto y terrible.

Una vez hubimos tomado posiciones en el pueblo y desplegado las baterías de artillería, disuadiendo así a los pontoneros austriacos de intentar volar el puente, se nos dio la orden que todos temíamos. Había llegado el momento de cruzar el puente. ¡Oh! Ángel mío cuán terrible fue la carga. Con las bayonetas caladas pusimos los pies sobre la fría piedra y emprendimos la resignada marcha hacia los fuegos de la perdición. Los cañones Austriacos hicieron llover una andanada de metrallas tras otra, de modo que en el estrecho paso los cuerpos se iban amontonando unos sobre otros hasta que era imposible no pisar a tus camaradas caídos, por encima de los rugidos de los fusiles y los cañones se oía el ensordecedor crujido de los huesos aplastados bajo nuestras botas. Quise huir. Cavar con mis manos desnudas y cobijarme en el regazo del mismísimo satanás con tal de abandonar aquel infierno. Y muchos camaradas pensaban como yo, pues la desbandada era inminente. Cuando los primeros de nosotros empezamos a huir una voz se impuso sobre el caos y gritó: «¡Tras la enseña, por la Republica!». Miré hacia delante. El alférez que portaba la enseña del regimiento se encontraba media docena de metros por delante de nuestra vanguardia; y en medio de un mar de humo y muerte, parecía irreal. La tela ondeaba como enamorada del viento, mientras los rayos del sol le robaban destellos de zafiro, diamante y rubí; era bellísimo. Entonces el alférez se giró como si de repente se hubiese percatado de nuestra presencia, nos dedicó una breve mirada y continuó avanzando hacia el enemigo, hacia el fuego de los cañones, hacia la muerte.

Mi corazón se detuvo. La sublime belleza que había inundado mi alma hacía meros segundos se corrompió en una espesa y putrefacta sensación de miedo y asco. Yo ya había visto en otro sitio la deforme sonrisa de aquel alférez. La había visto y jamás la iba a olvidar. Mi intención de huir no hizo sino reforzarse, pero la aparente escena de valor inspiró a la columna que renovó la carga con un ímpetu arrollador empujándome junto a ellos. Despojado del último atisbo de mi voluntad, me vi zarandeado por una tempestad inhumana de carne, plomo y acero. Superamos el puente y cargamos contra la primera línea austriaca. El repentino cambio de actitud en nuestras fuerzas cogió por sorpresa al enemigo, cuya primera línea se quebró como si se tratase de la pútrida rama de un decrépito arbusto. Parado sobre el sanguinolento lodo de la orilla enemiga, contemplé cómo en la inmediata elevación a nuestra posición la segunda línea de defensa se preparaba para abrir fuego sobre nosotros ahora que sus camaradas ya habían abandonado la posición. Lo di todo por perdido en ese momento, traté de encontrarme con la parca; si no con valor, al menos con dignidad y te dediqué los que creía serian mis últimos pensamientos.

Entonces un estruendo que interpreté como los mismísimos tambores del infierno se apoderó de la escena. Era nuestra caballería. Una columna de caballería había sido enviada con la misión de encontrar un vado por el que cruzar el rio y así cargar por el flanco de la posición enemiga. Aplastaron toda resistencia enemiga salvándonos; pero fue horrible. A lomos de sus enormes corceles asestaban tajos a diestra y siniestra. Géiseres de roja muerte acompañaban la macabra danza, y los coros no eran otros que las más inhumanas carcajadas. Que dios nos perdone, aquellos demonios reían en la matanza y nosotros mientras tanto les vitoreamos, que dios me perdone. Cuando todo hubo acabado y aquella maldita euforia abandonó mi cuerpo, recuperé mi ser y retrocedí espantado.

La realidad de los hechos que acababa de presenciar me golpeó con la fuerza de mil cañones, mi respiración se detuvo y las piernas me fallaron; y di con las rodillas en el gélido fango. Una imponente presencia proyectó su sombra sobre mí, apoyó una mano sobre mi hombro y con una voz repulsivamente serena dijo: «No te preocupes muchacho, llegado el momento tú también lo verás». Levanté la mirada aturdido, sin entender completamente las palabras que habían llegado a mis oídos. El hombre que me acababa de hablar era un sargento de unos cuarenta años, de constitución recia y brazos como troncos. Su cara, que en algún momento debía de haber sido el epítome de la severa austeridad castrense, se encontraba horriblemente deformada por una antinatural sonrisa. Perdí el conocimiento, y no fue hasta el día siguiente que desperté. El médico del regimiento dice que caí víctima del agotamiento y se me han excusado mis obligaciones hasta nueva orden. Yo sé la verdad y ahora tú también.

Siempre tuyo, Simón.

***

20 de mayo de 1796:

Lo veo, por fin lo veo. No puedo ni empezar a comprender lo ciego que había estado hasta ahora. Me resulta increíble lo ciegos que todos están, y sobre todo la endiablada obstinación en su negativa a abrir los ojos. Borregos todos ellos, mas no puedo dejar que el desprecio hacia ellos se apodere de mí, no, al fin y al cabo, ¿no me encontré yo entre sus filas no hace tanto? No les desprecio, su ignorancia me produce lástima, y abrirles los ojos es mi obligación.

