de los
Perdidos
Mañana
—
Tengo los ojos cerrados pero no estoy dormida. Ráfagas de luz carmesí se filtran a través de mis párpados, dibujando en cada destello el mapa de mis venas azules. Me arrincono en la sombra del asiento, detrás de mi padre, pero es inútil. El sol se cuela por todas partes, invasivo, consciente de que hay algo dentro de mí que se resquebrajará en cuanto me iluminen.
La luz de la mañana del mediterráneo no es opaca y brutal como la de mi pueblo; es líquida y dorada, que baña campos de viñas y olivos en lugar del cemento abrasador, que destella en las hojas de los pinos que empiezan a dominar el paisaje.
Miro mi cara reflejada en la ventanilla. Ahora estoy formada de una luz prisionera. ¿Y si la dejo salir… si la dejo entrar…?
No.
Cierro los ojos de nuevo y vuelvo a encontrarme con un lienzo translúcido de furia solar.
—Faltan veinte minutos —anuncia mi madre desde el asiento delantero. Su voz se disuelve con el zumbido del motor y la música.
Mi hermana pequeña canta con la boca llena de galletas. La otra juega con un flotador, inflándolo y desinflándolo inútilmente. Mi padre conduce en silencio; lleva gafas de sol aunque en su lado haya ligera penumbra. Todos son ajenos al torbellino que se agita en el hueco de mi pecho.
Ella viaja con nosotros. Siempre lo hace. No ocupa un asiento, pero está ahí, compacta y fría, aplastada contra mi costado derecho. Su peso me resulta familiar, casi reconfortante en su constancia perversa. Es la certeza del vacío.
«¿Vacaciones?», susurra la voz en mi cabeza. «¿Para qué? ¿Para fingir normalidad? Si dejas que te miren, se darán cuenta de lo rota que estás por dentro. La luz te delatará.»
Aprieto los puños sobre mis muslos, sintiendo la dureza de los nudillos bajo la tela de los pantalones largos. El control. Ese es mi único ancla.
De repente, algo en el aire cambia. A medida que dejamos atrás la llanura y nos adentramos en las colinas que preceden a la costa, el aire se carga del aroma de la sal y la resina de los pinos. Huele a vida. Es un olor capaz de resquebrajar el hielo, de infiltrarse en mí.
«No», pienso con fuerza, clavándome las uñas en las palmas. «No te dejes. La luz es una trampa. La luz trae esperanza. Y la esperanza es un pozo sin fondo lleno de esquirlas ambarinas que desfallecen al contacto con la realidad.»
Eso es lo más peligroso, porque implica posibilidad de cambio, de mejora. Implica vulnerabilidad. Implica que podría fallar de nuevo, que podría intentar sanar y fracasar estrepitosamente, confirmando mi inherente insuficiencia. Lo más seguro es que me quede en la penumbra conocida de la desesperación, con ella como mi única compañera. Allí, al menos, no hay sorpresas. Sólo la certeza de la derrota.
Cogemos una curva cerrada y, sin más, aparece el mar. Es de un azul turquesa imposible, vibrante, infinito, bajo un cielo despejado y cruelmente radiante. Es una belleza que duele. Es un puñetazo directo a mi estómago.
Sofoco un grito.
Mis hermanas gritan con emoción infantil. Mi madre sonríe, señalándoles el agua. Mi padre dice algo sobre una cala que me gustará mucho. Yo sólo puedo mirar fijamente ese azul, sintiendo cómo una fisura minúscula, casi imperceptible, se abre en el glaciar de mi pecho. Un resquicio por donde esa luz salvaje, ese color vivaz insoportable, intenta colarse. Es una sensación agónica, y mi alma, acostumbrada a la oscuridad, se contrae ante el impacto.
«Cierra la grieta», ordena la voz con urgencia. «Mira la arena. Imagínatela llena de ceniza. El mar, demasiado caliente. El sol, un verdugo implacable. Las sombrillas de colores. No es belleza, es otra forma más de morir.»
Intento obedecer. Fuerzo a mi mente a distorsionar la imagen, a ver sólo la crudeza que podría esconderse bajo el brillo: la arena desagradable, los insectos amenazantes, la multitud asquerosa que sin duda llenará la playa, sus miradas potencialmente inquisitivas… Pero es difícil. El azul es hipnótico. La luz es insistente.
Bajamos hacia el pueblo. Tamariu es una mancha blanca y ocre abrazada por el verde oscuro de los pinos y el azul del mar. Las casas, bajas, con persianas azul marino, dormitan al sol. El Camino de Ronda serpentea por los acantilados como una cicatriz sobre la roca, llamándome para que lo recorra y me pierda entre los árboles. Hay una calma aparente en el ambiente, pero yo siento que este lugar vibra de manera diferente, como si voces antiguas me susurrasen a través del tiempo, invitándome a descubrir las historias enterradas bajo la arena y las piedras. Creía haber olvidado ya esa sensación.
Aparcamos frente al apartamento alquilado. Parece amplio, con varias terrazas que miran directamente al mar.
