«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
Escúchalo aquí:

James Cross… Así se llama el hombre del traje gris. El nombre me suena, por supuesto: siempre leo todo lo que contienen las carteras robadas de los desgraciados que se cruzan en mi camino. 

Creo recordar alguna cosa más, pero son datos tan genéricos que ya los pude deducir nada más ver a ese tipo. Como, por ejemplo, su relación con el distrito financiero de la ciudad… Creo recordar el nombre de una empresa de gestión de… ¿algo? Maldita sea. Por desgracia mi memoria no es capaz de ofrecer ningún dato que me sea de utilidad… Algo, por poco que sea, que me permita seguir el rastro de James Cross cuando salga de este revelador trance. 

Lo observo con tanta atención como desconfianza. Presenta el mismo aspecto pulcro y aséptico que cuando lo atraqué en aquel sucio callejón. Aunque fuera del estado de trance mi sentido del olfato es, siendo muy generoso, poco menos que inexistente, aquí puedo percibir claramente el fuerte olor cargado de alcohol propio de un desinfectante de manos. Como un quirófano perfectamente estéril, listo para una próxima operación.

Pero hay algo que rompe esa imagen inmaculada, algo que rompe el esmerado aspecto del hombre del traje gris: James Cross sonríe con la suficiencia de aquel que sabe algo que los demás desconocen por completo. Tengo la sensación de que, incluso en el pasado, calé bastante rápido a este tío. De que su aspecto, siempre impecable, no es más que el barniz necesario para disimular a un auténtico cabronazo. 

—Encantado de conocerles al fin. Tengo que confesar que, ahora que estoy bajo su protección, me siento mucho más tranquilo en lo que a la preservación de mi vida se refiere —dice con una parsimonia que asusta.

¿Veis? ¿Qué clase de testigo protegido hablaría así? No es sangre lo que corre por las venas de James Cross, si no nitrógeno líquido: seguro que si me toca me congelará sin remedio. James Cross muestra su mano extendida a juego con una sonrisa tan falsa como forzada. Una sonrisa que dice: “Ey, tú tampoco me gustas”. 

—Esos modales, oficial…—me reprende el Jefe de Policía. 

Me levanto de mala gana. 

—Disculpe, señor Cross, le aseguro que es nuestro mejor hombre, pero tiene un carácter un tanto reservado… —me excusa mi superior con cierto apuro. 

¿Tal es el poder que ostenta este hombrecillo gris? Un “Sí” rotundo me lo confirma desde las profundidades de mi mente.

Al fin, estrecho su mano. Es una mano blanda y fría, sin ningún tipo de carácter, sibilina; propia de un hombre tan mediocre como cargado de soberbia. El mero contacto con ella hace que me empiece a encontrar apático y cansado. ¿Será contagiosa la actitud desganada de James Cross?

—Hola —digo con la consideración de quién pega un portazo.

—Así está bien —sonríe mi superior con cierto apuro—. Tome asiento señor Cross. Clarice, déjenos a solas, por favor, y que nadie nos moleste. 

—Por supuesto, por supuesto señor…, pero antes me tengo que llevar a este malaje —dice dirigiéndose a mí mientras los presentes parecen no darse cuenta de lo inapropiado de sus palabras—. Se está poniendo mustio y aún me tiene que pagar… ¿No queremos que te mueras también aquí, verdad, Frank? —me pregunta con sorna. 

El ojo izquierdo de la secretaria conocida como Clarice resplandece como si de un prisma de luz se tratase, proyectando colores de todo el espectro del arcoíris por la estancia. El Jefe de Policía, mi compañero y James Cross han quedado petrificados, quietos y ausentes como maniquís. Rojo, púrpura, naranja, azul… Todos los colores que emite el ojo de Candela se plasman en sus caras pasmadas. La sonrisa del hombre del traje gris, congelada y siniestra, se me graba a fuego en la retina. 

—Lo siento. Pero no puedo permitir que mi cliente muera durante la sesión… Ya te lo advertí la primera vez: tu reserva espiritual es muy muy limitada chiquillo. No da para más. Diría que es incluso menor que la primera vez… ¿Has ejercitado tu parte astral como te indiqué? Ah, ya sé, ya sé: eres demasiado orgulloso para seguir los consejos de una bruja, ¿no? En fin, es hora de regresar y… de pagar…—dice divertida—. Ups, ¿Qué palabra clave elegiste, Frank? —dice rascándose la barbilla—. Ah, ya sé… Alguna cosa rara de esas que te gustan… 

No pienso contestar. Por una vez, por una sola vez tengo una pista sólida. No pienso abandonar. Intento con todas mis fuerzas permanecer en el trance y, al hacerlo, noto que mi alma se va desvaneciendo, que es arrastrada violentamente hacia mi pasado, y que si continúo en mi empeño quedará atrapada para siempre en él. ¡Por qué tiene que ser así! ¿Cómo me llamo? ¿Quién es mi compañero? ¿Quién es James Cross? Y lo más importante: ¿Por qué tenemos que proteger a esa sabandija?

