«Acunada por la bruma, en el punto exacto de la encrucijada de infinitos caminos, se alza la Biblioteca de los Perdidos».
Himno
de los
Perdidos
Escúchalo aquí:
1 de abril de 2024

Malditas Bruxas

Custodio:

CAPÍTULO 1

Estaba anocheciendo y la nieve caía pesada y con furia sobre aquel profesor desdichado. Habían pasado tan sólo unas horas desde que una manada de lobos había hecho presa de su trotón francés, y ahora se veía obligado a acometer con sus propias fuerzas la escabrosa subida a aquel pueblo que apenas figuraba en los mapas. Cada paso a través del omnipresente manto blanco era más penoso que el anterior. Los dedos de sus pies cada vez estaban más cerca de alcanzar la necrosis por congelación, sin más abrigo que la nieve acumulada en sus botas. La feroz meteorología limitaba su visión, hasta tal punto que hacía tiempo que sólo se guiaba por una corazonada interior:  la que le decía que al subir aquella inhumana ladera vería por fin a su amada prometida.

Con la determinación o la locura que acompaña a las almas tocadas por cupido, sacó fuerzas de flaqueza para superar el último tramo de nieve profunda que se situaba entre dos enormes peñascos, divisando por fin entre los elementos de la ventisca las luces de una pequeña población. Su amada estaba cerca, pronto se reunirían tras tantos meses de espera para seguir completando su particular círculo pasional. Sin embargo, también le provocó un fugaz desasosiego, pues la idea de solicitar la bendición de los severos padres de Isabel para su casamiento le provocaba, sencillamente, pavor. Para aquellos caciques acomodados sería un oprobio insolente que él, un humilde profesorucho hijo de labriegos, pensase siquiera en poseer a su virtuosa hija.

Para colmo de males, el aspecto que ahora presentaba era deplorable. Sus ropas de viaje, ya de por sí desprovistas de cualquier función estética, se hallaban comidas por la escarcha y húmedas a partes iguales. Y sus ropajes de pedida hacía horas que acompañaban al cadáver de su caballo en algún punto perdido del valle.

Mientras seguía caminando en dirección a la luz más próxima y estos pensamientos encogían su ánimo, se acabó topando con la humilde, pero en apariencia acogedora, taberna del pueblo. Asió la gélida aldaba de la puerta y la golpeó tres veces con contundencia.  Transcurridos unos segundos a la intemperie, que le parecieron una eternidad, unos ojos inquisidores asomaron por un pequeño visor y una voz grave y tomada por el tabaco se dirigió a él gritando de forma grosera:

— ¿Quién diablos eres forastero? ¿Y qué buscas a tan desafortunadas horas del día?

El brusco recibimiento tomó por sorpresa al cansado caminante, pero tras activar todos los músculos de su cara para desentumecer su mandíbula pudo articular palabra:

—Soy Diego Asensio, maestro de escuela de profesión señor.  He venido a su pueblo con el propósito de reunirme con la familia Berdun. — dijo elevando su voz por encima del vendaval, tras unas sencillas gafas de montura de hierro.

Las cejas que asomaban por el estrecho visor se arquearon súbitamente, lo cual no pasó desapercibido para el cansado caminante.

—Mira, forastero, me trae sin cuidado quién seas o a lo que vengas, pero ten esto claro: como sospeche que nos vas a causar cualquier tipo de problema ten por seguro que desearás no haber pisado nunca estas tierras. ¿Entendido?

—S-sí, señor. No causaré problema alguno, tiene mi palabra —dijo con la voz apocada por la brusquedad de su interlocutor.

—Anda, guárdate tu palabra y pasa. Qué pareces otro carámbano del porche con esa guisa. —gruñó el desatento tabernero, al tiempo que desbloqueaba varios cerrojos y los goznes gemían perezosos para permitir el acceso a aquel extraño.

El interior de la taberna era cálido, y cómo Diego había sospechado, muy acogedor. Para no provocar aún más la ira de los presentes en la estancia, que le escrutaban a cada movimiento con miradas vidriosas, lo primero que hizo fue quitarse cortésmente el gabán y colgarlo en un macabro perchero, compuesto por las extremidades de varios jabalíes a modo de colgadores. Aun así, calado hasta los huesos como iba y con la escarcha de su cuerpo derritiéndose, no pudo evitar crear un delator charco en la entrada de la habitación.

Se aproximó a una gran lumbre situada al fondo de la taberna, se desvistió todo lo que un mínimo decoro le permitió, depositó sus prendas en un par de taburetes y se acercó un tercero para sí. Las palmas de sus manos se dirigieron extendidas en dirección a las llamas buscando su abrigo y el cansado caminante, que hacía unos minutos estaba al borde de la hipotermia, por fin pudo disfrutar de un poco de tranquilidad. Tranquilidad que enseguida se vio interrumpida por el inoportuno tabernero:

—No sé cómo serán las cosas en otras partes del valle, caballero. —expresó con tono burlesco. — Pero aquí los hombres de bien primero consumen y después se relajan, y no al revés. Así que dígame, ¿qué va a ser?

—Disculpe la insolencia, señor. —contestó con tono molesto— Será un vino caliente con especias de esos de los que tanto he oído hablar.

—Excelente. —contestó el tabernero con su mirada fija en los ojos del caminante, tras lo cual se dirigió hacia la barra haciendo gala de una ostentosa cojera. 

Transcurridos unos diez minutos, llegó el vino a una temperatura excesiva para cualquier gaznate. Pero Diego sostuvo el recipiente entre sus manos aprovechando ese exceso calorífico en su favor. Sin embargo, sintió que la media docena de hombres que allí se encontraban seguían observándole con una mezcla de desaprobación y curiosidad. Hasta que el más fornido y atrevido de ellos, a modo de emisario, buscó asiento cerca de él.

—Disculpe los modales de Bruno. Me presento: Me llamo Aarik, soy el líder de los cazadores del pueblo —hizo saber no sin orgullo. — Como habrá comprobado, ha levantado cierto revuelo entre mis compadres y nos gustaría saber más de usted. Cómo por ejemplo su nombre para empezar —dijo con un tono que quiso sonar conciliador.

Aquel hombre rondaba la treintena, pero parecía curtido por la vida. Su rostro, lleno de cicatrices y provisto de una poblada barba, transmitía respeto y cercanía a partes iguales.

—Como le he dicho a su peculiar tabernero, mi nombre es DiegoAsensio, mucho gusto Aarik — contestó a la vez que contenía una mueca por el formidable apretón de manos que aquel desconocido le ofrecía.

—Entiendo su malestar por nuestra falta de hospitalidad Diego, pero tiene que comprender que no están siendo días fáciles por estos parajes y los forasteros no son últimamente tan bienvenidos como lo eran antes. —pronunció con tono adusto.