Mis hermanas corren dentro, reclamando su habitación, y mis padres empiezan a descargar el equipaje. Yo me quedo en la acera, bajo el sol de media mañana que ya empieza a picar. Ella se agranda a mi lado, densa, intentando bloquearme la vista del mar. Siento un sudor frío en la nuca.
«Entra», me dice. «Busca la habitación más oscura. Cierra las persianas. Este lugar es veneno para ti.»
Pero mis pies no se mueven. Mi mirada se escapa, atraída inevitablemente hacia el final de la calle, donde una escalinata de piedra en ruinas, rodeada de flores púrpura y maleza esmeralda, desciende hacia la arena de una cala. Y más allá, el mar. Ese mar en constante movimiento que respira profundamente; es hipnótico. Es la antítesis de mi estancamiento. Es vida pura, fluyendo, indiferente a mi tormento.
Una ráfaga de viento cálido me golpea, cargado de un olor a salmuera y algas. Trae consigo algo más: unas notas de jazmín, nardos y rosas, quizás de algún jardín secreto cercano. Por una fracción de segundo, la coraza de hielo se ablanda. No siento alegría, ni esperanza. Es algo peor. Una especie entendimiento y de paz que me hace reconocer la existencia pura y abrumadora del mundo exterior, a pesar de mí.
«¡Peligro!».
Siento un espasmo de terror y cierro los ojos con fuerza, apretando los párpados hasta ver estrellas diminutas, y me agarro al borde de la puerta del coche, buscando la solidez del metal y el olor a gasolina. Lo familiar. Lo controlable. Lo feo. Ella se infla, satisfecha, llenando la grieta de nuevo.
«Lo ves», me susurra con un ronroneo venenoso. «Es demasiado. Demasiada luz. Demasiada vida. Te consumirá. Te disolverás en ese azul y no quedará nada de ti. Nada.»
—¿Y no es eso lo que quiero? —murmuro entre dientes.
Abro los ojos, pero ahora miro deliberadamente al suelo, a las baldosas calientes de la acera, a mis Converse desgastadas. Evito el mar. Evito la luz directa. El frío del control regresa.
—Marina, ¿vas a ayudar o te vas a quedar ahí plantada? —La voz de mi madre, desde la puerta del apartamento, es un cable a la realidad y a la farsa que debo representar.
Asiento sin mirarla. Camino hacia el maletero abierto y cojo mi mochila, cargada sólo con lo esencial: unos cuantos libros, mi cuaderno, la ropa negra holgada. Mientras subo las escaleras hacia el apartamento, el mareo habitual amenaza con hacerme desfallecer, pero ella está pisándome los talones.
¿Me agarraría si me cayese, o me pondría la zancadilla?
***
Mediodía
—
El apartamento huele a pintura fresca y sal. Mis hermanas ya han reclamado la habitación con la ventana que da al mar. Sus voces agudas rebotan en las paredes mientras deshacen las maletas en busca de sus juguetes. Yo me he refugiado en la más pequeña, la del fondo, con una ventana que apenas deja entrar un suspiro de luz, orientada hacia la colina cubierta de pinos. Aquí, el olor a sal es más tenue, ahogado por la resina cálida que baja del bosque. Aquí, el control parece más alcanzable.
Escucho el sonido de la cotidianidad que viene desde la cocina abierta: un cuchillo golpeando la tabla de madera, el murmullo de la radio a poco volumen, el tintineo de los cubiertos. Mamá prepara la ensalada de pasta que hace siempre el primer día de las vacaciones. El olor a mayonesa, a albahaca fresca y atún en escabeche se cuela por la puerta entreabierta. Es un olor que debería evocar vacaciones, descanso, placer sencillo. Para mí, es la antesala de un campo de minas.
«No necesitas eso», susurra la voz en mi cabeza. «El control es tu fuerza. El vacío, tu refugio.»
Me obligo a salir de la habitación. La mesa del comedor, en la terraza, está puesta. Platos artesanos de cerámica azul, vasos de agua sudando, dos copas de vino blanco. La vista al mar desde aquí es una explosión de azul y luz que me ciega un instante al atravesar el umbral del salón. Desvío la mirada hacia la ensaladera de vidrio que mamá deposita en el centro de la mesa con un gesto de satisfacción. Montañas de pasta en espiral, trocitos de tomate cherry, aceitunas, huevo cocido desmenuzado, atún, todo mezclado con esa salsa cremosa que brilla bajo el sol.
Me siento. Elisa y Clara ya chapotean en sus platos, hablando a la vez de la playa, de las rocas, de un barco a lo lejos. Papá sirve generosas porciones. Cuando llega a mí, hace una pausa casi imperceptible. Sus ojos, los mismos que yo tengo, oscuros y penetrantes, se posan en mi rostro un segundo de más. No dice nada. Nunca dice nada directamente, pero su silencio tiene el peso del juicio. ¿Lo sabe? ¿Lo intuye? ¿Lo sospecha? No lo sé, pero esa mirada es un muro contra el que me choco.
Me sirve. Demasiado. La montaña en mi plato es amenazadora.
