de los
Perdidos
«Corren y juegan, juegan y corren. Los árboles les miran, los arroyos les vigilan, las piedras les guían y sus padres les olvidan.»
Jenny era una niña muy lista y ella lo sabía. Todos sus amigos lo sabían y por eso ella era la encargada de elegir los juegos, de darles consejos a los demás y de explicarles las cosas que ellos no entendían. Esto le hacía sentirse muy orgullosa, pero era un trabajo duro. Tener que idear juegos nuevos todos los días y responder a preguntas como que «qué son los rayos o de dónde vienen los hermanitos» podía llegar a ser muy difícil, pero ella tenía un truco. Jenny era una niña muy lista, sí, pero había comprendido que eso no era suficiente; así que en el momento que tenía a un adulto cerca le avasallaba a preguntas hasta que le daban un dulce para que parase o le decían que se fuera a jugar fuera.
Los adultos eran tontos, de eso no cabía ninguna duda. Casi nunca jugaban por mucho tiempo libre que tuvieran y aunque no acostumbraban a reírse, cuando lo hacían era de las cosas más extrañas que uno pudiera imaginarse. Pero lo cierto es que ellos llevaban muchísimo más tiempo que ella en la aldea y por eso recordaban muchas cosas. En su humilde opinión, esto no implicaba que fueran inteligentes, al fin y al cabo, los troncos a los que les caía un rayo recordaban las formas de este, pero a ningún tronco se le podría haber ocurrido jugar a ver quién llegaba más alto de la ladera del sauce haciendo el pino.
El hecho era que los adultos podían llegar a ser muy útiles e incluso había algunos muy divertidos. A Jenny le gustaba particularmente la «Yaya Petra». La Yaya era una abuelita que vivía sola en las afueras de la aldea y que por algún motivo no le gustaba nada a los adultos, y solo iban allí de vez en cuando las chicas que ya no jugaban y los demás adultos cuando se ponían malos. Decían que era una «mujer sabia» y que por eso no había que acercarse mucho a ella. «¡Qué motivo más tonto, para no ir!», pensaba Jenny. La Yaya contaba las mejores historias y como era «sabia», una forma tonta que los adultos tenían para llamar a las personas listas, siempre se le ocurrían juegos y acertijos divertidos.
Era la mañana del veinticuatro de junio y Jenny desayunaba con su familia. Sus padres mantenían una de sus conversaciones aburridas, mientras sus hermanos mayores se daban patadas por debajo de la mesa. Lo cierto, es que era posible que ella hubiese dado inicio a la pequeña batalla que estaban librando, mediante la combinación de una patadita bien dirigida y una carita de angelical inocencia. El hecho es que la diversión que se había ganado había durado muy poco, de modo que se apresuró a acabar su desayuno y se levantó para darles un beso a sus padres antes de salir de casa.
—¿A dónde vas, cariño? —preguntó su madre.
—Voy a ver a la Yaya Petra.
—No me gusta que vayas con esa mujer, ya te lo he dicho mil veces —dijo su padre claramente disgustado.
—¡Pero se lo prometí! ¿No se enfadará si no voy y piensa que le he mentido, papá? —Su padre la miró durante unos segundos y se pudo ver claramente cómo tragaba con dificultad la cucharada de gachas que acababa de meterse en la boca. Jenny se esforzó muchísimo por no sonreír.
—Bueno… ¡Pero vuelve para la comida!
—¡Gracias! —gritó antes de echarse a los brazos de su padre provocando que este riese ante la repentina muestra de afecto. A Jenny le gustaba salirse con la suya; pero entendía que perder siempre no es divertido, ni siquiera para los adultos y por eso trataba de ser magnánima en sus victorias siempre que podía.
El camino hasta la casa de la Yaya Petra era largo y a veces podía resultar aburrido, pero aquella mañana hacía un día precioso. Antes de que pudiera darse cuenta de que sus piernas empezaban a cansarse ya podía ver la cabaña, de modo que empezó a correr hacia la vieja puerta de madera y, una vez que la tuvo frente a sí, se dispuso a golpearla con su puño, tres veces, siempre tres.
—Pasa, Leoncilla. —El áspero sonido de su voz resultaba inconfundible, de modo que detuvo su puño y empujo la puerta. Estaba abierta, por supuesto.