—Oh… tantas preguntas… Todo eso tendrá que esperar chiquillo. No estás preparado para asimilar todas las respuestas Frank, aún no —Candela deja de rascarse la barbilla y apunta con su dedo índice hacia el techo en señal de triunfo, el colorido torrente luminoso de su ojo aumenta en intensidad — ¡Ajá! ¡Spitfire! —noto como la palabra tira de mí con violencia— Eso es… Agárrate, muchacho. Y no intentes resistirte.

Entonces recuerdo la primera vez. Aquella vez estaba tan confuso que no pude oponerme. Candela me forzó a abandonar el desguace de Joe el Desdentado, dejándome sin ningún tipo de hilo del que tirar. No. Ni hablar. Me cobra demasiado como para abandonar ahora que la cosa se ha puesto interesante. 

—Ya veo: no quieres poner las cosas fáciles. Entonces tendré que ablandarte un poco… Y va a doler. Mucho más que la primera vez, Frank… Mucho, mucho más…

Maldigo la hora en la que me puse en las manos de esta sádica gitana… No puedo sentir ya más dolor. ¡Estoy muerto, joder!

—Oh, sí que puedes cariño… Aquí sí — ¿Cómo hace para leer mis pensamientos? —. Quizá el problema es que no has sentido lo suficiente —sonríe, amenazante —. ¡Spitfire!

Entonces todos los colores que proyecta su místico ojo se concentran en un solo rayo abrasador que me fulmina el pecho haciendo que me retuerza como un vil gusano. 

— ¡Me estás quemando, joder! —grito al fin, mientras las llamas se propagan por mis entrañas. 

—No, no… Lo que te queman son los recuerdos. Por eso tenemos que irnos ya —dice con parsimonia. 

— ¡Los cojones me van a quemar los recuerdos! ¡Me quemas tú, maldita bruja! —las llamas ya llegan a mi cabeza. Son llamas verdes, cáusticas.  Siento cómo corroen, cómo se recrean en provocar el máximo sufrimiento. Las cenizas que emanan de mi cuerpo empiezan a llenar toda la estancia… Candela tiene razón: cuanto más me resisto a abandonar mi pasado, más me consume el fuego, más dolor siento. 

—Te lo dije Frank: nada de jurar. Si juras tendré que cobrarte más. ¡Spitfire!

La palabra clave… ¿Por qué Spitfire? Mirad, no tengo demasiadas aficiones, las pocas que tengo se pueden calificar como auténticas obsesiones. ¿Sabéis a cuantas revistas de aviación de la segunda guerra mundial estoy suscrito? ¡A tres! Tres revistas. Son bastantes revistas para aviones de combate de la segunda guerra mundial. Mi favorita es “Cielos de acero”, es la única que trae en cada fascículo una pieza para construir una réplica fiel del mítico caza británico Spitfire: El “escupefuego”.

—¡Vete a la mierda pedazo de zorra! —emana la rabia de todo mi ser mientras todo mi cuerpo arde y alcanzo el culmen de la tortura. 

—Tú lo has querido… Un 20% más… Eso hacen… Bueno luego te hago factura no te preocupes. —dice la vidente relamiéndose los labios, el rayo de su ojo se vuelve más intenso, de un blanco insoportable que se apodera de todo el despacho. — ¡Spitfire!


Recuerdo, fuego, dolor. Algo de todo eso queda conmigo cuando despierto, al fin, del trance. 

No toda la consulta queda dominada por la penumbra: un pequeño rayo de luz entra por una rendija de una pequeña claraboya tapiada. Puedo ver las volutas de humo de las velas negras escapando hacia el techo de la estancia. Y, frente a mí, el sobrenatural brillo en las sombras de un ojo de cristal. 

Ignorando mi estado completamente desquiciado, Candela recoge las velas negras que han quedado prácticamente consumidas sobre la mesa. Después, con suma paciencia, va encendiendo una a una el resto de velas del consultorio, generando, de nuevo, el ambiente acogedor propio del lugar. La última cerilla la emplea en encender el cigarro de una elegante boquilla. Da un par de caladas. Después, me observa, inquisitiva.

La ira estalla.

—¡Maldito hijo de puta! ¡Lo tuve en frente de mis narices!

Candela continúa fumando, con la actitud paciente de una madre que espera a que se pase la última rabieta de su hijo. Buddy, su pequeño camaleón, trepa por la mesa y busca refugio entre los pechos de la pitonisa, dejando a la vista únicamente su pequeña cabecita.

—¡Lo sabía! Ese cabrón me dio mala espina desde el principio, joder. Esas pintas remilgadas en un barrio de mala muerte como este… Y lo dejé ir sin más…. ¡Mierda! —grito impotente a la vez que descargo una patada sobre una ajada silla de esparto.

