de los
Perdidos
El brusco ruido de apertura de la puerta neumática anuncia su llegada. Es su presentación, un apropiado telón para alguien como él en un lugar como este. Porta un ajado saxo y un pequeño altavoz portátil con descaro. Con el aire divertido de quién disfruta con las cosas que, a menudo, se consideran más nimias.
Viste su mejor hawaiana de imitación; repleta de palmeras y guacamayos de unos colores tan vivos que se sienten casi alienígenas en el aura gris que envuelve todo el vagón. Retira gentilmente el sombrero de fieltro de su cabeza y lo deposita en el suelo junto con el pequeño altavoz. La gente ni siquiera repara en su presencia, absorta en la intimidad de sus móviles, siguiendo un comportamiento estereotípico que denota el cansancio que supone el inicio de una jornada laboral más. Es lunes, son las seis de la mañana y el incombustible saxofonista de la línea 1 va a comenzar su actuación.
—¡Buenos días querida audiencia! Mi nombre es Joao y hoy tengo el honor de poder acompañarles en su trayecto matutino. Espero que disfruten de la sesión.
La recepción es fría, como suele ser. Pero el desaliento no es una opción en la necesidad de un músico de metro. No tiene mucho tiempo, tan sólo algunas paradas —quizá una— para llegar al corazón del público; para prender una chispa en cada uno de los cansados rostros del vagón. Ya se ha enfrentado a esto antes. Las caras largas, la atenazante indiferencia. Pero no importa cuantas veces haya pasado, al saxofonista de la línea 1 siempre le cuesta romper el hielo.
Nunca sabe que tema elegir para empezar su alegre recital; el miércoles de la semana pasada abrió con una versión libre de la «La Chica de Ipanema» y ayer con otra de «I´ve Got You Under my Skin«… El saxofonista de la línea 1, que mañana será el de la 7 y pasado volverá a ser, como ya fue aquel otro miércoles, el de la línea 5, nunca sabe cual será la canción que abrirá la jornada. Simplemente se deja llevar: a veces por las sensaciones que le evoca la atmósfera reinante en el vagón, a veces por las que esperan impacientes a salir de su interior.
Ajusta la boquilla y coloca sus dedos en posición. Después realiza unas brevísimas pruebas de sonido, que son tomadas a menudo por los pasajeros como un mal presagio de la más que probable dudosa calidad de lo que están a punto de escuchar. Pero el saxofonista jamás repara en ello: sabe perfectamente que este ritual previo es la garantía para dar su mejor recital, indispensable para alcanzar el lugar a donde quiere llegar.
Hoy el saxofonista se siente distinto a los demás días. Su alegría intrínseca se ha visto empañada por un pensamiento recurrente que, ahora, en medio del traqueteo, las toses y el sonido de las notificaciones de los móviles de los pasajeros, aflora desde lo más profundo de su ser. Hoy el saxofonista está imbuido en una profunda Saudade. Una honda melancolía, una nostalgia por algo que pudo ser (y quizá fue) pero nunca ocurrió. Guarda sus Saudades en palacios tan bellos como decadentes, en las notas afrutadas de un buen vino a la orilla del Duero, en los momentos soñados y vividos de su Oporto natal.
Pero esta Saudade, la que toma posesión de todo su ser en este preciso momento, es más intensa que todas las demás. Es la que le conduce plácidamente de una sonrisa de mujer al cielo y, después, de vuelta a una tierra sobre la que ha llovido un mar. Un amor tan intenso que solo puede ser un recuerdo. Tan bello como doloroso.
Cierra los ojos y deja que el saxofón sea un mero catalizador de eso que tanto le pesa desde que abandonase Portugal. ¿Qué habrá sido de aquella alegre mujer de rizos castaños? ¿Dónde está su sonrisa cómplice al echar unos céntimos en su sombrero de fieltro? ¿Paseará con otro de la mano por la Rua de Santa Catarina? ¿Llevará a sus hijos a pescar a la Praia da Luz? ¿Tendrá guardada en sus días, una vez al mes o al año, al menos, una hermosa Saudade compuesta por las notas de una alegre melodía para saxo?
El músico de la línea 1 cierra los ojos y se contonea al ritmo de una melodía que aún no ha salido de su cabeza mientras intenta mantenerse en pie, a duras penas, ante los violentos vaivenes propios del traqueteo del metro. Después se abandona a la imaginación y teoriza con el recuerdo; con la primera vez que ella dejó unos euros en su sombrero, con la rosa que un día ella, camino al mercado, colocó en la solapa de su remendada americana o con la vez en la que estuvieron charlando hasta altas horas de la madrugada en aquel pequeño café de la Rua Formosa.
Aquella vez… «Buenas noches, he pasado un rato maravilloso», «Sí, espero que lo repitamos pronto». Aquella vez maldita en la que ni siquiera había tenido el valor de preguntar su nombre…
Los primeros acordes de la canción «Just the two of us» de Grover Washington, Jr. y Bill Withers resuenan en la estructura metálica del vagón y la atmósfera empieza a cambiar. Al principio de forma casi imperceptible, nadie parece inmutarse lo más mínimo, pero en la primera estrofa una mirada curiosa se dirige al saxofonista de la línea 1. Un joven vestido con un mono de la Seat ha percibido que ese no es un día como todos los demás. Que su trayecto a la parada de Rocafort está invadido por una emoción absolutamente discordante con la habitual penosidad de un día más en la cadena de montaje.