— ¿Y se puede saber por qué echan tantas pestes sobre los forasteros? — inquirió Diego.

La mirada de Aarik se oscureció repentinamente, se acomodó en el desgastado taburete de madera de roble, soltó un dilatado suspiro y se dispuso a contestar:

—Verá, Diego. Como sabrá este pueblo siempre ha sido víctima de las malas lenguas. Las leyendas en torno a su origen, las bruxas y las ermitas protectoras se cuentan a lo largo y ancho de todo el valle desde la noche de los tiempos. ¿Sabe de lo que le hablo? —quiso comprobar Aarik antes de atormentar más a aquel forastero.

—No… bueno… es decir… claro. Se escuchan historias de su pueblo por el valle, pero también de mi aldea natal y de cualquier sitio. Historias de ritos profanos, gigantes perversos y ninfas cuyos cantos y bailes son el delirio de cualquier hombre. Sin embargo, debo confesarle que apenas si conservo esbozos en mi memoria de las historias que de aquí se cuentan.

—Entonces permítame ilustrarle. —Aarik alzó dos de sus gruesos dedos con un gesto raudo y en cuestión de segundos Bruno les sirvió dos jarras más de vino especiado. —Se cuenta que este pueblo está construido sobre un lugar de cultos ancestrales. Crueles cultos en honor al maligno, en los que Belcebú reclamaba lo más puro para sí; vírgenes e infantes de estas tierras eran arrastrados hasta estos milenarios peñascos por las siervas ángel caído. En ocasiones para aplacar su sed, pero casi siempre con la intención de acercar su alma a los infiernos para obtener su favor. —hizo una pausa para dejar a su oyente digerir tales aseveraciones.

—¿Siervas del maligno? ¿Se refiere a las bruxas? —preguntó Diego con un tono cargado de sorna. Tras lo cual el murmullo de fondo propio de la taberna se disipó hasta convertirse en un silencio sepulcral, mientras todos los presentes juzgaban el poco juicio de aquel deslenguado forastero.

—Si, ellas. —Continuó Aarik. —ellas son la simiente de todas las desgracias de estas tierras. Una simiente que ha permanecido en letargo gracias a las ermitas, como una fiera paciente, a la espera de la desidia y el olvido propio de la humanidad. —sus palabras resonaron por toda la estancia como una sentencia.

—Si, eso lo recuerdo. Las ermitas protectoras que con su aura las mantienen alejadas a ellas y a cualquier mal de Satanás.

—Usted lo ha dicho, Diego. Son tres ermitas las que se erigieron alrededor de los límites del pueblo, creando un peculiar perímetro divino que nos mantiene a salvo. Tal situación había perdurado por siglos, hasta que llegó una insólita viuda al pueblo un par de semanas atrás. Desde su venida, todas las calamidades que se contaban antaño sobre estas tierras han regresado con una furia y un ensañamiento atroces. —Diego iba a decir algo, pero sin fijarse en él lo más mínimo Aarik prosiguió con su historia. — No había pasado ni un día desde la llegada de aquella extraña, cuando desapareció la mujer del herrero. Se dijo que se les había visto hacia la medianoche discutiendo en plena calle sobre algún tipo de yerba.  Después nada más se supo de ella. Dos días más tarde, en la granja de los Lafuente, nació de madrugada un ternero de dos cabezas y cinco patas. Los Lafuente dijeron que recién nacido el animal, se acercó a ellos reptando con ayuda de sus extremidades retorcidas, al tiempo que una de sus cabezas emitía chillidos con voz femenina y la otra recitaba frases ininteligibles con voz de bestia. Ante tan insólita manifestación, sólo pudieron sacrificar a aquella abominación y prender fuego a su cadáver. —Aquello fue demasiado para la credulidad de Diego, y finalmente se decidió a detener aquel discurso más propio de un esquizofrénico que del mejor cazador del pueblo.

— Entonces, no hay pruebas de ninguno de los dos sucesos, ¿no? — dijo con todo el escepticismo que fue capaz.

— ¡No he terminado! —le hizo saber el curtido cazador de forma tajante a la vez que arrojaba al suelo su jarra desparramando el vino por la estancia y agarrándolo del cuello de la camisa acto seguido. Con una fuerza sobrehumana, Aarik acercó el rostro de Diego a escasos centímetros del suyo. —No me gustan ni su tono ni sus insinuaciones, amigo. Y ahora, si me permite, terminaré mi relato. Así podrá añadir otra cosa más a la lista de por qué no nos caen en gracia los forasteros. —expresó a modo de reprimenda, soltando por fin la maltrecha camisa.

—Cl—claro, tiene toda mi atención— alcanzó a expresar Diego de una forma que rozaba lo patético.

—Como decía, lo tuvieron que quemar. Pero ahí no acabó todo. Hace una semana desapareció la mujer de uno de los pastores junto con su pequeño retoño, de apenas dos meses de edad, cuando se disponía a buscar medicinas. Poco después, uno de los mozos del alcalde dijo haber visto en el fondo del pozo de la plaza la cabeza flotante de una bruxa que decía su nombre entre espantosas carcajadas. Aseveró que acabó en aquel lugar en plena noche, de forma inconsciente, sin saber cómo ni cuándo había llegado, como si estuviera bajo la influencia de un hechizo. Sin embargo, la última desgracia sucedió hace apenas veinticuatro horas: Cuando los Berdún denunciaron en la oficina del alguacil la desaparición de la joven Isabel.

Tras estas palabras, la incredulidad que había mantenido Diego durante toda la noche se descompuso en un total desasosiego.

—No, no ¡No! —rabió levantándose tan bruscamente que las llamas de la lumbre temblaron amedrentadas por un instante. —¿Cómo? ¡¿Cómo fue?! ¡Dígamelo!

Aarik sostuvo la mirada desorbitada del forastero, mientras este mantenía una respiración entrecortada en una posición amenazadora.

—Haga el favor de sentarse y tranquilizarse. Como le he dicho, la joven Isabel no ha sido la única víctima desde que llegó aquella condenada mujer. ¿Es que tiene usted algún tipo de relación especial con los Berdun?

—A decir verdad —alcanzó a contestar un abatido Diego. — Esperaba obtener su bendición para contraer matrimonio con Isabel. Ese ha sido el motivo, no sólo de mi viaje, si no de mi existencia misma durante más de diez meses. Ella y yo nos conocimos en el festival de las ánimas. Era preciosa, de familia pudiente. Y yo sólo un humilde profesor. Pero créame cuando le digo que supe desde el primer momento que aquella mujer sería mi esposa. —manifestó con gran exaltación. — Desde entonces, hemos mantenido correspondencia todas las semanas. Hasta que el mes pasado me confesó que mis sentimientos y los suyos eran, en realidad, los mismos. Así que, a pesar de haber sido un perfecto cobarde toda mi vida, tomé la firme determinación de luchar por mi amada costase lo que costase. Sin embargo, ahora eso ya no importa. —afirmó con tono sombrío. — Ahora sólo deseo verla, saber que está a salvo.

