de los
Perdidos
—Maestro, si no apura el paso la noche nos alcanzará al raso. — Mientras decía esto, el joven escribano trató en vano de coger los petates del venerable anciano.
—¿Por qué será que aquellos que aún tienen toda la vida por delante son siempre los que más prisa tienen? —Una jovial risotada siguió a sus palabras y el semblante del joven se ensombreció, sabía lo que le esperaba, pero tozudamente se negó a hablar—. El silencio es una respuesta muy válida, pero me temo que está reservado para los sabios, no para los que buscan la sabiduría.
—¿Saber que el Todo aguarda frente uno mismo, nos atrae como atrae el horizonte a las gaviotas?
—¿Lo preguntas o lo afirmas? —Una sigilosa exasperación retumbó en el sendero.
—Lo afirmo, maestro.
—Una bellísima afirmación, incorrecta, pero bellísima. Tenéis tantísima prisa para llenar el vacío de vuestra inexperiencia. ¿Qué clase de hombre obligaría a un anciano a correr, si supiera que al otro lado de esa colina nos aguarda una aldea?
El aprendiz dejó caer los hombros y empezó a arrastrar los pies para igualar el lento caminar de su mentor. Admiraba a aquel hombre con una devoción que le asustaba, había convertido su misión en la vida en atesorar con pasión cada grano de conocimiento que él estuviese dispuesto a ofrecerle y ni por un segundo olvidaba el honor que suponía poder compartir su presencia; pero cada vez le costaba más ignorar la frecuencia con la que le entraban ganas de estrangularle.
—Creo que manteniendo este buen ritmo llegaremos en un par de horas. El tiempo justo para que recites la fábula del viajero y el perro.
—¿Otra vez?
—¿Se te ha ocurrido otra forma de alcanzar la maestría que no sea la disciplina y la constancia?
—No…
—Una lástima, a mí también me martiriza… Bueno, esta vez como si estuvieses en una aldea de pastores en las montañas.
—Caminaba un hombre desde la Puerta del Norte hacia…
Las ultimas caricias del sol se derramaban por las laderas arrancando destellos de rubí a las briznas de yerba. El firmamento infinito se preparaba para perlarse de estrellas mientras la gentil y silenciosa brisa empujaba, diligente, palabras antiguas pronunciadas por gentes nuevas. Y en la cima de una de aquellas colinas, una muchacha retomaba su guardia.
En la pequeña aldea ya no quedaba gente fuera de sus casas y las luces de los hogares comenzaban a filtrarse por las ventanas. Se dirigieron a la primera cabaña que flanqueaba el sendero y ante la puerta, el anciano se acicaló como bien pudo la barba y aclaró su garganta antes de llamar a la puerta. Pasaron unos minutos sin respuesta alguna, antes de que, bajo la desaprobadora mirada de su maestro, el joven volviese a llamar considerablemente más fuerte.
—¿Qué demonios queréis a estas horas de la noche? No tengo comida pa’ pordioseros.
—Buen hombre, simplemente somos dos viajeros fatigados por los azares del camino. Llevamos nuestra comida con nosotros, pero las noches son frías y yo un anciano. Por más que me pese, debo suplicar su hospitalidad. —El hombre los miró con expresión molesta, siempre había pensado que los forasteros no traían nada bueno y se dispuso a mandarlos por donde habían venido, cuando una fría corriente de aire le hizo añorar el calor de su lecho.
—Podéis pasar la noche en el granero.
—Que su generosidad no caiga en el olvido buen señ…
—¡¿El granero?! ¡Este hombre es un Maestro del Gran Archivo!
—¿Un Cronista? Yo no lo sabía… ¡No podía saberlo!
—No, no podía —dijo fríamente mirando a su aprendiz—. Y a pesar de todo, nos ha ofrecido un techo. Tiene nuestra más sincera gratitud.
—¡Por las historias de mi abuelo! Pasen dentro, por favor.
—El granero será más que suficiente, amigo mío —dijo mientras hacía cantar una carcajada—. Si tiene a bien indicarnos el camino, no le molestaremos más.