Empiezo el ritual. Cojo el tenedor y hago movimientos lentos, pero precisos. Rebusco entre las espirales, separo un trocito de tomate, una aceituna, un fragmento minúsculo de huevo. Me los llevo a los labios. Noto la textura de la pasta, ligeramente fría, la cremosidad de la salsa… y mi boca se llena de saliva. Mastico con una lentitud exagerada, veinte, treinta veces, convirtiendo el bocado en una papilla insípida que apenas logro tragar. El sabor, que debería ser fresco y agradable, me sabe a tierra. Siento cómo el alimento desciende por mi esófago como un cuerpo extraño, acabando en el templo vacío que es mi estómago. La ansiedad empieza a vibrar en mis dedos e intento disimularlo apoyando el tenedor sobre la mesa.
«Finge», ordena la voz interna, fría. «Mueve la comida. Así, muy bien. Crea la ilusión de lo que quieren ver».
Y lo hago. Con una destreza aprendida a fuerza de repetición, empujo la pasta de un lado a otro del plato. Separo los ingredientes, los mezclo de nuevo, escondo trozos bajo una hoja de lechuga que ha sobresalido. Hago aparecer pequeños huecos, simulo haber tomado bocados sustanciales. Todo esto es un mero teatro. Un teatro agotador. Mamá charla animadamente sobre la cala d’Aigua Xelida, a la que se puede llegar por el Camino de Ronda. Papá asiente, comiendo con apetito, pero sus ojos vuelven a posarse en mi plato, en mis manos inquietas. La presión aumenta, densa como el aire del mediodía.
De repente, él baja su tenedor. El ruido metálico contra el plato de cerámica suena como un disparo en el silencio que sólo yo percibo.
—Marina —dice, con una voz tranquila pero recubierta de acero—. Come.
No es una sugerencia. Es una orden simple, clara, cargada de toda la preocupación y miedo que él no sabe expresar de otra manera. No mira al plato. Me mira a mí. A los ojos. Esa mirada es un puño cerrado alrededor de mi garganta.
Las sonrisas de mis hermanas se congelan. Mamá hace una pausa en su relato, y veo una sombra de preocupación cruzar su rostro. El mar ruge a lo lejos, pero aquí, en la terraza, el mundo se reduce a la presión de la mirada de mi padre y a la montaña de pasta que me acusa desde el plato azul.
«¡No! ¡Te contaminarás! ¡No lo permitas!», grita aguda la voz. Pero otra parte, la que teme ser descubierta, la que sabe que la rendición táctica es a veces la única salida para preservar el control estratégico, toma las riendas. Trago saliva y asiento. Cojo el tenedor. Esta vez, no selecciono. Tomo un bocado más grande, uno que incluya pasta, salsa, tomate. Mastico mecánicamente, desconectada, como si mi mandíbula perteneciera a otra persona. Trago. Siento el bulto descender, pesado, alienígena. Es una derrota. Una rendición humillante.
«Sólo es temporal», me digo, mientras me obligo a dar otro bocado, y luego otro, bajo la vigilancia implacable de esos ojos profundos. «El control volverá. Sólo hay que esperar».
El almuerzo continúa y la conversación renace, forzada. Yo soy simplemente una autómata moviendo comida del plato a la boca, tragando con esfuerzo. Cada bocado es una bofetada a mi voluntad. Cuando por fin, después de una eternidad, el plato está aparentemente vacío, la tensión en los hombros de mi padre disminuye levemente. Él asiente, satisfecho con la fachada. Mamá sonríe, aliviada.
«Espera, todavía no. Un poco más»
Mido los minutos de sobremesa con una exactitud que abrumaría a cualquiera. Nos levantamos por fin a recoger la mesa, mi padre friega los platos y mis hermanas los secan mientras mi madre mira unos folletos en la terraza.
—Voy al baño —murmuro al fin, y mi me dirijo al pasillo antes de que nadie pueda decir nada.
El baño es pequeño, de azulejos blancos, sin ventanas. El olor a limpio y a sal es sofocante. Echo el cerrojo y el mundo exterior desaparece. Aquí, sólo existe el peso insoportable en mi estómago, la sensación de invasión, de suciedad interior. La ansiedad, contenida durante el suplicio de la comida, estalla en un temblor incontrolable. Me acerco al lavabo. Me miro en el espejo. Mis ojos me parecen demasiado grandes en este rostro afilado, pálido y casi rojizo bajo el bronceado incipiente del viaje. Me miro lo suficiente para convertirme en una extraña en mi propia piel.
Un parpadeo.
Y ahí detrás está la mole.
Después, abro el grifo del lavabo.
El vacío, temporalmente profanado, empieza a reclamar su territorio. Siento el clásico alivio agridulce que da esta victoria pírrica comprada con monedas de autodesprecio.
Salgo del baño. El pasillo está vacío. Desde la terraza me llegan las risas de mis hermanas, el murmullo de mis padres comentando los planes. Me deslizo hacia la salida, hacia la puerta que da a la calle. Necesito aire. Necesito espacio. Necesito escapar del olor a comida, a normalidad, a la evidencia de mi propio cuerpo traicionado. De ella.