El rudo corazón de aquel cazador se ablandó repentinamente. No pudo evitar ofrecer consuelo a aquel desarrapado caminante que había abierto su interior ante un desconocido.

—Debo decir que ha conmovido mi espíritu Diego. Por eso, le diré, que no es casual que mis compadres y yo nos hayamos reunido poco antes de la medianoche en esta posada, no señor. Los aquí presentes creemos que una presencia insidiosa ha corrompido el manto protector de los dominios del pueblo. Puede que se encuentre en alguna de las ermitas o, Dios no lo quiera, en todas ellas. Pero tenga esto por seguro: Si Dios nos ha abandonado, tendremos que ser nosotros los que apliquemos su justicia.

Diego levantó la mirada y la dirigió al fondo de la taberna escudriñando a todos los presentes allí congregados: en torno a una mesa, a unos pocos metros, le observaban dos pastores. Uno de ellos, el de mirada brumosa, debía ser aquel que había perdido a su mujer y su retoño. En la misma mesa, enfrentados a ellos, se situaban otros tres hombres. Que por su aspecto parecían ser el herrero del pueblo, un monje de mediana edad y otro cazador que portaba un amenazante mosquetón.

—Como ve, somos pocos. El miedo ha hecho presa de este pueblo. Pero en breve partiremos para realizar una ronda por las ermitas, en busca de alguna explicación a todos estos aciagos sucesos…

Hechizado por la angustia de perder a su amada, Diego no dudó ni un instante:

— ¡No se hable más! ¡Permítanme que les acompañe! —exclamó levantándose tan enérgicamente del taburete, que lo derribó de forma estrepitosa.

—Entiendo su entusiasmo, pero no podemos responsabilizarnos de usted. Puede que esté en juego su vida. Lo entiende, ¿no?

—Perfectamente. —respondió Diego mientras un punzante escalofrío le recorría la médula.

—En tal caso, le proporcionaremos ropas apropiadas para esta noche de ventisca. ¿Tiene usted arma propia?

—Sí, una vieja pistola de chispa.

—Bueno, tendrá que valer. Cámbiese las ropas arriba, rece cuanto sepa y baje cuando esté listo. Tengo el presentimiento de que será una noche larga.

 

CAPÍTULO 2

No hacía ni tres horas desde que había llegado a aquel pueblo maldito, cuando Diego se vio caminando de nuevo a duras penas entre la espesa superficie nevada; con el agravante de hacerlo al abrigo de las tinieblas y con seis absolutos desconocidos, de los cuales apenas si recordaba los nombres que Aarik le había proporcionado. Con todo, la precaria lámpara de aceite que el veterano cazador sostenía y la pericia de los pastores, les permitieron alcanzar la primera de las ermitas sin mayores dificultades.

Se hallaban en aquel momento en una extensa planicie, poblada aquí y allá por primitivas construcciones megalíticas que conformaban una curiosa disposición circular, en cuyo centro se situaba la ermita de María Auxiliadora.

Allí se encontraban repartidas tanto toscas y gigantescas rocas graníticas, pulidas por el paso del tiempo, como solemnes dólmenes. Sin duda, habrían conformado en tiempos primitivos el escenario perfecto para todo tipo de cultos y ritos paganos. Al menos eso pensaba Diego.  Notaba preocupado cómo su valor inicial, sin duda fruto del fervor ilusorio provocado por sus sentimientos hacia Isabel, se transfiguraba cada vez más en un pánico aprisionante.

¿Cómo había sido tan estúpido de dejarse engatusar por Aarik? Ni siquiera lo conocía. Y, además, en circunstancias normales era justo el tipo de hombre con el que habría evitado intercambiar ni media palabra. Él era profesor, ¡Por Dios! Debería estar en la ciudad preparando las clases para el nuevo curso lectivo, que comenzaría en pocas semanas, y no en un paraje como aquel, que sólo le anunciaba malos presagios. Con todo, pensó, era un hombre de ciencia. Si bien su corazón no era valeroso, su cerebro siempre había acudido raudo al rescate para arrojar luz sobre lo inexplicable. Esta convicción le hizo analizar la situación de forma quirúrgica, mientras el variopinto grupo al que ahora pertenecía se acercaba a las inmediaciones de la ermita. Sacó finalmente en claro, como única opción plausible, que su amada y las demás mujeres habían sido raptadas por bandoleros, contrabandistas o malnacidos dedicados a la trata de mujeres… Opciones mucho más terrenales, sí, pero igual o más preocupantes que las absurdas teorías de esos pueblerinos con exceso de imaginación. Se acercó a Aarik para despejar la última duda lógica que le carcomía y que su delirio sentimental no le había permitido formular con anterioridad:

—Disculpe. No he podido evitar preguntármelo. ¿Se puede saber por qué se ha decidido llevar a cabo esta expedición de noche y con semejante climatología? Sería mejor volver y emprenderla con condiciones que nos sean más favorables, ¿no cree?

Aarik arqueó parte de su unicejo y respondió con voz firme:

—Es, como ustedes dirían, una duda razonable, profesor. Hemos realizado antes diversas búsquedas a la luz del día y no hemos encontrado nada fuera de lo común en ninguna de las ermitas. Pero la creencia popular nos recordó que las bruxas sólo actúan pasada la medianoche, por eso decidimos cambiar hoy la estrategia.

—Qué suerte…—murmuró Diego para sí en tono socarrón.

— ¿Qué?

—Nada, no tiene importancia.

—Entonces permanezca en silencio, nos aproximamos a nuestro primer destino. —profirió el avezado cazador, mientras indicaba a todos que parasen con un gesto.

Se encontraban ya frente a la entrada de la ermita, la cual presentaba el aspecto propio del románico tardío; aunque la estructura de piedra quedaba embrutecida por los tres enormes sillares que conformaban el marco de la entrada. Cuando Diego se fijó en ese detalle dedujo rápidamente que tales pilares habían conformado, en efecto, un dolmen. Un elemento pagano que recibía a los fieles, a propios y a extraños, antes de entrar en la casa de Dios. Por el contrario, el resto de elementos constructivos y decorativos no destacaban de otras estructuras ordinarias y conocidas: mampuestos de toda clase, ventanas abocinadas y relieves figurados de todo tipo con representaciones bíblicas de una cuestionable calidad.

