«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
Escúchalo aquí:
7 de agosto de 2024

El profeta

Custodio:

Aquella puerta, aquella endiablada puerta me ha condenado. Ojalá no te hubieses quedado tú con todo el buen juicio de nuestro padre, mi querido hermano, porque yo no pude evitar abrirla.

La excavación hasta hace bien poco, había resultado ser una empresa monótona y desquiciantemente aburrida. Las endiabladas junglas de este continente, si bien majestuosas desde la distancia, son un impenetrable desierto verde plagado de mosquitos, enfermedad y miseria. En los últimos meses, el acontecimiento más notable que habíamos experimentado fue el descubrimiento de una vasija ceremonial en un excelente estado de conservación. Un hallazgo notable, y te mentiría si te dijese que no provocó un enorme regocijo en el campamento, pero a mí no logro satisfacerme. Me negaba a admitir que había dejado atrás el hogar, que me había internado tan profundamente en estas tierras salvajes y apartadas de la luz de nuestros ancestros para desenterrar simples vasijas.  

Mi estado de ánimo durante los últimos tiempos se había agriado y tanto mis colegas como los locales, se habían convertido injustamente en las víctimas de mis exabruptos. Me pasaba todo el día enfadado sin ningún motivo, casi no salía de mi tienda y, aunque me avergüenza reconocerlo, me había empezado a entregar a la bebida.

Todo esto cambio hará poco más o menos dos semanas. El sol del mediodía ya se alzaba arrogantemente sobre las copas de los árboles cuando uno de los excavadores, entró sin más ceremonia en mi tienda gritando de forma casi ininteligible que el señor Álvarez reclamaba mi presencia de inmediato. Casi no pude contener mi indignación, pero tuve el buen juicio de decidir no enfrentar al mensajero. Me vestí sin demasiado esmero y emprendí camino bajo el asfixiante calor hacia los terrenos de la excavación. Allí me esperaba Álvarez junto al resto de los caballeros a los que he tenido el privilegio de llamar colegas; pero, antes de que yo pudiera cantarle las cuarenta, me agarró de los hombros con una sonrisa de oreja a oreja embelleciendo su rostro: «Hemos encontrado una cámara». Aquellas fueron sus únicas palabras y en ese momento creí que nunca escucharía otras más bellas.

La cámara era enorme, veinte varas de largo por diez de ancho y casi cinco a lo alto de las cuales tres estaban cubiertas por escombros y tierra. Rápidamente, redirigimos todos nuestros esfuerzos a vaciarla. Hicimos que los locales trabajasen en turnos dobles y nosotros casi no dormíamos entre examinar y catalogar todos los artefactos que iban apareciendo. ¡Por dios santo, si en ocasiones incluso Álvarez y yo bajamos a ayudar con los escombros! ¡Deberías haberlo visto! El segundo hijo de un marqués, a pecho descubierto moviendo cascotes de un sitio para otro; pero tal era nuestra agitación que lo único que albergaban nuestras mentes era el ansia por desentrañar los secretos de aquella estancia.

Toda una semana nos mantuvimos en este estado de excitación enajenada, hasta que al final, cuando únicamente nos quedaba por retirar una enorme losa de piedra para revelar el fondo de la estancia, reunimos a toda la expedición allí abajo para poder celebrar juntos la culminación de aquella ardua labor. Contemplé como en trance cómo iba cediendo la imponente estructura, elucubrando qué secretos se nos revelarían finalmente cuando su pétreo abrazo hubiese cedido. Sólo el terrible estruendo de la piedra contra la piedra y los gritos de los hombres, consiguieron devolverme a mi ser. Interminables segundos tardó la espesa nube de polvo en asentarse hasta que finalmente la puerta se manifestó ante nosotros. La profunda y oleosa negrura de sus hojas absorbía la luz con gula devolviendo únicamente caóticos destellos que permitían atisbar blasfemos grabados que reptaban en la inmovilidad de su prisión.

El silencio se hizo denso ante nuestro desconcierto, y habría parecido que los espectadores habíamos transmutado, adoptando la misma naturaleza que la de la propia puerta, de no ser porque uno de los locales profirió un grito espantoso en su propia lengua mientras señalaba aquella monstruosa visión. Después de aquello, todos sus compatriotas emprendieron una huida desorganizada y, ante aquella marabunta de cuerpos frenéticos, nos vimos arrastrados de nuevo hacia la superficie.

Hasta bien entrada la noche nos mantuvimos en acaloradas discusiones con los líderes de nuestra fuerza de trabajo. Estos, amparados en la superstición y el miedo, se negaban a continuar con los trabajos de la expedición si osábamos profanar lo que albergaba aquella puerta negra. Yo no podía dar crédito, después de tantos meses por fin teníamos frente a nosotros un hallazgo digno de catapultarnos a los anales de la historia y ahora el oscurantismo y la barbarie pretendían privarnos de nuestra merecida recompensa. Ante mi absoluta indignación, se alcanzó un compromiso. Marcharíamos junto con una delegación de los locales hasta una aldea en la que habitaba un hombre santo, se le pediría consejo y sólo con su bendición se abriría la puerta. Yo monté en colera, perjuré y blasfemé; Álvarez tuvo que sacarme a rastras para que no me abalanzase sobre aquellos hombres. Pero no pude hacer nada, salvo negarme a participar en aquella pantomima.

De este modo quedé solo en el campamento con un reducido grupo de locales que tenían una opinión tan positiva de mí como yo de ellos. El viaje que esperaba a la comitiva, entre la ida y la vuelta, fácilmente podía alargarse semanas. Mi ánimo volvió a torcerse. Si antes, por guardar las apariencias frente a mis pares, había tratado de moderarme con el licor, ahora estaba desatado. Me pasaba las horas en mi tienda bebiendo o frente a la entrada a la cámara, bajo la atenta mirada de mis captores, tratando de serenarme. No podía quitarme de la cabeza aquellos grabados informes, aquella oscuridad sellada en la piedra ancestral, no podía dejar de soñar con lo que aguardaba más allá.