—Esta allá mismo. Justo al fondo del huerto. —Con la mirada clavada en el suelo, antes de que pudieran darle las gracias y emprender su camino, volvió a hablar con un nudo en la garganta—. Mañana… ¿Mañana su señoría nos contará historias?
—Mientras haya gente para oírlas, y hasta que su generosidad sea pagada —dijo el anciano mientras una sonrisa conquistaba su rostro.
Dentro del granero y sobre un montón de heno, deshicieron sus petates y se dispusieron para pasar la noche abrigados con mantas de viaje y el cansancio de los viajeros. Pero el joven no conseguía conciliar el sueño.
—¿Puede saberse qué es lo que le aflige a mi a aprendiz?
—Maestro, no hay corte en el mundo que no le colmaría de honores…
—Responder a tus dudas resulta terriblemente arduo, si no formulas pregunta alguna.
—¿Por qué rebajarse a esto? ¿Por qué gastar su tiempo con ellos? —El joven temió ser reprendido, y se encogió bajo su manta. Pero la reprimenda no llegó, podía notar cómo su maestro meditaba con total seriedad una respuesta.
—Esta gente desea escuchar historias y nosotros conocemos muchas. —El silencio se apoderó del granero por unos segundos—. ¿Hace falta otra razón?
A la mañana siguiente, el joven aprendiz se despertó con el suave murmullo de la vida que comenzaba a despertar en la aldea. Los rayos del sol se filtraban a través de las rendijas del granero, iluminando el polvo suspendido en el aire y dando una sensación de calidez al ambiente. Se estiró, sintiendo los músculos tensos por el viaje y el descanso irregular sobre el heno. Al levantarse, no encontró a su maestro por ninguna parte. Sus petates seguían en el granero y por lo tanto no se dejó llevar por el pánico. Desayunó rápidamente con las escasas provisiones que guardaba en su petate y se dispuso a abandonar el cobijo de aquella humilde construcción.
Una vez fuera, al otro extremo del pequeño huerto atisbó a su maestro charlando con su anfitrión y decidió unirse a la conversación. A medida que se iba acercando comenzó a escuchar sus voces con claridad.
—… ¡Y entonces se pegó tal tozolón que tuvo que guardar cama una semana! —Los dos hombres estallaron en una sonora carcajada que se prolongó hasta que tímidas lágrimas asomaron a sus ojos satisfechos.
—¡Su abuelo tuvo que ser un personaje de aúpa! —dijo el anciano con la voz aún cantarina por la risa.
—¡Puede apostar usted que sí que lo era! —Hizo una pausa para restregarse los ojos—. Esta historia le gustaba muchismo. Cuando yo era un pedugo me la contaba una y otro vez y yo, dale a que me la repitiese. Cuantismas historias tenía que contar el viejo… Y ahora mi muchacho me va hacer abuelo a mí.
—¡Enhorabuena, amigo mío! — Hizo un ademan de ir a darle una palmada en el hombro, pero cuando vio cómo había cambiado su expresión se detuvo—. ¿Cuál es el problema?
—He olvidado muchas de las historias. No podré contárselas… a mi nieto. ¿Entiende? Esas historias… no podrá escucharlas. —La expresión del anciano cronista se endureció y con los brazos cruzados sobre el pecho comenzó a mesarse la barba.
—Me temo que tendrá que contarle a su nieto sus propias historias para rellenar ese agujero. Tendrá que ser su vida la que haga sonreír al pequeñín y, aunque no conocí a su abuelo, creo que eso le habría gustado. —El hombre le miró y, aunque aún había tristeza en sus ojos, volvió a sonreír.
—Que me parta un rayo si no es bonico eso que ha dicho. —Mientras decía esto, reparó por fin en la presencia del joven—. ¡Vaya! parece que el polluelo ha amanecido.
—Si acaso mochuelo, que como gallo tendría los días contados. —Los dos hombres volvieron a romper a reír, y el aprendiz se abstuvo de hacer ningún comentario.
