de los
Perdidos
El viajero continúa mirando al maestro del humo esperando una respuesta que parece no llegar. Ambos se sostienen la mirada durante unos interminables segundos.
—¿Tengo algo en la cara? —dice Pardo e inmediatamente después comienza a restregarse la cara con el antebrazo.
—No… es que aún no me ha respondido.
—¿A qué?
—¿Qué es eso?
—¿Eso? ¿No resulta obvio? —dice visiblemente molesto mientras señala la sanguínea pintada que cubre las las estanterías.
—Pues… —El maestro del humo se lleva la mano a los ojos y suspira provocando que el hilillo de humo que emite su pipa aumente de tamaño.
—Turistas… Claramente …«algo» ha escapado de uno de los relatos.
—¿Escapado? ¿Este sitio es una especie de prisión?
—Bueno, bueno, bueno. No exageremos que prisión tiene unas connotaciones muy negativas. Esto es una biblioteca y aquí guardamos —Pardo hace especial hincapié en la palabra «guardamos»— historias. Claro está que, en términos generales, cualquier lugar en el que no quieras estar puede considerarse una «prisión» en el sentido más metafísico de la palabra, pero de ahí a acusarnos de carceleros hay un salto lógico bastante falaz, señor mío. No toleraré que se me calumnie a mí o mis colegas de una forma tan…
—¿Qué vamos a hacer? —interrumpe el viajero.
—¿Disculpa?
—Algo tendremos que hacer, ¿no?
—Sí, claro que sí. Tenemos un protocolo para estos casos.
—Que consiste en…
—Bueno, en caso de que una entidad constreñida a los límites de un relato, de forma natural quiero decir, no como consecuencia del ejercicio de una fuerza coercitiva al servicio de un aparato de represión institucionalizada destinado al mantenimiento del estatus quo de una determinada jerarquía de poder…
—Sí, sí. Por supuesto. Continúe, por favor.
—Como iba diciendo, en estos casos recibimos una alerta y nos reunimos en la sala de crisis para elaborar un plan de contingencia.
—Yo no he escuchado ninguna alerta. —Pardo se le queda mirando unos segundos.
—Buen punto. Maldito cuervo haciendo el vago en horario laboral… —Mientras dice esto, el maestro del humo introduce una mano es sus calzoncillos para extraer un cuaderno forrado en cuero y lo abre rápidamente—. Ups…
El viajero se acerca con precaución a su lado para examinar el cuaderno y entre sus paginas, escrita con una caligrafía exquisita, puede leer la misma frase repetida hasta la extenuación: «¡ALERTA! ¡ALERTA! CUSTODIOS ACUDAN A LA SALA DE CRISIS.» Fijándose en el final de la página, observa cómo esas mismas palabras están siendo escritas por algún tipo de mano invisible en ese mismo instante.
—Parece que tenía el cuaderno en silencio… —dice el custodio sin apartar la mirada de sus pies desnudos.
—¡A la sala de crisis! —grita el viajero levantando una mano al aire.
—No hagas eso…
—Perdón, me he emocionado.
—Turistas… —refunfuña Pardo mientras extrae un libro de una de las estanterías, accionando un mecanismo oculto que revela un agujero en la pared donde se puede ver lo que parece un tobogán.
El viajero se asoma con cautela, intentando calcular la profundidad de la caída.
—¿Esto es seguro? —pregunta, sin mucha esperanza.
—En absoluto. —Pardo sonríe mientras le da una palmadita en la espalda y lo empuja con poco entusiasmo. El viajero emite un grito ahogado mientras desaparece en el interior del tobogán.
—No entiendo en qué momento decidimos que era buena idea usar esto… En fin —murmura mientras se coloca su pipa con firmeza entre los dientes y se lanza de cabeza tras él.
Para colmo de males, en la primera curva del tobogán, un duendecillo le cobra entrada al viajero y le dice que no tiene derecho a ningún tipo de descuento especial. «Las manos en el pecho todo el trayecto por favor, no gire la cabeza ni se detenga en el tobogán» dice el duendecillo fumando un pitillo y con ganas de acabar su turno para irse al cine con su mujer. Ella le dice que nunca hacen nada especial, que nunca la lleva a bailar, pero los horarios de trabajo de aquel tobogán son totalmente abusivos… Si hubiese opositado como le dijo su madre otro gallo cantaría. En fin.