—¡Calla! —truena Candela cortando en seco mi deplorable berrinche. Toda la luz de la estancia se concentra en su ojo de cristal, que me fulmina —. Ya sé… La verdad da coraje chiquillo. Pero no voy a tolerar más salidas de tono. Compórtate Frank, o no volverás a pisar este lugar. 

Intento serenarme… (¿Lo intento siquiera?). 

—Tú…—digo señalándola de forma amenazadora—, ¿Por qué me has traído de vuelta? Quieres exprimirme como a un limón, ¿verdad? Eso es… Me tienes cogido por los huevos y lo sabes. Eres cruel, eres…

—He dicho que calles. —sentencia— Este es mi santuario. Será un 30% más por jurar. Has jurado mucho Frank. Eres un mal bicho que ha jurado por encima de tus posibilidades. Quiero ayudarte, pero, miarma, estás cerquita cerquita del mal de ojo. —la esfera de cristal brilla con malicia una vez más. — Paga y quizá olvide todo lo que ha pasado y puedas recuperar al moscardón ese tuyo…

—¿Seth? ¿Qué coño le has hecho?

La piel verde de Buddy muda a un repentino gris cargado de culpabilidad. Después se interna aún más en el canalillo de su ama. 

—Te conozco Frank. He visto lo que tú has visto y sentido lo que tú has sentido… Ahora mismo soy la persona en la faz de la tierra que más entiende tu sufrimiento. ¿Pero entiendes tú acaso el de los demás? ¿Entiendes el mío? ¿Crees que esta estupenda permanente se paga sola? –dice acomodándose el pelo.

—¿Tú? ¿Sufrir? No me hagas reír. Te dedicas a estafar a los pobres diablos como yo. Gente desesperada y sin ningún futuro. Debe ser fácil predecir lo obvio: que no les queda nada en esta mísera vida. 

Deja lentamente la boquilla en un colorido cenicero hecho a mano; una manualidad horrenda en cuyo centro baila una deforme flamenca sevillana. 

—Quién no puede recordar no puede sufrir Frank. Ahora, que te queda tanto por recorrer, me provocas envidia. Llegado el momento me provocarás compasión. Pero aún no. Buddy no ha comido y tengo más clientes a los que atender. –sé que no es un farol, hará lo que tenga que hacer— Serán 650. Paga. Ya.

Lo sabe. Tiene mis pelotas metidas en una caja fuerte, muy lejos de mi alcance. Quizá pueda soportar un mal de ojo, pero no perder a mi único amigo. Saco un fajo de billetes del bolsillo interior de mi gabardina y los cuento de mala gana delante de Candela.

—600… 650… Toma. Ahí está todo. —suelto con desprecio. — Ahora dile a ese bichejo que deje en paz a Seth. 

Candela extiende su mano, una garra de rapaz hecha de abalorios, y estruja los billetes como si fuesen una presa de tantas. 

—Buddy, escupe a ese malaje. –ordena.

El pequeño camaleón obedece al instante. Abre su boquita llena de babas pegajosas y Seth sale volando con dificultad. 

—¡He visto cosas terribles ahí dentro! —dice, totalmente acojonado. — No vuelva a dejarme solo con este reptil psicópata jefe, está tarado. Tarado le digo. ¿Ha visto esos ojos saltones? Oh Dios, oh Dios mío… Podría haberla palmado joder… ¡Y de qué forma! —exclama quitando los últimos restos de la espesa baba del camaleón de su cara.

Candela da una larga calada al cigarrillo, tan larga que prácticamente lo consume en su totalidad. Su paciencia se acaba.

—Esa lengua… Es como un succionador de esos de la tele jefe, se lo digo, es como si le succionaran a uno. Da igual el gym, da igual todo. Imposible zafarse de algo así jefe. Lo he intentado, pero usted estaba totalmente sobado. Tenía razón, siento haberle convencido para venir aquí. ¡Qué le den a esta zo…! —expresión amenazante de Candela consume toda la bravuconería de Seth en un instante— Esta maja persona y gran profesional, sí. Buenas tardes señora. —Dice con una amplia sonrisa y quitándose un sombrerito invisible en señal de respeto. 

—¿Señora? —la luz de las velas parpadea por un momento— ¡Soy Candela Giménez y Flores! ¡Y ahora largo! No quiero mala gente ni fullleros en mi consulta. No volváis nunca más. —sentencia con frialdad. 

—Tranquila, eso puedes darlo por seguro. —digo, y al instante el temor de no poder volver a acceder a los secretos de mi pasado invade todo mi ser. —Vamos Seth, seguiremos por nuestra cuenta. No quiero tener que volver a tratar con esta estafadora. 

—Eres incorregible Frank, como una polilla que da vueltas a una llama… Algún día te quemarás—. Dice Candela dolida, ¿cansada?, sin ocultar la preocupación que destila su voz. El brillo de su ojo pierde intensidad hasta casi extinguirse—. Cuídate.

Siento que la he cagado de veras. 


