«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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—Con que nuestro «invitado» —la inflexión de su voz al pronunciar esa palabra amenaza con desencajarle la mandíbula— sigue… bueno ya sabes.

El maestro del humo continúa mirando fijamente al viajero, sin pestañear, a la espera de una explicación por parte de Balanzat, pero esta no llega. Con suma cautela, se ve obligado a apartar la mirada y dirigirla al imponente trono de libros. Está vacío. Sus ojos se ven forzados a galopar por la habitación hasta que se percata de que Balanzat está forcejeando frenéticamente con el corcho de una botella en una esquina oscura de la sala. Pardo deja escapar un suspiro, desde el cual un fino tentáculo de humo se eleva hacia el techo.

—Qué se le va a hacer… ¡Te cojo un par de vasos para whisky, que he perdido todos los míos! —Dice gritando sin esperar ninguna respuesta.

Con su botín bajo el brazo, se dirige hacia la puerta sin dejar de mirar al viajero y, cuando ha llegado, trata de encontrar el pomo con su única mano libre. La tarea no es fácil y al cabo de un rato uno de los vasos se le escurre de entre las manos, produciendo un agudísimo estruendo al romperse en pedazos. Antes de que las ondas sonoras hayan tenido tiempo de abrirse camino hasta sus oídos, los ojos de Balanzat ya se han vestido de un amenazante rojo.

El peligro pude ser saboreado en el aire y, con una velocidad digna de elogio, el viajero decide cargar contra la puerta siguiendo el ejemplo de Pardo. Le sigue por innumerables pasillos sin que este parezca percatarse de la segunda sombra que acaba de adherírsele. Filas y filas de estanterías los observan avanzar por los recovecos del corazón de la Biblioteca. El camino es arduo y sinuoso y, aunque el miedo a perderse es omnipresente, una muy conveniente estela de humo emana constantemente del custodio y su pipa.

Pasado un lapso de tiempo indeterminado, Pardo se detiene frente a una estantería que en nada parece diferenciarse de las incontables otras, extiende su mano y, tras extraer un libro, se escucha el rechinar de maquinaria y una puerta se presenta frente a ellos. Pardo la atraviesa despreocupado, pero para cuando el viajero quiere darse cuenta, el mecanismo oculto ha vuelto ponerse en funcionamiento y se ve forzado a correr con todas sus fuerzas para no quedarse atrás.

Tras recuperar el aliento, el viajero comprueba que más que en una habitación se encuentra en lo que parece ser una enorme cueva con las paredes de piedra desnuda. Y en cada rincón de la galería, montones y montones de libros apilados sin ton ni son parecen constituir la única decoración. Contemplar las altas columnas de libros, evoca en el viajero visiones de estalactitas y estalagmitas a las cuales el impasible devenir de los milenios ha terminado por fusionar. Bajo algunos de los montones menos altos, algo en su cerebro le hace intuir la existencia de lo que en algún momento pudo haber sido una mesa o tal vez un escritorio, pero la parte más lógica y desarrollada de su materia gris le hace comprender que aquella hipótesis jamás podrá ser confirmada. Además de los libros; la hipotética existencia de un mobiliario primigenio que como un grano de arena en una ostra supone el origen de las perlas, podría haber constituido el origen de aquellos conglomerados «libristicos»; los únicos elementos fuera de lugar eran la infinidad de velas de todos los tamaños y en todos los estados de consunción posibles.

En lo profundo de la gruta, el viajero consigue distinguir la figura del custodio que, tras haber llenado uno de sus nuevos vasos y haber cogido un libro al azar, se dispone a sentarse en el que parece el único elemento de mobiliario que ha conseguido evitar aquella grotesca metamorfosis; un sillón orejero de terciopelo rojo.

—¿No es peligroso tener tantísimas velas encendidas junto a todos esos libros? —La voz del viajero produce un eco que se expande por la gruta silenciando todo lo demás.

Pardo levanta lentamente los ojos del libro que acababa de comenzar a hojear y se percata por primera vez de la presencia del viajero. Acto seguido, profiere un agudo chillido que inmediatamente silencia el eco de la pregunta. Esta situación se prolonga durante una sorprendentemente abultada cantidad de tiempo.

—Ejem… quiero decir… ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Le he seguido.

—¿QUE ME HAS SEGUIDO? ¡Ya sé que me has seguido! ¿Cómo si no ibas a haber llegado HASTA AQUÍ? Bueno… lo que quiero decir es que YO he permitido que me siguieras. Era consciente en todo momento —el custodio empieza a balbucear cada vez en un tono más y más bajo y desganado hasta que es imposible escuchar lo que está diciendo—… En fin… ¿qué decías?

—¿Disculpe?

—¡Tú y todas las paredes de esta maldita cueva habíais hecho una pregunta!