Cuando Aarik lo indicó, el monje se adelantó al resto y sacó un pesado manojo compuesto de tres llaves herrumbrosas. En absoluto silencio, introdujo una de ellas en la cerradura de la puerta y tras un brusco giro esta se abrió de par en par. Uno por uno, y con suma cautela, todos los miembros de aquel variopinto grupo fueron pasando al interior. Sin embargo, cuando fue el turno de Diego, un súbito y gélido escalofrío le recorrió el espinazo al traspasar aquellas losas malditas.

Por dentro, la ermita presentaba un aspecto diáfano en su conjunto. Dos columnas, de siete bancos cada una, daban la bienvenida a los feligreses.  Al fondo, se disponía el escenario típico de un lugar como aquel: un viejo atril polvoriento, dos cirios que Aarik se encargó de encender, una reseca pila bautismal y una capilla sencilla presidida por una sobria talla caliza de María Auxiliadora. La talla, exhibía a una virgen entrada en carnes, de anchas caderas y con unos generosos senos, que lejos quedaban de las hermosas proporciones recogidas en los evangelios. Una virgen neolítica, una virgen profana—pensó Diego.

—Parece que todo está en calma— dijo Aarik tras revisar cada rincón— Apartaros un poco para que Gabriel proceda con el ritual.

— ¿Cómo que el ritual? —inquirió Diego.

El monje se adelantó a la respuesta del líder de los cazadores tomando del hombro al joven profesor:

—He de sanar todas y cada una de las ermitas para restaurar su favor divino. Aparta por favor. —dijo con una voz seria y decidida. Entonces, se colocó frente al altar y con la cruz que colgaba de su pecho en alto, y dirigiendo su mirada hacia la virgen, comenzó a susurrar una oración apenas perceptible.

Por su parte, los cazadores salieron al exterior para impedir el acceso a cualquier bruxa o demonio que osase siquiera acercarse a aquel lugar. El resto del grupo buscó sitio entre la bancada, como si asistiera a cualquier misa dominical. Mientras el monje continuaba con la sanación de la ermita, desde uno de los primeros bancos, Diego aprovechó el momento para evaluar a cada uno de los miembros de aquella lunática expedición.

En primera fila se encontraba el desdichado Jacobo, un pastor de mirada brumosa que había sufrido la pérdida de su esposa y su hijo. El otro pastor era Hugo, su mejor amigo, el cual no paraba de intentar consolar a Jacobo mientras movía las piernas de forma nerviosa en su asiento. Inmediatamente detrás de ellos se situaba Tomás, el herrero, que medía poco menos que un gigante y sonreía poco más que un juez.

Por otro lado, estaban los cazadores: Aarik se le antojaba terco y supersticioso, y Holter un mero apéndice de este. Sin embargo, y a pesar de todo, su presencia le transmitía a Diego una sensación de seguridad que le era más necesaria que nunca en aquellos aciagos momentos.

Por último estaba Gabriel, el joven monje, que al parecer era la clave para librar de la corrupción a cualquier ermita que estuviese bajo la influencia de las bruxas. Sin embargo, ¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber dónde se encontraba la corrupción? ¿De veras bastaban unas simples plegarias para conseguirlo? ¿Estarían perdiendo el tiempo con viejas leyendas mientras su amada era torturada y violada hasta la muerte? Diego se sentía atrapado. El bienestar de Isabel era la mayor de sus preocupaciones, por supuesto, pero la terrible sensación que le acompañaba desde que había puesto un pie en aquel lugar tan sólo había ido en aumento. Frente a todas sus divagaciones racionales, se oponía una idea que cada vez cobraba más fuerza: aquella condenada ermita se había construido sobre suelo profano, y no sólo eso, también con piedras y tallas malditas.

De repente le sacó de esos pensamientos la visión de una sombra, que recorrió el lateral del retablo para meterse en las dependencias del ábside de la ermita, donde habitualmente se guardaban los elementos necesarios para el santo oficio.

Diego miró a su alrededor. Los demás no se habían percatado de la presencia de aquella sombra insidiosa. ¿Podía ser aquello fruto de su cada vez más desbordada imaginación? No. A pesar de que se escapaba a su lógica, estaba seguro de que aquello era real. Invadido por el terror de saber que una presencia se había internado en las entrañas de la ermita, se quedó paralizado.

—La ermita está purgada, prosigamos. —anunció el monje con tono ceremonial.

Todos se levantaron de sus asientos para continuar su particular misión. Todos menos Diego, que aún permanecía inmóvil. Tomás le asió del hombro y lo zarandeó levemente.

— ¿Estás bien muchacho?

—Hay…Hay algo detrás del altar.

Tomás frunció el ceño y avisó al resto, que a su vez avisaron a los cazadores. Finalmente, todos se reunieron en torno a Diego excepto el monje, por lo que pudiera pasar.

— ¿Qué hay detrás del altar? — inquirió Aarik.

La mirada de Diego estaba perdida y su rostro pálido.

—Una sombra— articuló en una especie de murmullo.

Aarik ordenó que los pastores y a Holter se internasen en la parte posterior del altar por la izquierda, mientras que él, Tomás y Diego harían lo propio desde la derecha. Con la ayuda de Tomás, Diego se levantó al fin y cogió su pistola de chispa, que Aarik se había encargado de cargar y amartillar.

Con ayuda de la lámpara, Aarik se abrió paso entre la oscuridad reinante tras la puerta que quedaba a la diestra del retablo. Dentro les recibió una pequeña estancia que debía cumplir las funciones de despacho, a juzgar por la mesa cubierta por un manto de terciopelo situada en su centro, tras la que se encontraba una silla de madera noble con el asiento y el respaldo forrados en piel. Además, tras ellas, dos pequeñas vitrinas albergaban manuscritos de todo tipo; algunos de pergamino amarillento y cubiertos de gruesas capas de polvo, y otros de papel, más recientes, al juzgar por su blancura y estado de conservación.

Diego sentía la onda expansiva de sus latidos por todo su ser. Prisionero de aquella situación, sacada de sus peores pesadillas, actuaba ahora por puro instinto. Con el viejo pistolón de su padre tembloroso entre sus manos, escrutó cada rincón de la habitación desde la distancia, mientras Aarik y Tomás se acercaban a la zona donde se situaba la mesa. El cazador se agachó con su lámpara en una mano y un afilado machete en la otra, para revisar los posibles escondites de aquella escurridiza sombra. Por su parte, Tomás se aproximó con cautela a una de las vitrinas, portando una espectacular hacha de mano cuyo filo refulgía a la luz de la lámpara de Aarik.

