«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de marzo de 2025

Cenizas

Custodio:

I/

El polvo se me pegaba a los labios y crujía entre mis dientes al pasarme la lengua por el paladar. A mi alrededor, la luz de la mañana caía sobre las ruinas como un manto amarillento, separando el mundo moderno del antiguo.

Hundí el pico con un golpe seco en la tierra endurecida. Otro día más. Otro día intentando desenterrar algún fragmento del pasado, cargando con la habitual sensación de estar simplemente rascando la superficie de algo que nunca se dignará a revelarse del todo.

—Aquí hay algo —dijo Marco de repente, el estudiante que llevaba semanas siguiéndome como un perro.

No levanté la vista. No todavía. Sabía que, al final, todo lo que encontrábamos eran los mismos restos de siempre: fragmentos de cerámica, huesos sin nombre, inscripciones a medias que los académicos se empeñaban en interpretar durante semanas, retrasando aún más la excavación.

—Dime que no es otra maldita ánfora —espeté.

Marco no respondió.

Fue su silencio lo que hizo que mirase hacia donde estaba.

Bajo la capa de polvo, un brillo rojizo asomaba entre las grietas de la piedra. Me agaché, arrastrando los dedos por la superficie rugosa. No era cerámica. Era pintura.

Y estaba viva.

La imagen emergía de la tierra con la impudicia de quien se niega a seguir en la oscuridad, oculto a los ojos de todos.

Un fresco.

Empezamos a rascar con cuidado las capas de tierra hasta descubrir un rostro.

Dioniso me miraba desde la pared con la boca entreabierta, los labios húmedos del vino y las pupilas tan dilatadas que parecía que acabara de despertarse de un sueño eterno.

«¿Y tú?», susurró una voz en mi mente.

Me enderecé de golpe.

—Dime que lo ves —murmuré.

—Claro que lo veo —respondió Marco, con un entusiasmo infantil que casi me molestó—. Es una maravilla.

Yo no me refería a eso.

Volví a agacharme, pasando la yema de los dedos sobre la pintura. El pigmento parecía haber absorbido la luz del sol mismo, como si la lava de hace dos milenios hubiese dejado un rastro del fuego imperecedero en las paredes.

La noche anterior, Claudia y yo habíamos discutido otra vez.

La misma conversación de siempre. La misma mirada de reproche cuando le dije que no quería tener hijos. Que no quería nada más que lo que ya teníamos.

—Alessandro, ¿cuánto tiempo piensas seguir así?

—¿Así cómo?

—Como si la vida no pasara para ti. Como si esto —señaló el apartamento desordenado, las cajas de libros sin abrir, el sofá donde a veces me dormía entre mis trabajos de investigación— fuera suficiente.

—Lo es para mí.

Había suspirado. Esa clase de suspiro que carga con el peso de la resignación.

—Tarde o temprano, tendrás que decidir qué quieres.

Yo ya sabía lo que quería. Pero no era la respuesta que ella esperaba.

Y, sin embargo, allí estaba, con las rodillas hundidas en la tierra, observando a un dios pintado con la certeza de que, quizás, no lo sabía en absoluto.

—Joder… —susurré, apenas consciente de que lo decía en voz alta.

Dioniso sonreía.

No con la severidad de un emperador, ni con la benevolencia de un santo. Sonreía con la soberbia de quien conoce todos los placeres que otros se niegan a sí mismos.

Las bacantes danzaban a su alrededor, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Un sátiro alzaba una copa, derramando el vino sobre los muslos desnudos de una mujer que reía con la cabeza echada hacia atrás.

Al ver semejante estampa, algo se removió en mi estómago.

Me había pasado quince años desenterrando los restos de vidas extintas. Y, sin embargo, por primera vez, sentí que algo enterrado dentro de mí acababa de emerger a la superficie.

II/

La prensa se arremolinaba fuera de la excavación como moscas sobre un cadáver putrefacto. No importaba el día de la semana ni la hora, siempre aparecían en cuanto olían algo que pudieran vender como «el hallazgo del siglo». Al salir al exterior el calor del mediodía me atravesó la piel y arañó mis ojos. Me puse las gafas de sol y me alisé la chaqueta con un gesto automático antes de dirigirme a la marabunta de buitres.

