de los
Perdidos
—Es un placer conocerle señor Wülf. Yo soy…
Antes de poder siquiera mencionar su nombre, el viajero siente cómo las miradas de los otros dos encapuchados le traspasan, le escudriñan como quien se sorprende de la insignificancia de una bacteria en el tracto digestivo del parásito de un insecto que vive en el lomo de una miserable rata de alcantarilla. Se hace un silencio incómodo y el viajero percibe que Wülf es incapaz de reconducir la situación. Esas dos figuras… Esos ojos místicos, cargados de desdén, hacen que su entusiasmo inicial se derrumbe y sienta, no sólo que esa biblioteca no es su lugar, sino que su respiración contamina el ambiente, que su mera presencia mancilla todo lo que le rodea.
Lo que sigue sólo acrecienta esa sensación. La figura de rojos labios se acerca y le rodea inquisitoria. Como si fuese un escualo acosador que disfruta de la desesperación de un náufrago aferrado a un trozo de madera en mitad del océano. El ruido de sus tacones es intimidatorio hasta cotas insoportables. Da un par de vueltas. Deja escapar una macabra risa que descubre dos largos colmillos y mira su copa ahora vacía con cara de espanto, antes de desaparecer corriendo entre las sombras de una sección de la biblioteca precariamente iluminada.
Sin embargo, lejos de sentir alivio alguno, cae en la cuenta. La figura de la pipa le observa sin pestañear. No avanza ni retrocede. La figura está ahí, de pie. Cada pocos segundos da una calada a la pipa y deja escapar el humo en dirección al viajero. Espera, ¿ha pestañeado? No, sigue mirándolo fijamente. ¿Qué espera ese majadero de él? Ahora la figura respira extraño, como si uno de los caños de su nariz estuviese taponado. Es un sonido agudo, de trompeta. Dios, qué incómodo le hace sentir. ¿Hasta cuando van a estar así? Lo que al principio podía resultar terrorífico empieza a tornarse un una situación bizarra de la que el viajero no sabe salir.
—Es suficiente. Por amor a esta biblioteca, tenemos un visitante ¿no podéis comportaros ni una sola vez?
La figura de la pipa se encoge de hombros y, sin dejar de mirar al viajero, con los ojos como platos, retrocede andando de espaldas hasta que se tropieza con un mueble bar. Hace como si no hubiese pasado nada, se levanta y hace como que mira interesado un par de volúmenes de una estantería. Los pone bajo su brazo libre, hace un gesto de desafío al viajero y desaparece tras una gruesa puerta de madera.
—Has de saber incauto viajero que el bochornoso espectáculo que acabas de observar no es un hecho aislado. Quién sabe si alguna vez abandonarás esta biblioteca, así que más vale que lo sepas ya: nosotros los Custodios hemos habitado este lugar antes incluso de que el concepto tiempo existiese siquiera en alguna de las realidades. Por ello, comprenderás que nuestra convivencia pueda verse comprometida por ligeras desavenencias de tanto en tanto. Ahora que mis compañeros nos han abandonado y están recluidos en sus inabarcables estudios del cosmos, te diré un mero ejemplo para que veas lo que tengo que soportar.
El otro día mismo. Mis pasos fueron al encuentro de la sección de «Cuentos para una noche empapado en sudor» y ojalá pudiera decir que me sorprendió en forma alguna, pero encontrar allí una primera edición de «Mil maneras de usar una pajita» es lo menos que podía esperar del lamentable «método», si es que su caos entiende esa palabra, de los señores Balanzat y Pardo. Más teniendo en consideración que existen varias secciones específicas de “Usos extraordinarios de lo común” que yo mismo catalogué y ordené.
Por supuesto, no me he deshecho del ejemplar. «Mil maneras de usar una pajita» es un libro que considero de cabecera, de la más absoluta necesidad. Son incontables las veces que he echado mano de los conocimientos de incalculable valor que ofrece.
Recuerdo, sin ir más lejos, aquella vez en la que durante mis meditaciones vespertinas me encontraba en un plano astral especialmente puñetero. Me perseguían los piratas pequeñiscos, una rara variedad de piratas diminutos que emplean cáscaras de nuez como embarcaciones.
Sí, yo era más grande, pero no por ello más rápido. Y nadar con esta elegante túnica se hace la mar (e incluso el océano) de dificultoso. Notaba calambres en mis posaderas y nanométricas balas de cañón en mi cogote. ¿Alguna vez te han bombardeado a escala cuasimolecular? Créeme. Es más que molesto.
Es mejor a veces una bala de tamaño, sin que los pequeñiscos se ofendan, «normal». Sí, te mueres. Morirse es ciertamente muy incómodo, pero no tanto como el insoportable picor que producen esas balitas.
En definitiva, las fuerzas me abandonaban. El agua empezaba a encharcar mis pulmones y mi trasero era un lastre que ansiaba arrastrarme a las profundidades marinas. Vamos, que me iba a ahogar de forma inminente. Entonces recordé que antes de entrar en aquel plano de la realidad me había tomado una refrescante piña colada con su correspondiente pajita. Y verás, ¡Jamás tiro una pajita! Siempre la conservo. Ningún lector serio de «Mil maneras de usar una pajita» se desprendería de un
objeto tan sumamente valioso.