Diego observaba la escena con los nervios a flor de piel. La sensación de sentirse diminuto ante ancestrales fuerzas oscuras iba in crescendo. Sus delicadas gafas se empañaban a cada respiración y comenzó a sentir una aguda punzada en el lado izquierdo del pecho. Aarik se incorporó y se dirigió al herrero:

—Nada por aquí.

—Por aquí más de lo mismo, falta mirar la otra vitri… La palabra fue seccionada por un sutil, pero manifiesto, ruido procedente de la vitrina que aún restaba por comprobar. Fue justo lo que Diego necesitaba para perder las riendas de su escaso temple.

En milésimas de segundo, un rayo errático lleno de miedo, de humo, plomo, pólvora y luz atravesó la habitación. Una voluminosa rata saltó por un hueco desde el interior de la vitrina, justo antes del fatal impacto. Cientos de bellos cristales, elaborados por los mejores artesanos del valle, salieron disparados en todas direcciones. La madera labrada se metamorfoseó en pequeñas astillas candentes que parecían estrellas fugaces en el cosmos de la estancia: jamás volverían a conformar un mueble tan excepcional. El impreciso proyectil al rojo vivo, había sembrado a su paso por los manuscritos el inicio de una fatal combustión, que acabaría con documentos de un valor histórico incalculable.

El tremendo retroceso, unido al poco sustento de unas piernas temblorosas, había dejado a Diego sentado, casi tumbado, sobre el suelo cerámico. Su pistola aún humeaba cuando cayó en la cuenta de cuán estúpido había sido. Observó a Tomás, que le dedicó una mirada rabiosa mientras iba sacando de su robusto brazo peludo pequeños fragmentos de vidrio y madera. Aarik, sin embargo, había acudido presto a sofocar el pequeño pero amenazante fuego que se había originado en el interior de la vidriera. Tras unos angustiosos instantes, consiguió extinguirlo a duras penas con el agua de su cantimplora. La rata, ilesa, dedicó una expresión burlona a Diego antes de escabullirse por un pequeño agujero de la pared.

Los demás acudieron en tropel a consecuencia del escandaloso estallido del disparo.

— ¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Jacobo, visiblemente alterado.

—Nuestro joven profesor, que confunde vulgares ratas con misteriosas sombras de ultratumba. —dijo Tomás en un claro tono de reprimenda.

Las miradas suspicaces de todos los presentes cayeron sobre la nuca de Diego como un gélido aguacero. Ahí, tirado, se sintió ridículo. No sólo había dejado que su raciocinio cediese ante disparatadas creencias, sino que además había sido desacreditado por una simple alimaña escurridiza.

Fue entonces cuando Gabriel tomó la palabra:

—No tenemos tiempo para estos menesteres. Debemos acudir prestos a la siguiente ermita o no podré purificar todas antes de que amanezca.

Aarik ofreció su callosa mano a Diego y le ayudó a incorporarse.

—No se hable más —dijo el cazador recogiendo su imponente machete. — Síganme caballeros.

 

CAPÍTULO 3

De nuevo a la intemperie, se pusieron en marcha. Diego caminaba cabizbajo, vulnerable a las chanzas de Hugo que no dejaban de recordarle lo estúpido que había sido. Para colmo de males no paraba de pensar en Isabel y en que él, simplemente, no tenía que estar allí.

Desde que habían abandonado la seguridad del pueblo había intentado trazar un detallado mapa mental, pero había resultado harto complejo debido al manto nevado que todo lo cubría, la amplia distancia recorrida por sinuosos senderos y aquella noche cerrada que parecía muy lejos de terminar.

Estaba completamente atrapado por las circunstancias.  De modo que tendría que confiar en aquellos catetos enajenados para que, llegado el momento, le condujesen de nuevo al pueblo. Una vez allí revisaría sus posibilidades e idearía un plan más seguro y cabal para ir en busca de su amada.

— ¿Has visto alguna sombra, Jacobo? — dijo Hugo con el tono más bobalicón que fue capaz.

Sin embargo, la mente de Jacobo, el otro pastor, estaba en un lugar lejano y fúnebre. Enterrada por cientos de capas de dolor y culpa, consciente hasta lo insoportable de haber perdido a su mujer y a su único hijo hacía tan solo una semana.

Como resultado las burdas mofas de Hugo se deshincharon hasta desembocar en un silencio incómodo y desolador, el cual se mantuvo durante más de una hora, hasta que divisaron en la lejanía la siguiente ermita.

La de San Cristóbal era la más pequeña y modesta de las tres ermitas. Se erigía junto a un viejo pero orgulloso pino negro, sobre un terreno pedregoso y provisto de una vegetación permanente de dura hierba pajonera, que ahora quedaba oculto tras varias semanas de intensas nevadas. Construida por campesinos con restos de viviendas abandonadas, corrales y casetas, la fachada de la ermita presentaba un aspecto absolutamente delirante desde un punto de vista arquitectónico.  Los pobres intentos decorativos del populacho, eran burdas imitaciones deformadas de diferentes corrientes artísticas, reales o procedentes de la imaginación de los paisanos. Coronando la entrada, entre los trozos de ladrillo, piedra y argamasa, sobresalían puntas metálicas y trozos de cerámica y cristales de todo tipo, quedando atrapada en aquel espantoso homenaje una talla San Cristóbal de proporciones desmedidas. En aquellos momentos, entre la ventisca y las tinieblas, la estampa del lugar resultaba absolutamente grotesca.

Esta terrorífica imagen exterior, que había sobrecogido a Diego, se acentuó más si cabe cuando el variopinto grupo traspasó las finas y precarias puertas de abeto y accedió al interior de la ermita. Esta, aunque ofrecía protección de las nada favorables condiciones atmosféricas, presentaba un aspecto que recordaba más a un desordenado almacén que a un lugar santo. Además, aunque se podía aventurar desde el exterior el reducido espacio que se reservaba para la capilla, este resultaba casi claustrofóbico para seis hombres; pues la pequeña mesa de cedro que presidía la estancia junto con el escabroso retablo en honor al santo les obligó a permanecer apelotonados, de malas maneras, entre el estrecho pasillo que formaban los bancos reservados para el culto.

Tras encender unos exiguos cirios a ambos lados del recinto con su fiel lámpara, Aarik comenzó a dar instrucciones a diestro y siniestro:

—Ahora, páter. —resonó la orden por toda la nave central, mientras el resto de los presentes, todavía nerviosos por los sucesos de las noches precedentes, vigilaban cada acceso y rincón de la ermita.

Fue entonces cuando el monje, de nuevo con paso firme y con la pequeña cruz de hueso y latón que colgaba de su cuello en alto, se acercó a la figura de San Cristóbal y comenzó a susurrar una letanía prácticamente inaudible.