—¿A dónde vas, Marina? —me pregunta mamá al verme pasar por la terraza.
—Por ahí —respondo, sin detenerme, sin mirarlos—. Quiero ver los alrededores.
Siento las miradas de mis padres en mi espalda mientras bajo las escaleras hacia la calle y oigo las voces de mis hermanas pidiendo acompañarme, pero lo ignoro.
El sol del mediodía cae a plomo sobre Tamariu. Esta luz atroz intensifica la blancura de las casas, destella en los coches aparcados, hace que brillen las millones de esquirlas de vidrio de la arena. Me pongo las gafas de sol, me echo la toalla al hombro y, sin comprobar si me está siguiendo, emprendo la marcha.
Decido evitar la cala principal, con su bullicio de sombrillas y cuerpos. Busco un rincón más apartado, siguiendo el estrecho sendero de tierra que bordea la costa, hacia la izquierda, donde las rocas empiezan a dominar sobre la arena.
Encuentro una pequeña cala de rocas planas, a la sombra de los pinos. Desde aquí, la vista es más salvaje. El mar azul turquesa rompe con furia blanca contra las rocas oscuras, más abajo. Parte del Camino de Ronda serpentea por el acantilado a mi derecha, vacío de humanos bajo el sol inclemente. En la parte superior hay un edificio en ruinas, sobre el que la vegetación ha hecho su hogar. Extiendo la toalla negra sobre la roca áspera, me siento abrazándome las rodillas y hundo la barbilla en ellas.
Aquí, en este rincón de roca y espuma, bajo la sombra escasa del pino, siento que puedo respirar al fin. El vacío en mi estómago vuelve a estar ahí. El episodio del baño me resulta ya una mera película mala proyectada en otra realidad ajena. Aquí, ahora, sólo está el mar, las rocas, el sol implacable y yo.
Y el vacío, que es mío.
***
Tarde
—
Llevo un tiempo indefinido leyendo, se me han dormido las dos piernas y decido estirarme para desentumecerme. Alzo la vista al horizonte y veo cómo el sol ya ha comenzado su descenso, pero su mordisco es aún fiero. La sombra del pino en mi roca reclamada se ha estirado, alcanzando a tocar la espuma blanca que lame las rocas más bajas.
Me tumbo boca arriba y vuelvo a perderme en las palabras de Harry Haller mientras el rugido del mar, constante, pasa de ser una amenaza a un mero murmullo de fondo.
Mientras paso una página, veo un destello entre las ramas que me ciega por un instante. Aparto ligeramente el libro y entrecierro los ojos para verlo mejor. Es como si una burbuja de aire se hubiera quedado atrapada en la copa del pino. Es translúcida, como un cristal bañado en luz de luna, con contornos indefinidos que se mueven al compás de lo que parece ser su respiración. Es una silueta vagamente humanoide, pero más estilizada.
—¡Eh! ¡Tú! —me grita una voz.
Levanto la vista de golpe. Parpadeo. La criatura sigue ahí, entre los pinos. Semitransparente, suspendida como un hilo de resina bajo la luz solar. No tiene boca. No tiene rostro. Pero me ha hablado.
—Sí, tú. La que se esconde detrás de los libros. ¿Sabes que desde aquí te veo igual?
—¿Qué eres? —le pregunto con voz seca, sin moverme.
—¿No lo sabes ya? Llevo siguiéndote desde hace tiempo.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Ayúdame a bajar de aquí y te lo diré. Estoy atrapado, aquí, entre estos… gigantes verdes.
—¿Atrapado? —le pregunto mientras analizo la situación. Es imposible que llegue a lo alto del pino, no puedo treparlo.
—No hace falta que trepes —interrumpe mis pensamientos—, simplemente tienes que aceptarme y podré bajar.
—Eso no tiene ningún sentido.
—Y, sin embargo, sigues aquí, escuchándome. ¿No es irónico?
Aprieto el libro con fuerza. Me gustaría cerrarlo y marcharme, pero hay algo que me mantiene clavada aquí.
—¿Por qué estás atrapado? —pregunto.
—Bueno, técnicamente no estoy atrapado. Estaba esperando.
—¿A qué?
—A ti, naturalmente.
—¿Por qué yo?
—Porque tú también estás suspendida en el aire.
—¿Quién eres?
—De nuevo la pregunta incorrecta. —Se ríe con una carcajada hueca—. ¿Por qué estás sola? O mejor… ¿Qué esperas encontrar aquí?
—Déjame en paz.
—Ah, claro. La mártir silenciosa. La que huye de las miradas y luego se muere porque nadie la ve. —Me tenso y el ente parece notarlo—. Ahí está, la aceptación.
No sé si levantarme o cerrar los ojos. Pero no hago nada. Me quedo ahí, mirándolo. Él —eso— desciende lentamente, sin peso, hasta posarse en una roca frente a mí. El sol lo atraviesa. No proyecta sombra alguna.
