«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
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7 de febrero de 2025

La impronta

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He vuelto a la cafetería. Me dije que no lo haría, pero aquí estoy otra vez.

Empujo la puerta con más fuerza de la necesaria y el chirrido de la madera vieja me obliga a detenerme un instante antes de entrar. Hace frío. Las luces doradas de la calle hacen un efecto bokeh en el cristal empañado por la humedad. Dentro, el aire es denso, saturado del aroma a café recién molido y de los libros viejos.

La barra está vacía. No hay camareros ni clientes, sólo el murmullo amortiguado del tráfico al otro lado del ventanal. Espero, por inercia, como si alguien fuera a aparecer de la nada, pero entonces la veo. No a ella, claro, ya nunca es ella; sino a la copa de vino tinto en la mesa del fondo junto a la ventana. En mi sitio.

Nuestro sitio.

Me acerco, me quito el abrigo y la bufanda y me dejo caer en la butaca de color esmeralda. El terciopelo, áspero y suave a la vez —como ella—, se amolda a mi cuerpo como si aún conservase la forma de alguien más. No sé qué esperaba encontrar al volver aquí, pero lo cierto es que me siento como un intruso.

Fuera, las ramas secas del jazmín se enredan sobre la ventana, arañando el cristal con cada ráfaga de viento. No puedo dejar de mirarlas. ¿Se sentirán atrapadas? ¿Serán conscientes del momento exacto en el que dejaron de crecer y empezaron a morir?

Intento no pensar en ella, pero es inútil. La imagen me asalta con una claridad tal que me araña las entrañas: la forma en la que se encogía en la butaca, con ese libro de Hesse abierto sobre la mesa y sus dedos adornados de uñas rojas jugando con el borde de la copa mientras sus pensamientos vagaban a kilómetros de aquí. A kilómetros de mí. Era experta en eso, en estar presente sin estar del todo.

Respiro hondo e incluso ahora puedo oler su perfume amaderado mezclándose con el mío.

¿Por qué he vuelto? ¿Por qué sigo regresando a este lugar una y otra vez?

Tal vez es la nostalgia patológica que tanto desprecio por ser la trampa perfecta que embellece el pasado hasta hacerlo irreconocible. O tal vez es el miedo. No a perderla, sino a perderme a mí. A admitir que sin ella no sé qué versión de mí mismo debería existir.

En uno de los rincones, una de las vitrinas de primeras ediciones capta mi atención. No había reparado en ella antes. Me levanto con un nudo en el estómago y camino hacia los libros, reconociendo los títulos de siempre. Pero hay uno nuevo, uno que no debería estar ahí.

El cuero negro de la cubierta desnuda de cualquier título está agrietado por los años, pero el lomo todavía aguanta. Lo abro con cuidado y un trozo de papel amarillento cae al suelo. Me agacho a recogerlo, dándole la vuelta con la punta de los dedos.

Un registro de biblioteca.

Los nombres y fechas, escritos en tinta desvaída, desfilan como si fuesen las huellas de quienes estuvieron aquí antes que yo. Gente que pasó, que leyó, que dejó su rastro en esta misma cafetería y luego desapareció sin más.

Mi mirada se detiene en la última línea.

Su nombre.

Con fecha de hoy.

La boca se me seca y trago saliva en vano. Doblo el papel con cuidado, metiéndolo en el bolsillo de mi pantalón y miro a mi alrededor, esperando no sé el qué exactamente. Pero la cafetería sigue vacía. Ni un solo indicio de que ella haya estado aquí realmente.

Me giro hacia el ventanal. En el reflejo del cristal, mi propia imagen me devuelve la mirada, pero por un momento me parece que hay algo extraño en la postura, parezco más menudo, más frágil, más bajito. Parpadeo y todo vuelve a la normalidad.

¿Por qué tengo la absurda sensación de que algo o alguien está esperando a que mueva ficha?

Me siento de nuevo en la butaca, cierro los ojos un instante y me hundo más en el asiento. El papel sigue en mi bolsillo, mi mano lo roza de vez en cuando, como si necesitara confirmar que sigue ahí, que no lo he imaginado. ¿Por qué me lo he guardado? ¿Qué respuestas esperaba encontrar en una cosa tan trivial? 

La fecha. Su nombre.

Cierro los ojos. No quiero seguir perdido en estos pensamientos, pero esta intuición malsana es un huésped que nunca se va.

Cuando los abro de nuevo, la cafetería ya no parece real siquiera.

Me incorporo y miro a mi alrededor. Nada ha cambiado, pero tengo la sensación de que el aire se ha vuelto más denso, como si la sala estuviera conteniendo la respiración.

Miro hacia el perchero junto al ventanal y mis ojos se detienen en algo que no estaba antes. Su gabardina.

Me quedo quieto, observándola. No debería estar ahí.