Aquel condenado tobogán es un torbellino de curvas imposibles y giros que desafían las leyes de la física y que lo hacen parecer interminable. Pero no sólo eso, no. Qué va. Lo peor es la sarta de alucinadas y febriles imágenes que surgen en cada recodo del trayecto: una calavera fluorescente que rebota de un lado a otro gritando «¡cocoloco, cocolocoooo!» (se añade a la locura el evidente eco que provocan estos gritos por el interior del tobogán…), un dragón chino con gafas de sol de cuyos bigotes surgen chispas arcoiris y le dice al pasar «eyyyyy», un cartel de neón que anuncia «un restaurante de carta a buen precio que no cobra suplemento por cubierto ni pan» y para rematar un político honesto que le da al viajero una subvención y una más que razonable deducción fiscal por la adquisición de una estupenda vivienda de protección oficial en su ciudad natal.
Esto último es demasiado para el viajero. Harto de ver como aquel macabro tobogán juguetea con su psique, intenta aferrarse a las paredes del y detener un descenso que puede llevarle a la más absoluta de las locuras.
En los viajes del viajero no es fácil encontrar un cortauñas, así que ningún lector debiera juzgar que las de nuestro querido viajero sean especialmente largas. Sin embargo, algo tan reprobable a un nivel de higiene, resulta extraordinariamente útil para aferrarse a las paredes del tobogán. Finalmente después de arañar la superficie durante un buen rato, y valiéndose también de las uñas de sus pies que sobresalen de sus desgastadas botas, consigue detener la caída. Suelta un suspiro aliviado.
—¡Cuidaaadooo alláaa abajooooo!
El viajero es golpeado violentamente por algo que esconden los calzoncillos de Pardo y pierde el agarre. Cae aún con mayor desesperación, pensando que no quiere morir recordando el elástico tacto de las partes pudendas del Custodio en su cara. Pero es inevitable. La histeria se apodera de él.
—Tranquilo, hombre. ¡Disfruta el trayecto! ¡Cocoloco! ¡¡¡¡Cocolocooooo!!!! ¡¡¡¡Muajajajaja!!!!
—¡¡¡Ahh!!!
El viajero no deja de gritar, aunque en algún momento comienza a sentirse más mareado que asustado. Sin embargo, cuando el vómito amenaza con manifestarse, acaba aterrizando en un suelo de madera, rodando torpemente hasta detenerse frente a una puerta maciza de madera de ébano.
Pardo aterriza justo detrás, perfectamente de pie y con la pipa todavía en su boca.
—Primera regla, turista: nunca te pares en el tobogán. Es molesto para los demás. —Se sacude una mota de polvo invisible de los calzoncillos y avanza hacia la puerta que da acceso a la sala de crisis.
Al entrar, ven a una figura moverse frenéticamente alrededor de la mesa central y el viajero tarda unos segundos en procesar la escena. Paul lleva puesto un delantal con volantes, un pañuelo en la cabeza y guantes amarillos de goma, mientras se afana en limpiar una mancha imaginaria.
—¡Paul! ¿Qué haces? —exclama Pardo, tosiendo una bocanada de humo.
Paul, que está limpiando con la concentración digna de un cirujano, apenas le presta atención.
—¿Qué crees que hago? Este sitio estaba hecho un desastre. ¡Un desastre! ¡No podemos trabajar en estas condiciones! —Pasa un trapo sobre la mesa con movimientos precisos—. Tú… —señalando al viajero con el palo de la fregona— ¡no me pises lo fregao, hombre! Que ya tengo bastante con estos vagos redomados sin consideración alguna por nada ni por nadie.
—Perdón, yo sólo…
—¡Silencio! —interrumpe Paul. Luego se gira hacia Pardo y por fin lo ve—. Pero por favor, ¡al menos ponte unos pantalones! No puedo tomarme en serio a alguien en calzoncillos.
—Y cómo iba a levitar si no, ¿eh? Seguí tus instrucciones —replica Pardo con sarcasmo mientras se deja caer en una silla—. Por cierto, gracias. Ahora todos los presentes podemos disfrutar de mi elegancia minimalista.
