«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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La isla se esfuma en un parpadeo y, antes de que el Viajero pueda reaccionar, un zarpazo gélido lo aferra por el cuello de la camisa y comienza a ser arrastrado por el suelo sin contemplaciones. A escasa distancia Mr. Chips da pequeñas patadas en el aire, intentando zafarse de la mano que lo sostiene. No sirve de nada.

—Oye, chaval… ¿es la primera vez que te arrastran por el suelo? —farfulla Mr. Chips entre toses, mientras se lleva la mano a la garganta.

—¿Y a ti q-qué… te parece? —consigue responder el Viajero.

—Silencio, sabandijas asquerosas —musita por fin Balanzat, apretando la mandíbula.

En medio de ese incómodo paseo el Viajero aprovecha para observar el entorno y se da cuenta de que están de vuelta en esa condenada Biblioteca. Al ver ese pasillo lleno de puertas su estómago empieza a retorcerse con el recuerdo de lo que le hizo pasar la última vez.

—¿No… te cansas…? —suelta Mr. Chips, retorciéndose para echar un vistazo a Balanzat—. De tener siempre tanta mala leche, quiero decir.

La Custodio, sin contestar pero apretándole más del cuello, da un par de zancadas más y tuerce por un corredor casi en penumbra absoluta.

Sin previo aviso, se detiene delante de una puerta maciza que no tiene pomo, ni cerradura, ni decoración visible y la abre de un empujón, provocando un chirrido demasiado lento y demasiado molesto.

—Aquí acaba el paseo —dice Balanzat con un hilo de voz.

Acto seguido los arroja a ambos dentro de la estancia. El Viajero rueda un par de metros por el suelo helado, dándose un golpe en la rodilla que le arranca un gruñido de dolor. Mr. Chips aterriza patas arriba y suelta un chillido de indignación.

Entonces una niebla gris se eleva desde el suelo, reptando y mordiéndoles los tobillos. El Viajero alarga una mano hacia su rostro, como si tratara de apartar una telaraña, pero la niebla no se detiene.

—¿Qué… demonios…? —balbucea.

—Ups… qué fastidio —dice Mr. Chips, que ya se ha incorporado, sacudiéndose el polvo de su roída chaquetilla—. En fin, acuéstate y suda.

El Viajero abre la boca para responder, pero la niebla le embota los sentidos; cada vez que intenta hilar una frase coherente esta se desvanece y siente que los hilos de su cordura empiezan a enmarañarse.

—Era cuestión de tiempo que pagarais por vuestras pequeñas osadías —murmura Balanzat en las sombras.

La última imagen que ven antes de dejarse caer de rodillas es el intenso fulgor carmesí de su mirada, implacable y burlona. En un sólo segundo, la oscuridad se los traga.

***

Cuando el Viajero recupera la consciencia, lo primero que capta es el zumbido incesante de un fluorescente a punto de reventar. Parpadea aturdido y se encuentra sentado en una silla de plástico incómoda, esposado de una muñeca a un reposabrazos metálico. El olor a café y tinta de impresora se cuela por sus fosas nasales y un insistente «bip… bip…» suena tras el mostrador que tiene a la vista.

—Pero ¿qué…? —El Viajero trata de incorporarse, pero las esposas le impiden levantarse del todo. Se frota la sien con la mano libre, intentando disipar esa nebulosa pesadillesca de antes—. ¿Cómo… he llegado aquí?

La puerta de la sala de espera se abre y aparece un agente con una gabardina gris y una corbata con estampado de lunas. El Viajero lo reconoce de inmediato: es Paul Wülf, aunque ahora lleva una placa prendida del pecho.

—¿Ya te has despertado, campeón? —Su voz suena con un tono diferente—. Vamos, venga. Arriba. Tenemos cositas de las que hablar.

Sin esperar respuesta, le quita las esposas del reposabrazos, se las ajusta detrás de la espalda y lo conduce por un pasillo triste, con pintura descascarillada y olor a lejía.

—¿Dónde estoy? —logra preguntar, con un hilo de voz.

—En comisaría, chaval, ¿dónde va a ser? —le responde Wülf con un deje de sorna—. Tienes una cara de culpable que tira para atrás, y sospecho que sabes algo sobre un… pequeño asuntillo.