—Bien. —profirió el líder de los cazadores en un tono casi imperceptible, a la par que señalaba con su grueso índice a los dos pastores. —Vosotros cuidad del monje, Diego y Tomás atentos a la entrada. Nosotros miraremos en las dependencias por si acaso.

Cuando, en silencio, todos hicieron saber que lo habían entendido, Aarik y su compañero de oficio desaparecieron por un acceso situado a la izquierda del retablo.

A su vez, el fornido herrero se sitúo a un lado de la puerta principal con su afilado machete en alto y dio las órdenes pertinentes a Diego:

—Carga esa antigualla y ponte mirando al frente. Si cualquier cosa, ser o demonio, atraviesa estas puertas, tú dispara sin preguntar como hiciste antes. Luego yo lo remato con esta hermosura. ¿Estamos?

Diego asintió avergonzado por la franqueza del herrero y, con el pistolón dispuesto y apoyado sobre el dorso de su brazo izquierdo, adoptó una pose marcial que imitaba de forma pobre a la de un avezado duelista. Cuando por fin sintió que estaba dónde y cómo debía estar, aguzó sus sentidos. Su forzada y rígida postura no dejaba a su vista recorrer otros rincones de la ermita que no fuesen la puerta. Sin embargo, su oído se tensó hasta el punto de poder percibir los más mínimos sonidos presentes en aquel lugar, por encima incluso de la perorata del monje y los murmullos de los pastores que tenía a su espalda.

Se tensó tanto y tanto que a sus tímpanos llegaban ya sonidos del exterior: el ulular del viento nocturno o el apenas perceptible sonido de los tañidos involuntarios de la pequeña campana de la ermita. Con todo, le sacó del ensueño de aquella sinfonía incesante un brutal golpe seco que hizo crujir de forma dolorosa a la castigada puerta. Una potente luz verdosa atravesó las ventanas abocinadas y los muros de aquella basta construcción retumbaron por un instante, escupiendo el polvo acumulado en sus recovecos.

— ¡Venid! ¡Hay algo fuera! —gritó Tomás con todas sus fuerzas.

Todos acudieron junto a la entrada. Aarik y Holter prepararon sus fusiles y apartaron a Tomás y a Diego para tomar la iniciativa en la salida de la ermita, mientras el monje dedicaba besos y rezos a su inseparable cruz de hueso.

—Tomás, Diego y el monje conmigo, los demás iréis delante de Holter que nos cubrirá la retaguardia —Indicó Aarik.

Habían pasado ya unos minutos desde que se produjese el impacto. Por ello, con suma cautela, Aarik procedió a quitar los cerrojos de la puerta permitiendo al grupo salir de la forma más segura posible. Fuera, los copos de nieve caían con furia y la ventisca arreciaba. La visibilidad no era la mejor pero Diego pudo comprobar que desde su posición, al menos, todo parecía despejado.

Avanzaron con cuidado, en dirección al pino negro que se situaba a unos escasos veinte metros de la construcción sacra que ahora dejaban atrás. Sin embargo, todo lo que quedaba de aquel orgulloso árbol era un tronco humeante partido por la mitad en forma de uve, por algún tipo de estallido, y trozos de corteza y ramaje esparcidos por la nieve.

—Válgame el cielo, ¿cómo ha podido suceder?

La pregunta de Tomás se perdió en la ventisca. Aarik, que se había acercado para inspeccionar el insólito fenómeno con la ayuda de su lámpara, les indicó que se acercaran a su posición. Unas monstruosas huellas cerca del lugar habían llamado su atención. En primer lugar, por su desproporcionado tamaño y, en segundo lugar, por la sustancia negruzca y pringosa que habían dejado a su paso.

El viento cambió de dirección trayendo consigo un olor putrefacto procedente de sus espaldas. Al girar sobre sus pasos, Diego no podía creer lo que sus ojos le estaban mostrando: Una abominación de más de tres metros de altura, un eslabón perdido de un oso de las cavernas o de un demonio animal, que rezumaba alquitrán por todos sus orificios. Su cuerpo estaba podrido y mal ordenado, como si los huesos y los músculos se hubiesen dispuesto de cualquier manera y tan sólo los mantuviese unidos una fuerza demoníaca. Su mandíbula estaba medio desencajada, su rostro parecía el de un venado y de él se desprendían unos largos colmillos sobre los que resbalaba algún tipo de sustancia purulenta. Su único ojo, prácticamente escapando de su cuenca, mostraba la mirada perdida de un ser aberrante, de un cascarón desdichado, como si aquel ser existiese en contra de su voluntad.

Aquel horrendo monstruo aulló enfurecido en su dirección y todos se estremecieron. Volver a la ermita no era una opción, pues la gigantesca criatura les cortaba el paso. Los gritos de Aarik sacaron al grupo de su parálisis:

— ¡Corred por vuestras vidas!

En ese preciso momento el ojo de la abominación se imbuyó de un verde fosforescente y cargó con furia en dirección hacia ellos, levantando a su paso una mezcla de nieve y cieno. Holter fue el primero en ser alcanzado por una de las poderosa zarpas de la bestia, se había dado la vuelta con el fusil dispuesto, pero no sirvió de nada porque se le salían las tripas. Los demás, siendo conscientes de que cualquier resistencia resultaría poco menos que inútil, echaron a correr por una pendiente. La inercia de la bajada hizo que Jacobo perdiese el equilibrio y que en su caída arrollase a Tomás, provocando que los dos quedasen tendidos en la nieve a merced de la aparición demoniaca.

A pocos metros, como si el Señor guiase sus sentidos, Aarik descerrajó un certero disparo de su fusil sobre el rostro de la abominación. Esta profirió un agudo y penetrante chillido. De la parte superior de su cráneo salió a un espeso jugo similar a la brea.

Aquellos valiosos instantes, en los que la bestia se lamentaba de su herida, permitieron al grupo completar el descenso a toda velocidad. Siguieron corriendo como alma que lleva el diablo, mientras Diego notaba que su penosa condición física le estaba dejando completamente rezagado. Otro aullido, todavía más cargado de furia, atravesó la noche y la ventisca. En pocos segundos, la criatura que no podía existir ya les pisaba los talones.

El grupo se internó en una pequeña zona boscosa donde los abetos y pinos silvestres les ofrecieron cobijo de la ventisca, pero no de la abominación, tal como demostraban los crujidos cada vez más próximos de los árboles centenarios cediendo ante su paso. Diego seguía ya a duras penas los pasos de Tomás, cuando pasó de largo a Hugo, que gritaba algo desesperado y había quedado atrapado en una zona de zarzas.

