de los
Perdidos
[El cabo primero Melzi me está esperando en un bar de carretera cerca de Salamanca. Se sienta en una esquina oscura, y se muestra intranquilo. Viste una chaqueta desgastada y gira un vaso de aguardiente vacío entre las manos callosas. Tiene una cicatriz que le cruza el cuello. Le saludo y me pide que no me refiera a él por su rango]
Gracias por hablar conmigo. He tenido la oportunidad de charlar con el coronel Olavarrieta y mencionó Despeñaperros y Andújar. Según su informe, usted participó en ambos enfrentamientos.
[Ríe seco, sin humor.]
Enfrentamientos… Qué civilizado suena si lo dice así…
¿Podría contarme lo que ocurrió?
Traicionamos todo por lo que habíamos luchado en la puta guerra de independencia. Eso fue lo que pasó.
¿A qué se refiere?
No sé qué milongas les soltaron a ustedes al otro lado del charco, pero a mí me prometieron cuando me alisté, que lo estaba haciendo por un bien mayor. Que las guerras del viejo mundo habían acabado. Que ya no había lugar para la crueldad y la avaricia. Que esta vez, aquellos dispuestos a coger un fusil, lo harían para ser el escudo de sus hermanos y hermanas.
Y yo me lo creí… Nunca he sido muy listo…
¿Qué quiere saber exactamente?
¿Cómo fue? La guerra de reunificación es el primer conflicto a gran escala desde…
Sí, sí. Ya lo sé, los cabrones del MCE no se cansan de repetirlo por la radio.
Fue el infierno. No es capaz de hacerse a la idea.
Usted participó en la liberación de Madrid. Aquello también tuvo que ser aterrador.
Sí, claro, no me malinterprete. Me pegué toda la guerra de independencia cagado de miedo, pero al menos estábamos bien preparados, al menos sabíamos por qué estábamos luchando.
¿Considera que no estaban preparados para declararle la guerra a la Arquidiócesis?
¿Cómo íbamos a estarlo? Yo soy un don nadie, no puedo hablarle a usted de lo que estaban pensado las «grades mentes» de la Junta Central, pero le aseguro que una doctrina que llevas desarrollando casi un lustro, no se olvida de la noche a la mañana.
Si toda tu formación se ha centrado en ahorrar munición y seleccionar cuidadosamente los blancos, no te conviertes de repente en Rambo sólo porque un muro de fanáticos eche a correr en tu dirección.
¿Eso es lo que les esperó en Despeñaperros? ¿Un muro de fanáticos?
Sí. Hubo… un muro. Un muro de carne y gritos. Bajaban por las laderas como hormigas, pero hormigas que chillaban. Pañuelos morados atados en la cabeza, en los brazos… hasta en los putos tobillos. Y olía.
¿A qué olía?
A incienso barato y orina. Y después… a carne quemada.
[Se toca la cicatriz del cuello involuntariamente. Cuando se da cuenta aparta la mano.]
Las primeras horas fue un infierno de piedras y cócteles molotov. Tenían muchas menos armas que nosotros, pero habían llegado antes al paso y nos tendieron una emboscada. ¡Una jodida emboscada! No nos lo podíamos creer… ni siquiera nos habíamos planteado que eso fuese una posibilidad… Nos aplastaron como a ratas en el fondo del barranco. Los pocos coches blindados que se suponía que nos iban a abrir el camino ardieron como teas, y los tíos dentro… bueno, mejor no.
¿Cómo logró sobrevivir?
Metiéndome en cualquier agujero. Zanjas, grietas… hasta debajo de los cadáveres. Conseguimos repeler el primer asalto, pero la columna quedó completamente desorganizada. Nadie sabía qué hacer y al final la noche se nos echó encima.
Me escondí en una zanja con un compañero. Se llamaba Ramiro. Olía a sangre y tierra mojada. No pudimos establecer un perímetro como dios manda y, por supuesto, los focos iban en los coches a los que habían prendido fuego, así que sus llamas terminaron siendo la única iluminación que tuvimos.
Estábamos acojonados intentando ver algo entre las rocas. Y, de repente, oímos pasos… y risas. Risas, joder. Eran dos de ellos, rematando heridos con una piqueta. A uno le rebanaron el cuello cantando algo… un salmo o una mierda así. Ramiro salió de la zanja para dispararles. Le partieron la crisma antes de que apretase el gatillo. Yo… me quedé quieto. Me oriné encima y me quedé quieto.
[Melzi se levanta y se dirige a la barra, pide otro vaso de orujo y vuelve a sentarse.]
