de los
Perdidos
¡Atención, Viajero! Antes de embarcarte en la lectura de este breve relato es preciso que te hayas leído El Páramo. Si no es así, abandona esta empresa y vuelve cuando lo hayas hecho.
Un cuervo graznó desde lo alto del tejado, rompiendo el silencio de aquel bosque desolado. El sonido, seco y áspero, era casi un quejido, como si la criatura hubiera presenciado demasiados horrores imposibles ya de olvidar. La cabaña sobre la que se posaba se alzaba entre raíces que sobresalían del suelo como costillas mal enterradas, cubiertas de un barro negruzco que parecía contaminar todo cuanto tocaba. Desde el alero colgaban ramilletes de hierbas secas y restos de carne ahora reducida a fibras y huesos rotos, balanceándose al son del viento.
Dentro, el aire no era aire, sino una sustancia densa que se pegaba a la garganta y retorcía el estómago. En las estanterías, inclinadas por su propio peso, reposaban frascos de vidrio llenos de líquidos turbios y espeso contenido: fragmentos vegetales, raíces podridas, carne grisácea flotando en descomposición y lo que parecía un diente humano en uno de ellos.
Una mesa tambaleante, cubierta de herramientas, dominaba el centro de la estancia. Sobre su superficie descansaban cuchillos de hojas oxidadas con mangos envueltos en trapos sucios. En contraposición también había matraces, tubos de ensayo y un destilador rudimentario que conectaba con una llama tenue y constante.
Aquel ambiente atroz parecía haber hecho que el tiempo se rindiera ante la putrefacción que lo impregnaba todo, deteniendo incluso a la propia existencia. No, esa cabaña no era para almas sensibles, desde luego que no.
Sin embargo, junto a la mesa, una mujer de aspecto poco pulcro trituraba hojas secas y raíces negras en un mortero de piedra. Aplastaba los ingredientes con fuerza, transformándolos en una pasta de color indefinible, y cada golpe resonaba en la cabaña como un latido fúnebre. Toc. Toc.
—Raíz seca. Filtrar. Alcanfor negro. Una pizca de sulfato ferroso. Belladona… disolver. Sólo una gota —murmuró, como si sus palabras fueran parte necesaria del proceso.
Vertió el contenido del mortero en un frasco de vidrio ennegrecido. El líquido, espeso y brillante, se deslizó con lentitud, dejando un rastro viscoso en el interior. La mujer giró el frasco bajo la luz de una vela que agonizaba, haciendo que su llama temblorosa se reflejase en la superficie aceitosa de la mezcla. La etiqueta, escrita a mano, describía su propósito: In tenebris veritas.
—Perfecto —susurró, casi con reverencia.
De repente, un ruido la hizo girarse. Tres golpes. Secos. Precisos.
Toc, Toc, Toc.
La puerta.
Dejó el frasco sobre la mesa, se limpió las manos en el delantal, que ya estaba cubierto de manchas parduzcas sobre la tela gastada, y caminó hacia la entrada con paso firme. Antes de abrir ajustó su postura, enderezando los hombros.
—Llegáis tarde —dijo, sin siquiera girar el pestillo.
Otro golpe, más insistente.
Toc.
Abrió la puerta por fin con un movimiento brusco y el aire frío del bosque penetró en la cabaña, mezclándose con el hedor del interior. Bajo el umbral se encontraban varias figuras cuyos rostros quedaban ocultos bajo las capuchas de sus capas.
Una de ellas dio un paso al frente, y al hacerlo la poca luz que desprendía el habitáculo le iluminó el rostro, dejando entrever un par de ojos oscuros y afilados cargados de astucia.
—¿Qué pasa? ¿Te hemos interrumpido la cena? —le dijo, acompañando la pregunta de una sonrisa sarcástica. La mujer de la cabaña se limitó a echarse a un lado y extender un brazo hacia el interior.
—Vamos, entrad antes de que me arrepienta —dijo al fin, cerrando la puerta de golpe tras ellas.
Al entrar, el crujido de las tablas acompañó sus pasos firmes mientras se repartían por la cabaña. Una de ellas sacó un pañuelo del bolso y lo alzó hasta la nariz con un ademán exagerado.