Cada vez el joven profesor se quedaba más y más atrás; tanto que no tardó en perder de vista a sus compañeros en la negrura de la noche y deambular por el bosque arrastrando a duras penas su cuerpo entre la maleza. Cuando quiso asirse a un tejo para continuar su huida desesperada, notó entre sus dedos una sustancia cálida y pegajosa. No necesitó mucho más para identificarla: sangre fresca. Se alejó espantado en la dirección opuesta cuando percibió que algo caía a peso a pocos metros de él, como un fardo de heno. Al agudizar la vista, pudo ver la escabrosa imagen: la mitad superior del cuerpo de Hugo yacía entre la hojarasca y la nieve. Su sistema circulatorio expulsaba su esencia a chorros; su rostro parecía suplicar a Diego una ayuda que el ya no le podía proporcionar.

Entonces, el joven profesor cayó en la cuenta. El ambiente quedó imbuido de aquel hedor ya conocido, y Diego supo que ya no había escapatoria. La horrenda bestia rugió rampante con furia, a la par que escupía litros de una repugnante sustancia negruzca. Despojado ya de todo miedo, no por valor, si no por verse cualquier emoción sobrepasada por los acontecimientos, Diego asió con firmeza su viejo pistolón, lo percutió, y con la respiración contenida apuntó a la abominación.

La bestia, sonriente, vil y enajenada por la sangre de su última víctima, se dispuso a cuatro patas para abalanzarse sobre Diego, cuando una descarga de plomo candente le alcanzó el cráneo.

— ¡Por aquí!

La voz de Jacobo resonó clara a sus espaldas y la siguió sin dudar un sólo instante. Corrieron por el bosque durante un rato considerable, dejando los inquietantes aullidos de la bestia a sus espaldas, hasta que alcanzaron lo que bajo el manto blanco parecía ser un camino.

No lejos de allí, cerca de una caseta de leñadores, Tomás y Gabriel les hacían señas con los brazos. Cuando acudieron a su encuentro Jacobo señaló en una dirección concreta, a lo cual el herrero respondió asintiendo de forma apresurada.

—Sigue nuestro ritmo y no te separes. —ordenó Jacobo.

Diego obedeció, entre la confusión del temporal, la noche y la muerte no tuvo tiempo de acordarse de Aarik.

 

CAPÍTULO 4

Llegaron al pueblo una hora antes del alba. En silencio. Con la derrota como la más amarga de las compañeras y también como carta de presentación. Cuando Bruno les recibió en la posada les dedicó una mirada compasiva y cargada de tristeza.

—Tenemos que hablar, caballeros. —dijo Tomás con tono áspero.

—Yo…—profirió Diego con aflicción.

— Quieres marcharte, ¿no? —le acusó Jacobo con amargura.

—Todo esto es una locura, una locura.

Seguidamente Diego se sentó junto a las cenizas de la antaño acogedora lumbre, de espaldas a los demás, temblando, con las manos en las sienes, como si quisiera extirpar aquella fatídica noche de sus pensamientos y su memoria. Tras dedicarle una mirada de desdén, el resto de los presentes comenzaron a conversar:

—Por todos los santos, ¿qué ha pasado? —quiso saber el tabernero.

—Hemos perdido al resto Bruno, ha sido… ha sido una calamidad. —dijo Jacobo entre lágrimas mientras el monje se santiguaba.

Bruno se mordió la primera falange del índice con rabia, con la mirada perdida, buscando desesperado las almas de sus amigos muertos en los lugares que solían ocupar en la taberna.

—El forastero tiene razón. —dijo con un hilo tembloroso de voz. —Esta empresa no ha traído más que dolor y muerte. Quizá sea el momento de cuidar a los que están, en vez de buscar a los que se han ido.

— ¿Cómo puedes ser tan mezquino, Bruno? —le reprochó Jacobo, señalándolo de forma acusadora. —Sólo eres un maldito lisiado cobarde. No sabes lo que estamos pasando, así que ni se te ocurra seguir por ahí.

Bruno agarró de forma violenta el pecho de Jacobo, quedando así los dos en una tensa intimidad que el resto de los presentes no se atrevió a romper.

—Escucha, y escúchame bien pastor ignorante. —dijo el tabernero con una mezcla de furia, impotencia y pena. —Mientras estabais fuera, persiguiendo fantasmas, las malditas bruxas vinieron al pueblo. ¡Esas putas han venido! ¿¡Comprendes!?… —la presión del agarre fue descendiendo, y como si todas las fuerzas de Bruno se hubiesen esfumado, este cayó pesado y abatido sobre un taburete cercano.

—Cuéntanos, hijo —profirió Gabriel, con su característica voz queda y calmada. —¿Qué más ha sucedido en esta noche aciaga?

Diego salió de forma momentánea de su refugio de auto compasión y, permaneciendo de espaldas al resto, agudizó el oído para escuchar por encima del crepitar del fuego al contacto con la leña.

Secándose las lágrimas con su manga grasienta y, tras varios intentos por recuperar la calma, Bruno comenzó a relatar los escabrosos sucesos que habían tenido lugar en el pueblo durante aquella noche interminable:

—En primer lugar, llegaron procedentes del cielo nocturno dos bruxas sobre aperos: una sobre una horca oxidada y otra sobre una guadaña con la cuchilla doblada. Sus risas crueles provocaron el mal sueño de los habitantes del pueblo. Pronto los faroles llenaron la plaza principal, y todas y cada una de las miradas escrutaron las alturas en busca de las responsables de tal escandalera. Pero las risas continuaron retumbando aquí y allá y en ninguna parte. El gentío se hizo presa del pánico más absoluto cuando, de forma clara, se pudo ver a una bruxa en el tejado del ayuntamiento. Esta, de cuclillas, con los ojos infectados por un delirio demoníaco, señaló con un dedo fino y pálido como la luna a la muchedumbre. En ese momento, una lluvia de objetos de todo tipo comenzó a llover sobre ella, pero se esfumó antes de que ninguno pudiese alcanzarle. Ha sido entonces cuando las agudas carcajadas de la segunda bruxa se han escuchado a espaldas del gentío, para que acto seguido, la retorcida cuchilla de su guadaña segase la mayor parte del grueso cuello del alcalde. La sangre ha salido a borbotones salpicando a familiares y amigos. En un instante, el pánico se ha apoderado de los que estábamos presentes en la plaza y hemos huido a toda prisa, entre gritos y sollozos de pavor, a refugiarnos en nuestras casas. —Bruno hizo una pausa para dejar a los demás digerir tanta calamidad.

—Pero la desgracia aún ha sido mayor cuando, aprovechando la confusión y el tumulto, la bruxa ha agarrado a Sebastián y se lo ha llevado en volandas para lanzarlo finalmente sobre una chimenea cercana, donde se ha partido la columna en dos.

— ¿Sebastián? ¿el mozo del aserradero? — quiso saber Tomás.