Así fueron pasando los días hasta que anoche, envalentonado por el alcohol, me escabullí de mi tienda al abrigo de las tinieblas y armado únicamente con una antorcha descendí hasta la cámara. Una vez me hube asegurado de que nadie me había visto, encendí la antorcha y contemplé una vez más el abismo. Los destellos rojizos chocaron contra la piedra y el diabólico baile volvió a comenzar entre sus formas huidizas. Contemplándola tan cerca, mis esperanzas se desvanecieron de un plumazo, se me antojó imposible que una decena de hombres pudiera hacer ceder su ancestral reposo.

Avergonzado por mi estupidez, casi fui preso de las lágrimas y, derrotado, apoyé la cabeza contra la puerta cuando una puñalada de gélido frío atravesó mi cuerpo. Tal fue mi sorpresa que en un primer momento no reparé en que uno de los afiladísimos cantos de aquellos grabados había mordido mi frente provocándome un profundo corte que lloraba sangre. Mientras me esmeraba en taponar la herida, una devastadora corriente estuvo a punto de arrebatarme la llama de mi antorcha. La puerta se había abierto y los secretos que tan largamente había cobijado me reclamaban.

Atravesé el umbral y me encontré en un corredor interminable. Los negros suelos, del mismo material que la puerta, me recibieron incólumes ante el paso del tiempo. Seguí avanzando hasta que, flanqueando mi camino, contemplé incontables tronos ocupados por reyes, emperadores y tiranos olvidados por el mismo tiempo que, aunque engalanados en las más extravagantes y suntuosas galas, se habían visto reducidos a despojos resecos y monstruosos. Mi corazón se detuvo ante esta visión y la poca cordura que aún moraba dentro de mi ser, me suplicó que volviera por donde había venido, pero mi vanidad triunfó una última vez. Continué avanzando bajo la insepulta mirada de aquellos terribles monarcas del pasado.

Avancé y avancé durante lo que se me antojaron eones y a cada paso que daba una nueva pareja de apariciones penetraba el endeble halo de luz que trabajosamente proyectaba mi antorcha. Finalmente, en el horizonte de mi mermada visión, pude atisbar como una nueva estancia iluminada por una luz negra me aguardaba. Aceleré el paso hasta que casi empecé a correr, con el único deseo de huir de aquellas diabólicas visiones. Pero ahora comprendo que en mi insensatez opté por huir hacia el seno de la mismísima oscuridad. Aquella sala imposiblemente iluminada albergaba un corrupto altar de aquella diabólica piedra oleosa y sobre él, la fragua sobre la que el más primigenio de los horrores se hubo forjado, posó sus ojos muertos sobre mí.    

Un macabro ídolo se alzaba imponente en el altar ancestral. Su silueta poseía un vago vestigio de humanidad, pero la corrupción a la que un hombre debería ser sometido para adoptar tal apariencia escapaba por mucho a mi comprensión y, por el bien de mi cordura, por esto doy gracias al dios que fuere.

Su impío rostro, aunque mancillado por el paso de las eras, conservaba rasgos reconocibles. Los ojos cerrados, transmitían la intensa furia del que se revela frente al irresistible arrebato del sueño y pugna por el retorno a la vigilia. Su boca; congelada en mitad del que, a mi juicio, debió ser el más ignominioso de los ancestrales cánticos que resonaron en el oscuro albor de nuestra especie; parecía una herida supurante en la pútrida carne, cuyas oscuras profundidades sólo podían ser olladas por el más incognoscible de los horrores. De su cuerpo, cubiertos por una rica túnica de regio púrpura corrompido por algo más siniestro que el propio tiempo, cristalizaban como injertos tumorosos, incontables miembros que en su repugnante deformidad sostenían coronas, hojas de palma y de laurel, doradas manzanas, la representación de una torre negra, libros de tiempos remotos, monedas de oro, plata y cobre; cetros, espadas, balanzas y mucho más.

Todo esto era más que suficiente como para quebrantar la compostura de un hombre cuerdo, pero lo más perturbador de aquella profunda cripta no era el pesadillesco ídolo. Durante el tiempo que pasé en el seno de la tierra, el rancio y viciado aire vibró de modo innatural erizando los cabellos mi cuerpo, las sombras proyectadas por la danzarina alma de mi antorcha, se movían de forma inusual, expectantes… y en las más recónditas profundidades de mi mente, nació una sensación desconcertante; ahí abajo, rodeado de cadáveres momificados y calaveras cuya oquedad había sido hacía mucho conquistada por la primordial oscuridad; habría sido sencillo sentirse observado, pero no, no era eso lo que yo sentí. Yo sentí una llamada.

No he podido conciliar el sueño desde mi expedición al corazón de aquellas tinieblas informes. Los locales me han abandonado al abrigo de la noche y sólo yo quedo guardando la entrada hasta que lleguen mis estimados colegas. La promesa de un nuevo amanecer resulta tan lejana en mi soledad que se me antoja absurdo pensar que el astro rey volverá a alzarse. Debo volver a descender, tengo que cerciorarme de que la indeleble imagen que mora en mi memoria no es una simple pesadilla, una alucinación provocada por un cruel demiurgo.

Debo descender a la cripta una vez más.

Debo descender.

El profeta me llama y debo descender.

¿Algo que decir, Viajero?

Otras textos del estante Relatos cortos

7 de octubre de 2025
Custodio:
Leer