La plaza de la pequeña aldea, un rinconcito de esos sacados de las viejas historias, bullía lleno de vida como si se tratase de un día de feria. En el corazón de la plaza, el empedrado irregular crujía bajo los pasos de las gentes del lugar, cuyas expectantes voces, se enredaban con la melodía de las golondrinas y el suave murmullo del viento. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el del humo de las chimeneas mientras los rayos del sol, jugueteaban entre las hojas de los árboles regalando espejismos de oro y perlas.
Todas estas cosas pasaban en aquella pequeña aldea y todas ellas fueron contempladas por un joven que aún sabía maravillarse por las pequeñas cosas, pero en aquella ocasión podía afirmar con total certeza que no suponían un todo en sí mismas, que aguardaban algo. Aquellos insignificantes milagros, aun en su enormidad, estaban incompletos pues se sabían secundarios.
El joven, aun sin ser un sabio, sabía que el universo jamás se dignaría a girar en torno a un solo hombre; por muy grande que este fuese. Pero en aquellos instantes, cuando un anciano se aclaró la garganta bajo la sombra del humilde archivo, podría haber jurado que hasta los vientos guardaron silencio.
—Amigos míos, no puedo expresar la gratitud que siento por la hospitalidad y la generosidad con la que he sido tratado durante el corto periodo en que he tenido el placer de poder conoceros y charlar con vosotros. Deudas como esta, no pueden ser saldadas, y un hombre que trate de alcanzar la sabiduría, debe aprender a vestirlas, sino con orgullo, con la certeza de que la fortuna le ha acompañado durante su vida.
El anciano no declamaba, sus palabras no adoptaban aquellos rígidos tonos y tempos que tan familiares resultaban para aquellos que habían hoyado las aulas del Gran Archivo. Su voz no denotaba afectación alguna y ningún académico podría haber señalado nada digno de mención en su estilo, pero en sus palabras había magia. Tal vez no la magia de los tiempos anteriores a que el mundo tomase forma y las leyes que lo rigen fueran escritas, nada tan grandilocuente, pero la suya era mucho más grande. El suyo, era el tipo de magia ante la cual sólo los niños saben maravillarse mientras algo se retuerce en el corazón de los adultos, suplicándoles que recuerden.
—Dicho lo cual, seria increíblemente grosero por mi parte no intentarlo. Y como no creo que toda esta multitud haya dejado sus quehaceres para contemplar la majestuosidad de mi barba… Imagino que alguna historieta no será mal acogida.
Dos hileras de vetustos dientes asomaron por la mencionada barba en una sonrisa, y con eso bastó para que el embrujo se rompiera. Entre la multitud se extendieron los aplausos, las carcajadas y los vítores. Al principio, el joven se enfureció sintiendo que algo le había sido arrebatado, que las nieblas se habían cernido sobre el valle privándole de la oportunidad de abandonarse a su belleza. Pero su corazón todavía era permeable ante el júbilo de sus semejantes, y al poco, se sorprendió a sí mismo uniéndose a los aplausos.
—¡Gracias, gracias! Pero la actitud cordial y los aplausos, aunque bien recibidos, deben ser merecidos, así que guardad algunos para el final, como dictan los antiguos usos. Por dónde empezar… Siempre es lo más difícil. Tal vez algo original, no una de esas historias repetidas hasta la saciedad ¡Ya sé! La fábula del viajero y el perro. —Para cualquier observador, el guiño de su ojo podría haber sido confundido con un tic achacable a la edad, lo de la mal contenida carcajada ya era otra historia—:
«Hubo una vez, durante los días en que el frío manto de la terrible blancura, velaba los pastos y el verdor aún no había encontrado un hogar dentro de los sueños de los hombres, un caminante.
El caminante viajaba atravesando la blancura inhóspita, falto de provisiones y de fuerzas. Avanzaba y avanzaba aun con la terrible incertidumbre de si alcanzaría su destino; cuando, entre los rugidos de la tempestad, escuchó un aullido lastimero. El caminante dudó, pues conocía los peligros de apartarse de su ruta, mas algo dentro de su alma lo impulsó a investigar el aullido.