A la mañana siguiente continuaron los enfrentamientos. Logramos expulsarles del paso, pero no puedo contarle mucho más. Yo no salí de aquella zanja hasta que un sargento me arrastró de vuelta a la formación.
Luego vino Andújar…
Sí. Un par de semanas después.
[Aprieta el vaso hasta que los nudillos palidecen.]
Eso no fue una batalla, ni un enfrentamiento, ni hostias. Fue… una procesión de locos. Salían de los campos como fantasmas. Abuelas con navajas de cocina, hombres mutilados arrastrándose con granadas… y los críos. Los putos críos.
¿Niños?
Pequeños. Con los ojos como platos y esos pañuelos morados demasiado grandes para sus cabezas. Te tiraban botellas con gasolina y clavos. Uno se encaramó a uno de los pocos coches blindados que habían sobrevivido a Despeñaperros. No tendría más de diez años. Iba descalzo y gritaba «¡Arderéis en el fuego del Señor!». Uno de los chicos de mi escuadra… Paco… le metió una ráfaga antes de que echara la botella por la escotilla. La sangre salpicó por toda la carrocería. Paco no volvió a hablar. Se pegó un tiro cuatro días después.
Lo siento.
Pero ganamos, los cabrones del regimiento de Cantabria tardaron lo suyo en mover sus traseros, pero eran unos tiradores cojonudos, lo mejor de lo mejor. Mientras nuestras filas se deshacían, esos hijos de puta consiguieron formar líneas en el flanco y empezaron a disparar a esos cabrones.
¿Huyeron?
[Se echa a reír, da un trago al vaso de orujo y comienza a toser]
No, joder, claro que no. Al principio, se podía ver que estaban confusos, pero al final se dieron cuenta de lo que pasaba. Pude ver cómo un tipo enorme con capirote y un látigo iba agarrando a aquellos engendros y les ordenaba cargar contra la línea de fuego. No le mentiré, fue la primera y la ultima vez que vi a un Flagelante, pero estoy seguro de que ha oído las historias. En cualquier caso, aquella no fue una buena idea. Después de Despeñaperros ya no nos esforzábamos tanto en conservar la munición.
¿Cómo quedó el campo de batalla después de la victoria?
No quedaba campo. Quedaba… carne picada. Montamos el campamento y tratamos de buscar supervivientes. Pocos de nuestros heridos sobrevivieron. Escasez de antibióticos y esas cosas, ya sabe. Aun así, tratamos de ayudarles también a ellos… Fanáticos hijos de puta… A las pocas horas se nos ordenó disparar en la cabeza a todos los cuerpos que llevasen uno de esos pañuelos morados.
¿Os ordenaron disparar a los heridos?
Nos ordenaron disparar al enemigo. Si estás en condiciones de apuñalar a un médico que intenta tomarte el pulso, en opinión de los oficiales eres un combatiente. No puedo decir que esté en desacuerdo con eso.
¿Qué ocurrió después?
Después vimos las cruces. Las malditas cruces.
[Su voz se quiebra.]
En la carretera a Marmolejo… había una hilera. Hombres y mujeres, ancianos y niños, desnudos clavados en postes. Con carteles: «Traidora» o «Dudó del Milagro». El olor… Dios… se mezclaba el dulzón de los muertos recientes con el rancio de los que llevaban días pudriéndose al sol.
¿Después de aquello avanzaron rápido como dijo el coronel?
Avanzamos sobre cadáveres. Pero lo jodido vino después. En los pueblos.
En Villa del Río entramos tras tres semanas de sitio. Sólo quedaban viejos y chavales esqueléticos. En la plaza… habían montado un «juicio divino». Un hombre colgado boca abajo sobre una hoguera apagada. Le habían sacado los ojos. Era el alcalde, dijeron. Había sugerido rendirse. Los críos nos miraban como perros apaleados. Uno se me acercó y escupió: «El Arzobispo vendrá».
¿Alguna rendición real?
Ya se lo he dicho, ellos no se rendían. Se consumían. En Córdoba encontramos un sótano con treinta personas. Habían bebido lejía. Cantaban salmos mientras se retorcían. En Écija, los últimos fanáticos prendieron fuego al ayuntamiento con ellos dentro. Gritaban «¡Purificación!» mientras las llamas los lamían.
[Se levanta de golpe, haciendo chirriar la silla.]
Se acabó. He dicho demasiado. Olvídelo. Olvídelo todo.
Usted cumplió con su deber.
Y una mierda.