En el interior la aguardaba una mujer pequeña pero formidable, con la espalda recta como un bastón de hierro a pesar de su edad avanzada. Su rostro estaba lleno de arrugas profundas, como surcos tallados por los años, pero sus ojos, de un azul gélido, aún brillaban con una aguda inteligencia y un toque de malicia.
—¡Hola, Yaya!
—Hola, Leoncilla. ¿No te preguntas como he sabido que estabas al otro lado de la puerta?
—Porque… —Jenny se detuvo antes de continuar. «Eres una niña muy lista Leoncilla, demuéstralo siempre. Piensa antes de hablar». Jenny recordó que lo había prometido, así que con el ceño fruncido comenzó a inspeccionar la cabaña—. Supongo que si estás sentada en ese sillón tan cómodo se puede ver muy bien quién viene por el camino desde la aldea, ¿verdad?
—¿Insinúas que no tengo poderes?
—No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra, Yaya.
—¡Muy bien dicho, Leoncilla! —dijo la anciana entre profundas carcajadas—. Venga, siéntate. ¿No te habrás llenado con el desayuno?
—¡No! —contestó sonriendo.
La anciana se dirigió a la cocina bajo la atenta mirada de la niña y abrió la puerta del horno, inundando toda la estancia con un fantástico olor a pastelitos. Volvió sujetando la bandeja en sus manos con la única ayuda de un trapo y la depositó frente a ella.
—Con cuidado que queman, Leoncilla.
La Yaya siempre la llamaba Leoncilla. Al principio Jenny no sabía lo que era, pero la anciana le explico que lo leones eran como gatos, pero gigantes y que eran muy valientes. Jenny era un nombre bonito, pero llevaba tanto tiempo fantaseando con aquellos animales maravillosos que a veces le costaba contestar cuando la gente no la llamaba Leoncilla. Había intentado que sus amigos la llamasen así sin mucho éxito, pero no importaba. La Yaya decía que, aunque nosotros podemos elegir nuestros nombres, a veces no podemos decidir cómo nos llaman y que una cosa no cambia la otra.
—¿Qué juegos tienes preparados para hoy, pequeña?
—No sé —dijo mientras intentaba no quemarse con uno de los pastelitos—, hoy no se me ha ocurrido nada.
—¿Quieres mi ayuda?
—¡Claro!
—¿Qué tal las adivinanzas? Todavía me quedan un par muy buenas.
—No les gustan las adivinanzas —dijo con la boca llena—, no aciertan nunca. Pero me las cuentas otro día, ¿vale?
—¿Rayuela?
—Ya jugamos la semana pasada.
—¿Tabas?
—Es muy aburrido, Yaya.
—Pues sí que tenemos un problema.
—¡Un Problema gigante! ¿A qué jugabas tu cuando eras niña? —La anciana se echó a reír con ganas.
—De eso ya hace muchísimo tiempo, Leoncilla.
—Yo me acuerdo de todas las veces que me lo he pasado bien, aunque haga mucho tiempo. ¡El mes pasado encontramos un lagarto así de grande! —Estiró sus brazos tanto como pudo en un gesto brusco y casi perdió el equilibrio.
—Puede que tengas razón. De pequeña siempre iba detrás de mi hermana, era como su sombra.
—¿Tienes una hermana? ¿Dónde está? ¿Es tan divertida como tú?
—Mucho más divertida que yo —dijo forzando una sonrisa—. De hecho, diría que mi hermana se parecía mucho a ti, a ella también la llamaban Leoncilla.
Jenny sonrió enseñando los dientes hasta que se dio cuenta de que la Yaya Petra hablaba en pasado.
—¿Qué… qué le pasó?
—Que era demasiado curiosa, demasiado curiosa y muy valiente, una combinación peligrosa, Leoncilla.
—¡Pero esas son cosas buenas!
—Y los pastelitos también, pero si comes muchos al final te dolerá la tripa.
—¿Ella también se perdió? Como los otros niños… —La anciana se limitó a asentir, desviando la mirada—. Yo también soy valiente… y curiosa.
—Si, lo eres. Pero tú además eres lista.
—Ya…
—Mira, voy a hacerte un regalo —dijo la mujer al ver que el rostro de la niña se había ensombrecido y se sacó un colgante del cuello. Se trataba de una tosca moneda de hierro en cuyo centro se podía ver el grabado de una torre, sujetada por un cordel de cuero—. Mientras lleves esto no te pasará nada malo.