El aire fresco de una tarde primaveral me resulta reconfortante después de todo lo ocurrido dentro del consultorio. Las calles, al menos en esta zona del Barrio, parecen tranquilas; tan solo rompen la armonía un par de vagabundos que se pelean a muerte en un cajero abandonado por una botella de cerveza. Mi interior, en cambio, está lleno de estruendo y caos. 

No podría haberlo descrito mejor. “Una polilla que da vueltas a una llama”, la frase de Candela ha calado en mi interior. El rostro de James Cross me persigue: me siento perdido y consumido por la ira. 

Seth, recostado sobre mi hombro, permanece en silencio. Puedo notar como no se atreve a romper lo que sea que este pasando por mi cabeza en este momento. Me conoce, por mucho que diga Candela, mejor que cualquiera: mucho más de lo que ella lo hará jamás. 

Me rindo. Tras andar sin dirección clara durante media hora, me veo obligado a preguntar:

—Colega, ¿dónde hemos dejado el coche? 

Seth entrecierra sus ojos compuestos de mosca y se rasca la barbilla.

—Creo que cerca del pakistaní jefe. —levanta una de sus patitas hacia el cielo — Sí, estoy seguro, ahí hemos dejado el carro. No pilla lejos. 

Es una mosca con una memoria prodigiosa. Ahí está: mi destartalado Ford Escort del 95. Falta un retrovisor y los embellecedores de las yantas. Se intercalan en su superficie parches de su color plateado original con otros de un óxido que va ganando cada vez más y más terreno; ofreciendo un aspecto que induce a pensar que es completamente imposible que el vehículo arranque siquiera. 

Meto la llave y, oye, el coche arranca a la primera. Arranca de forma perezosa y lastimera, como el madrugar de un obrero, con resignación por la dura jornada que le espera, sí, pero siempre dispuesto para el trabajo. Se lo compré a un búlgaro por unos mil pavos, una ganga. Seth se acomoda cerca del encendedor y comienza a liarse un cigarrillo.

Arranco a toda prisa, los desgastados neumáticos del Ford resbalan sobre el asfalto. 

—¿Dónde vamos con tanta prisa jefe? —pregunta Seth sobresaltado, las virutas de tabaco se han desparramado por las alfombrillas. 

Un pensamiento recurrente: James Cross… Lo tuve tan cerca…

—Vamos a hacerle una visitita a Richie. La sesión con la bruja ha sido horrible pero provechosa. —reconozco.

Puedo notar el brillo de la esperanza en la voz de Seth. 

—¡Venga, cuente! Tiene toda mi atención jefe. 

—¿Sabes aquel desgraciado al que desplumamos hace unas semanas?

—Humm… —la duda de Seth es legítima, ha habido unos cuantos desde entonces—, ¿El pez gordo?

—Bingo. El pez gordo del traje gris. 

Atardece en El Barrio. Me salto otro semáforo y el viejo del paso de peatones levanta su bastón en señal de amenaza.

—Sí, claro que me acuerdo, sacamos una tajada jugosa… Y fue… Bueno se montó una buena ya sabe. —dice con cierto apuro.

No solo está el asunto de James Cross… Todavía pienso en aquel día cargado de sinsentidos. Murieron… ¿dos? ¿tres pandilleros? No lo recuerdo con claridad. Pero recuerdo la violencia.

—Sí… Pues resulta que… ¡He visto a ese cabronazo!

—¿En el trance? 

Asiento mientras suelto un pequeño suspiro. Piso el embrague. La cuarta marcha tarda en entrar, siempre rasca un poco. 

—Venga, no me deje en ascuas, ¡cuente, cuente! —dice Seth entusiasmado. 

—Estábamos en una comisaría de la ciudad… 

—No hubiera dicho que es de los que pilla la pasma tan fácilmente. 

—No, no es eso. Verás, creo… Sé que yo era un poli. Uno de los buenos, además. 

—¿Madero? Joder, eso es casi peor que ser trincado.

Acelero al pasar por la barriada de la antigua fábrica de Aceros Kings—Hill, territorio de la banda de los Dogstown. Un BMW tuneado me echa las largas. Mejor dejar atrás la zona cuanto antes.

—El caso es que estaba en un despacho de la comisaría con el jefe de policía y con un tío corpulento que parecía ser mi compañero… Después entró el hombre del traje gris. Es bastardo se llama James Cross y estaba en un programa de protección de testigos por no sé qué motivo. Por lo visto nosotros éramos los encargados de protegerlo…

—¿Recuerda algo más? —me interroga Seth. Fuerzo mi precaria memoria en busca de algún dato relevante.

Sí. Pude ver un calendario en el despacho. Según la fecha todo esto sucedió hace dos años… No pude sacar mucho más de la visión, nuestra querida pitonisa de confianza me expulsó en la mejor parte… Aunque, a decir verdad, permanecer en el trance mucho más tiempo podría haber terminado conmigo. —reconozco avergonzado por mí deplorable comportamiento con Candela. 