La nieve, que se alzaba hasta sus rodillas, le mordía con toda el hambre del invierno y el gélido viento le robaba el aliento, pero, por algún motivo, el caminante no se detuvo. Y así, entre la tormenta, encontró a un viejo perro que, con una voluntad abrasadora, guardaba un pequeño bulto bajo la nieve. El caminante se acercó con precaución al animal, despacio, muy despacio, hasta que este, siempre vigilante se apartó permitiéndole observar aquello que con tanto recelo había estado guardando. Aquel bulto que había observado, no era otra cosa que un niño a punto de ser reclamado por la infinita blancura.
El caminante se apresuró a desenterrar al niño y se lo echó a los hombros antes de emprender una apresurada búsqueda de un lugar en el que cobijar a la pobre criatura. Nada más ocupaba la cabeza del caminante. No recordaba ya el frío, el cansancio o el hambre y en la debilidad de sus huesos encontró la fuerza de diez hombres. Recorrió los caminos y atravesó la blancura y creedme si os digo que, en aquellos instantes, ni el invierno osó interponerse en su camino.
Finalmente, robó al niño de la tormenta al internarse en una cueva y, tras encender una hoguera, lo tendió junto a las misericordes llamas, le dio de beber y compartió su comida. La batalla había sido ganada, pero el cuerpo del caminante le exigió que pagara y un profundo sueño se apodero de él. El caminante durmió. En la oscura boca de la cueva se hallaba el viejo perro que había guardado al niño.
—Eres tú. Nos has seguido —dijo el caminante.
—No temas, no te deseo mal alguno. De hecho, te doy las gracias, viajero. Sin ti, el niño habría sido reclamado por la noche.
—Fuiste tú el que me alertó de su presencia.
—Yo solo no habría logrado salvarle. Tú oíste mi aullido y decidiste arriesgar tu vida. Tu corazón está en el lugar correcto.
—Sin embargo, dudé —replicó el caminante.
—Hiciste lo correcto, eso es lo que cuenta. Si no, nuestro encuentro no habría sido tan amigable.
—¿Me amenazas? —preguntó el viajero.
—No, pero no siempre he sido un perro. Y si hoy hubieses roto aquello que me transformó… No todas las historias tienen finales felices.
—¿Qué es eso que te transformó? —El animal dirigió su mirada a la hoguera a modo de respuesta—. ¿El fuego?
—No, el fuego lo transformó a él en un niño.
—¿Qué estás diciendo? Siempre ha habido niños.
—Tonterías, soy lo suficientemente viejo para recordar un tiempo en el que no había niños, sólo humanos grandes y humanos pequeños. Entonces domasteis los rayos y aprisionasteis al sol. Derrotasteis a la noche y permitisteis que nacieran humanos sin miedo, seguros, capaces de soñar cosas imposibles. Fueron ellos los que, en las bestias que atormentaron a sus ancestros, soñaron compañeros y amigos. Fueron ellos los que me transformaron.
—Eso es absurdo.
—Tal vez… pero yo creo que has hecho bien en salvar a alguien capaz de creer en lo absurdo. Y creo que harías bien en asegurarte de que pueda seguir soñando sueños felices. Buenas noches, humano —dijo el viejo perro antes de regresar a la oscuridad de la noche.»
La plaza volvió a estallar en aplausos, y el anciano hizo una leve reverencia a aquellos hombre y mujeres, niños y niñas que le habían entregado sus corazones durante aquellos minutos. La multitud se le acercó radiante y él, dedicó todo su tiempo a charlar con ellos y escuchar sus historias. Las horas fueron pasando una tras otra y con ellas las historias de aquellas buenas gentes fueron contadas hasta que el sol empezó a ocultarse.
—Bueno, muchacho, creo que es hora de que volvamos a nuestro acogedor granero y sigamos abusando de la hospitalidad de nuestro benefactor, ¿no te parece? Mañana continuaremos con nuestro viaje.