—No… yo…

—No te preocupes, hombre. Si cantas, a lo mejor no te pasa nada. Tal vez salgamos de aquí todos tan contentos, te daremos palmaditas en la espalda y nos iremos a tomar unos pinchos. Pero como te hagas el valiente… —Wülf deja la amenaza flotando mientras abre una puerta y lo empuja dentro.

La sala de interrogatorios tiene las paredes grises, una mesa metálica con cuatro sillas en el centro, un espejo que casi con seguridad oculta un vidrio unidireccional, y un fluorescente que parpadea incansable. Wülf sienta al Viajero con un gesto brusco y se apoya contra la pared.

—Venga, vas a ponérmelo fácil, ¿a que sí? ¿Qué sabes de «eso» que «alguien» ha robado de la Biblioteca? —Su tono se vuelve más duro—. Y no me vengas con milongas, que tenemos prisa.

—Yo… no sé de qué hablas. —El Viajero, cada vez más confuso, se humedece los labios.

En ese instante la puerta se abre de un golpe. Balanzat entra con una libreta negra bajo el brazo y un cigarrillo colgando de los labios. Ha cambiado la túnica por una camisa blanca que le queda demasiado grande, corbata negra, pantalón ajustado de traje y botas militares. Su pelo, antes una cascada hecha de sombras, ahora está recogido en una coleta tirante. Lleva gafas de sol dentro del edificio.

—¿Ya has empezado sin mí, Wülf? —Se quita el cigarrillo de los labios y expulsa el humo con resignación teatral—. Y yo que venía a encargarme personalmente de nuestro invitado de honor.

—Tengo que asegurarme de que esta vez quede algo a lo que interrogar… —Wülf enarca ambas cejas, mirándola.

Balanzat se sienta frente al Viajero y coloca su libreta sobre la mesa, dándole unos golpecitos con los dedos. Sin apartar la mirada de él, hace un gesto hacia Wülf.

—Vale, payaso, hora de la verdad. Tú —señala al viajero— ¿qué hacías en compañía de esa maldita rata de alcantarilla? —Apunta al espejo, donde se puede deducir que detrás de él se encontrará Mr. Chips.

Paul saca una grabadora de los años 70 y pulsa «play». El aparato emite un pequeño chillido.

—A ver… En registro: interrogatorio 645. Detective Balanzat y Detective Wülf presentes. Sospechoso: El Tuerto. Motivo: cómplice de robo de conocimiento prohibido.

Balanzat se inclina sobre el viajero hasta que sus gafas de sol reflejan su rostro desencajado.

—Aquí tienes dos opciones, mequetrefe: Poli malo —saca una linterna y la enciende bajo su barbilla, creando un efecto dramático— …o poli peor —Enseña sus colmillos.

—Yo soy el poli malo, por cierto —aclara Paul, sacando un donut de un bolsillo interior—. Bueno, malo-bueno. O bueno-malo. Depende del guion.

—¿De qué narices me estáis hablando? ¿Cómplice? ¡Si ni siquiera lo conozco!

Balanzat apaga la linterna con un suspiro, se reclina sobre la silla y empieza a garabatear símbolos extraños en su cuaderno.

—En el relato del hombre de las preguntas… recibiste una verdad que no puedes digerir. Y ahora está pudriéndose dentro de ti. —Paul pone los ojos en blanco ante la intensidad existencialista de su compañera—. Pero la única verdad que importa es la que imponemos.

—Pero… aquel hombre me dijo que la verdad es la verdad objetiva… —El Viajero pestañea, confuso por el cambio de tono de la conversación—. ¿Qué tiene eso que ver con que yo esté detenido?

—Tiene que ver con que o me dices la verdad que quiero oír de tus labios o lamentarás el día que no lograste aplastarte los sesos en aquel puente —Lo agarra del cuello de la camisa y le echa el humo a la cara—. ¡DÓNDE ESTÁ EL CONOCIMIENTO QUE HA ROBADO CHIPS!

Wülf, mientras tanto, se coloca en una esquina y se enciende un cigarro, ignorando por completo la señal de «Prohibido fumar» de la pared.

—Mira, colega, a mí me gustaría ayudarte —dice él—, pero si no dices ni pío… te prometo que las siguientes horas no se te van a olvidar en lo que te quede de existencia. Esta no se anda con chiquitas.