—¿Tú no lo necesitas? —Sus ojos se habían iluminado ante la visión del colgante y no podía apartarlos del él. Solo de pensar en las posibilidades se le erizaba el pelo de detrás de la nuca.
—A mí no me queda suficiente camino por delante como para poder perderme, Leoncilla. —Puso el colgante alrededor del cuello de Jenny mientras se reía de su propia observación.
—¡Muchísimas gracias, Yaya! —La niña se tiró a los brazos de la anciana y casi la derribó—. Ahora tengo que irme. Mi papá se enfadará si llego tarde para comer y mis amigos me están esperando para jugar.
—Siento no haberte podido ayudar con el juego de hoy.
—No te preocupes, seguro que se me ocurre algo.
—Seguro que sí.
Jenny salió de la casa de la Yaya Petra sintiéndose poderosa, con el colgante de hierro colgando alrededor de su cuello como un amuleto secreto. Mientras caminaba de vuelta a la aldea, sus pensamientos giraban en torno a las historias de la anciana y la mención de su hermana perdida. ¿Cuánto de verdad habría en esas palabras? ¿Y si su curiosidad la había llevado demasiado lejos? Jenny se estremeció, pero solo un poco. Después de todo, ella no era cualquier niña, era la Leoncilla.
Al llegar al claro donde sus amigos la esperaban, se encontró con un grupo de niños desparramados sobre el césped, algunos jugando con palos, otros tirados de espaldas mirando las nubes. Ella sabía que estaban esperando que se les ocurriera algo emocionante, algo que los sacara de esa aburrida rutina de juegos repetidos. Al verla llegar, sus ojos se iluminaron, confiaban en que Jenny, con su astucia, traería una nueva aventura.
—¡Jenny! —gritó Samuel, el más atrevido del grupo—. ¿Qué vamos a hacer hoy?
Jenny los miró con ojos brillantes, intentando ocultar la emoción que había acumulado tras la conversación con la Yaya Petra.
—He estado pensando… —empezó a decir con un tono misterioso, asegurándose de que todos la escucharan—. ¿Qué os parece si vamos al claro más allá del río?
El entusiasmo en sus rostros se desvaneció en cuanto mencionó ese lugar. El claro más allá del río era territorio prohibido. Los adultos siempre advertían que no debían acercarse. Nadie sabía exactamente por qué, pero las historias sobre ese lugar abundaban: desapariciones, sombras extrañas y sonidos que ningún niño ni adulto podría explicar.
—¿El claro…? —murmuró Lena, con sus ojos llenos de preocupación—. Jenny, no podemos ir ahí. Sabes lo que dicen… dicen que los que cruzan el río no vuelven.
—Eso son solo cuentos de los adultos —respondió Jenny con una sonrisa confiada.
—Pero… pero… —insistió Samuel, mirando a los otros en busca de apoyo—. Mis padres dicen que hay cosas peligrosas ahí. Algo… que escapo de la Torre.
Jenny hizo girar los ojos. Sabía que iba a ser difícil convencerlos, pero también sabía cómo presionar los botones correctos. Se conocía a sí misma lo suficiente como para saber que el orgullo era más poderoso que el miedo.
—Escuchad —dijo Jenny en un tono más bajo, para dar un aire de conspiración—, sé que tenéis miedo, pero yo ya no lo tengo. Mirad lo que me ha dado la Yaya Petra. —Sacó el amuleto de hierro de debajo de su blusa y lo dejó colgar a la vista de todos.
Los niños se inclinaron hacia adelante, mirando el colgante con curiosidad. Era tosco y sencillo, pero en ese momento parecía un objeto cargado de poder. Los ojos de Samuel se agrandaron, y Lena frunció el ceño.
—¿Qué es eso? —preguntó Lisa, casi susurrando.
—Es un amuleto. —Jenny sonrió con una mezcla de orgullo y picardía—. La Yaya Petra me dijo que mientras lo lleve puesto, no me pasará nada malo. Así que ya no tengo que preocuparme por esas tonterías del claro o lo que los adultos dicen ¡Estoy protegida!
Los niños intercambiaron miradas. El amuleto les había impresionado, pero no lo suficiente para borrar sus miedos. Samuel fue el primero en hablar.
—¿Y si no funciona? ¿Y si lo que hay en el claro es más fuerte que un amuleto?
Jenny sacudió la cabeza con impaciencia.