—Sí…
—¿Qué te ocurre? ¿No te ha gustado mi versión de la fábula del viajero y el perro?
—¡La ha contado mal! ¡Después de hacerme repetirla cientos de veces, usted se ha inventado la mitad! —El joven se avergonzó al darse cuenta que le había elevado la voz a su maestro, pero él se limitó a soltar otra de sus carcajadas.
—Muchacho, mientras no te límites a contarles que la inocencia es un tesoro de valor incalculable y que nuestro deber es protegerla, no creo que haya una forma errónea de contar esta historia. Además, en esta zona los inviernos son muy fríos; pensé que un rescate en la nieve ayudaría a capturar a la audiencia.
—No creo que al maestro Sopo le pareciera bien alterar tan drásticamente una historia.
—Y por eso, la última vez que aplaudieron al maestro Sopo, fue cuando se quedó dormido impartiendo una lección de dialéctica.
—Disculpe mi osadía, ¿pero es vanidad eso que acabo de oír? —El anciano volvió a reír.
—Tal vez, pero hace falta un poco de vanidad para creerte merecedor de la atención de tus semejan… —Mientras decía esta frase, el cronista pudo ver cómo una muchacha a la cual no recordaba haber visto en la plaza se dirigía hacia las afueras de la aldea.
—Maestro, ¿se encuentra bien?
—Sí, sí. Perfectamente. En resumen, somos vanidosos por devoción a la verdad. —Al escuchar aquellas palabras, el joven no pudo evitar que su mandíbula tocase la punta de sus botas—. Ni que decir tiene que, si me citas en esta frase, lo negaré todo —dijo el maestro cronista justo antes de guiñarle el ojo a su aprendiz y echarse a reír.
La mañana siguiente despertó con un cielo terso, lavado por el rocío que aún titilaba en las hojas del huerto. El anciano maestro, sentado en un banco de madera gastada, observaba el ir y venir de los aldeanos mientras su aprendiz empaquetaba los petates con parsimonia forzada. La conversación de la noche anterior resonaba en el joven, pero fue el maestro quien rompió el silencio al ver a su anfitrión acercarse con una cesta de pan fresco.
—Amigo mío, buenos días. Anoche, mientras volvíamos de la plaza, me pareció ver a una muchacha saliendo de la aldea y juraría que no vino a la plaza por la mañana… ¿Sabes de quién te estoy hablando? —preguntó el anciano, untando miel en un trozo de pan. Su voz era casual, pero sus ojos, afilados como hoces, no se despegaban del hombre.
El anfitrión se tensó, los nudillos blanqueando alrededor de la cesta.
—Esa… no habla, desde chica siempre ha sido un poco rarica. Se pasa casi todas las noches perdida por ahí, por las colinas. A saber qué diabluras hará. Anqué claro, su madre murió al traerla al mundo. Y el padre… —Tragó saliva, mirando hacia una cabaña alejada, cuyas ventanas cerradas parecían ojos ciegos—. La ira es un mal compañero de viaje, como bien sabrá usted.
El anciano asintió lentamente, como si cada palabra se hubiera grabado en su pecho. El aprendiz, inmóvil, sintió un nudo en el estómago. Antes de que pudiera hablar, el maestro se levantó.
—¿Ya nos marchamos, maestro?
—En realidad, me he levantado esta mañana con una ciática terrible. Si a nuestro amigo no le importa, creo que me haría muchísimo bien pasar un día más con estas buenas gentes —contestó mientras se echaba las manos a la espalda de forma un tanto exagerada.
El aprendiz abrió la boca para protestar, pero una mirada de su maestro convirtió sus palabras en un suspiro. La noticia de su permanencia corrió por la aldea como una chispa en la yesca seca. Para el mediodía, una docena de niños rodeaban al anciano frente al pozo, donde tallaba figurillas con un cuchillo de viaje.
—¿Y esta? —preguntó una niña de trenzas revoltosas, señalando una figura que tenía la forma de un lobo.