El problema era que, en ese instante, con el estrés que implica el ahogarse y el acoso de los pequeñiscos, tan sólo recordaba 758 formas de usar una pajita. Sin embargo, con mi astucia al servicio completo de mi supervivencia, concluí que al menos tres de las mil formas de usar una pajita podrían serme de utilidad.
Apliqué la utilidad 645. Agarré presto mi fiel pajita y me la llevé a los labios a la par que me sumergía por completo. Gracias a ello, me acababa de convertir en el primer submarino humanoide de la historia. Al menos a ojos de los diminutos piratas, claro está. Como me costaba orientarme y recordando el uso 397, empleé la pajita como periscopio y vi claramente cómo se quedaban atrás refunfuñando y confundidos por mi astucia. Ahora alcanzarme era imposible para ellos. O al menos eso pensaba.
Lejos de amedrentarse, vi como esos malandrines empezaban a lanzar arpones con cuerdas al borde exterior de la pajita. ¡Estaban iniciando un abordaje a mí único medio de respiración! En sus bracitos portaban cubos llenos de pez con lo que harían colapsar la pajita de un momento a otro… ¡La situación era crítica! Pero aún me quedaba un as en la manga de la túnica … ¡El uso 536 de la pajita!
Raudo la sumergí de nuevo, evitando así un abordaje que podría haber resultado fatal, y tomé a través de ella toda el agua que pude acumular en mis carrillos. Seguidamente emergí de la profundidad cual ballena jorobada y apunté con el artilugio a la flota de pequeñíscos. Esa visión hubiese amedrentado a
cualquiera, pero son incansablemente bravos y continuaron con su inclemente ataque hacia mi persona. No me dejaron otra opción. Agarré firmemente la pajita y expulsé un fuerte chorro de agua contra una de sus embarcaciones, dejándola totalmente fuera de combate. Pero sabía que no sería escarmiento para esos obstinados liliputienses. Así que acabé con dos docenas de embarcaciones más. Solamente así entendieron que nunca jamás debes enfrentarte a un Custodio. ¡Mucho menos a Paul Wülf! ¡Y así está escrito porque así fue! Claro, em…. Sí, ya veo. Estás ahí de pie. sí, has levantado la mano. Debes querer ir al baño o algo así ¿Qué te acongoja, furtivo viajero?
—Perdone, Señor Wülf.
—Custodio Wülf para ti, incauto viajero mortal.
—Custodio Wülf. No comprendo. Es decir, aquellos piratas eran diminutos, ¿no? Un chapoteo suyo desde el principio hubiese supuesto poco menos que un tsunami para esos rufianes microscópicos.
Wülf se muestra ofendido sobremanera ante tal desfachatez por parte del viajero. No tan ofendido como por las histriónicas risas de Pardo cuando tropezaba con su túnica o como cuando Balanzat le echaba en cara los pelos que siempre dejaba a modo de marcapáginas en los manuscritos. Pero en una escala de ofendidos podría estar en un «bastante», cerca de un «mucho» incluso.
—Tu falta de conocimientos me violenta la inteligencia, viajero. Pero soy benevolente con los infraseres como tú, así que te daré el motivo de porque jamás se me pasaría por la cabeza hacer tamaña estupidez. Verás, para los pequeñiscos la piratería es algo sumamente serio. ¡No podría simplemente «chapotear» y destruir una flota entera de esos adorables filibusteros! No señor, eso constituiría un abuso por mi parte ¡Mi ingenio tenía que estar a la altura de su encomiable ahínco! Verás, los custodios debemos siempre obrar respetando nuestros bastos conocimientos y, aún más importante, nuestra inabarcable imaginación. Si ese juramento se rompiese, los pilares de esta magnífica biblioteca colapsarían irremediablemente y con ello todas las realidades. Y ahora sí me disculpas, tengo que poner en orden todo este desastre. Ve con mis camaradas si quieres. Ellos tienen casi tan poco respeto por las cosas serias como tú.
Y dicho eso Wülf comienza a caminar, no, más bien a trepar en el aire, como si subiese por una escalera invisible, a la postre una escalera astral, que le conduce a las estanterías más elevadas de aquella sección. Después empieza a lanzar gruesos tomos al suelo mientras refunfuña en algún dialecto desconocido para el viajero.
Mientras el viajero observa anonadado cómo Wülf asciende por la escalera invisible despotricando contra el caos, un resplandor rojo que emana de uno de los estantes infinitos llama su atención. Con pasos cautelosos, se acerca al origen de aquella luz y, extendiendo la mano, toca el lomo del libro. En ese instante, un clic resuena en el silencio de la biblioteca y una sección de la estantería se desliza acompañada de un sonido chirriante, revelando un oscuro pasadizo.
El viajero mira hacia atrás, esperando alguna indicación de Wülf, pero este ha desaparecido en el aire y sólo el eco de sus improperios flota ahora en la distancia. Poseído por una determinación inusual, decide dar un paso al frente y traspasar el umbral de madera.