—Dottore, ¿es cierto que el fresco es de dimensiones inéditas? —preguntó una de las periodistas, acercándome la grabadora de tal manera que parecía que lo que quería era arrancarme las palabras de la boca.

—Todavía estamos estudiando el tamaño total.

—¿Pero la iconografía? ¿Dioniso? ¿Alguna relación con el culto mistérico?

—Todo en Pompeya tiene relación con el culto mistérico… —dije mientras me encendía un cigarro.

No había comido en todo el día y el tabaco se deslizó por mi garganta con la calidez de un veneno placentero.

—¿Podría tratarse de un fresco inédito del Tíaso de Dioniso?

Suspiré, exhalando el humo por la nariz.

—Podría tratarse de muchas cosas.

Los flashes chisporroteaban en mis ojos cuando me abrí paso entre la multitud. Marco se quedó respondiéndoles, con su entusiasmo juvenil y su sonrisa perfecta para las cámaras.

Me alejé sin mirar atrás.

El taxi olía a cuero viejo y a ambientador de lavanda barato. Dejé caer la cabeza contra el respaldo, mirando de reojo la ciudad por el reflejo del cristal. La luz de la tarde lo teñía todo de un dorado rancio.

«Todo en Pompeya tiene relación con el culto mistérico».

Me pasé la lengua por los dientes.

Era una respuesta automática, académica. Pero algo dentro de mí sabía que esta vez no era sólo eso.

El fresco tenía algo distinto. No por su tamaño, ni por la saturación imposible de sus colores. Era la mirada de Dioniso. Había en ella un fulgor ajeno al paso del tiempo y una intensidad tal, que parecía que el dios no sólo hubiera sido pintado, sino atrapado. 

Me froté los párpados con los dedos manchados de polvo y tabaco.

—¿Aquí le va bien, señor?

—Perfecto.

El conductor asintió y paró el coche.

No tenía ganas de llegar a casa.

Cerré la puerta con un leve portazo al entrar.

Claudia estaba en la cocina, removiendo algo en una sartén con la espalda tensa y el pelo recogido de cualquier manera. Olía a tomate y ajo.

—La prensa ha sido rápida esta vez —me dijo sin mirarme.

Colgué la chaqueta y me apoyé en el marco de la puerta.

—Y cuándo no lo son.

—¿Qué has dicho?

—Lo de siempre. Que estamos estudiándolo.

—Estás cubierto de polvo.

Bajé la vista. Tenía las rodillas manchadas de tierra y las uñas aún con el rastro de esa ceniza de hace dos mil años.

—No he tenido tiempo de ducharme, como comprenderás.

Ella siguió removiendo la salsa.

—¿Sabes lo que me ha dicho Martina hoy? —me preguntó, sin mirarme—. Que van a tener otro hijo. Todos en el grupo están super felices por ella. Todos menos yo, claro. Porque yo sigo aquí, esperando a que tú decidas si somos algo más que dos desconocidos compartiendo techo.

Ahí íbamos otra vez. Nunca había tregua.

Apreté la llave en mi bolsillo hasta que la punta me perforó la palma. Quería hablarle del fresco, de cómo el rojo del vino en el mural tenía algo indescriptible que no había visto antes. Pero a Claudia no le importaba. Seguía removiendo la maldita salsa y sentí que el chirrido que producía al hacerlo podría haber borrado mi existencia por completo.

—¿Eso es todo lo que crees que somos? ¿Meros compañeros de piso? —le pregunté—. No vivo para darte material para tu club de amiguitas, Claudia. Es que ya ni disimulas, joder. Cada conversación es un «Marcos y Valentina se han comprado una casa», «Sofía está preñada». ¿Cuándo dejarás de compararnos con el resto?

—No se trata de los demás. Se trata de nosotros.

—No soy un padre, Claudia. Ni lo seré. Entérate de una vez.

Ella se volvió muy lentamente. Tenía una mota de orégano en la mejilla. Antes la hubiera besado. Ahora era sólo suciedad.