—Ah, esa es la yaya de todos los perros —respondió el maestro, haciendo danzar la talla ante sus ojos—. Dicen que te muerde los tobillos si no lavas los platos, pero en secreto, guarda migajas bajo las camas de los hambrientos.
Las risas infantiles tejieron una melodía vivaz, pero el aprendiz notó cómo los ojos del maestro regresaban una y otra vez a la cabaña del silencio.
Al caer la tarde, mientras el sol teñía las colinas de ámbar, el aprendiz se encontró ayudando a un grupo de adolescentes a reparar un cercado de avellanos. Un muchacho de pecas y sonrisa torcida le ofreció un puñado de moras silvestres.
—Para que no se te peguen las palabras en la garganta —bromeó, imitando sin malicia la voz ceremoniosa del cronista.
El joven escribano aceptó las moras y, en un acto de espontaneidad que le sorprendió a sí mismo, relató el comienzo de la historia del Viajero y el Perro con acento campesino y ademanes exagerados. Los muchachos rieron hasta que les dolieron los costados. Tal vez tomarse alguna que otra libertad no era tan terrible, pensó.
Finalmente, la luna ascendió como una moneda de plata sobre los tejados de paja. De modo que, aludiendo a su ciática, Maestro y aprendiz se fueron nada más cenar a dormir. Y, aunque era extremadamente pronto para lo que el joven acostumbraba, lo cierto era que no estaba particularmente familiarizado con el trabajo manual y los trabajos en el endiablado cerco le habían pasado factura.
—Vamos, vamos.
—¿Qué? ¿Qué está pasa… —dijo el aprendiz, sin haber abandonado completamente los dulces pastos del sueño.
—Arriba que tenemos cosas que hacer.
—Aún es de noche, maestro. Déjeme dormir un… —Antes de poder acabar la frase, sintió el gélido abrazo un cubo de agua—. ¡Pero qué le pa…
—¡Shhhh! —chistó el maestro, tratando de ocultar la diversión en sus ojos—. Vas a despertar a toda la aldea con esos gritos. ¿Ya estás despierto?
—Qué remedio.
—Bien, es imposible crear nuevas historias desde el calor del lecho, jovencito. Cámbiate que estás empapado. Te vas a resfriar. —El joven se le quedó mirando y se preguntó cuan grueso podía ser el cuello de aquel hombre bajo su tupida barba. Finalmente se limitó, una vez más, a suspirar.
—Si mal no recuerdo, La maestra Niria dedicó gran parte de su vida a recopilar y buscar el significado de sus sueños y… —dijo el joven mientras se quitaba la ropa empapada antes de ser interrumpido.
—Muchacho, tienes catorce años. Desentrañar el significado de tus sueños, no creo que suponga un gran esfuerzo y el público que podría estar interesado en escucharlos, no es exactamente el que estamos buscando. Acaba de vestirte y vámonos.
—¿A dónde, si puede saberse? —dijo con un tono algo más afilado de lo debido.
—Con un poco de suerte, a encender una hoguera.
Guiados por el brillo lechoso, maestro y discípulo siguieron el rastro de la muchacha: hierba doblada hacia el norte, ramitas rotas que señalaban un camino usado. El sendero trepó por la colina hasta un claro bañado por la luz de la luna y allí la encontraron, comenzando su guardia.
El anciano hizo un gesto para que su joven aprendiz se quedase dónde estaba y se acercó hasta donde ella se encontraba y, no sin esfuerzo, se encorvó hasta ponerse a su altura. Ella permaneció inmutable ante su presencia, de modo que decidió colocarse para mirar en su misma dirección.
—Oye, ¿cuál es tu favorita? —Sin esperar contestación alguna, levantó el brazo, señaló hacia arriba y, con el susurro más gentil que pudo crear, dijo—: La mía es esa de ahí. Si te fijas bien, parece el ojo de un halcón. Nunca he sabido cómo se llama, así que yo la llamo ataraxia, pero no se lo digas a nadie, que es un secreto.