Entonces veo el cenicero sobre la mesa. Un cigarro a medio consumir descansa en el borde, con la impronta de un labial carmín en la boquilla.

El aire me arde en los pulmones.

Podría tocarlo, comprobar si aún está caliente, pero algo me frena. ¿Qué cambiaría saberlo? Me basta con verlo ahí, con el rastro de sus labios aún impreso en el filtro, para sentir cómo todo mi mundo se colapsa.

Cierro los ojos un instante, pero su imagen sigue ahí, nítida.

Ella, con la gabardina desabrochada, la boina ladeada en la cabeza, apoyada en la mesa con la gracia natural y sofisticación con la que lo hacía todo.

«Deja de mirarme así»

Su voz me atraviesa desde el recuerdo, con esa mezcla de fastidio y sarcasmo con la que me hablaba a veces. Pero nunca dejaba de mirarme. Eso era lo peor.

Cojo el cigarro sin pensar.

Lo acerco a mis labios, apenas una calada, me digo. El humo, espeso y amargo, se enreda en mi garganta. No disfruto el sabor, pero lo contengo un instante antes de soltarlo lentamente. El humo se dispersa frente a mí, formando figuras difusas antes de desaparecer para siempre.

Algo en mi pecho se retuerce.

Me levanto. No puedo quedarme quieto. Camino por la cafetería, con la sensación de que si me detengo demasiado tiempo, todo se vendrá abajo.

Paso junto a la barra vacía y me encamino al baño.

Empujo la puerta y el espejo me espera.

Me acerco al lavabo y abro el grifo, mojándome la cara con el agua helada. Alzo la vista y entonces lo veo.

Mi reflejo me observa, pero algo está mal.

No es mi expresión lo que lo está, eso sigue igual. Son mis pómulos, que están más marcados, y la línea de mi mandíbula ya no es tan prominente. Me raspo la nuez hacia arriba y paso los dedos lentamente por el centro de mis labios, donde ha quedado la marca rojiza de los suyos. Quizás sea por lo apurado de mi afeitado, pero noto mi piel más suave que nunca. 

No soy yo.

O no del todo.

Parpadeo. El reflejo hace lo mismo. Me inclino hacia adelante, con los dedos apoyados en la cerámica negra del lavabo. No aparto la mirada.

Entonces la imagen se mueve. Apenas un milímetro.

Retrocedo bruscamente y me doy un golpe seco contra la pared. Mi respiración es errática.

Cierro los ojos.

Los abro de nuevo.

Soy un payaso.

Salgo del baño, apoyándome un instante en el marco de la puerta, como si necesitara apoyarme en algo sólido para no caerme. Y entonces lo oigo.

Un piano.

La melodía es tenue al principio, pero poco a poco se vuelve más nítida, como si el sonido emergiera de las propias paredes del café.

Camino hacia el salón principal. El piano está allí, en su rincón habitual, pero no hay nadie tocándolo.

Las notas continúan, cada vez más precisas, más rápidas.

Doy un paso más.

Y entonces el suelo tiembla bajo mis pies.

Al principio creo que es mi imaginación, pero no. Hay algo más.

El suelo, que antes era de madera oscura, ahora brilla con un reflejo carmesí.

Vino.

Se desliza por la barra, brotando de las paredes, fluyendo en hilos gruesos que parecen salir de la nada. Mis zapatos están empapados.

El piano sigue sonando, pero ahora las notas son erráticas, como si estuvieran encerradas en una cadencia rota.

Busco el perchero con la mirada, pero la gabardina ya no está.

Busco la mesa junto al ventanal, pero el cenicero ha desaparecido.

Giro sobre mis talones y mis ojos se clavan en la entrada del local. El sonido proviene de ahí.

A través del cristal redondo de la puerta, una silueta se perfila a contraluz.

La boina.

La postura.

Es ella.

O su sombra, o su reflejo.

El vino sigue deslizándose a mi alrededor, trepando por los muros, encharcando el suelo, extendiéndose como una enfermedad.

Mi mano se extiende hacia el pomo. No sé si quiero salir de aquí o comprobar si realmente está ahí.

Y entonces la voz me detiene.

—¡Lenore! No te vayas, por favor. —Es temblorosa, insegura—. Te he dicho que estoy enamorado de ti, pero… pero no quiero que esto fastidie nuestra amistad.

Mi cuerpo se tensa.

El piano se apaga de golpe.

El café entero parece contener la respiración.

Me giro lentamente.

Ahí está él, sentado al borde de la butaca, con las mejillas encendidas y las manos apretadas contra los muslos. Su camisa blanca está manchada de granate.

Aún noto el sabor del vino tinto en mi boca.

—Lenore… —repite, con menos fuerza, como si no supiera si seguir hablando o callarse para siempre.

No sé qué decir.

Mis piernas pesan.

El café sigue en silencio.

—No, otra vez no —susurro sin mirarlo.

Otra vez no.

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7 de octubre de 2025
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