de los
Perdidos
Siempre creí que el amor era lo más parecido al control.
La estrategia.
La distancia.
El misterio.
Saber hasta dónde uno puede exponerse sin que se note del todo.
Pero cuando la miré, cuando ella me miró —con los mismos ojos calculadores con los que había mirado durante años a los demás— sentí que mis entrañas estaban siendo envasadas al vacío.
Como si me abrieran el pecho y dijeran: aquí también hay carne blanda.
No me asustó.
Me excitó.
Y eso fue lo que me dio más miedo.
Estaba borracho, pero no de vino.
Era el vértigo de saber que podría decirle: me duele estar vivo,
y tener la certeza de que no se apartaría.
Que no iba a reírse.
Que no diría nada.
Sólo se quedaría conmigo.
Ella.
Tan simétrica.
Tan brutal.
Tan precisa.
Una versión de mí que no había intentado destruirse todavía.
Una grieta en mi espejo.
Me rendí antes de tocarla.
Me rendí cuando supe que estaba dejando que alguien me viese por primera vez.
Su nuca olía al océano en una noche cerrada.
Piel salada, áspera y suave, mía.
Su cuello —la única fe que venero.
Lenguas, huesos, sangre.
No hablábamos.
No en voz alta.
Nuestras manos no pedían permiso.
Sus caderas sabían ya lo que yo aún no me había permitido aceptar.
El cuerpo no miente.
Su boca: el altar sobre el que mis dudas se arrodillaban.
Me mordió.
Sin rabia.
Con hambre.
Y entonces lo entendí:
no quería salvarme.
Quería hundirse conmigo.
La cama tembló.
O tal vez fui yo.
Su aliento me decía: ríndete, ríndete, ríndete.
Y yo le dije que sí.
No con la voz.
Con la espalda, con los dientes, con el pecho abierto.
Y cuando entré en ella —o fue ella quien entró en mí—
comprendí que no se trataba de vencerle.
Ni de huir.
Ni de fingir que se había ido.
Sólo debía abrir la boca y dejarla pasar.
Se ama, si tiene tu misma forma.