—Dios santo, Edith, ¿cómo puedes soportar este hedor? Parece que vivas en un matadero abandonado.
—Es el olor del progreso. Ya deberías saberlo, Katherine —respondió Edith con un deje de condescendencia mientras señalaba el tarro etiquetado.
—¿Está listo? —preguntó otra de las figuras, sin perder el tiempo con cortesías. Edith asintió mientras se dirigía hacia la mesa.
—He ajustado las cantidades de todos los ingredientes y añadido toques necesarios para estabilizar la mezcla. Justo lo que necesitábamos. Aunque… —una sonrisa maliciosa apareció en su rostro— me pregunto si Henry será capaz de usarlo sin hacerse daño a sí mismo. Un daño definitivo, quiero decir, claro.
El comentario arrancó algunas risas bajas y cínicas entre las recién llegadas. Una de ellas, la más menuda, se inclinó sobre el frasco, observándolo con interés.
—Belladona. ¿No es irónico? —dijo, dejando escapar un leve suspiro teatral—. Los hombres siempre caen rendidos ante la belleza, aunque sea venenosa.
—En este caso, caerán por su propia estupidez —replicó Edith, esbozando una sonrisa cargada de desprecio.
La mujer más alta, a la que llamaban Margaret, apartó a la que inspeccionaba el tarro con un gesto impaciente y lo tomó entre sus manos. Lo giró bajo la luz de la vela, observando cómo el líquido oscuro reptaba por el vidrio, dejando trazos viscosos. Su expresión, más que de admiración, era de pura satisfacción.
—Esto debería bastar. Si Henry sigue las instrucciones, caerán todos como moscas.
—Si Henry sigue las instrucciones —bufó Katherine, cruzándose de brazos mientras se paseaba por la estancia—. He ahí la cuestión. ¿Estáis seguras de que es el adecuado?
—¿Tienes una alternativa? —respondió Edith, alzando una ceja mientras se limpiaba las manos con un trapo. Katherine chasqueó la lengua con frustración.
—Alternativa, no. Pero confiar en un ególatra como él… es un arma de doble filo. Su obsesión por el poder podría volverse en nuestra contra.
—Precisamente por eso es el sujeto ideal —intervino Margaret, dejando el tarro sobre la mesa con cuidado—. Es lo suficientemente inteligente como para que los demás no le cuestionen, pero su ego lo ciega. Creerá que todo esto es idea suya, que es el elegido. Y eso lo hace manejable.
—Al menos por ahora —añadió Edith, con un brillo perverso en los ojos.
El silencio se rompió con un crujido cuando una de las mujeres, Sarah, se sentó en un banco junto a la chimenea. El fuego iluminaba su rostro anguloso, haciendo que sus sombras se alargaran grotescamente en las paredes.
—¿Y Graves? —preguntó de repente, con una voz cargada de desdén—. ¿Qué hacemos con él?
La mención de su nombre pareció congelar el ambiente durante un instante. Margaret se cruzó de brazos, frunciendo el ceño.
—Graves… —repitió lentamente, como si degustara la palabra. Luego, negó con la cabeza—. Alaric es… inteligente, sí. Pero no tanto como cree. Y al final, es igual de cobarde que los demás. ¿No visteis su cara en el Páramo al ver a Crowley?
—¿Seguro? —intervino Katherine con un ápice de duda en su voz—. Le he observado, y es demasiado callado para adivinar sus intenciones. Quizá haya algo más detrás de esos ojitos ambarinos.
Edith soltó una carcajada seca, casi un gruñido.
—Por favor, Katherine. No te emociones. Graves es un ratón. Mentalmente apto, sí, pero nunca saldrá de su agujero. Está más asustado de lo que quiere admitir.
Margaret dejó escapar un suspiro cargado de exasperación, girándose hacia la mesa donde los frascos relucían bajo la luz parpadeante de las velas.
—No perdamos el tiempo especulando sobre Alaric Graves. —Su tono fue cortante, zanjando el tema—. Ese chico no va a mover un dedo, y si llegase a intentarlo, será demasiado tarde.