—No te pido un hijo. No ahora. Te pido que dejes de mirarme como si fuera una mera turista en tu maldita vida.

El sol de la tarde se colaba por la ventana, iluminando las grietas de la pared que nunca reparé. Pensé en las capas de piedra en Pompeya, en cómo cada fisura contaba una historia que sólo yo parecía escuchar. Claudia quería una pared lisa, una pared sin imperfecciones. 

Yo coleccionaba ruinas.

—Tus amigas viven de las apariencias —dije, sabiendo que iba a herirle—. Marcos se habrá comprado una casa pero odia a su mujer. Sofía va por el cuarto crío y se traga los ansiolíticos como caramelos. ¿Eso es lo que quieres? ¿Fingir?

Ella soltó una carcajada hueca.

—Supongo que prefiero fingir que esto funciona a admitir que soy la idiota que se enamoró de un puto fantasma egoísta. —Arrojó el trapo a la encimera. Olía a vinagre y a lejía.

—Fantasma egoísta, ¿eh? —Me reí con sarcasmo—. Mira quién fue a hablar. Tú quieres un niño para llenar un vacío absurdo. Yo intento llenarlo descifrando lo que el tiempo ha silenciado. ¿Cuál de los dos te parece más egoísta?

Claudia golpeó la encimera. El jarrón de los girasoles —que compró para «animar la casa», según ella— vibró con el impacto.

—¡No se trata de llenar ningún vacío! Se trata de… —Buscó las palabras en el aire—. De no desaparecer. ¿Qué quedará de nosotros si no dejamos nada? Tú más que nadie deberías entenderlo.

Era ella la que no entendía absolutamente nada.

—Lo único que queda es lo que decidimos hacer con el tiempo que se nos ha dado. —Bajé el tono de voz—. ¿Por qué debería hacer lo mismo que los mediocres que no tienen nada que aportar más allá de su semilla?

Ella negó con la cabeza y se frotó la cara con las manos.

—¿Sabes lo que me dijo mi madre el otro día? Que debería perdonarte, que te diese tiempo. Que los hombres como tú… genios, os llama… necesitan tiempo. —Su mirada recorrió mis botas empolvadas, mis manos llenas de las cicatrices que me dejaba la roca—. Pero no eres un genio, Alessandro. Eres un cobarde. Te escondes en tu agujero para no enfrentarte a lo único que te asusta de verdad: vivir.

El anillo de plata me ardía en mi dedo. Me lo regaló en Cerdeña una noche, borracha de vino blanco barato y sueños, acompañado de un «para siempre» que nunca  me creí. Ahora me pesaba como un grillete.

—Tú «vives» de las expectativas ajenas —le espeté mientras rebuscaba en el bolsillo de mi camisa un cigarrillo—. Quieres un hijo porque tu hermana lo tiene. Una casa porque Valentina te restregó su jardín. ¿Y yo? Yo soy para ti un jodido mueble que no encaja del todo en tu foto de revista.

Claudia se acercó. Su perfume —jazmín y lejía— se mezcló con el humo de la salsa quemada.

—¿Sabes lo que veo cuando te miro? —Susurró. Su aliento caliente en mi cuello era un eco de noches que ya estaban extintas—. Un hombre que desentierra muertos porque le aterra crear algo vivo.

La cazuela comenzó a chisporrotear y el tomate quemado llenó el aire de acidez. Reconocí el olor: era el mismo que desprendían los cuerpos carbonizados en la Villa de los Misterios. Cenizas que alguna vez fueron carne.

—Prefiero mil años de silencio a un minuto más de tu farsa —le dije, mirándole directamente a los ojos.

El eco de mi voz se quedó suspendido en el aire, atrapado entre los azulejos de la cocina y los restos de ceniza en mis labios.

Me giré sin decir nada más y me metí en el dormitorio.

La noche cayó despacio.

No encendí la luz. Me tumbé sobre la colcha sin desvestirme y sin poder apagar ese zumbido en mi cabeza. 

Cerré los ojos.

Y soñé.

El calor era distinto allí. No era el del verano sofocante de Roma, ni el del sol pegajoso de las excavaciones. Era un calor denso, vivo.

Estaba en la sala del fresco.