Antes de que Paul pueda responder, un escalofrío atraviesa al viajero. Algo, o alguien, está allí con ellos. No puede verlo, pero siente una presión en la sien que amenaza con consumir todo atisbo de cordura. Un par de ojos lo escudriñan desde las sombras más allá de las estanterías. Instintivamente, se da la vuelta, pero no hay nadie.
—¿Habéis acabado ya? —La voz de Balanzat emerge del lado contrario de la estancia, suave como un cuchillo afilado, cortando el aire. Nadie la ha visto entrar, pero ahí está, reclinada contra una pared con una copa de vino en la mano, como si hubiese estado allí desde el principio.
Balanzat se inclina hacia la mesa, ajustándose la capa con un gesto lento y deliberado. La copa de vino en su mano refleja la tenue luz de la sala iluminada por candelabros de hierro forjado, y su mirada viaja de Pardo a Paul con una mezcla de paciencia fingida y desprecio sutil. Entonces saca un pergamino que no parecía tener consigo hasta ese momento y lo desenrolla mientras el viajero observa, atónito, cómo el pergamino sigue extendiéndose, formando una torre interminable de papel que amenaza con alcanzar el techo.
—Bien, aquí está mi plan —declara, con la seguridad de quien no tiene intención de explicar nada más allá de lo estrictamente necesario.
Paul y Pardo intercambian miradas. El viajero, en cambio, sólo observa en silencio, incapaz de procesar cómo aquella torre de papel ha aparecido en cuestión de segundos.
—Esto es imposible. Llevamos cinco minutos aquí, Balanzat —protesta Paul, señalando a la torre con la bayeta todavía en mano.
—Y en estos cinco minutos he logrado identificar el relato —una historieta de terror ambientada en las guerras napoleónicas— e idear una solución detallada y, como siempre, impecable. No sé por qué os sorprende —responde Balanzat, con una sonrisa tan afilada que no deja lugar para la modestia.
—¡Ah! ¿La de aquel friki de los ojos? —pregunta Pardo y Balanzat asiente con un leve atisbo de emoción.
Paul empieza a ojear el pergamino desde el principio, con movimientos meticulosos y pausados. Pardo, que lleva rato apoyado contra una pared, pone los ojos en blanco.
—No hace falta que te lo leas todo, venga. ¡Acaba de una vez! —exige Balanzat, golpeando la mesa con los dedos—. Paul, eres lento hasta la exasperación.
—Si escribes un plan interminable, no esperes que me lo lea en un suspiro. No se puede improvisar con estas cosas, Balanzat. —Paul le lanza una mirada de reproche mientras sigue desenrollando más texto con deliberación.
—No tenemos una eternidad. Bueno, yo sí, pero me niego a desperdiciarla así. —Balanzat se cruza de brazos y mira a Pardo en busca de apoyo.
—A ver, a ver, a mí lo que me gusta del plan es lo del cebo sobre todo. —Pardo se endereza, señalando al viajero con la pipa—. Pero, sinceramente, deberíamos vestirlo adecuadamente. Nada grita «¡ven a por mí!» como un uniforme de granadero francés de 1796. —Se gira hacia el viajero con una sonrisa divertida—. Esos botones dorados… una verdadera obra de arte militar.
—¿C-cebo? ¿Yo? —pregunta aterrorizado el viajero.
—Perfecto, lo puedo incluir en la vigesimocuarta fase del plan. Déjame unos segundos para… —Balanzat empieza a trazar líneas imaginarias en el aire moviendo los dedos con una agilidad inhumana.
—¿Un uniforme? ¿Ahora? —Paul levanta la vista del pergamino con incredulidad—. ¿Pero qué disparate es ese?
—¡No es ningún disparate! —protesta Pardo, encendiendo su pipa de nuevo—. Mira, durante la Campaña de Italia, los granaderos llevaban chaquetas azules detalles rojos y, dependiendo del regimiento, ribetes blancos. ¡Oh, y las charreteras! Siempre he pensado que esas charreteras doradas y carmesís eran un toque magnífico. —Hace un ademán como si estuviera ajustándose las propias.
El viajero, incapaz de procesar la absurda discusión, alza una mano como si quisiera opinar, pero en ese momento la puerta de la sala se abre de golpe y aparece un hombre desquiciado con el rostro desfigurado. Sus pasos son torpes pero decididos y porta un cuchillo en su mano que apunta amenazante hacia nuestro apreciado viajero.
