de los
Perdidos
El reloj marca las 11. Me acomodo en la silla, dejando que el respaldo me devore, mientras la miro a través de la mesa. No hay distancia suficiente entre nosotros, ni siquiera cuando callamos. Especialmente cuando callamos.
Ella está sentada como siempre, con las manos perfectamente colocadas sobre el regazo. Su inmovilidad eterna —valga la redundancia— me irrita. No porque no cambie nunca, sino porque parece no necesitarlo.
—No puedes seguir corriendo para siempre —dice por fin. Su tono es suave, como si supiese que tiene razón pero no necesitase insistir.
—Ahora mismo no estoy corriendo —respondo, aunque ambos sabemos que es mentira. No la miro; en su lugar, mis ojos se encuentran con el reloj de la pared. Hay algo en esas manecillas que me tranquiliza, aunque nunca sabré qué.
—Claro que lo estás. Y además, te encanta.
Sus palabras son un dardo certero y silencioso. Cruzo los brazos y dejo que mi mirada vague por la sala. Las brasas de la chimenea se están apagando lentamente, como si también hubieran decidido que no vale la pena seguir.
—Técnicamente no es correr. Es moverse. Es cambiar. Todo tiene que cambiar. —Mi voz es más firme esta vez, pero ella no se inmuta.
—Heráclito estaría orgulloso. —Sonríe apenas, y por un momento me recuerda a una profesora cansada de escuchar siempre la misma excusa de su alumno rebelde.
—Au contraire, querida. —Me inclino hacia adelante, dejando que el borde de la mesa sostenga mi peso—. Si acaso, debería estarlo yo. Entendió a la perfección lo que le enseñé. —La miro y veo el reflejo de mi arrogancia en su mirada transparente. Ella entrecierra los ojos, como si mi respuesta le confirmase algo que ya sabía.
—¿Y qué consiguió con eso? —pregunta, manteniendo la calma—. Le hiciste creer que el cambio es todo lo que importa, como si mirar atrás no tuviera sentido ni valor. —Bufo y suelto una risa seca—. ¿Te hace gracia? ¿No te das cuenta de que no debemos interferir?
—¿Y Parménides? —le interrumpo, sin ocultar mi sarcasmo—. ¿Qué pasa con él? ¿Lo entendió todo al revés por su cuenta, o tú también quisiste dejarle un mensaje?
Ella me observa en silencio por un instante, decidiendo si merece la pena contestarme. Al final, ladea la cabeza y apoya sus dos manos, perfectamente juntas, sobre su mentón.
—Parménides entendió lo que tú nunca querrás aceptar —dice finalmente—. Que no es el movimiento lo que define las cosas, sino lo que permanece cuando todo lo demás desaparece.
Su voz está cargada de algo que me irrita. Quizá porque la conozco demasiado bien, o quizá porque una parte de mí sabe que tiene razón.
—Lo que permanece se pudre —digo, con más dureza de la que pretendía.
—Lo que permanece se recuerda —responde ella, con esa calma espectral que me desarma— y ellos lo harán aunque tú no lo veas.
El silencio se instala entre nosotros. Fuera, la nieve cae lentamente, cubriéndolo todo con una capa blanca que parece querer borrar lo que hay debajo. Pero en el fondo no oculta nada. Lo sé porque ya lo he visto antes.
Me levanto, me dirijo hacia la ventana y apoyo mis manos en el alféizar. El frío del vidrio traspasa mi piel, pero no me molesta. Lo dejo estar. Ella sigue detrás de mí, inmóvil como siempre.
«Ellos recordarán lo que permanezca, aunque tú no lo veas».
Sus palabras siguen resonando en mi cabeza, como el eco de un reloj que no se detiene. Me obligo a seguir mirando la nieve, pero lo que busco no está ahí. Lo que busco está detrás de todo lo que he dejado. «Ellos». Siempre presentes, siempre ausentes. Me pregunto si realmente saben lo que están haciendo o si simplemente se han resignado a seguirme.
—¿Te has planteado que tal vez no sepan siquiera por qué te siguen? —dice ella, rompiendo el silencio e interrumpiendo mis pensamientos.
—No les hace falta saberlo —respondo, sin mirarla. Mi voz es baja, casi un murmullo. No quiero despertar aquello que quedó dormido tiempo atrás dentro de mí—. Sólo necesitan que alguien marque el camino.
—¿Y si ese camino no lleva a ninguna parte?