—Eso es lo que siempre dices, Samuel. «¿Y si esto?, ¿y si aquello?» —replicó, imitando su tono con una exageración burlona—. La verdad es que no hay nada en el claro. Solo es un lugar que los adultos han prohibido porque son aburridos y no quieren que lo exploremos. Pero con este amuleto, hasta si hubiera algo, no podría hacernos nada.
—No lo sé… —murmuró Lisa, aún dudando—. A lo mejor funciona para ti, pero nosotros no tenemos ningún amuleto.
Jenny sintió que la situación se le escapaba de las manos. Los veía alejándose de la idea, dejándose dominar por el miedo. Sabía que, si no actuaba rápido, la conversación terminaría en uno de esos juegos aburridos que odiaba. Así que decidió apretar un poco más.
—Bueno, sí tenéis miedo, podéis quedaos aquí. Podéis seguir jugando a las tabas o corriendo en círculos. Pero yo… —Hizo una pausa dramática, dejando que sus palabras resonaran en sus mentes—. Yo voy a ir. Y cuando vuelva, tendré la mejor historia de todas para contar.
Hubo un silencio tenso entre el grupo. Jenny podía ver la duda y el miedo en sus rostros. Al principio, pensó que quizás se rendirían y la seguirían, como siempre. Pero esta vez, el miedo parecía demasiado fuerte.
—No sé, Jenny —dijo Lisa—. No me gusta. Además, si nos pasa algo… nuestros padres…
—¡Claro! ¡haced lo que queráis! —Jenny levantó las manos, simulando indiferencia. Yo no tengo miedo. Si vosotros no sois lo suficientemente valientes, lo entiendo.
Se dio media vuelta, esperando que su desplante fuera el empujoncito que les hacía falta. Pero nadie dijo nada. Un breve vistazo por encima del hombro le mostró a sus amigos aún inmóviles, intercambiando miradas nerviosas.
El corazón de Jenny latía rápido, no tanto por miedo al claro, sino por una decepción que no quería admitir. Sin embargo, no iba a dar marcha atrás. Era la Leoncilla, y si algo tenía claro, es que la valentía no siempre dependía de tener compañía.
—Bueno, ¡nos vemos más tarde! —gritó, y echó a correr en dirección al río.
Las voces de sus amigos se desvanecieron tras de ella. No los necesitaba. Era la Leoncilla, y no había marcha atrás.
El camino hasta el río resultaba en sí mismo una aventura, puesto que pocos eran los rincones de la aldea que Jenny todavía no había explorado. Al adentrarse en el sendero que serpenteaba hacia el claro, Jenny sintió cómo el murmullo del río la guiaba entre los árboles, que parecían cerrar filas a su alrededor, protegiéndola y desafiándola al mismo tiempo. La bruma baja cubría el suelo, envolviendo sus pasos en un silencio inquietante, apenas roto por el crujir de las hojas secas bajo sus pies. Los árboles, altos y sombríos, se alzaban como figuras antiguas, observándola pasar, sus ramas entrelazadas formando túneles por los que apenas se filtraba la luz. Con cada paso, el rumor del agua se volvía más fuerte, y aunque una parte de ella reconocía el peligro, otra se sentía llena de júbilo ante esta nueva aventura. Y pensar que los tontos de sus amigos habían decidido perderse todo esto…
Finalmente, ante ella se presentaba la última frontera. El mal llamado «río» consistía en una decepcionante corriente de aguas cristalinas que luchaban incansablemente contra las rocas y las ramas por abrirse camino. Esta visión difícilmente estaba a la altura de las expectativas que Jenny había construido, pero en el otro lecho… aquello era otra historia. La omnipresencia de los árboles se había visto truncada por algún tipo de fenómeno que se le antojaba irreal. A unos pocos metros frente a ella le aguardaba un casi perfecto semicírculo adornado por una alfombra de verde hierba y flores silvestres, interrumpida únicamente por una imponente piedra rectangular que, en algún tiempo remoto, no cabía duda que se había alzado vertical en el claro. Ante esta visión no pudo evitar torcer el gesto enfadada. «¿Cómo era posible que los adultos hubiesen mantenido en secreto un sitio tan bonito como este?». No le parecía justo.