—Interesante… —Seth se rasca la barbilla una vez más, pensativo.

—Muy interesante, sí. 

—Hostias, tuvimos a ese tío a un palmo… 

A un palmo… Lo sé, ¡Lo sé! ¿Pero cómo lo podía saber? La rabia me hace tomar la curva del Dubliners a más velocidad de la conveniente. El coche derrapa sin elegancia, a punto de desmontarse por la violenta maniobra.

—Sí… No creo que consiguiera salir del Barrio con vida… Pero quizá podamos dar con alguien que lo conozca. 

El elefante ya no cabe en el Ford Escort tres puertas.

—Por favor… por favor…, dime que no hemos vendido todo lo que robé a ese tipo. —digo al fin, sin esperanza alguna.

—Tranquilo jefe. No lo hemos vendido. —contesta Seth con tono burlón.

—Ahora dime la verdad, mamonazo.

—Vendimos hasta la última pelusa de su cartera, ya lo sabe: “¡Vende todo! ¡Estamos sin blanca, necesitamos hasta el último dólar!” Sí, esas fueron sus palabras exactas. 

Sí. Lo fueron. Era lo que había que hacer.

—¿Y el móvil?

—Qué bromista es usted. El móvil fue lo primero que vendimos a Richie. Acuérdese: “Quinientos dólares y me estoy arriesgando, ten en cuenta que nadie más que yo te va a comprar nada Frankie” Eso dijo esa hiena sí. Pero usted jefe sacó la pipa y…

—Nos dio 900, sí. Se me da bien regatear, ¿no crees?

—Nadie negocia como usted jefe. 

Reduzco la velocidad para atravesar una calle sinuosa y estrecha… La palanca de cambios tiembla, no tolera de cuarta a segunda… Me pide un poco más de paciencia, un poco más de cariño. Pero no sé que significan esas palabras.

—¿Crees que ya habrá vendido todo? —pregunto desesperado.

—¿Ese usurero? Es posible.  Pero quizá tengamos una oportunidad, con los precios que maneja poca gente del barrio se lo podrá permitir. —contesta Seth sin convicción.

Richie regenta la tienda de empeños más grande del Barrio. Un enorme local encabezado por un cartel luminoso que imita, con pobre resultado, al mítico cartel de Las Vegas: “Empeños a lo bruto de Richie El Afortunado”, reza. Es un imbécil y un hortera, con esas chillonas camisetas hawaianas bajo las que se esconde una auténtica bestia de los negocios. Ese tío sería capaz de vender a su madre, a su padre y a quién fuera. Y, por supuesto, es capaz de vender todas las pertenencias de James Cross en tan solo unas horas. 

—Pon algo de música, necesito relajarme antes de ver a esa hiena. – digo intentando no pensar en que nos dirigimos a un callejón sin salida.

Seth vuela hasta la radio del coche. Mueve el dial con sus patitas. Descarta unas cuantas emisoras y, finalmente, elige una de nuestras favoritas: “Crazy Traffic, Chill Sound FM”. Comienza a sonar el “Rapper´s Delight” de los Suggarhill Gang. 

—Esto. Esto es un puto temazo jefe.

Y lo es. Nuestras cabezas se empiezan a mover arriba y abajo al ritmo de la atrapante base de la canción. 

Pasamos cerca del antiguo centro de recreativos Cooltown, territorio de los “Malasombra”. No os creáis, son mejor gente de lo que su nombre desprende. Son más razonables que la mayoría de bandas. Discretos, como el tráfico de armas requiere. Saqué mi querido revólver Colt Detective Special de un trueque con ellos. No me gustan las armas automáticas, aquella Uzi no tenía nada de clase. Un arma chabacana, impropia de un detective. 

Seth lo está dando todo encima del salpicadero. Rapea con habilidad la canción y cruza sus patitas a ritmo de hip hop. No puedo negar que tiene talento.

El precario alumbrado público apenas puede luchar contra la noche que comienza a tomar las calles. Un faro del Ford se enciende, el otro lo tengo que cambiar. Dejamos atrás la parroquia, la tienda de la taxidermista, el skate park… Finalmente nos aproximamos al local de Richie, cerca del Puente Knox (también conocido como una de las pocas rutas de escape de esta infame zona de la ciudad), en el límite del barrio. Una zona casi respetable, donde la policía aún se atreve a patrullar de higos a peras. 

Apago la radio a mitad del “Rapper´s Delight”. Y Dios sabe que me encanta esa canción. 

—Vamos —salgo del coche decidido y cierro la puerta sin mirar. Ahí está el inconfundible luminoso. Hora de hacer unas preguntitas a Richie El Afortunado. 

—¡Eh! ¡Ábrame jefe!

Hostia. Casi me dejo a Seth encerrado en el Ford. Da golpecitos contra el cristal como si pudiera atravesarlo.