«Ellos olvidan, aunque tú lo guardes». Eso es lo que quiero decirle, eso es lo que quiero gritarle.
No debería importarme. No es mi problema. Yo no miro atrás, ni siquiera para recoger los pedazos que dejo a mi paso. Pero entonces, ¿por qué sigo aquí, mirando esta nieve que parece no moverse, pero que a su vez no para de caer?
—¿Qué es lo que quieres de mí? —pregunto, sin girarme hacia ella.
Su respuesta tarda en llegar, pero no porque no la tenga. Lo sé. Es porque quiere que escuche el silencio primero, como si en él se encontrase la respuesta que no quiero oír.
—No quiero nada —dice finalmente. Su voz es baja, pero firme—. Pero es preciso que te detengas. Sólo un momento.
Me giro hacia ella, con las manos aún apoyadas en el alféizar. La miro, y en su rostro no hay reproche alguno. Sólo esa estúpida calma que nunca he entendido del todo.
—¿Para qué? —pregunto.
Ella me sostiene la mirada, sin pestañear.
—Para que los veas.
Mi pecho se tensa. Quiero responder, pero las palabras no me salen. La miro una última vez antes de volver la vista hacia la ventana. La nieve sigue cayendo, cubriendo el mundo. Pero esta vez, no puedo dejar de preguntarme qué hay debajo.
Entonces oigo cómo ella se levanta por primera vez y al hacerlo la sala tiembla. El reloj se detiene, el cristal de la ventana vibra y las brasas de la chimenea se consumen en un instante, arrojando una oscuridad insondable. Cada copo de nieve queda suspendido en el aire, como si todo a nuestro alrededor estuviera conteniendo la respiración.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto, incrédulo, mientras avanza hacia mí.
Ella no responde de inmediato. Sus pasos son lentos, como si al dar cada uno de ellos desafiase a su propia existencia. En ese momento, siento que todo lo que soy y todo lo que he sido está a punto de desmoronarse por completo.
—Hago lo que tú no puedes —me responde al fin, una vez ha llegado hasta donde estoy. No hay reproche en su voz sino una quietud que duele más que cualquier acusación—. Míralos.
Doy un paso hacia atrás, pero el suelo parece derretirse bajo mis pies y el peso del movimiento infinito que arrastro se desploma sobre mí.
—Ellos no son lo que crees. No están siguiéndote. Nunca lo han hecho. En todo caso huyen de ti y te veneran a su vez.
—¿Por qué? —pregunto.
—Porque ellos están aquí porque existes pero tu ausencia es la causa de su extinción. Si tú te detienes, caen.
—Y tú los guardas porque yo los dejo atrás —digo, casi sin darme cuenta—. Si tú te mueves, desaparecen.
Ella asiente. Por primera vez, la certeza de su calma no me irrita. Me hiere, pero no de la manera que esperaba. Duele porque tiene razón.
—Todo lo que eres depende de lo que guardo —dice, dando un paso más. Ahora está frente a mí, y la distancia entre nosotros me resulta infinita, aunque podría tocarla si extendiese la mano—. Y todo lo que guardo existe porque tú lo abandonas.
La sala parece encogerse, como si los pilares que sostienen la realidad estuvieran a punto de colapsar. Pero no lo hacen. En cambio, todo se equilibra en una frágil quietud.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto, y esta vez no hay sarcasmo en mi voz. Sólo duda.
—Nada. —Su respuesta es tan simple que me desconcierta—. Ya lo has hecho.
La nieve, que antes caía sin cesar, no se detiene pero tampoco se desvanece del todo. Se queda, como si al fin supiera dónde pertenece. Por primera vez miro los rostros de Ellos. Están ahí porque siempre han estado. No los guío. No los dejo atrás. Simplemente son. Y yo lo soy con ellos.
—Ahora por fin lo sabes. —Su voz es tan baja que casi no la escucho.
No respondo. No hay nada más que decir y miro por la ventana una última vez.
Ella regresa a su silla y se sienta con la misma calma con la que se levantó. Todo se restablece: el reloj, las brasas, la nieve. Pero algo ha cambiado. Ya no siento ese peso abrasador en mi pecho.
Me quedo donde estoy. No avanzo, no retrocedo. Sólo permanezco. Y por un momento, no hay Tiempo ni Eternidad. Sólo el ahora.
—Hasta pronto —me despido. Ella hace una leve reverencia con la cabeza y vuelve a juntar sus manos de nuevo hasta quedarse inmóvil.
Finalmente, el reloj marca las 12.