Jenny estaba decida a completar su aventura y, sirviéndose de los guijarros que entorpecían la corriente, cruzó el lecho dando pequeños saltos. A primera vista, todo era hermoso, pero a medida que avanzaba, algo comenzó a sentirse… extraño. Reinaba una quietud absoluta, una calma que resultaba incómoda, como si el tiempo allí transcurriera a un ritmo diferente. No se escuchaba el canto de los pájaros, ni el susurro del viento entre las hojas; solo el débil murmullo del río que había dejado atrás. Las sombras en el claro se estiraban de forma inquietante, proyectando formas caprichosas que parecían moverse apenas en el rabillo del ojo, como si algo la estuviera observando, oculto pero presente en cada rincón.
Algo terriblemente parecido al miedo, aunque lo suficientemente diferente como para poder ser omitido en los posteriores relatos de su aventura, comenzó a manifestarse en la boca de su estómago y tuvo que hacer un esfuerzo consciente por recordarse a sí misma quién era. Ella era la Leoncilla, ella había cruzado el río completamente sola y ahora se encontraba en el claro, si ahora se asustaba todo habría sido en balde. Tratando de ver las cosas por lo que eran y no por lo que parecían, como le había enseñado la Yaya Petra, logró serenarse y, cobijándose bajo la sombra de la gran piedra, se tumbó a contemplar el inmaculado azul del cielo.
—¡Hola! —Asomando por el borde de la roca sobre ella, se encontró con una afiladísima sonrisa—. ¿Cómo te llamas?
Jenny se incorporó de un salto alejándose tanto como le fue posible de donde procedía aquella meliflua voz. Desde su nueva posición pudo comprobar que el propietario de aquella enorme sonrisa era lo que parecía ser un niño más o menos de su edad que se encontraba tumbado perezosamente sobre la enorme losa de piedra. Sus cabellos dorados le llegaban hasta los hombros y sus ojos risueños eran de un verde que el propio bosque envidiaba, pero nada de ello importaba porque Jenny solo podía mirar su sonrisa. Aquella no era una buena sonrisa.
—¿Quién eres tú? —preguntó con menos seguridad en sus palabras de la que le habría gustado.
—¡Yo he preguntado primero! —respondió el niño tras una melodiosa risotada. Jenny se mantuvo donde estaba sin decir nada. Al cabo de unos segundos, el niño se movió lo justo para situar sus manos sujetándose la barbilla y sin apartar los ojos de Jenny puso una expresión cavilante—. ¿Qué te parece si jugamos a un juego? Si yo gano, me dices tu nombre, si ganas tú…
—¿Qué clase de juego? —preguntó con recelo.
—El que tú quieras. ¿Trato?
—Bueno… Vale.
—¡Bien! —gritó el niño tras levantarse y comenzó a aplaudir y dar saltitos—. ¿A qué vamos a jugar?
—¿A las adivinanzas?
—¡Uhhh, qué divertido! Tú primera.
Jenny frunció el ceño mientras trataba de recordar alguna de las adivinanzas que le había enseñado la Yaya Petra, pero no era fácil concentrarse bajo la atenta mirada de aquel niño que no paraba de sonreír.
—Una cajita chiquita, blanca como la cal: todos la saben abrir, nadie la sabe cerrar. ¿Qué es?
—Vas a tener que hacerlo mejor si quieres ganarme —dijo en niño entre carcajadas—. La respuesta es: un huevo.
—Sí… —dijo Jenny visiblemente molesta.
—¡Me toca! Si lo tengo, no lo comparto. Si lo comparto, no lo tengo. ¿Qué es?
—Umm… Esa no me la ha enseñado la Yaya…
—Tic tac, tic tac —dijo el niño mientras su expresión divertida iba tomando un matiz más siniestro.
—Si lo comparto lo pierdo, pero si lo tengo… ¡Un secreto! Es un secreto.
—Correcto —dijo y por un segundo, la sonrisa abandonó su rostro—. Te vuelve a tocar, amiguita.
—A ver esta. No muerde ni ladra, pero tiene dientes y la casa guarda. ¿Qué es?
—Dientes… Una llave, por supuesto. Parecen siempre quietas, pero dan vueltas, duermen todo el día y por la noche despiertan.
—No… No lo… La Yaya…
—La vieja no lo sabe todo por mucho que le pese, pequeña. ¿Cuál es tu respuesta? —dijo con una voz fría como el invierno.
Jenny se quedó paralizada, nunca había oído a hablar así de la Yaya y se enfadó. Entonces recordó otra de las cosas que siempre le decía cuando no lograba ganarle y se frustraba: «Las niñas listas no se enfadan, las niñas listas piensan hasta que logran ganar». Jenny tocó el amuleto que llevaba al cuello a través de la camisa mientras pensaba en el acertijo.