—Perdona colega, estaba pensando en mis cosas… —abro la puerta y se posa en mi hombro como de costumbre. 

—No se lo tengo en cuenta jefe —dice ocultando una evidente molestia—, pero entienda que ya son demasiados encierros en un día para una mosca callejera. 

Parece que estar atrapado en las entrañas de Buddy le ha dejado tocado. Se posa en mi tabique nasal y parece escrutar mi cara. 

—No se ofenda, pero se le ve (y se le huele) más muerto que de costumbre…

Ah, es verdad. A Candela parece no importarle demasiado, pero mi cara desfigurada me puede causar ciertos problemas para interactuar con según quién. Veréis, hay gente de este barrio que ya está acostumbrada a tratarme con mi aspecto más putrefacto, pero tengo que intentar aparentar cierta “humanidad” de cara al resto.

Cojo unos cuantos ambientadores de pino y los pongo en el interior de la gabardina, cerca de mis sobacos. Después me aplico maquillaje sin ningún esmero, me pongo unas Ray—Ban modelo aviador y subo las solapas de la gabardina: ya estoy guapo para los mortales. 

Un enorme gorila rapado se aposta un lado de las puertas automáticas de entrada a la casa de empeños. Su cara de asco al acercarme me dice que los ambientadores olor pino no están cumpliendo su función. 

—Buenas noches, Sr Smith —saluda, con marcado acento italiano.

—Buenas noches.

 —Necesitaré que deposite su arma en la taquilla que queda al entrar a mano derecha. —me indica, una gota de sudor asoma por su frente. 

—Y yo necesitaré que me reciba Richie cagando hostias. No estoy de humor y ninguno de nosotros tenemos ganas de que monte un numerito, ¿me equivoco?

Me he labrado una fama en el Barrio. Una muy mala. 

El gorila se encoge de hombros, un gesto cargado de significado: “No quiero problemas. Yo te lo tenía que decir y te lo he dicho: órdenes del imbécil de mi jefe”.  Después aprieta con dos dedos el pinganillo de su oreja. Anuncia mi llegada.  Espera a recibir órdenes. Asiente un par de veces. “Sí, se lo he dicho, en la taquilla como usted ha mandado. Entendido” miente a su interlocutor. Esto es lo que pasa cuando enchufas al hermano de tu mujer en el negocio.

—Dice que pase, pero que se comporte. Compórtese esta vez señor. — suplica.

Amago con sacar mi querido revólver.

—Por favor. —la gruesa gota de sudor termina por caer de su rostro impactando en su impoluta camisa blanca. 

—Está bien está bien, no te cagues en los pantalones anda. —le digo para relajar tensiones mientras oculto el arma de nuevo. – Por cierto, ¿cómo dices que te llamabas?

—¿Yo? A… Alessandro. Me llamo Alessandro, sí —confirma el muy imbécil.

—Bueno, no lo haces mal, Alessandro. Sé que es un trabajo duro, te puedes encontrar con todo tipo de gente desagradable. Pero tu sabes como lidiar con ese tipo de gente, ¿verdad? En fin, voy tirando —Avanzo por el interior de la tienda en busca del despacho de Richie.

—Wow —se asombra Seth—. Nunca deja de sorprenderme este lugar. 

Y es cierto. A mí tampoco. La casa de empeños es un sitio repleto, desbordado, empachado de todo tipo de artículos y mucho más. ¿Necesitas una máquina quemagrasas? Aquí la tienen. ¿Un arma? Tienen de siete calibres distintos. ¿Un cromo de un equipo béisbol de una pequeña ciudad que ganó la liga contra todo pronóstico en el año 57? Nah, ese no lo tienen. Richie ya se habría retirado de haberlo vendido. El cromo de los “Fantásticos de Wilkintown”: un cartón de siete millones de dólares. Debe andar por algún lado…

Pero sí, hay muchas secciones: ropa, electrodomésticos, joyería, informática… Cada una con su estafador (perdón), con su encargado correspondiente. Un buen sitio para vender, empeñar… O para encontrar cualquier cosa que busques, incluyendo, por supuesto, cualquier cosa que hayas robado y quieras recuperar…

Curioseamos un poco y, finalmente, nos dirigimos al despacho de Richie. Otro gorila embutido en un elegante traje negro de segunda mano retira una cinta retráctil de seguridad y nos deja acceder a la zona privada del establecimiento. 

Atravesamos un largo pasillo de paredes modulares de plástico y acabamos frente a una llamativa puerta con una estrella negra estampada en su superficie. En el interior de la estrella se lee en letras doradas: “Jefe”. Golpeo la puerta con tanta fuerza que la puerta se comba ligeramente hacia dentro.  

—¡Mierda! ¡No hace falta que tires la puerta abajo Frankie! Pasa, anda, está abierta. —me indica Richie desde el interior de su despacho. 