Katherine no parecía satisfecha con la respuesta. Sus ojos destellaron con ese brillo de quien disfruta jugando a ser abogado del diablo.
—¿Y si no está tan paralizado como creemos? Quizá, en lugar de un ratón, sea una serpiente esperando el momento adecuado para morder.
—Oh, por favor, Katherine. —Edith chasqueó la lengua y se dejó caer en una silla de madera astillada—. Graves es irrelevante.
—Bueno, realmente si Graves llegara a sospechar algo, Henry se encargará de distraerlo con sus monólogos interminables —añadió Sarah desde su rincón junto a la chimenea, donde afilaba con meticulosidad una pequeña navaja.
Katherine dejó escapar un suspiro y se acercó a la mesa, cogiendo el tarro de belladona con una mano y girándolo despacio.
—A veces me pregunto si Graves o incluso ese narcisista de Wycliffe son diferentes a cerdos como Whitmore. ¿No os dan ni una pizca de pena? —les preguntó mientras un atisbo de sonrisa malévola se dibujaba en sus labios.
Edith y Sarah negaron con la cabeza, poniendo los ojos en blanco, pero Margaret no respondió de inmediato. Su mirada permaneció fija en el fuego, como si viese algo en las llamas que las demás no podían entender. Finalmente, habló. Su voz baja estaba cargada de autoridad.
—La pena es para aquellos que se la pueden permitir. Henry es una mera marioneta. Nada más. Y ya hemos acordado que si Graves se convierte en un obstáculo, encontraremos la forma de eliminarlo del tablero como a los demás.
Un silencio pesado llenó la cabaña, roto sólo por el crepitar del fuego y el sonido metálico de la navaja de Sarah. Katherine apartó la mirada con un gesto teatral, como si la respuesta de Margaret le hubiese robado la diversión.
—Bien. Entonces, sigamos adelante. —Devolvió el frasco a la mesa con un golpe seco—. Supongo que Henry estará ahora en alguna taberna, embriagándose de su propia grandilocuencia.
—Que disfrute mientras pueda. —Edith se rió entre dientes y su voz áspera resonó en la penumbra.
Sarah levantó la mirada de su navaja, observando a las demás con un brillo frío en los ojos.
—¿Y si empieza a hacer preguntas? —inquirió—. Sabemos que no es tan listo como cree, pero tampoco es completamente estúpido.
—No hará preguntas —Margaret negó con la cabeza con su expresión imperturbable—. Le hemos dado todo lo que necesita para sentir que tiene el control. El libro, las pistas… todo está diseñado para que piense que es el centro de este pequeño universo que hemos creado. Mientras sigamos alimentando su ego, Henry hará exactamente lo que queramos. Y si no la belladona hará el resto.
—No se desmoronará, ¿verdad? —insistió Sarah.
—Si eso sucede, lo dejaremos caer. —Margaret apretó los labios y miró a cada una de ellas, asegurándose de que entendieran la gravedad de sus palabras—. No somos sus niñeras. Si Henry fracasa, alguien más ocupará su lugar. Pero no creo que haga falta. Está interpretando exactamente el papel que necesitamos.
Katherine se encogió de hombros y volvió a sentarse, estirándose como si el asunto estuviera zanjado.
—Que el espectáculo continúe, pues. —Su voz era ligera, casi despreocupada, pero en sus ojos había una oscuridad calculadora—. Al fin y al cabo, ¿qué más podemos hacer por ahora sino esperar?
Ninguna respondió. Sus ojos volvieron al fuego, donde las llamas parecían bailar con un propósito que sólo ellas comprendían. Afuera, la noche era un manto impenetrable, y el bosque alrededor de la cabaña guardaba un silencio tan pesado que parecía contener la respiración, esperando el siguiente acto.
***
La puerta se abrió de golpe, dejando entrar una ráfaga de viento húmedo que apagó una de las velas y cubrió la estancia de penumbra. Margaret fue la primera en entrar. Su rostro estaba empapado por la lluvia y su túnica negra se le pegaba al cuerpo, dándole un aspecto casi espectral. Las demás la siguieron en silencio, dejando un rastro de agua y barro sobre el suelo de madera vieja.