Conforme avanza la melodía acuden a la mente del joven aquellos días de verano. Un flechazo estival todavía clavado en su corazón que, con toda seguridad, guardará para siempre en su memoria. Lo guardará cuando el metro llegue a su destino, cuando encuentre un mejor empleo, cuando se enamore de otra, cuando forme una familia, en su propio lecho de muerte… Su juventud no le permite ser consciente. Aún no lo sabe, pero así es la Saudade.
Acunado por estos pensamientos se hace cómplice de la hermosa melodía. Se deja llevar y su cabeza comienza a moverse al compás. Es una de esas ocasiones en los que la magia fractura por un instante la pesada y gris rutina. Sin embargo, el resto de pasajeros parece no percatarse. Quizá han perdido la capacidad de percibir estas cosas. Desde un asiento cercano, un hombre con pintas de ejecutivo mira con extrañeza al joven. Él hace tiempo ya que no puede dar significado a la música. No de esa manera, ahí de pie, en cualquier sitio, como el joven amarrado a una de las barras del metro que cabecea y marca el ritmo con una de sus pesadas botas de seguridad.
El saxofonista de la línea 1 continua su interpretación a pesar del vaivén del vagón, de los chirridos provocados por los frenazos del tren de metro, de las múltiples y bruscas paradas en las que bajan y suben decenas de pasajeros apresurados, de los empujones del gentío… Todo ello es ajeno al estado de elevación que ha alcanzado el saxofonista de la línea 1.
Ha permanecido con los ojos cerrados desde que comenzó la canción pero es en la estrofa que inicia con un «We look for love, no time for tears. Wasted water´s all that is.» cuando, por fin, la escucha y no puede evitar abrir los ojos de par en par. Es su voz. Es la dulce voz de la mujer de rizos castaños.
El saxofonista de la línea 1 no lo puede creer. La mujer de rizos castaños que canta desde el fondo del vagón mientras se aproxima lentamente a él… definitivamente no puede ser real. ¿Cómo podría serlo? Han pasado tantos años, tantos lugares, tantas idas y venidas en su vida… Pero ahí está, completando con su voz la melodía del saxo de una forma tan perfecta qué sólo puede ser un sueño.
«Just the two of us. Building big castles way on high…» continua la aterciopelada voz. La mujer de rizos castaños se acerca sin cautela alguna a Joao y le sonríe con una complicidad hechizante. Hasta que, finalmente, cuando los últimos compases de la canción se disipan, se aproximan lentamente hasta reconocer en los ojos del otro todos los días de la primavera a orillas del Duero. Y sucede.
Todo el vagón se retuerce. Se transfigura poco a poco en la terraza de un café con un aspecto tan decadente como bohemio. El techo metálico se abre de par en par y entran los cantos de las golondrinas que anidan en los restos de un viejo palacio abandonado, el olor de la comida callejera y un torrente de coloridas postales, libros y souvenirs de corcho que atestiguan que dos enamorados pasaron muchos días felices en una ciudad lejana.
Ella aproxima los labios al oído del saxofonista de la línea 1 y susurra su nombre. Es un nombre tan bello que él cree haberlo escuchado en algún hermoso sueño. Tan bello que es música. Prometen que nunca jamás volverán a dejar que el destino les separe y los dos sellan con un apasionado beso tan inesperado reencuentro.
Si aquello ocurrió o no, o sin tan siquiera esto sucede en realidad, carece de importancia. Cuando el tejido de una vivencia es la emoción, no es exactamente una fotografía, no es un monumento perpetuo frío y objetivo. Es un ente vivo, de cambios cuánticos, que evoluciona y retrocede con cada uno de nosotros. Que puede morir en una cierta etapa para renacer con gran intensidad en una agradable tarde otoñal, en una amarga despedida o en los sueños de un saxofonista fracasado. En las Saudades, el único factor común es un amor tan profundo como eterno.
La actuación ha terminado, pero se diría que nada a cambiado en el interior del vagón de metro; nadie busca suelto en sus bolsillos, tampoco nadie pasa a recoger las justas ganancias de una actuación memorable. Únicamente un joven trabajador de la Seat aplaude con entusiasmo. Pero, ¿por qué? No ha ocurrido nada fuera de lo común. Lentamente el joven se percata: la mujer de pelo castaño, el saxofonista, han desaparecido. Han desaparecido porque estaban ahí, donde no podían estar porque había otra gente, trabajadores que entran a las siete, en ese mismo lugar.
La megafonía anuncia la llegada a la estación Rocafort. El joven baja al andén y, profundamente contrariado, echa la vista atrás. Sólo para comprobar que es lunes, son las seis y media de la mañana y el incombustible saxofonista de la línea 1 parece existir únicamente en su imaginación. La puerta neumática se cierra. Baja el telón. Comienza un día más en la indolente cadena de montaje.