Abro con cautela, consciente de que Richie podría tenérmela jurada por mis cuestionables métodos de regateo. Sin embargo, lo encuentro como siempre: detrás de una mesa de mármol, repantigado en su sillón forrado de piel de cebra. Richie no desentona con el mobiliario: figura oronda, gafas de montura dorada, sombrero fedora color negro, camiseta hawaiana de flores… Todo rematado con una amplia y falsa sonrisa que muestra orgullosa un incisivo de oro de dieciocho kilates. Todo hortera hasta la arcada.

—¡Hombre Frankie! Mi chico favorito, ¿cómo estás?

—Hola, “Jefe”. —digo con sorna. 

—Oh vamos, vamos, tú no me tienes que llamar así…. Eso es para los patanes de mis empleados. Dime, ¿Qué te trae por aquí? ¿Te has decidido ya a venderme esa preciosidad de revólver? 

—Sabes que no. Sería como si una serpiente vendiese sus colmillos…

—Oh, eso también lo he comprado alguna vez y… —responde sin entender lo que acabo de decir. 

—Corta el rollo Richie —el tono seco de mi voz acaba de raíz con cualquier indicio de cháchara insustancial—. No vengo a vender nada. 

—Oh —la sonrisa de Richie se contrae ligeramente, aunque consigue mantener la imagen afable que muestra a todos sus clientes. – Entonces, ¿Qué quieres? No aceptamos reclamaciones ni tonterías de esas por aquí Frankie.

Pasa una de sus manos por debajo de la mesa tanteando cierto botón. Debe haberlo instalado después de mi última visita. 

—No será necesario. Vengo por lo último que te vendí, ¿recuerdas? Una móvil, una cartera y un reloj de pijo. 

Relaja un poco su postura, lo suficiente como para tener el botón de alarma a su alcance. 

—Verás Frankie, vendo cientos de artículos todos los días a todo tipo de gente… No sabría decirte. Quizá… Quizá puedas ofrecerme algo que me refresque la memoria. Además, no fuiste muy cortés con el pobre Richie la última vez, ¿me equivoco?

¿Es eso una amenaza? La sonrisa se amplía y Richie pasa su lengua por su diente de oro. Oh, ya lo creo que lo es. Hay gente que no aprende nunca. 

—No te lo lleves a lo personal Richie: no soy cortés con nadie. Algo sí te puedo ofrecer, aunque no estoy seguro de que te vaya a gustar…

Salto por encima de la mesa y me abalanzo sobre él sin darle tiempo a pulsar el botón de alarma. Se resiste. A pesar de su, en apariencia, lamentable estado de forma, tiene una fuerza considerable. El forcejeo se prolonga durante unos segundos hasta que consigo derribarlo del sillón. Lo inmovilizo y saco unas esposas del interior de mi gabardina.

— ¡Cazzo! —grita al saberse a mi merced.  

“¡Eso! Espose a ese cerdo jefe” me anima Seth.

Ajusto las esposas en sus gruesas muñecas, asegurándome de que le aprieten lo suficiente como para dejarle un par de feas heridas. Richie jura completamente fuera de sí. 

—¡Stronzo di merda! ¡Suéltame!

Coloco el frío cañón de mi revólver en su cogote. Después, un silencio sepulcral. 

—Bien, ahora que te has calmado, te lo repetiré: cartera, móvil, reloj. ¿Los has vendido?

Intenta recuperar el aliento entre violentos resuellos. 

Merda, ¡Sí, tutto venduto

Mi esperanza de dar con James Cross se aleja más y más. 

—¿Cuándo? ¿A quién? Y más te vale decir la verdad. Vas a cantar La Traviata mamonazo.

Cierra los ojos intentando recordar. Sé que no lo ha olvidado, eran ventas muy lucrativas como para diluirse en su memoria. 

—El móvil lo compró el eslavo… Su nombre es Iván creo. Vive a pocas manzanas de aquí, en el número 150 de la calle once. – lo sé, lo sé: así de tristes son las indicaciones en este desastrado barrio.

—¿Y el resto? —pregunto apretando el cañón del arma tanto contra su cabeza que le obligo a besar el suelo. 

—¡Cazzo! ¡Tranquilo, Frank! Oh, porco Dio, sé razonable. 

—Contesta. 

—El resto lo compró un tío, quería todo, pero le dije que el móvil ya estaba vendido. 

—¿Quién? 

—No sé.  Tenía mostacho, una melena negra que le llegaba hasta los hombros… Vestía con sudadera y pantalón militar. Pagó mucho más de lo que yo pedía por todo a cambio de que me olvidara de él y que no hiciera preguntas. No sé más, de verdad. 

Seth se acerca a mi oído. “Humm… ¿Un cliente así y Richie no sabe nada más? No se usted, pero no me lo trago jefe.”

—No me lo trago Richie. Algo más tienes que recordar de un cliente tan jugoso. 

Amartillo el revólver. 

—Me has mentido: ahora te tengo que matar. 