¡Oh, si tú también pudieras verlo! Las mismísimas puertas de la perdición se han abierto ante mí y de su insondable negrura una luz de un descarnado carmesí bañó mi alma sumergiéndome en los más acogedores abismos de la apacible agonía. Un lago de sangre se extiende hasta donde alcanza la vista y en sus hirvientes burbujas se condensan todos los instantes eternos de la creación. Es en estas infinitas praderas sanguíneas donde podemos ser libres, auténticamente libres.

Pero traer este paraíso de inenarrable belleza es una tarea colosal. Paladines se han alzado y se alzarán, y la actual es una edad dorada. Pero si no luchamos por el advenimiento este no tendrá lugar. Mi papel no será el más glorioso, pero lo cumpliré con devoción. Camaradas, amigos, enemigos les abriré los ojos a todos.

Espero con ansiedad el momento en que volvamos a reunirnos Mélanie. En ese momento tú también lo verás y no podrás evitar sonreír.

Siempre tuyo, Simón.

***

31 de agosto de 1805:

Señorita Moreau, me dirijo a usted en esta misiva sin haber abandonado las reticencias de las que le hice conocedora en nuestros últimos intercambios. Mi negativa a proporcionarle la información que tan insistentemente usted ha requerido, tanto por mi parte como por la de las demás instancias a las que ha recurrido, no se basa en el supuestamente sempiterno oscurantismo de la organización castrense; ni mucho menos como ha llegado a insinuar, a una supuesta conspiración entregada al ocultamiento de responsabilidades. La muerte del brigadier Simón Leroux si bien trágica, no resulta particularmente atípica, los médicos del Grande Armee han venido a denominar su condición como «vent du boulet»; Una afección de la mente frente a la cual sucumbe una gran cantidad de buenos soldados.

En cualquier caso y con objeto de ofrecerle la tranquilidad de espíritu que tanto ansía; he decidido plegarme a su voluntad y relatarle los acontecimientos acaecidos el 23 de mayo de 1796 tal y como el que os escribe los vivió, añadiendo, en caso de que lo juzgue necesario, los hechos de los informes recogidos durante la investigación del caso que nos ocupa:

Tras la gloriosa victoria alcanzada por nuestro amado emperador en la localidad de Lodi, el brigadier Leroux, que había participado en la heroica primera carga por el puente, aunque no recibió herida alguna fue encontrado inconsciente en el campo de batalla. Tras recuperarse de lo que en un principio se interpretó como un caso de extenuación y, tras pasar un par de días exento de la obligación de realizar guardias, se le reinsertó en el servicio activo, pero él no volvió a ser el mismo. Su comportamiento se volvió errático, descuidaba sus obligaciones, no atendía a las órdenes de sus superiores y sus camaradas se sentían incómodos en su presencia.

La situación, como usted comprenderá, resultaba insostenible. Diversas medidas disciplinarias se pusieron en práctica, pero la efectividad de las mismas se demostró más que inútil. El estado mental del brigadier parecía deteriorarse cada día hasta que el fatídico desenlace resultó inevitable. Por respeto a usted no entraré en detalles y me limitaré a decir que Lerroux entró en una espiral de locura que le llevó a atacar a sus compañeros y  mientras el soldado Joane Paul Fabre trataba de reducirle para evitar que pudiera causar más daño a los demás o a sí mismo, su corazón no pudo más y murió. Como ve, el único motivo por el que no se realizó un informe más detallado sobre los acontecimientos que condujeron a la muerte de su prometido, fue para no empañar el impecable expediente militar de este.

Con todo aclarado espero que esta información la ayude a seguir adelante con su vida.

Atentamente,

Capitán Émile Gautier

***

El pago se ha recibido según lo acordado, señorita Moreau. No ha sido fácil de conseguir, pero aquí tiene el extracto del expediente que solicitó. Ni qué decir tiene que una vez que lo lea debería destruirlo. Estar en posición de documentación militar clasificada es un crimen serio y ya sabe que estos días las cabezas tienen la tendencia a separarse con facilidad de los hombros.

***

Declaración del soldado Joane Paul Fabre con respecto a los hechos acontecidos con fecha XXXXX nº de expediente 536/17XX.

«Yo conocía a Simón desde antes de que empezase la campaña en Italia. Simón era como un hermano para mí, le debo la vida ¿Entiende? Me salvo la vida durante la batalla de ….