Pero no estaba en ruinas.

Las paredes resplandecían como recién pintadas, con el brillo satinado del pigmento recién aplicado. La bacante que antes dormía en la pared inclinó la cabeza y sonrió con la boca entreabierta.

—Alessandro.

Me giré, pero no había nadie.

Sólo el mural, sólo Dioniso en su trono de vides, con el torso desnudo y los dedos manchados de vino.

«¿Por qué te resistes?».

Su voz no era una voz. Era un eco que nacía de las profundidades.

Dioniso me tendió una copa.

Yo alargué la mano.

Y entonces desperté.

Me incorporé de golpe, con la respiración entrecortada.

La habitación estaba en penumbra.

Por primera vez, el peso de la vida cotidiana me pareció menos real que lo que acababa de soñar.

III/

El sonido de la cafetera llenaba el silencio de la cocina. 

Me froté la cara, dejando que la luz pálida del amanecer me espabilara. Claudia no estaba. Ni su taza en la mesa, ni su perfume en el aire. Tal vez había salido temprano. Tal vez, después de la discusión de anoche, no quería verme más.

No la culpaba.

Apoyé los codos sobre la encimera, observando el poso negro del café. Sentía un hormigueo en la nuca, una sensación de irrealidad que no terminaba de marcharse.

Dioniso.

Podía ver su rostro con los ojos cerrados. La inclinación de su cuello, la sombra en sus pómulos, el destello de burla en sus labios manchados de vino. La imagen estaba incrustada en mi cabeza con la misma intensidad con la que la luz del sol se imprimía en aquellas ruinas.

Lo había soñado.

Pero no parecía un sueño.

Me pasé la lengua por los dientes.

El vino.

Aún podía notar el regusto.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Respiré hondo y me obligué a salir del apartamento.

El camino hasta la excavación transcurrió entre el sonido amortiguado del tráfico y el traqueteo monótono del tren. No abrí el libro que llevaba en la mochila. No escuché los mensajes de Claudia. Me limité a mirar por la ventanilla.

Cuando llegué a la excavación Marco ya estaba allí, inclinado sobre el fresco con una concentración casi religiosa.

—¿Alguna novedad? —murmuré, dejándome caer sobre una piedra.

Marco se giró y vi en él la expresión radiante de quien aún no ha perdido la ilusión.

—Es increíble, Alessandro. No se parece a ningún otro fresco que hayamos encontrado. La saturación de los colores, la precisión de las líneas… Es como si…

Se detuvo.

—¿Como si qué?

Me miró con algo parecido a la duda.

—Como si estuviera vivo.

Sus palabras me atravesaron el pecho.

Parpadeé.

Miré el mural.

La bacante inclinaba la cabeza.

El sátiro alzaba la copa.

Dioniso sonreía.

No.

Eso ya estaba allí desde el principio.

Desde que lo desenterramos.

Y, sin embargo, había algo distinto.

Un matiz en la curvatura de sus labios.

Un brillo en su mirada.

—Alessandro… —La voz de Marco sonaba tensa—. ¿Tú también lo ves?

La arena crujió bajo mis rodillas cuando me incliné hacia la pared.

El color rojo del vino parecía más intenso.

Los dedos de Dioniso, más próximos a la copa.

Tragué saliva.

—Debe de ser la luz —murmuré.

Pero no lo era.

Lo sabía.

Marco también lo sabía.

Nos quedamos en silencio.

El viento arrastró algo de polvo sobre la excavación y tuve la certeza de que el mural me estaba observando.

Esperando.

IV/

Me encendí otro cigarro al salir de la excavación. Tenía el estómago revuelto y la boca pastosa.

Todo eso era absurdo.

No podía estar ocurriendo.

No era real.

Y, sin embargo, el vino seguía en mi lengua.

Regresé a casa con la sensación de haber dejado algo más importante atrás.

El apartamento estaba en penumbra cuando entré. Me quité los zapatos y dejé caer la mochila sobre la mesa con un golpe seco.

Claudia estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas y una copa de vino tinto en la mano. No me miró.

Sabía lo que venía.

Suspiré.

—¿Qué quieres que diga?

Ella giró la cabeza despacio.