—Tú también lo verás…
—¡AAAAAAAAH! —grita el viajero, retrocediendo.
—¡Silencio, mortal! —dice Balanzat sin mirar hacia la puerta—. Ya hemos hablado de esto: es sólo el cuervo. Y no muerde… todavía.
Mientras, Paul y Pardo siguen absortos en su discusión interminable, ignorando completamente lo que pasa a su alrededor.
—¡Es innecesario y una pérdida de tiempo, te digo! —responde Paul, exasperado—. La criatura no va a analizar el atuendo de su presa para decidir si atacarlo o no.
—Ah, claro, porque tu conocimiento sobre la psicología de los frikis obsesionados con los ojos es vastísimo. —Pardo forma un aro de humo, que flota hacia el techo—. Deberías considerar el valor de lo simbólico. Nada llama más la atención de un fanático que un objetivo que encaja perfectamente en su delirio.
—No es necesario este absurdo teatro. —Paul sacude la cabeza—. Ese engendro no creo que ni siquiera recuerde cómo vestían sus camaradas.
—Ángulo de entrada… ajustado a 45 grados. Velocidad del corte, constante. Masa crítica del proyectil… adecuada para una extracción precisa —Balanzat murmura mientras mueve los dedos en el aire como si trazara un diseño invisible—. Sí… ¡Sí! Es perfecto… ¡hasta las salpicaduras de sangre en la pared podrán ser simétricas! Qué elegancia.
—Pues yo apuesto a que sí. ¿Sabías que algunos regimientos llevaban cordones dorados como distintivo? No sé si los hacía más valientes, pero seguro que los cañones enemigos apuntaban con más entusiasmo. —Pardo se cruza de brazos, con aire orgulloso.
El viajero sigue intentando escapar, lanzando una silla para interponerse, pero la criatura sonriente es imparable. Lo alcanza con un tajo rápido, arrancándole el ojo izquierdo. El viajero cae al suelo, gritando y llevándose una mano al rostro ensangrentado.
—¡Que no hay tiempo para trajes! —protesta Paul, sin levantar la vista del pergamino.
—Lo dice el que lleva un pañuelo ridículo en la cabeza y un delantal como si fuese una waifu. —Pardo da una calada a su pipa, mirándolo con una ceja levantada.
—No me provoques, Pardo. ¿O debo recordarte lo de los calzoncillos? —Paul deja el pergamino sobre la mesa, fulminándolo con la mirada—. Te dije lo de desnudarte para levitar como una broma. ¡UNA BROMA! No esperaba que fueras tan crédulo.
—¿Crédulo? —Pardo se lleva una mano al pecho, fingiendo indignación—. Soy un innovador. Ahora entiendo que lo tuyo no es incompetencia, Paul, sino pura envidia.
Mientras los tres Custodios siguen inmersos en su discusión, el cuervo aparece en silencio detrás de la criatura. Con un movimiento calculado, alza una de sus garras y le propina una colleja tan brutal que el hombre de la sonrisa sale disparado hacia una de las paredes, donde la lanza decorativa de una armadura atraviesa su pecho. El cuerpo queda suspendido, inmóvil, pero aún sonriente.
—¡Oh! —exclaman los tres Custodios, girándose por fin.
Balanzat camina hacia el cadáver con calma, saca su copa y la coloca bajo el cuerpo, dejando que la sangre gotee en ella con precisión.
—¿Lo veis? Al final todo ha salido a pedir de moi. Todo está bajo control —Levanta la copa hacia los otros Custodios antes de beber un sorbo, con aire satisfecho.
El viajero, ensangrentado y tambaleándose, intenta ponerse en pie, con una mano cubriendo el lugar donde solía estar su ojo.
—«¿Todo bajo control?» ¡Me he quedado tuerto! —grita, histérico.
—Podría haber sido mucho peor. Ahora, al menos, resultas una pizca minúscula más interesante. —Balanzat sonríe, limpiándose los labios.
El cuervo, mientras tanto, comienza a recoger los restos de la criatura con movimientos eficientes. Paul deja escapar un suspiro y empieza a retirar manchas del suelo con su bayeta.
—Qué perfectas salpicaduras… —murmura Pardo, volviendo a concentrarse en su pipa.
El viajero sólo puede desplomarse en una silla cercana, cerrar el único ojo que le queda y desfallecer, derrotado.