—¿Te gustaría ser como yo?
—No.
—Mentira. —Inclina la cabeza, como un cuervo—. Deseas no tener cuerpo. No sudar. No dolerle a nadie. No oler la comida caliente. No tener hambre. No tener voz.
—No lo entiendes.
—Te entiendo mejor que nadie. Porque soy lo que vendrá después si lo haces todo bien. Si sigues desapareciendo poco a poco.
—¿Y si no quiero desaparecer ya?
—Ah, ¿a quién quieres engañar? Llevas años preparando tu ausencia como si fuera un vestido de gala. Cada comida evitada, cada carrera hasta el desmayo, cada corte, cada mentira. Lo estás haciendo perfecto. Yo sólo soy el premio.
Me arde la cara y no es por el calor. Es por la vergüenza de sentir que tiene razón. El ente se agita un poco, como si la suave brisa lo desgarrara.
—¿Sabes qué es lo que más te molesta de verme? —pregunta, inclinándose hacia mí—. Que no me odias. Que me envidias. Que piensas: ojalá yo pudiera ser así. Etérea. Pura. Sin cuerpo. Sin voz. Sin culpa.
—Eso no es pureza. Es vacío.
—Exacto. ¿Y no es eso lo que llevas construyendo desde los trece años?
Trago saliva. El sabor a bilis vuelve a mi garganta.
—¿Te has preguntado alguna vez —dice el ente— qué pasaría si dejaras de fingir que luchas? ¿Si admitieras que ya te rendiste hace tiempo? ¿Por qué sigues repitiendo esa resistencia impostada si realmente no vas a permitir que nadie la vea?
—No me he rendido.
—Ah, claro. Valiente soldadito.
Me levanto de golpe. La roca me quema los pies. Pero no puedo irme. La figura sigue ahí, flotando como una promesa envenenada, y de pronto sé que es ella. Qué ingenua he sido por haber pensado que no me seguiría hasta aquí.
—Eres la mole.
—No del todo. —Hace una pausa—. Soy la versión más hermosa de la putrefacción.
—¿Y qué quieres de mí?
—Nada. Ya casi lo has conseguido. Sólo vengo a preguntarte si te has dado cuenta. Si sabes que todo lo que haces no te dignifica, que esos pequeños cortes simplemente te están afinando, para mí. Te están volviendo más… yo.
—¿Y si paro?
—¿Y si paras? —Se ríe de nuevo, pero esta vez hay algo aún más horrible en el eco de su carcajada—. Entonces tendrás que volver a habitar tu cuerpo. Tendrás que comer. Sangrar. Tener miedo. Te mirarán otra vez. Te desearán. Te tocarán. Te juzgarán. ¿Estás segura de querer todo eso?
No digo nada. El viento se ha detenido. El sol se refleja en el agua como un cuchillo afilado en el horizonte, apuntándome directamente a las entrañas. Quiero sentarme. Quiero irme. Quiero que esto no esté pasando.
—Tienes hambre, ¿verdad? —susurra el ente—. Sobre todo hambre de conocimiento. ¿Y qué te ofrece el mundo a cambio de soportar ese hambre? ¿Amor? ¿Compasión? ¿Verdad? No. Sólo cuerpos sudando bajo el sol, bocas llenas de risas impostadas, manos que tocan sin saber nada. —Sigo con la vista clavada en el mar. ¿Y si? ¿Y si…?—. El mar, Marina… el mar no es tuyo. Nunca lo ha sido. No te quiere. Te delatará. Te reflejará. Te romperá.
—Ya estoy rota. Vete.
—Te estoy haciendo un favor. —Sus cuencas brillan—. Nadie te conocerá tan bien como yo. Nadie sabrá acariciar tu vacío con tanta precisión.
No contesto. Me arde el pecho. Es como si algo dentro de mí quisiera gritar, pero no tuviera cuerdas vocales para hacerlo. El ente da un paso más y, cuando un rayo de luz lo atraviesa, su forma parpadea, como si su transparencia empezara a resquebrajarse. Bajo la luz cambiante del atardecer, ya no parece tan ligero. Algo denso late en su centro. Algo que no debería estar ahí.
—¿Te gustaría probarlo? —me dice—. Dejar de resistirte, sólo una vez. Sentir lo que es flotar. Lo que es no pesar. Lo que es no pensar. Ven. Acércate.
—No.
—Sólo un paso. Uno.
—He dicho que no.
Pero mi voz tiembla.
—¿Y entonces qué vas a hacer? —pregunta—. ¿Qué te queda, Marina?
—Luchar —digo. Y ni yo me creo la palabra, pero sale, empujada por algo que no entiendo.
—¿Luchar contra mí? —La risa es más grave esta vez, más honda—. Pero si yo soy tú. Soy tu aliada. La única que no te ha fallado nunca. La única que ha estado a tu lado cuando todos se han ido. Cuando nadie ha notado tu cuerpo encogerse. Cuando tu columna vertebral rozaba el suelo una y otra vez. Cuando llorabas en silencio. Yo estaba ahí. Yo te abracé.