—¡No! ¡No lo hagas! ¡Está bien! —grita suplicante— Sí, lo investigué… Solo sé que lo llaman El Jinete Nocturno en los bajos fondos… Y… Y que es un sicario de los jodidos. ¡Merda! No debería contarte todo esto… —dice con un temblor en la voz— No debería decírtelo dadas las circunstancias y espero que lo aprecies Frank… Pero yo que tú no me metería con ese tipo. 

—¿Lo habías visto antes? ¿Lo has visto después?

—¡No! No es un habitual ni nada de eso. Me pareció que venía buscando precisamente todo lo que me vendiste… Preguntó por el comprador del móvil. Le dije lo mismo que a ti y después se fue. ¡Juro que no sé nada más!

“Dice la verdad. A este pajarito no le queda nada más por cantar jefe”. Coincido con Seth. Con desagrado compruebo que Richie se ha meado los pantalones. Otro limón bien exprimido. Hora de irse. 

—¡Frank! Por el amor de una madre, ¡quítame estas malditas esposas!

—Tranquilo, te las puedes quedar, seguro que sacas algo por ellas. 

—¡Bastardo! —grita con todas sus fuerzas mientras intenta quitarse las esposas sin éxito. 

—Realmente eres El Afortunado, Richie. A cualquier otro me lo habría cepillado sin pestañear. Espero que esto no afecte a nuestra relación comercial. —me despido, cerrando la puerta del despacho tras de mí. 

El gorila que me dejó pasar me espera en el pasillo. Ha debido escuchar los alaridos de su jefe. Me apunta con una Smith and Wesson, sé que me disparará si se siente amenazado. No quiero forzar más la situación. Ya os lo dije: estar muerto no significa que te guste que te disparen. Sería una filia rara, incluso para mí. 

—Te lo resumo: está vivo y lo he esposado. Déjame pasar y te daré la llave para liberarlo. Si no, ya podéis ir buscando una radial. 

El gorila piensa en lo que acabo de decir. Le cuesta.

—Está bien, pero nada de trucos. —chico listo.

—Veo que eres más razonable que el gusano de tú jefe. 

Lanzo las llaves en dirección al despacho de Richie. El gorila pasa a mi lado y, sin dejar de apuntarme con el arma, se agacha para recoger las llaves. Después entra al despacho para socorrer a su jefe.

—¡Ciao ragazzo! —me despido con un horrible acento italiano.

“¡Imbéciles! ¿Cómo le dejáis entrar con un arma?” —oigo gritar a Richie desde el pasillo— “¡Estáis los dos despedidos!”

Abandonamos la tienda a toda prisa. Alessandro, el gorila de la entrada, desvía la mirada cuando pasamos a su lado. Pobre Richie, es muy difícil encontrar personal competente en los tiempos que corren… Subimos al Ford y acelero a fondo en dirección al piso de Iván. 

Seth me intenta animar.

—Vale. Todas las pertenencias de James Cross han sido vendidas, eso es verdad jefe. Pero al menos ya tenemos un hilo del que tirar: el número 150 de la calle once. Allí estará Iván, el tío que compró el móvil de James Cross. Seguro que averiguamos algo más. 

—Si el Jinete Nocturno no lo ha liquidado ya a estas alturas, claro. —puntualizo. 

—Si, claro, jefe. Si no se lo ha cargado, claro. —responde Seth algo alicaído. 

Pongo la radio. Suena “I Drove All Night” de Roy Orbison. Os lo dije: solo ponen temazos en esta emisora. Otra vez, alguien me echa las largas.

—¿Qué le pasa al imbécil ese? —dice Seth. 

Es un BMW tuneado. Tiene que ser el de antes, el que nos cruzamos en la barriada de Aceros Kings—Hill. 

—No sé, pero vamos a pasar de él. No tenemos tiempo para tonterías. 

—Pues parece que él sí jefe, ¡Nos va a….!

Seth no ha terminado la frase cuando el BMW golpea mi Ford, destrozando el parachoques trasero. Acelero con la esperanza de dejar atrás al conductor kamikaze. Sin embargo, los caballos del BMW se imponen.

“I drove all night to get to you…. Is that all right?”

—¡A nuestra derecha, jefe! —advierte Seth.

Intento frenar, pero una nueva embestida del BMW nos alcanza y me hace perder el control. Pego un volantazo en el último momento para evitar un choque frontal con una moto que viene en dirección contraria. Puedo ver la cara de pánico del imberbe repartidor de pizzas antes de chocarnos contra una farola.

El humo blanco que expele el capó del Ford me confirma que la persecución ha terminado. Mi cabeza ha impactado en el volante, noto un fuerte mareo. Veo a Seth estampado contra la luna del coche, pero no tengo tiempo de socorrerle.

Son cinco. Bajan a toda prisa del BMW. La radio sigue sonando:

“¡This fever for you is just burning me up inside!”

Maldigo de nuevo a James Cross.

Después, la noche me atrapa.

¿Algo que decir, Viajero?

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7 de octubre de 2025
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