—Que esto se ha terminado.

—Claudia…

—Dilo.

Me pasé una mano por el cuello, buscando las palabras correctas. No las había.

—No quiero seguir haciéndote daño.

Y así, sin más, se iban 5 años de mi vida.

—No me haces daño, Alessandro. Me haces perder el tiempo.

El vino en su copa era de un rojo profundo. Me fijé en cómo giraba el líquido, en cómo la luz de la lámpara temblaba en la superficie.

Era el mismo color que el del mural.

Apoyé las manos en el respaldo del sofá.

—Claudia, yo…

—¿Tú qué?

Silencio.

Ella me sostuvo la mirada.

—¿Tú qué, Alessandro?

Volví a cerrar la boca.

Ella sonrió.

—Siempre vas a preferir la compañía de los fantasmas de hace dos mil años que la mía, y no voy a convertirme en otra ruina más de tu colección.

Se levantó, dejó la copa en la mesa y caminó hasta la habitación.

Me quedé allí, con el eco de sus palabras suspendido en el aire.

El vino en la copa tembló.

O tal vez fui yo.

Esa noche, mientras dormía en el sofá, soñé de nuevo.

Pero esta vez, el mural no estaba quieto.

Dioniso se inclinó hacia adelante.

Sonrió.

Y me habló.

—Bebe.

Su voz vibraba y resonaba dentro de mi cráneo como si mi propio pensamiento me hablara.

Estaba allí.

Dioniso.

No como una pintura. Ni como un símbolo. Ni como la imagen muerta de un dios extinto.

Estaba allí, en carne y hueso.

El fresco se había materializado a su alrededor, ahora transformado en una sala palpitante, velada por cortinas traslúcidas y ondeantes. El aire olía a vino añejo, a frutos fermentados y a sudor.

Una bacante me deslizó una copa entre los dedos. No supe si la había tomado por voluntad propia o si mi cuerpo ya no me pertenecía.

—No quiero.

Dioniso rió.

—No seas hipócrita.

A su alrededor, el banquete hervía de placer. Cuerpos entrelazados, bocas abiertas riendo a carcajadas, manos torpes manchadas de rojo que recorrían pieles ajenas.

No era una visión religiosa.

No era una imagen celestial.

Era algo más antiguo, más crudo, más verdadero.

—¿Qué haces aquí? —logré murmurar.

Dioniso apoyó un codo sobre el brazo de su trono y ladeó la cabeza, evaluándome con sus ojos oscuros.

—No es la pregunta correcta.

—¿Entonces cuál es?

Él sonrió.

—¿Por qué sigues resistiéndote?

La copa en mi mano pesaba.

El vino casi negro se removía en la superficie, reflejándome de forma distorsionada.

Mi boca estaba seca.

Mi piel, caliente.

—Porque… —La respuesta se me atascó en la garganta.

Dioniso se inclinó hacia mí.

—No existe la eternidad, Alessandro. Sólo existe el ahora.

Me rozó la muñeca con la yema de los dedos.

—Bebe.

Yo…

Me desperté con la boca amarga y la garganta en llamas.

Tenía la nuca empapada en sudor.

La habitación estaba en penumbra, la ventana abierta, el rumor de la ciudad flotando en el aire caliente de la madrugada.

Me incorporé de golpe.

En la mesilla, la copa de vino que Claudia había dejado la noche anterior aún estaba ahí.

Tragué saliva.

El reflejo naranja de la luz de la calle bailaba en el líquido oscuro.

Temblé.

Porque lo supe.

No había sido sólo un sueño.

V/

Cuando llegué a la excavación noté el ambiente muy cargado.

El sol aún no había alcanzado su punto más alto, pero la luz se filtraba sobre las ruinas con un resplandor enfermo, un dorado espeso que resbalaba por las piedras.

Bajé con pasos automáticos, con la cabeza aún embotada y la piel pegajosa por el sudor de la noche anterior. Apenas había dormido. Cada vez que cerraba los ojos, sentía el roce de la copa en mis labios, el peso de unas manos sobre mi cuerpo, el aliento cálido de Dioniso deslizándose en mi oído.

No podía haber sido sólo un sueño.