Edith fue la última en cruzar el umbral, cerró la puerta con un portazo y se quitó la capucha con un gesto brusco, liberando los mechones de cabello pegados a su frente. Su respiración era irregular, como si hubiese corrido más de lo necesario.
—Dios, qué desastre —bufó Katherine mientras se quitaba la túnica con torpeza, dejando al descubierto una camisa blanca arrugada y salpicada de barro—. Casi me caigo en ese maldito barrizal. ¿De quién fue la idea de montar semejante numerito en medio de una tormenta?
—Tuya, la última vez que votamos, si no recuerdo mal —replicó Edith con un tono ácido.
Margaret, que ya había encendido una vela, las observó de reojo mientras colocaba su capa con cuidado sobre el respaldo de una silla. Su rostro, iluminado por la llama parpadeante, reflejaba una calma inquietante, tan afilada como un bisturí.
—Deja de quejarte. Ha sido un éxito y Henry ha cumplido su papel a la perfección. Michael ya estará colgando de un árbol, como estaba previsto, y Alaric… Alaric ha recibido el golpe que tanta falta le hacía ya, supongo.
Edith se acercó a la chimenea y añadió un tronco húmedo que chisporroteó al entrar en contacto con las llamas.
—No he visto nada tan ridículo en años —dijo con una sonrisa torcida—. Han caído por unos simples cuernos de carnero, una túnica y un dominio perfecto del latín de aquí nuestra querida Margaret… Y se hacen llamar «científicos» —escupió—. Casi me siento mal por ellos. Casi.
Katherine soltó una carcajada seca mientras sacaba un pañuelo arrugado para secarse las manos.
—¿Y qué esperabas? ¿Que se apareciera un demonio de verdad? —Se inclinó sobre la mesa y cogió un trozo de pan duro que había quedado del día anterior—. No necesitan mucho más para creer. Su imaginación nos hace la mitad del trabajo. Sólo hay que darles un empujón en la dirección adecuada.
—Un empujón y un par de gotas de belladona —añadió Edith, arrancando un trozo del pan con los dientes.
—No subestiméis el increíble poder de la superstición. —Margaret se apoyó en la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho—. Lo que han visto esta noche no ha sido sólo lo que queríamos que viesen, sino lo que en el fondo ansiaban ver. Incluido Graves.
De repente, la puerta de la cabaña se abrió con violencia, y Sarah —que se había quedado atrás para vigilar que todo fuese según lo previsto— irrumpió como un vendaval con las mejillas encendidas y sus ropajes salpicados de barro.
—¡No os lo vais a creer! —jadeó, apoyándose en la mesa para recuperar el aliento—. Graves y Henry… ¡besándose desesperados en la biblioteca! Estaban tan entregados que parecía que el mundo fuese a acabarse y… —paró para volver a respirar— de repente Graves ha salido corriendo como alma que lleva al diablo, ¡y Henry ha empezarlo a seguirlo cual perro rabioso! —dijo mientras se incorporaba de nuevo, agitando las manos—. He tenido que esconderme entre los árboles para que no me vieran. Se dirigen hacia el Páramo.
El silencio cayó como una fría losa en la cabaña. Katherine se llevó una mano al pecho, como si intentara procesar la escena que Sarah acababa de describir.
—¿Estás segura? —preguntó Edith, dejando de masticar el trozo de pan que tenía en la boca.
—Lo he visto con mis propios ojos —respondió Sarah, todavía agitada—. Esto no puede acabar bien.
—Qué forma tan ocurrente de suministrarle la belladona a Alaric, ¿no os parece? —rió Katherine.
Margaret se quedó pensativa un instante antes de enderezarse y tomar la iniciativa.
—No perdamos más tiempo. —Su voz, firme y autoritaria, cortó el ambiente como un cuchillo—. Vamos, coged vuestras capas. Nos toca asegurarnos de que todo salga según lo planeado.