El Viajero traga saliva, con un nudo en la garganta. Sabe que en cualquier momento la situación puede torcerse más. Intenta balbucear alguna defensa, pero entonces Balanzat, con sus ojos entrecerrados, suelta una carcajada seca.

—Menudo pobre desgraciado… —Gira la cabeza hacia el espejo lateral—. Oye, Wülf, enséñale lo que pasa cuando uno no colabora.

Wülf asiente, pulsa un botón en la pared y el cristal se vuelve transparente. Detrás de él se vislumbra otra sala idéntica. Allí, sentado en una silla e inmovilizado con correas que le han dejado en carne viva las muñecas, está Mr. Chips, el duendecillo fisgón. Tiene la cabeza gacha y sobre la mesa gotea sangre que rezuma de su barbilla a borbotones. El Viajero se remueve en su asiento, aterrado.

—¿Sigues negándote a colaborar? —Se levanta y se pone a su lado, agarrándole la sien con sus uñas afiladas.

La puerta se abre de golpe. Pardo entra con un traje de tres piezas, una peluca inglesa medio ladeada y un maletín de cuero

—¡Basta! —anuncia—. Mi cliente no declarará sin su habeas corpus. ¿Le habéis leído sus derechos al menos? —Balanzat y Paul se miran y resoplan con resignación—. Me lo imaginaba. Esto se acaba aquí. Fuera. Los dos.

—Está bien, picapleitos —le dice Wülf—. Volveremos más tarde. Vamos a intentarlo una vez más con el otro, Balanzat.

Ella asiente y abandonan la sala, no sin antes dirigirle una mirada fulminante al Viajero.

Entran en la segunda sala de interrogatorios que es una triste réplica de la anterior. En el centro, Mr. Chips, atado de pies y manos, parpadea contra la cruda luz del fluorescente que pende del techo. Su semblante es un compendio de fastidio, hastío y puro miedo.

—Pero mirad quién se digna a visitarme de nuevo —farfulla el duendecillo, tratando de sonar burlón—. Ya me habéis hecho un buen estropicio, ¿qué más queréis ahora?

—¿Que qué queremos? —repite Paul, con un deje de sorna—. A ver, zanahorio. Queremos tu confesión, tu cooperación y, si es posible, incluso tu dignidad en una bolsita para llevar.

—Un duendecillo fisgón como tú podría haberse marcado un robo de poca monta… —Balanzat avanza con paso felino hasta situarse a pocos centímetros de la cara de Mr. Chips—, pero un robo de «conocimiento prohibido» ya son palabras mayores.

—Oye, qué quieres que te diga, es el je ne sais quoi de lo prohibido —espeta Chips, con una risita forzada—, que me tienta. Además, admitid que suena divertidísimo lo de haberles robado algo así a los «increíbles» Custodios delante de sus narices.

—Divertidísimo va a ser verte intentar explicar esto sentado en el banquillo. Y te adelanto algo: aquí todos somos un jurado bastante puñetero y peores jueces. —Paul apoya los nudillos en la mesa y se inclina.

—¿Así que quieres hacerte el listillo? —Balanzat deja la libreta sobre la mesa con un golpe—. Vas a empezar a cantar como el canario de tu puta abuela si no quieres que te vuelva los órganos del revés.

En ese momento irrumpe por la puerta una secretaria con falda de tubo, americana rosa ajustada y unas gafas de pasta demasiado grandes. Sus tacones resuenan con un «clac-clac» que llama la atención de Mr. Chips. Sin embargo, el duendecillo enmudece al descubrir que «la secretaria» tiene un par de alas de plumas obsidiana. En sus garras lleva una bandeja con dos vasos de café humeante.

—Sus cafés, detectives —dice con voz tensa, como si le hubieran obligado a recitar un guion—. Tan negros como su alma.

—Maravilloso —Balanzat ni se molesta en mirarlo—. Déjalo en la esquina.

Mr. Chips, por su parte, ladea la cabeza mientras sigue la figura de espaldas del cuervo con la mirada.

—Vaya con la «señorita»… menudas posaderas gasta.

Balanzat rodea la mesa hasta llegar al duendecillo y le pega una bofetada que hace que se le salte otro diente.