—Tú no abrazas. Asfixias.
—Mentira. ¡Ellos son los que te asfixian! Con sus preguntas, sus preocupaciones, sus expectativas. Yo soy la única que te entiende. Sin que me des lástima. Sin soluciones estúpidas. Yo te dejo en paz. Yo no te pido nada.
—Me lo quitas todo.
La mole ya no sonríe. Algo oscuro se agita en su centro, una forma informe que palpita. Su silueta tiembla, y la burbuja translúcida empieza a volverse más opaca.
—Ah. —Su voz ya no tiene tono—. Así que eso es lo que quieres. Verte como una víctima. Tener un enemigo.
—Te odio —escupo.
—Me necesitas.
—No.
Me doy la vuelta, dispuesta a marcharme de ese lugar mágico que una vez más había vuelto a corromper.
La mole se agita y me impide el paso. Su contorno vibra y se contrae hasta que se desgarra. Lo que queda en pie ya no es una figura translúcida.
Es carne. O algo parecido.
Una masa opaca, grisácea, con extremidades apenas humanas. Hinchadas, sin hueso. Un rostro sin ojos, con una grieta en el centro a modo de sonrisa descompuesta. Su superficie brilla, recubierta de baba gruesa de color petróleo que gotea sobre la roca.
La mole da un paso y la roca tiembla.
Retrocedo, tropiezo con una raíz y caigo sentada. El aire ha cambiado, ya no hay brisa. Ya no hay pájaros. Sólo ella y yo.
El mar detrás susurra algo que no entiendo. Y entonces me levanto.
Corro hacia el borde de la cala donde la roca se estrecha. Veo un palo largo, medio enterrado entre las algas. Lo cojo.
La mole se aproxima, torpe, y levanta su brazo tembloroso. Gime. Es un sonido que viene del centro de mi caja torácica.
—¡No! —grito—. No vas a quedarte.
Clavo el palo con fuerza en la masa, a la altura de lo que podría ser su pecho. No brota sangre de ella, sino un líquido espeso que huele a metal y a vómito. La mole se agita, suelta un gemido, pero no retrocede. Me empuja. Caigo de lado y me golpeo el hombro contra la roca.
El palo sigue ahí, hundido hasta la mitad.
—¡Te quiero fuera de mí! —grito—. ¡Fuera!
Me incorporo. Cojo una piedra. Una grande, de esas que cortan.
La mole se tambalea. Ya no intenta hablarme, pero su boca se abre, de lado a lado, como un agujero negro.
La golpeo.
Una vez. Dos. El cráneo viscoso se resquebraja, pero no desaparece. La mole se sacude bajo mi cuerpo.
Golpeo otra vez. Y otra.
La forma se repliega, se dobla sobre sí misma, como si estuviera vaciándose. La baba espesa cae a borbotones sobre la piedra, mezclándose con las algas. La mole ya no respira. No se mueve.
Retrocedo. Estoy jadeando. El palo sigue clavado en ella. Las manos me tiemblan. Tiro la piedra y cae al suelo.
Me caigo de rodillas. La mole está ahí, reducida a un amasijo opaco. No está muerta, lo sé. Sólo la he detenido por un tiempo. Ha cambiado de forma muchas veces, y lo hará otra vez.
El sol se ha puesto.
Me siento junto al cuerpo blando, exhausta, y me limpio la cara con la camiseta. Respiro hondo, pero el olor metálico persiste.
—¿Es esto lo que quiero? —pregunto en voz baja.
La mole no responde. Ya no tiene voz.
Y, sin embargo, siento que sonríe.
***
Noche
—
Me quedo un rato más en la cala. El cuerpo de la mole no se ha movido, pero yo no dejo de mirarlo. La forma blanda y amorfa está tendida en la roca, como un saco lleno de algo viscoso. No gotea ya. No respira. Pero sigue ahí. Silenciosa. Esperando.
El sol se ha ido por completo, dejando paso a una luz que lo tiñe todo de azul. Es precioso, y por eso mismo tengo que marcharme de aquí. Antes de que la esperanza vuelva.
Cuando llego a casa, las luces están encendidas. Mi madre cena en la terraza con mis hermanas. Huele a tortilla de patata y mousse de chocolate. El televisor del cuarto de estar emite un partido de tenis, mientras mi padre se bebe una cerveza y se come unos cacahuetes.
—¿Dónde estabas? —me pregunta sin levantar la vista.
—Por ahí —respondo. Me hace un gesto vago con la mano, señalando la cena, sin apartar la vista de la tele.
—Ya he cenado —miento. Él resopla. No tiene energía para discutir.
Otra victoria pírrica.
Cruzo el pasillo en silencio. El aire acondicionado deja una corriente helada que me corta los tobillos. Entro en el baño. Me miro en el espejo. Tengo la cara salpicada de puntos grises, la camiseta húmeda, los brazos arañados. Parece que me haya peleado con un animal.
Y lo he hecho.
Abro el grifo. Me lavo la cara una y otra vez. El agua arrastra la sal, la baba, el miedo. Pero no puede arrastrar el temblor. No se va.
