de los
Perdidos
Mi Chevrolet Silverline del 87 empezó a toser cual fumador con cáncer terminal y acabó por morirse del todo en el arcén. No grité ni lloré. Simplemente me quedé ahí sentada, contemplando cómo la lluvia difuminaba el paisaje a través del cristal, convirtiendo aquel bosque ignoto en una pintura de acuarela barata. Todo aquello me estaba dando asco: el olor a gasolina, el volante pegajoso por los M&M’s que había devorado por el camino, el silbido del viento calentorro colándose por las rendijas del aire.
Abrí la portezuela y salí. Lo miré por última vez y los faros me devolvieron la mirada. Ahí apagado no parecía más que un perro abandonado. Me reí. Qué patético, buscar sensibilidad hasta en la chatarra.
Hacía tres días que había dejado Seattle cargada únicamente con una maleta repleta de cuadernos inútiles y una botella vacía de Jack Daniel’s sabor miel —qué auténtica asquerosidad— bajo el asiento. Me dirigía a hacer la ruta del Pacific Northwest. No era un viaje para encontrarme a mí misma. Esa farsa se la dejo a las mujeres rubias y blancas con sus leggins de Lululemon que suben fotos de su té matcha junto al mar. Yo venía a pudrirme. A ser abono para los hongos y carroña para los cuervos. A desaparecer sin dejar rastro.
El bosque frente a mí olía a tierra húmeda y a resina agria. Me adentré entre los árboles y las ramas me arañaron los brazos con ansia viva, como si quisieran comprobar qué había bajo mi piel. ¿Sangre? ¿Huesos? ¿O sólo vacío?
«Un salto de fe es una caída asegurada», me repetía. Al fin y al cabo, hacía tiempo que había dejado de creer en rescates humanos y divinos.
La primera noche dudé al ir a beber el agua de un arroyo minúsculo y recordé a mi padre, un corredor de bolsa que siempre apestaba a gintonic y que solía decirme que «el miedo es sólo para los pobres». Se pegó un tiro en el sótano cuando la bolsa se desplomó en 2008. Mamá lo encontró con la cabeza abierta como una sandía podrida. Tiempo después, ella se colaba en mis sueños, moliendo Valium en un mortero y susurrándome al oído: «Elige, Irene. Luz u oscuridad. No puedes quedarte en el umbral para siempre». Pero ella eligió las sombras. Una sobredosis de oxicodona y un jacuzzi lleno de sales con aroma a bosque canadiense. Manda cojones.
Al tercer día, el hambre me arañaba las paredes del estómago y decidí comerme unas bayas que me dejaron la lengua hinchada. Me cagué en un claro, agachada como un animal, riéndome de mí misma.
¿En qué momento me convertí en esto?
Encontré una cabaña medio derruida. Dentro, latas de atún de los setenta, abolladas, con las etiquetas descoloridas. Alguien había tallado en la pared: «Dios no viene». Me reí hasta que me dolieron las costillas. Hasta que escupí bilis. Dios no es más que una excusa para no admitir que nadie que exista va a venir a salvarte.
La fiebre llegó al quinto día. Me dormí tiritando en mi saco de dormir empapado y soñé con mi madre flotando en aquel jacuzzi, con su melena oscura dispersándose como algas. «¿Rendirte te sabrá a derrota o a liberación?», me preguntó con la boca llena de agua turbia.
Me desperté con la garganta reseca, ahogada en mi propio sudor mientras el bosque crujía a mi alrededor, completamente indiferente. Intenté respirar con calma—como me habían enseñado en las incontables sesiones de terapia—, pero todo me resultó una estupidez supina en aquel escenario.
Me levanté a duras penas y saqué de mi mochila la Moleskine de tapa negra donde solía escribir frases intensitas.
Nada nace ni muere
todo se transforma
salvo el vacío
que es eterno.
Lo cerré de golpe y lo arrojé contra una roca, como si con ese gesto pudiera enterrar también esa parte de mí misma.
Aquella última noche, la tierra tembló bajo mi cuerpo. Y entonces apareció Ella: una silueta sin rostro, hecha únicamente de materia oscura.
La penumbra vino a besarme y yo mordí sus carnosos labios hasta que sólo quedaron cenizas.
—¿Piensas serme de alguna utilidad? —le solté, mientras escupía sangre—. ¿O sólo eres otro fantasma de mierda más?
No respondió. Se limitó a abrirse en canal, como una herida, y yo crucé el umbral. No hubo ninguna luz al final, ni revelación alguna. Sólo el inmenso alivio de no ser.
Me disolví en la nada. Y la nada nunca me defraudó.