—Se te acaba el tiempo, pequeña. Ríndete, solo tendrás que decirme tu nombre.
—¡Las estrellas! ¡Las estrellas duermen por el día despiertan por la noche! ¡Y en verano no están en el mismo lugar que en invierno!
—Qué niña tan lista. No alcanzas a imaginarte lo bien que lo vamos a pasar jugando —dijo mientras se acercaba a ella.
—¡Es mi turno! —dijo Jenny casi gritando, y provocando que el niño se detuviese en seco—. Cuanto más hay, menos se ve. ¿Qué soy?
—La oscuridad. Tendrás que esforzarte más si quieres volver, pequeña. Esto te pertenece, pero todos los demás lo usan más que tú ¿Qué es?
A Jenny ya no le interesaba seguir jugando. Algo estaba cambiando en aquel niño y no se trataba solo de su actitud juguetona. Sus cabellos dorados ya no se limitaban a destellear bajo los rayos del sol, ahora la cegaban de forma inmisericorde. El verdor de sus ojos que antes le había recordado a una pradera en primavera, ahora únicamente evocaban la crueldad del bosque hacia aquellos que se pierden. Y en su sonrisa, en aquella mala sonrisa, ya ningún encantamiento o glamour podía ocultar el hambre depredador en aquellos dientes blancos.
—No quiero seguir jugando…
—Entonces dime tu nombre.
Jenny retrocedió, sin apartar la mirada, tratando volver hacia el río mientras que, cada vez con mas fuerza se aferraba a su amuleto. Quería volver a la aldea, quería ir a comer con su familia y escuchar las tontas discusiones de sus hermanos, quería volver a probar los pastelitos de la Yaya Petra y quería volver a jugar con sus amigos a todos aquellos juegos tan aburridos en los que se lo pasaba tan bien.
—El juego ha comenzado, pequeña, ahora tienes que acabarlo. Tú, que eres tan lista y tan valiente, aceptaste las condiciones. ¿Cuál es la respuesta?
—No lo sé… —dijo Jenny mientras continuaba retrocediendo hasta que, una piedra terriblemente inoportuna le hizo caer de espaldas.
—Entonces, has perdido. — En un abrir y cerrar de ojos aquella criatura se abalanzó sobre ella enseñando aquellos colmillos hambrientos. Fue entonces cuando aquellos ojos crueles repararon en el colgante que ahora reposaba sobre el pecho de Jenny. Tan pronto como se había lanzado sobre ella, la criatura retrocedió profiriendo un terrible aullido de dolor—. ¡Tramposa! ¡¿Vienes hasta mis dominios con sus baratijas!? ¡Debería destriparte aquí mismo y mandarle a esa vieja asquerosa tu cabeza como recuerdo! ¡Que el arquitecto te maldiga! ¡Has perdido, dime tu nombre!
Jenny se levantó volviéndose a aferrar al colgante y continuó retrocediendo hacia el río bajo la furibunda mirada de aquella criatura que ya no se parecía en los más mínimo a un niño. Su piel, pálida y translucida, brillaba como la porcelana, mientras su cabello dorado caía en ondas suaves hasta su cintura, brillante como si estuviera hecho de oro líquido. Sus ojos verdes, intensos y de mirada hipnótica, tenían una cualidad casi felina que inspiraba una mezcla entre terror y atracción. Su rostro de rasgos afilados y perfectos, mostraba una mueca de furia donde debería haber estado una sonrisa cautivadora e inquietante enmarcada por unos labios de un peligroso púrpura. Las manos, largas y delicadas, terminaban en uñas negras como garras, y su cuerpo andrógino irradiaba una belleza perversa.
—¡Dime tu nombre! —volvió a gritar la abominación, desesperada. En esa ocasión Jenny se detuvo y, una vez más, tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para ocultar una sonrisa.
—Un nombre. —La criatura lanzó un bufido confuso—. La respuesta a tu acertijo es tu propio nombre. Ahora me marcho, mi papá se enfadará si llego tarde a comer. —La Leoncilla volvió a cruzar el riachuelo, esta vez sin preocuparse por no mojarse, y una vez hubo alcanzado la otra orilla volvió a dirigirse a la abominación—. Por cierto, es un acertijo estúpido, a mí, solo la Yaya me llama por mi nombre, el resto me llaman Jenny.