—Los ojos los tienes en la cara, no en el trasero de mi secretaria. ¿Te ha quedado claro?

—Chissst, relaja, jefa. Sólo digo que…

—Te advierto que, de seguir así, tendrás la cara tan hinchada que no distinguirás tu trasero de tus orejas. ¿Capicci?

El duendecillo traga saliva y se calla un instante. Paul Wülf, mientras tanto, se cruza de brazos, mordisqueando un bolígrafo con impaciencia.

—Sigamos: esto va de un libro o pergamino o vete tú a saber qué, algo «muy top secret», que arrebataste a la Biblioteca. Y, por cierto, si te has aliado con el Viajero, el que anda tuerto, vamos, y… —Se muerde la lengua un segundo—. Bueno, no me hagas soltar nombres. Entonces te vas a enterar.

—Yo sólo me dedico al noble arte de curiosear. La Biblioteca es un coladero, no es culpa mía si lo ponéis a huevo —Chips hace una mueca—. ¿Cómo esperáis que me resista a…?

—A llevarte algo que no era tuyo, ¿no? —resopla Balanzat—. Mira, me importa una condenada mierda lo que te parezca guay o fascinante. Quiero que me digas dónde está. ¡YA!

El duendecillo cierra los ojos, fingiendo una calma que no siente. La camisa roñosa se le pega a la piel, y un hilillo de sudor le recorre la frente.

—¿De verdad creéis que lo tengo yo? Para ser detectives, sois muy poco perspicaces. Igual alguien muy interesado me lo quitó de las manos. Podría haberme matado, ¿sabéis?

—Con ese pico que te gastas, me extraña que no hayas acabado siendo un fiambre hace tiempo.

—Oh, me han amenazado muchas veces —Chips se encoge de hombros—. Normalmente me sueltan cuando ven que no sé nada.

Balanzat y Paul intercambian una mirada. Ella se frota la sien, negando con la cabeza. Saca un cigarrillo de la chaqueta y lo enciende.

—¿Sabes qué? No me creo ni una palabra —espeta la Custodio—. Igual un par de huesos rotos te refrescan la memoria.

—¿Huesos rotos? ¡Venga, no seamos bestias! —replica Chips, con voz temblorosa, pese al amago de chulería—. Podríamos arreglar esto negociando.

—¿Negociar? —Paul se lleva el café a los labios—. ¿Qué vas a ofrecernos? ¿Otra sarta de mentiras?

—Escucha bien, sabandija —sentencia ella—. Queremos lo que robaste y el nombre de quién te ayudó, o a quién se lo entregaste. Nos da igual cómo. Tienes un minuto para soltarlo, o me encargaré de que no vuelvas a abrir el hocico.

Chips se revuelve en su silla, encogiendo las orejas puntiagudas con gesto resignado.

—A lo mejor… si me cambiáis de celda por una con vistas, os doy una pequeña pista.

—Qué gracioso. —Paul ladea la cabeza y sonríe sin humor—. ¿Has oído, Balanzat? Creo que el duendecillo de los cojones nos quiere vacilar.

—Y a mí me encanta vacilar de vuelta —Ella se inclina, acercando su cigarrillo al brazo de Chips, a punto de dejarle otra marca carmesí sobre su piel.

Chips lo capta: no es una broma. Se remueve, traga saliva y, tras un instante, empieza a hablar, con la vista clavada en la mesa.

—No… no lo tengo yo. Pero sé quién me lo encargó y quién lo tiene ahora…

—¿Quién te lo encargó? —espeta Paul.

—Alguien peor que vosotros… —Chips echa un breve vistazo al espejo, como temiendo que las paredes oigan—. Una de las sombras que habitan los sótanos de la Biblioteca… Me ofreció un trato muy lucrativo, ¿vale?

—Ya hablaremos de ese trato «lucrativo» —Balanzat apaga el cigarrillo aplastándolo contra la mesa—. Dinos quién lo tiene. ¡Venga!

—Candela… —confiesa finalmente Mr. Chips, derrotado.

Una chispa de interés cruza los ojos de Balanzat y Paul. Quizá, al fin, tienen un hilo del que tirar.

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¿Algo que decir, Viajero?

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7 de octubre de 2025
Custodio:
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