Una tímida sonrisa despertó en el rostro de la muchacha, mientras, sus ojos bailarines dibujaron orbitas en el firmamento y; las estrellas, enamoradizas, permitieron que sus negras pupilas les robasen su brillo. El anciano trató de correr tras su estela, pero la enormidad del cosmos le abrumó, pues los astros sólo la amaban a ella. Justo cuando el cansancio se apoderó de su mirada, una gentil mano se alzó en la noche apuntando a la inmensidad infinita.
—Es bellísimo —dijo él, con un susurro mecido por una sonrisa.
Sin que aquella sonrisa abandonase sus labios, descendió la colina al encuentro de su cómplice en aquella escapada nocturna y cuando le alcanzó, emprendieron el camino de vuelta hacia la aldea.
—¿Qué le ha dicho la chica, maestro?
—Me temo que eso, mi joven amigo, es un secreto.
La mañana siguiente, el maestro y su aprendiz se preparaban para marcharse cuando un griterío agudo rasgó la paz del amanecer. Entre los tejados de paja, un grupo de muchachos formaba un círculo vicioso alrededor de la muchacha de las colinas, aquella por la cual bailaban las estrellas. La empujaban entre risas estridentes, arrojándole piedras que rebotaban en sus hombros como semillas de maldad plantadas en tierra joven y fértil.
El joven aprendiz contuvo el aliento al ver el rostro de su maestro. La barba cana, antes marco de jovial serenidad, temblaba ahora como un bosque bajo el huracán. Sus ojos, pozos de tinta quieta en mil noches de historias, brillaron con el fulgor de un hierro al rojo-blanco.
—¡Basta! —rugió, y la palabra resonó como un trueno en el silencio súbito. Los muchachos se apartaron, desequilibrados por el peso de esa voz que jamás habían oído elevarse. La muchacha, inmóvil, tenía los puños cerrados contra el vestido, pero sus ojos buscaron los del anciano como raíces sedientas hallando un manantial.
El cronista avanzó, y cada paso suyo sobre la tierra seca pareció marcar el compás de un juicio ancestral. Ante el súbito alboroto, los aldeanos comenzaron a acercarse hasta ellos.
—¿Creéis que la valentía es un manto que se teje con los hilos rotos de los débiles? —preguntó, y su tono, ahora, rompía el aire como el filo de una espada envainada en seda. Uno de los muchachos, el mayor, intentó sostener su mirada, pero desvió los ojos hacia el surco que dibujaban los pies del anciano en el polvo.
—Sólo jugábamos… —murmuró, pero la frase murió ahogada.
—Jugar… —repitió el maestro, y la palabra sonó a lamento—. Los lobeznos también juegan, arrastrando huesos por la nieve. Pero cuando crecen, ese juego se convierte en hambre. ¿Qué hambre os devora, hijos de esta buena tierra?
El silencio se extendió, pesado y denso como el alquitrán. En la distancia, las gallinas escarbaban indiferentes. El anciano se inclinó, recogiendo una piedra lisa que yacía cerca de los pies de la muchacha.
—Esta piedra —dijo, mostrándola al grupo—, ha viajado mil años en el seno del río hasta llegar aquí. Podría haberse convertido en la sonrisa de un niño al verla rebotar sobre las aguas, podría haberse convertido en el filo de un arado, en los cimientos de una casa, incluso en el rostro de uno de vuestros antepasados tallado en un templo. Pero vosotros la habéis convertido en un arma… —Dejó caer la piedra, que golpeó la tierra con el sonido propio de una tumba—. Las historias que contáis con vuestras manos hoy, serán las que os persigan mañana.
El muchacho de las pecas, el mismo que horas antes compartió moras con el aprendiz, tragó saliva.
—Ella no es como nosotros. Nunca habla, ni trabaja… —balbuceó mientras sentía como la mirada de aquel hombre trataba de tallar su alma.
La brisa matinal agitó los harapos de la muchacha, revelando un brazo magullado. El aprendiz, hasta entonces paralizado, sintió una ira fría ascender por su garganta. Pero fue el maestro quien actuó. Con una agilidad impropia de sus años, cerró la distancia entre él y el líder de los muchachos, tomándolo por el hombro con una mano que era a la vez hierro y terciopelo.