Voy a mi habitación. Está tal y como la dejé: la cama sin hacer, la ventana entreabierta, el aroma de los pinos. Cierro la puerta.
Me tumbo boca arriba, sin desvestirme. La toalla húmeda cae al suelo. Las piernas me duelen, los hombros también. Tengo las palmas marcadas por la presión del palo. Los ojos me arden, pero no hay lágrimas.
La casa se apaga lentamente. Luces. Voces. Todo va apagándose. La oscuridad avanza. Siento cómo sube por las paredes, por el suelo, hasta entrar por debajo de la cama y colarse en mis huesos.
Cierro los ojos.
Intento dormir.
Me doy la vuelta.
La sábana está áspera. El colchón cede en el centro. Siento la tensión acumulada en el cuello, el regusto metálico aún en la garganta.
Y entonces ocurre.
La cama se hunde y siento una presión a mi lado.
Abro los ojos de golpe.
Está ahí.
Sentada en el borde de la cama.
La mole. Otra vez.
La habitación se estira y las paredes parecen alejarse.
—¿Creías que era tan fácil? —dice. Su voz ya no es burlona ni cristalina. Es baja. Íntima.
—Te maté.
—Me has herido, lo reconozco. Ha sido conmovedor. ¿Te has dado cuenta ya?
No contesto. Ella se inclina para acercarse. No tiene rostro. Tiene algo parecido a una cara, pero sin rasgos, como si se hubiese borrado del todo. Como si yo la hubiera desgastado con los años.
—No quiero vivir así —susurro.
—Entonces deja de intentarlo.
—¿Y qué me ofreces tú?
—La sombra infinita.
—Eso no es consuelo.
—No lo es. Pero es paz. Y tú no has conocido otra.
La miro. Siento que algo se desgarra dentro de mí, como si mi cuerpo entero estuviera sostenido por un único hilo que está a punto de romperse.
—Quiero dejar de necesitarte —le digo. Mi voz es un susurro afónico.
—Lo dices porque has tenido un buen día. Porque has sentido algo, aunque sea rabia. —Se incorpora—. Pero te conozco, Marina. Mañana volverá el hueco. Volverá el asco. Y estarás sola.
—Prefiero estar sola que estar contigo.
Ella se ríe.
—No puedes borrarme sin borrarte a ti. ¿Estás preparada para eso?
No respondo.
La mole se pone en pie. Camina hacia la esquina de la habitación. Se gira una última vez. Ahora sí: su rostro se perfila. Y es el mío. No el de ahora. El de cuando era niña.
—¿Te gustaba más esta versión de ti? ¿La que creía en la magia? ¿La que tenía esperanza? ¿A qué te ha llevado todo eso? No puedes matarme —dice, tranquila, volviendo a esconder el rostro—. Porque yo soy la versión de ti que más te protege.
—Ya no soy ella, ya lo sé. Nunca podré volver a serlo. Pero no quiero ser tú.
—Sí quieres. Soy la que te encerró antes de que el mundo pudiera tocarte. La que te tapó los ojos antes de que te vieras. La que te tapó la boca antes de que hablaras… Vamos, Marina. Lo sabes.
—Sí, lo sé. Sé lo que tengo que hacer. No hay otra salida.
Me levanto sin encender la luz y abro la puerta de mi habitación. Paso junto a la cocina. Los números del reloj del microondas parpadean en color verde. Pienso en lo absurdo que sería dejar una nota.
Cruzo el salón en penumbra. Mi padre ronca, ajeno a todo. En la terraza, la brisa mueve las cortinas. Echo una última mirada al espacio y cierro la puerta tras de mí sin hacer ruido.
Es noche cerrada, las calles están vacías y sólo queda la luz titilante ambarina de las farolas. Dejo atrás la casa y subo por el Camino de Ronda sin pensar.
La mole sigue hablando.
«¿A dónde vas? Vamos, vuelve. Vuelve al baño».
El mar me llama. Bajo. Bajo más. Cuando llego a la cala, me la encuentro vacía. Sólo yo, ella, las rocas y la espuma.
Me quito la camiseta, me deshago del resto sin mirar atrás y me meto en el agua. Sin hacer la pausa habitual, sin mirar si alguien me ve, sin hacer de algo tan sencillo un ritual. Es como si mi cuerpo supiera que ya no tiene que obedecer.
Me sumerjo. La sal me arde en los ojos. Me sumerjo más. Busco el fondo, pero el fondo no llega.
Entonces la veo.
Flota bajo el agua, translúcida, como un espejo sucio. La mole. Disfrazada de nuevo. Su cuerpo vibra como una medusa inmensa. En su interior veo algo: una figura distorsionada. Una niña con vestido azul, los pies llenos de barro, una ramita en la mano que hace de varita mágica. Esa era yo. La de antes. La que aún creía que la realidad podía moldearse a mi manera si cerraba los ojos con la fuerza suficiente.
—¿Tienes miedo? —me pregunta.
—Tengo miedo de no tener miedo —digo.