***
Las cuatro mujeres llegaron al Páramo de Crowsfield y permanecieron ocultas tras la espesura del bosque, observando desde las sombras. Margaret sostenía unos binoculares de latón con los que seguía cada movimiento en el claro del Páramo, donde Henry y Alaric estaban inmersos en su propia confrontación junto a las piedras.
Michael colgaba de un árbol, suspendido con macabra precisión. Su cuerpo estaba rígido, con los brazos extendidos en una postura que evocaba crucifixión y la expresión de su rostro era una mezcla de horror y éxtasis que helaba la sangre. Ellas sabían que esa imagen era suficiente para inspirar el terror que tanto necesitaban.
—Increíble —murmuró Edith, sin apartar la vista del escenario. Sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha—. Hasta la iluminación es perfecta, ni planeado habría salido así.
—No te confundas, esto es resultado de la preparación, no del azar —respondió Margaret sin emoción, mientras observaba a Henry, que agitaba las manos y gesticulaba frenéticamente tratando de convencer a Alaric—. Ahora sólo queda ver si Henry cumple su parte.
—Y Alaric, porque no parece que vaya a sucumbir —apuntó Sarah con un tono crítico.
Henry avanzó hacia Alaric, alzando la voz. Aunque no podían oír más que palabras sueltas, era evidente que apelaba a alguna promesa de poder o trascendencia. Su tono era vehemente, casi fanático, mientras señalaba las piedras y a Michael, como si ofreciera una prueba irrefutable.
—Una actuación brillante a la par que desesperada, ¿no creéis? —dijo Katherine con una sonrisa torcida—. Lo trágico es que realmente cree que todo esto es real. Que va a trascender.
—Ahora lo importante no es que él lo crea —respondió Margaret—, sino que Alaric también lo haga.
De repente, Henry se abalanzó sobre Alaric, atrapándolo en un forcejeo torpe y desesperado. Los ojos de las mujeres brillaban con interés calculador mientras permanecían inmóviles, contemplando la pelea. Alaric logró zafarse al fin empujando a Henry, que tropezó al levantarse y cayó sobre una de las piedras hasta quedar mudo para siempre.
Un silencio tenso llenó el Páramo. Desde su escondite, Margaret dio un paso adelante, evaluando la escena con calma.
—¿Está muerto? —preguntó Sarah en voz baja, entrecerrando los ojos para distinguir mejor.
—Es probable —dijo Edith, con un tono indiferente—. Aunque eso nos ahorra problemas. De todos modos, él ya ha cumplido su propósito.
—Qué trágico desenlace para nuestros amantes «científicos»… —añadió Katherine con sorna.
En el centro del claro, Alaric permanecía inmóvil, jadeando mientras miraba el cuerpo de Henry. Sus manos temblaban, manchadas de tierra y sangre. Parecía al borde del colapso, atrapado en la pesadilla que ellas habían diseñado meticulosamente.
—Ha llegado el momento decisivo —murmuró Margaret, observando a Alaric. Si el joven sucumbía al miedo, todo habría salido según lo planeado.
—¿Y si empieza a hacerse preguntas y algo no le encaja? —preguntó Sarah, con una pizca de duda.
—Al final, ¿tendremos que mancharnos las manos de sangre, queridas? —inquirió Katherine con malicia. Edith y Sarah se miraron entre sí, como si esperasen la respuesta de la más sensata de las cuatro.
Margaret entrecerró los ojos, evaluando cada movimiento de Alaric mientras este daba un paso hacia las piedras, tambaleándose.
—Eso no será necesario, el plan funcionará. Se hará preguntas —respondió finalmente—, pero no podrá afrontar las respuestas. Hemos implantado en él una semilla envenenada de dudas que acabará por consumirlo hasta decidir marcharse de este lugar para siempre. Seguiremos siendo invisibles a sus ojos y a los de todos hasta que llegue nuestro momento. Y entonces, ya será demasiado tarde.
Tras echar un último vistazo, las mujeres se desvanecieron entre los árboles, dejando a Alaric solo en el Páramo, con el cuerpo de Henry como único testigo de la verdad incómoda que nunca llegaría a descubrir por completo.