—Escuchadme bien —susurró, y en su voz cargaba el peso de los inviernos que los muchachos no habían vivido, pero también, aunque sólo fuera por un instante, el de la duda—, esta muchacha guarda a las estrellas. El propio firmamento se ha erigido como su tocado y de su voluntad, como de la de tantas otras antes que ella, dependen los incontables dones que os ofrecen estas tierras. En otros tiempos, tiempos que hasta los ancianos han olvidado, mujeres como ella recibieron culto, pero no ella. Ella os ofrece sus noches sin pedir nada cambio, porque esa es la naturaleza de su corazón. ¡Avergonzaos, pues habéis dejado que el invierno conquiste el vuestro! —sentenció mientras sus ojos buscaban encontrarse con los de todos los presentes. Con todos menos con los de uno.
Al caer la tarde, mientras recogían los petates, el aprendiz encontró al maestro junto al pozo, ofreciéndole a la muchacha una figurilla tallada en avellano: un perro con ojos de estrella.
El sol se ocultaba en el horizonte y aunque sus lágrimas púrpuras todavía inundaban el firmamento, este ya comenzaba a ser desgarrado por las estrellas. El anciano había insistido en que partiesen aquella misma noche, aludiendo a que ya habían abusado demasiado de la hospitalidad de sus benefactores. La aldea aún se veía a sus espaldas, pero lo único que rompía el silencio en su camino era el ruido de sus botas.
—¿No vas a volver a dirigirme la palabra? —dijo el anciano con un tono que pretendía una jovialidad que no podía encontrar dentro de sí—. Eso dificultará sustancialmente nuestra relación.
El muchacho permaneció en silencio, pero aceleró considerablemente el paso, dejando a atrás a su mentor.
—Sólo era una observación…
—¡¿Cómo ha podido?! ¡Les ha mentido! ¡Se ha inventado una historia y les ha mentido a esas personas! —gritó el muchacho con un nudo en el estómago y lágrimas en los ojos, mientras se giraba para confrontar a aquel viejo gigante que ahora se veía tan empequeñecido.
—Bueno…
—Nuestra función, nuestro deber como cronistas, es transmitir el saber que acumularon aquellos que vinieron antes que nosotros. Guiar a las gentes con ese tesoro. Usted ha escupido sobre todo aquello en lo que creemos.
—Nuestro deber como personas es hacer del mundo un lugar mejor.
—¡¿Mintiendo?! ¿¡Inventándose historias porque no le gusta como tratan a una muchacha!? A mí no me gusta dormir en graneros ¿Qué tal si añade a su repertorio la historia del aldeano que dejo dormir a un cronista en su cama, comer su comida y se convirtió en un gran rey?
—Difícilmente son ejemplos equivalentes.
—Una mentira es una mentira. No importa lo bien intencionada que sea.
El anciano se detuvo en mitad del camino y dirigió su mirada hacia las colinas.
—No he mentido.
—¿Cómo se atreve? —dijo el aprendiz con la voz a punto de romperse.
—Mira hacia las colinas.
Encuadradas por el marco de la juvenil negrura y cubiertas por briznas de esmeralda, se alzaban las colinas y en la cima de una de aquellas colinas, una muchacha retomaba su guardia. Pero en esta ocasión, el firmamento no era su único tocado. Sobre sus hombros se había colocado una capa; a sus pies reposaban cestillos repletos de pastelitos, galletas y bayas; y frente a ella, se había erigido un pequeño altar cubierto de pequeñas velas que emulaban la belleza del cielo que se escondía en sus ojos.
—Hijo mío, si de todo lo que puedo enseñarte hay algo que debas aprender es esto, así que escucha con atención: Ninguna historia que hace del mundo un lugar más bello puede ser una mentira. —El anciano posó su mano sobre el hombro del joven y contuvo la respiración con la expectación de aquel espera a la grandeza—. ¿Dirías que esta noche es más bella que la mañana que la precedido?