La mole se ríe. Una risa sin sonido, una vibración en el agua.
—Me hace gracia. Al final sí es cierto eso de que una mentira repetida las veces suficientes se convierte en verdad. Pero tú no caes en esas trampas, ¿verdad?
La risa se disuelve en burbujas, yo ignoro su pregunta.
—No tienes miedo. Ya no, ni siquiera de no tenerlo. Y no porque seas valiente, sino porque estás vacía.
La criatura se acerca, flotando, integrándose en el agua. Y en mí.
—Tus padres están arriba. Dormidos. Creen que volverás. Que esta es sólo una crisis más. Pero tú ya no piensas en ellos, ¿no? No realmente. Podrían llorarte mañana y no cambiaría nada.
Me tiembla el pecho, pero no por pena, sino por el vértigo de estar demasiado abajo al fin. Miro hacia arriba. La superficie está lejos y, sin embargo, aún puedo ver la luna deshaciéndose sobre ella.
—Cuando eras niña —dice la mole—, inventabas mundos enteros. Creías que cuando la luz entraba en una habitación en cierto ángulo, era porque algo mágico iba a ocurrir. Pero llegó el día en el que todo eso se rompió. Y entonces aparecí yo.
—Tenía sólo trece años —susurro.
—Pero sin embargo me llamaste. Yo sólo respondí.
Hay algas flotando a nuestro alrededor, me rodean como cabelleras de espectros. Las piedras del fondo me llaman.
—Quiero bajar más —digo.
—¿Para qué? —pregunta la mole. Noto un ligero temor en su tono.
—Quiero saber qué hay en la zona abisal. Siempre lo he querido.
—Caer no es lo mismo que saber. Caer es sólo caer. Y tú ya lo has hecho mil veces. Vamos. —Intenta agarrarme, pero su mano atraviesa mi brazo—. ¡Vamos!
—No.
—No sigas —dice, pegada a mi oído.
—Quiero tocar el fondo —digo, casi sonriendo.
—El fondo te romperá —responde.
—Ya te lo he dicho, ya estoy rota.
Conforme voy bajando me vuelvo más translúcida y el agua cambia. Se vuelve más fría, más espesa. A mi alrededor, criaturas que no reconozco se deslizan entre la penumbra: peces con ojos sin pupila, cuerpos transparentes, bocas que se abren en silencio como si pidieran auxilio desde hace siglos.
La mole sigue ahí, cada vez más opaca. Finalmente se compacta hasta que se convierte en piedra y, al hacerlo, mi reflejo dentro de ella desaparece. Ya no soy la niña del vestido azul. Soy la sombra que la rodea.
—No quiero volver —digo. Mi voz apenas sale, pero sé que la mole me oye.
—¡Pero no puedes hacer esto! —responde—. ¿Qué pasa conmigo?
—¿No era esto lo que querías? —le pregunto.
—¡Tengo miedo! —Sigue intentando aferrarse a mí, rodearme, pero es inútil, ahora soy incorpórea—. No puede acabar… no… no así… Íbamos a ser infinitas…
Sus palabras y quejas desaparecen conforme se va hundiendo más y más.
Me siento tan ligera que no sé si existo. La densidad del agua me sostiene y, por un instante, parece suficiente. Siento una paz terrible. Una rendición hermosa.
—¿Quieres quedarte aquí para siempre? —me pregunta otra voz que atraviesa el agua hasta retumbar en mi pecho.
—No lo sé.
—¿Por qué has bajado si no, niña?
—Porque ya no tengo a dónde subir.
—La transparencia que deseas no la obtendrás al desaparecer. Es sólo un deseo de ser entendida.
—¿Y si nadie puede entenderme más que ella? ¿Y si no sé existir sin ella? —pregunto.
—Entonces haz de tu dolor un idioma. Y espera. A veces alguien aprende a hablarlo.
—Pero yo no quiero esperar.
—Entonces quédate y conviértete en parte de mí. Pero si vuelves… si decides subir… puede que ella siga estando, pero lo mirarás todo con ojos distintos. Existe esa posibilidad al igual que existe la otra.
Miro a la mole, cayendo al vacío más y más. Ella también me mira. Ya no dice nada. Porque sabe que la elección no es suya. Es mía. Sólo mía.
Las criaturas me rodean sin tocarme. El agua se aclara. Las piedras del fondo se desdibujan. Algo en mi pecho duele hasta partirme en dos.
Doy un alarido bajo el agua que contiene todos los que no he dado.
Empiezo a nadar lentamente, más torpe de lo que sé, como si la parte de mí que quiere fundirse en estas aguas me agarrase del tobillo. Hasta que emerjo. Escupo agua, respiro, lloro, y nado hacia la orilla.
Arrastro mi cuerpo hacia las rocas y me tumbo boca arriba. El cielo es inmenso. Ya no hay luna. Sólo estrellas que titilan lejanas. La inmensidad del universo se extiende sobre mí, cierro los ojos y respiro.
«Vivir es dejarse llevar por todas las mareas, no sólo las que te arrastran».