(El testigo es apercibido y se le ordena ceñirse a los sucesos sometidos a investigación)

sí claro … a la orden. EL brigadier Simón Leroux no volvió a ser el mismo desde la batalla de Lodi. Siempre había sido una persona sociable y amistosa, pero desde aquel momento se pasaba el día contemplando el vacío como si estuviera encantado. En las pocas ocasiones que dejaba aquel estado de trance, no paraba de decir locuras y sin sentidos. Incomodaba a los compañeros y acabó en peleas. No era el mismo, el Simón que yo había conocido jamás había sido pendenciero. ¡Maldita sea, si en más de una ocasión había sido él quien me había separado a mí de alguna pelea! Yo quería a Simón como a un hermano… verle así me destrozaba el corazón. Hice todo lo que pude. Juro por mi madre que intenté que volviera en sí; pero, aunque estuviese a un palmo frente a él, él no me veía. A sus ojos la realidad y todo lo que había en ella, no era más que una aparición, sombras y fantasmas que se interponían entre él y lo que había cautivado su alma.

No me siento con fuerzas para reproducir las blasfemias que salían por sus labios en las pocas ocasiones en que yo era capaz de hacerle notar que me encontraba frente a él; pero puedo confesarles que sentí miedo. Óiganme ustedes, no soy ningún héroe, no soy más que un soldado, pero he avanzado con la bayoneta calada bajo el fuego de los cañones enemigos, y he asaltado fortalezas repletas de enemigos. Todo esto sin proferir queja o llanto mas allá de lo natural en un simple mortal. Pero aquellas palabras, aquellos ojos perdidos, aquella sonrisa… aquella sonrisa me acecha por las noches.

La mañana del XXXXXX sin previo aviso Simón estalló. Estaba incontrolable, gritaba como un demonio, iba de un lado a otro arrasando con todo aquello por lo que pasaba. Detenerle era imposible, parecía invadido por una fuerza inhumana. Créanme, yo intenté detenerle y me mandó volando contra una de las tiendas, y eso que yo pesaba por lo menos diez kilos más que él. El alboroto fue tal que llegó a oídos del teniente XXXXXXXX, y este, furioso como no le he visto jamás, se plantó frente a la tempestad en que se había convertido Simón. Contuve mi respiración mientras el teniente descargaba su furia sobre un Simón que ahora se encontraba inmóvil como una estatua. Cuando el teniente acabó, se hizo el silencio durante unos instantes eternos, al final de los cuales Simón se limitó a decir: «Tú también lo verás».

Después de aquello parecía que lo peor había pasado. Simón volvió a su estado catatónico, y dado que el general afecto que había despertado entre sus compañeros se extendía al teniente, que por lo general sentía más compasión por su situación que otra cosa; este decidió que el incidente no tenía por qué pasar a mayores. Nos lo llevamos de vuelta a la tienda y allí lo dejamos calmado y dócil, parecía increíble que esa persona hubiese provocado tal caos hacía unos meros instantes. El resto del día pasó sin mayor incidente. Yo sustituí a Simón en su guardia nocturna. Él no se había movido ni un milímetro de donde lo habíamos dejado. La guardia pasó sin ninguna novedad, di el parte a mi relevo y regresé a la tienda. No encontré a Simón cuando entré e inmediatamente me invadió el pánico. Salí a buscarle desesperado, desperté a unos camaradas con los que había asumido la responsabilidad de cuidar de él y removimos cielo y tierra para encontrarle.

Buscamos tienda por tienda sin descanso y sin resultado hasta que recordé el incidente de la tarde: «Tú también lo verás». Corrí tan rápido como me lo permitieron mis pies hacia la tienda del teniente XXXXX y cuando la vi; iluminada y silenciosa como un lucero en una noche sin luna, temí lo peor. Poco sabía yo que los más profundos abismos de mi imaginación no eran nada comparados con las ciclópeas cimas de la locura.

Con paso lento y premeditado me dispuse a acercarme hacia la tienda cuando uno de mis cómplices en la búsqueda me alcanzó. Sin mediar palabra le indiqué que me siguiera. Corrimos la cortina que cerraba la gran tienda del oficial y entonces lo vimos. Simón se encontraba sentado a horcajadas sobre el vientre del teniente y bajo ambos un charco de sangre se extendía creando un círculo de una inquietante regularidad. Simón se percató de nuestra entrada y con una aterradora parsimonia se giró hacia nosotros. Su cara, completamente ensangrentada hacía las veces de un macabro marco carmesí a una perfecta hilera de amenazantes dientes blancos. Estiró los brazos con las palmas de sus manos hacia arriba, un orbe lechoso e irregular se encontraba en cada una de ellas. No supe decir de qué se trataban hasta que con una voz rota y maligna como la carcajada de un sádico dijo: «Se negaba a abrir los ojos a la verdad. Seguro que le serán de mayor utilidad a otro, ¿no os parece?». Quedé paralizado, un escalofrío recorrió mi espalda y azotó los más recónditos rincones de mi alma. Simón se levantó con violencia y entonces oí un trueno tras de mí que me ensordeció. El olor a pólvora se hizo camino hasta mis fosas nasales y contemplé como Simón se desplomaba de espaldas con los brazos estirados como un cristo y sin que aquella pesadillesca sonrisa se borrase de sus labios

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7 de octubre de 2025
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