de los
Perdidos
Rojo, negro, rojo, rojo, negro, rojo, negro, negro, par, par, impar, trece, otra calada, rojo, impar, veinticinco, bebo, rojo. El patrón empieza a revelarse, las nubes se dispersan en mi mente como si las expulsase al exhalar el humo de mi cigarrillo. Rojo, negro, rojo, par, par impar, cinco. Apuesto al quince; negro, impar, segundo tercio, tercera columna; es un buen número. La pequeña esfera ebúrnea inicia su frenético recorrido con el seco sonido de un impacto contra la madera lacada. El impacto despierta algo dentro de mí. Mi cabeza arde con ese fuego agónicamente placentero y los latidos de mi corazón imponen su atronador silencio al resto de la sala. Quince, negro, impar, segundo tercio, tercera columna. El crupier anuncia el resultado. Todos me miran, ella me mira. El mundo sigue girando, pero yo soy el centro. Ella me sigue mirando y en sus ojos negros reconozco la misma hambre que habita en los míos. Aún no estoy satisfecho, aún no me he consumido en esa dulce llama. Acabo mi bebida y cambio de mesa.
Blackjack, dos jugadores, el crupier y yo. Reparte, diez y ocho frente a un tres, duplico. El crupier saca un rey y un siete. Sus veinte contra mis dieciocho. Pierdo. Dos reyes frente a un as, vuelvo a duplicar. El crupier revela una reina, veintiuno, vuelvo a perder. Algo no me gusta de ese hombre, pero sigo jugando. Sigo perdiendo. Solicito que abra otra baraja. Presencio cómo el cartón cede ante sus hábiles dedos, cómo libera el perfecto rectángulo de su envoltorio de plástico, como barajea las cartas, escucho la sinfonía que producen sus cuerpos al mezclarse, presencio la flexibilidad de sus fibras al contorsionarse, me estremezco. Sigo jugando, sigo perdiendo. Examino al crupier; pelo perfecto, ojos perfectos, sonrisa perfecta, uniforme perfecto, manos… en su mano derecha lleva un anillo dorado. Me dispongo a llamar a la dirección, pero vuelvo a fijarme en el anillo. La cabeza de un buitre. Me está mirando a los ojos, tiene la misma mirada que ella, la misma que yo.
Abandono la mesa. Enciendo otro cigarrillo y pido otra bebida. Me siento frente a una de las tragaperras y hago girar los cilindros. Pierdo, pierdo, pierdo, pierdo, gano, pierdo, pierdo, gano, pierdo. Las nubes han regresado, el patrón se esfuma. Doy otra calada, bebo otro trago. Los cilindros siguen girando, las luces de la máquina lo enturbian todo, sus sonidos me devoran y me dejo arrastrar. Giran, giran, giran, giran, giran. Escucho campanas, los destellos de luz me duelen en los ojos. Un trío perfecto se alza ante mí. Tres aves sobre tres torres, no, tres buitres sobre tres torres. Jackpot. Todos me miran, el mundo sigue girando y yo vuelvo a ser el centro. La busco entre las caras desconocidas, algunos ríen otros aplauden, pero todos me miran. Una camarera me acerca otro cocktail, aún no me he acabado el mío, pero lo acepto. Sabe mejor y la llama se reaviva, estoy cerca, casi puedo saborear la ceniza.
Me levanto con la nueva copa en la mano. Voy al mostrador y convierto mis fichas. Aún no he acabado, aún no estoy satisfecho, sigo ardiendo; pero quiero tomar el aire. Salgo a la terraza del casino y el frío de la noche trata de serenarme, de arrebatarme mi llama; pero no me importa. Enciendo otro cigarrillo y contemplo la ciudad. Las luces de los hombres han destronado a las estrellas, dejando un firmamento yermo y estéril. Todas las constelaciones, todos los sueños habitan hoy aquí abajo, con nosotros y yo estoy en el centro.
Tras de mí escucho unos pasos que se acercan. Es ella con su pelo corto y rojo, su sonrisa ardiente y sus ojos hambrientos. Su vestido negro desprende destellos dorados mientras avanza hacia mí y me pide fuego. Me acerco para encenderle el cigarrillo y puedo sentir el calor de su cuerpo. El naranja de la llama ilumina su rostro, pero sus ojos siguen siendo dos pozos negros. Me da las gracias y me pregunta si ya me marcho, le digo que no y charlamos. Puedo sentir los secretos que su dulce voz esconde y siento cómo me llaman. Me dispongo a sacar otro cigarro, pero ella me detiene. Tiene frío y volvemos adentro.
Me acompaña al mostrador donde vuelvo a conseguir mis fichas. Me coge del brazo y me lleva a la mesa de craps, dice que será divertido. Preparo la apuesta, pero me pide que espere a ser el tirador. Cuando llega mi turno cojo los dados y siento su peso en mis manos, sus aristas muerden mi carme asegurándome que su presencia no es una ilusión. El resto de jugadores ya han hecho sus apuestas y me miran expectantes. Ella se apoya contra mí y sopla los dados, «para darte suerte» me dice. Lanzo los dados. Siete, un tres y un cuatro. La mesa estalla en vítores y aplausos, algunos desconocidos me dan palmadas en la espalda, pero yo solo la miro a ella y en el hambre de sus ojos veo reflejado el mío propio.
Repito la apuesta; siento su cuerpo contra el mío, su calor; sopla los dados y tiro. Siete, un cinco y un dos. Apuesto, calor, sopla, tiro; once, un seis y un cinco; vítores. Aumento mi apuesta. Calor, sopla, tiro, siete, vítores. Vuelvo a aumentar mi apuesta. Calor, sopla, tiro, vítores, aumento, calor, sopla, tiro, vítores, calor, tiro, vítores, calor, tiro, calor, calor, calor, calor… vítores. El mundo no deja de girar y no puedo hacer nada por remediarlo, nosotros estamos en el centro y su calor me abrasa, me siento arder, estoy ardiendo, las lenguas de esa llama lamen todo mi cuerpo y el agónico placer me consume.
Apuesto todo cuanto tengo y le ofrezco los dados, ella me sonríe, pero no sopla, la miro a los ojos y solo veo hambre, tantísima hambre… Tiro; dos, un uno y un uno. Los ojos de serpiente, he perdido, pero no veo los ojos de una serpiente. Aquellos dos puntos negros sobre un fondo rojo me recuerdan a los ojos muertos de un carroñero. «La diosa fortuna te ha abandonado y parece que otro te observa ahora.» me dice y yo no se qué contestar. He perdido, lo he perdido todo. El sabor a cenizas es todo lo que me queda, me he consumido, solo soy ascuas.