No después de esto.

No después de lo que encontré al llegar.

El fresco…

Dios mío.

El fresco no era el mismo.

Los rojos se habían ennegrecido, las bacantes ya no bailaban: se fundían en una masa de miembros amputados y bocas abiertas.

El olor a carne podrida me dio arcadas.

Me acerqué.

El fresco no mostraba un banquete.

Era un espejo.

Me pasé la lengua por los labios, sintiendo el rastro de un sabor que no debería estar ahí.

—Dottore…

Me giré.

Marco estaba de pie junto al fresco, pero no era el mismo muchacho entusiasta de siempre. Su camisa estaba desabrochada hasta la mitad del pecho, su piel estaba perlada de sudor y tenía los ojos hinchados, con las pupilas tan dilatadas que casi no le quedaba iris.

—Dottore… —repitió, con la voz arrastrada, vidriosa, como si no estuviera del todo presente—. Anoche…

No terminó la frase.

Y entonces lo vi.

No sólo a Marco.

A los demás.

A los trabajadores de la excavación. A los arqueólogos. A los ayudantes.

Esparcidos por el suelo, por las piedras, sobre la tierra aún caliente de la ceniza antigua.

Algunos medio vestidos. Otros desnudos.

Cuerpos entrelazados, embadurnados de vino, de tierra, de sudor.

El aire apestaba a fermentación. A fruta podrida y euforia.

Un susurro me recorrió la nuca.

«No existe la eternidad. Sólo el ahora».

No.

No, no, no.

Retrocedí un paso, con el estómago revolviéndoseme en espasmos violentos.

Alcé la vista de nuevo hacia el mural.

Y entonces lo vi.

La copa de Dioniso, que la noche anterior aún estaba llena de vino, ahora estaba vacía.

No podía ser.

No podía ser.

Mi pie tropezó con algo.

Me incliné.

Mi mano tembló al tocar la piel caliente de un muslo inerte.

No era vino lo que manchaba el suelo.

Era sangre.

Y yo estaba en medio de ella.

El hedor a cobre se pegaba a mi nariz, denso, empalagoso.

La sangre se había secado en charcos oscuros entre los cuerpos dispersos. No supe cuántos estaban dormidos y cuántos simplemente habían dejado de respirar.

Me temblaban las rodillas.

Me sabía la boca a vino y a algo ferroso.

Me incorporé con esfuerzo. Todo mi cuerpo dolía, como si me hubieran exprimido desde dentro, como si mi piel no fuera más que un envoltorio sucio de lo que alguna vez fui.

—Marco…

La voz me salió ronca.

El muchacho estaba sentado contra la piedra, con los labios entreabiertos y la mirada perdida en un punto fijo.

El fresco.

Fue cuando me percaté de un detalle que no estaba antes.

Un hombre, en medio del tíaso, con el pecho desnudo, el cabello revuelto y las manos manchadas.

Yo.

Yo estaba en el fresco.

Mis piernas cedieron.

Un mareo me arrastró hacia el suelo con la violencia de una ola. La sangre en mis uñas. El zumbido en mis sienes.

Mi reflejo en la pared, atrapado entre bacantes y sátiros.

«No existe la eternidad».

Cerré los ojos con fuerza.

Respira.

Piensa.

Piensa.

¿Qué había hecho?

La noche se desmoronaba en fragmentos desordenados. Vino derramado en ombligos ajenos. Una carcajada contra mi cuello. Alguien tomándome del rostro.

Dioniso, inclinándose sobre mí, con su copa aún humeante.

«Sólo el ahora».

—No… —murmuré.

Pero lo había hecho.

Lo había bebido.

Había cruzado la línea.

—Dottore… —La voz temblorosa de Marco me sacó del trance—. ¿Qué hacemos ahora?

No supe qué responderle.

La civilización no estaba hecha para los dioses.

La mente no estaba hecha para el placer absoluto.

Yo ya no pertenecía aquí.

Torcí el cuello lentamente, mirando el mural por última vez.

Dioniso sonreía.

Pero ahora lo hacía con mis labios.

¿Algo que decir, Viajero?

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7 de octubre de 2025
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