—¡Ah, sí! Preguntaba si no es peligroso tener tantísimas velas encendidas junto a todos esos libros.

El custodio se retira la pipa muy despacio de los labios, y da la sensación de que ha dejado de respirar, mientras el tono de su cara se va acercando más y más al color del sillón en el que está sentado hasta que finalmente estalla en una bocanada de humo.

—¡ESAS SABANDIJAS! HAN ESTADO CONTÁNDOTE COSAS, ¡¿VERDAD!? ¡MENTIRAS! ¡CALUMNIAS! ¡INJURIAS! ¡COMO MÍNIMO EXAGERACIONES! EN REALIDAD, SÓLO PASÓ UNA VEZ. Y en mi no tan humilde opinión, conceder el titulo de «gran biblioteca» a unas instalaciones que no cuentan ni con el más básico sistema anti-incendios resulta como mínimo, un poco presuntuoso. De todo aquel embrollo, los únicos que deberían sentirse avergonzados, son los del ayuntamiento de Alejandría, las licencias son un tema muy serio que no debe tomarse a la ligera…

Los dos individuos se miran el uno al otro sin saber qué más decir durante una minúscula e insignificante eternidad.

—¿Algo más en lo que pueda ayudarte que no implique esparcir malignos rumores?

—No sé si le acabo de…

—¿Dudas?, ¿necesitas indicaciones?, ¿un refrigerio?

—¿Qué sois? ¿Sois… Dioses, Demonios? —Un malevolente destello aparece en los ojos de Pardo, pero antes de que pueda decir nada, parece recordar alguna situación poco agradable de su pasado y niega firmemente con la cabeza.

—Únicamente somos los Custodios de la Biblioteca.

—¿Insinúa que sois personas normales?

—Bueno eso depende de con quién nos compares…

—¡Pero el señor Wülf me dijo que habíais habitado este lugar antes incluso de que el concepto del tiempo existiese y la señora Balanzat no paraba de llamarme mortal!

—¡Bah! A Wülf le gusta mucho decir eso, pero el único fundamento empírico que tiene es que no descubrimos la sala de los relojes hasta hace unos seis mil años. Lo de Balanzat… bueno, verás, la normalidad en realidad es un espectro y …

—¡Wülf hizo magia! ¡Levitó!

—¡JA JA Y JA! ¿A eso le llamas magia? Incluso un mono puede levitar; bueno no un mono cualquiera, eso sería absurdo. ¿Pero uno de esos que tocan el organillo y llevan un chalequito? Si quisieran no volverían a pisar el suelo. Te hare una demostración.

Pardo se levanta de su asiento y lanza sin ceremonia alguna el libro sobre unos de los montones. Acto seguido, se quita la túnica y comienza a desnudarse. El viajero le mira perplejo.

—¿Por qué se está quitando la ropa?

—Qué preguntas tienes, uno no puede levitar con la ropa puesta. Es lo primero que me explicó Wülf, fue terriblemente insistente al respecto, aerodinámica, distorsiones cuánticas de la lana y no sé qué más.

—Él… bueno, él levitó… en fin, con ropa.

Pardo, aún con la pipa en la boca, a la pata coja forcejeando con un calcetín y cubierto únicamente por unos amplios y coloridos calzoncillos, se detiene en seco y vuelve a clavar sus ojos en el viajero.

—Disculpa, ¿podrías repetir eso si eres tan amable? ¿Con ropa, dices? —El viajero traga saliva.

—Sí, completamente vestido.

—¡JAJAJAJAJAJAJA! Maravilloso, fantástico, espectacular, fabuloso, espléndido. Voy a matarle —mientras dice todo esto, camina a grandes zancadas hacia la puerta de entrada. Sin haberse vestido—. De todas formas, el concepto de triarquía es poco menos que una anomalía histórica; jugar a juegos de mesa tres personas es un lío y estoy harto de encontrarme las túnicas llenas de pelo. Tampoco tiene por qué ser una muerte dolorosa, que no se diga que no puedo ser misericordioso en mi justificada ira —cuando alcanza la puerta y presiona el botón que activaba el mecanismo, el viajero echa a correr tras él. Esta empieza a abrirse inmediatamente—. Pondremos una placa en su memoria, sí señor, para recordar los buenos momentos. Le haremos un funeral bonito, íntimo, como a él le hubiese gustado.

Frente a ellos, a través de los lomos de los libros puede distinguirse un gigantesco ojo pintado en una sustancia rojiza y viscosa. En el suelo, escrito con la misma sustancia, se lee: «VOSOTROS TAMBIÉN LO VERÉIS».

—¿Qué es eso? —Pregunta el viajero.

—Vaya por dios —Responde el custodio.

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¿Algo que decir, Viajero?

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7 de octubre de 2025
Custodio:
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