—El mismo. —respondió Bruno.

—Por dios, si apenas era un crío.

—Lo sé, pero déjame proseguir, esto no está siendo fácil para mí.

Tomás asintió comprensivo y dejó continuar al tabernero con aquel relato de pesadilla.

—Después de eso, la osadía de las bruxas ha ido en aumento y han comenzado a perseguir a la gente por las calles. La mayoría ya se habían refugiado en sus casas o en las de algún vecino, incluso hubo quien vino hasta aquí. Pero han rodeado a la familia Pueyo cerca del molino, acosándoles, asustándoles con gritos, con estruendosas carcajadas y levantando sus enaguas a la par que mostraban sus partes pudendas a modo de mofa. Al final les obligaron a entrar en el molino, y sólo Dios sabe qué atrocidades se perpetraron allí, los llantos de los críos y el clamor de los padres por una ayuda que no llegaba han advertido a los de la casa del panadero. Y, mientras las bruxas estaban entretenidas dentro del molino con sus víctimas, los del panadero le prendieron fuego con paños empapados en brea, que consiguieron introducir por la ventana.

—Al verse rodeadas por las llamas, las bruxas han querido escapar. La primera ha sorprendido a los del panadero y ha conseguido huir pero, ya prevenidos, han esperado a la segunda, y en cuanto salió por la puerta la han molido a palos hasta dejarla inconsciente, prácticamente moribunda. Con la mayor de las premuras, la han atado de pies y manos y la han amordazado, para evitar que en caso de recuperar la consciencia su pérfida lengua envenenase sus mentes. Después, la han arrastrado de los pelos, calle arriba, hasta la Plaza de los Oficios. Allí han pedido ayuda a gritos a los vecinos y, en cuestión de minutos, todos nos hemos visto congregados en torno a una gran pira de madera, para hacer arder a esa puta hasta que no quedasen de ella ni las cenizas.

—Entonces, ¿habéis conseguido acabar con ella? —quiso saber Jacobo.

—Sí, pero no ha sido tan sencillo. La nevada ha sido inclemente y no hemos sido capaces de prender la pira, a pesar de la gran cantidad de broza y madera que habíamos reunido. Así que finalmente la hemos amarrado a uno de los postes de las caballerías. Al principio muchos hemos dudado, pero pronto el alguacil ha encontrado un castigo apropiado para esa perra infame. Hemos formado una larga cola, para que cada cual se desahogarse con la bruxa a conveniencia. Le han escupido, han marcado con hierros candentes su cuerpo y le han golpeado hasta sacar la última gota de sufrimiento de esa sucia furcia. Pero, eso sí, no la hemos dejado morir hasta que todos y cada uno le hubiésemos hecho pagar.

—Pero está muerta, ¿verdad? —preguntó Tomás inquieto.

—Muerta y bien muerta, cuando hemos comprobado que ya no se movía hemos quemado sus restos y…

De pronto, Bruno se mostró perplejo y miserable. Como si hasta entonces hubiese estado solo en la estancia, como si, simplemente, hubiese estado vomitando su desahogo a las paredes de la taberna. Pero Tomás, su paisano y su amigo, le había sacado de su enajenación, y volver a la cruda realidad le resultó de repente demasiado duro: se quedó petrificado. No podía seguir sosteniendo la mirada de Tomás y, al final, no tuvo más remedio que claudicar. Cerró los ojos, dejó escapar una fina cortina de lágrimas y sintió que un largo y punzante alfiler atravesaba su garganta, provocándole un dolor tan denso que cualquier palabra que quiso escapar por su boca quedó atrapada.

Pasaron largos segundos, hasta que por fin el angustiado tabernero recuperó el aplomo, no sin antes secarse la cara y sonarse la nariz en su desgastado mandil de piel. Tras lo cual, respiró profundo para afrontar los hechos:

—Lo siento, lo siento de veras. Pero no he tenido más remedio, cuando por fin la he tenido ante mí no he podido si no apalearla con todas mis fuerzas. Que Dios me perdone, ¡juro que no la he reconocido Tomás!

— ¿Qué demonios quieres decir? —profirió Tomás, elevando la voz con desconcierto y temor a partes iguales.

Con las palabras temblando en sus labios Bruno dictó sentencia:

—Aquella bruxa Tomás… Era tu mujer.

 

CAPÍTULO 5

Diego salió a pasear. No podía soportar ver a Tomás destrozado, desgañitándose contra todo y contra todos. Además, la nevada había cesado y un sol resplandeciente le regalaba una reconfortante sensación de calidez. Por eso quiso tomar el aire de buena mañana; sólo para comprobar que los habitantes del pueblo habían iniciado en masa una apresurada y desordenada huida. Liderados por el alguacil y sus ayudantes a modo de escolta, bajaban por la calle principal con humildes carromatos y mulas cargadas muy por encima de su capacidad. Sin embargo, el ostentoso carruaje de los Berdun no pasó inadvertido para Diego. Sebastián, el padre de su amada, se asomó a la ventanilla tras unas finas cortinas y al pasar junto a Diego le dedicó una mirada triste, o al menos eso pensó él. Quizá era, simplemente, un modo de despedirse de su hogar. En cualquier caso, esa mirada le partió a Diego el alma en dos. ¿Qué podía hacer él? Quería a Isabel hasta el tuétano, pero era hora de marcharse. Volvería a la taberna, empaquetaría sus pertenencias y emprendería el viaje de regreso a la ciudad: Un lugar más racional, más ordenado, más civilizado.

Con este pensamiento dirigió sus pasos hacia el este, por callejones y plazas desiertas. Sin embargo, cuando bajaba por la calle empedrada que daba a la taberna, divisó a Gabriel que caminaba a buen paso en dirección opuesta.   El monje no advirtió su presencia, pasó de largo a su lado con la cabeza gacha y la capucha puesta, así que Diego corrió hacia él y le asió del hombro:

— ¡Oh! ¡Pero si sois vos hijo mío! —exclamo Gabriel con sorpresa, levantando la cabeza, pero sin quitarse su gran capuchón marrón. —No debería abalanzarse sobre la gente de esa manera profesor, podrían reaccionar de formas inesperadas.

—Siento haberle sorprendido así páter, pero me marcho del pueblo y no quería perder la oportunidad de despedirme de usted. Quería darle las gracias por todo lo que ha hecho, su valor y templanza son un ejemplo para todos nosotros.

Por primera vez, Gabriel parecía intranquilo.

—Lamento mucho oír esas palabras joven Diego, más no temáis, Dios no dejará sin castigo a esas impías mujeres. Ahora, si me permitís, he de continuar mi camino.

Diego se quedó con la palabra en la boca, viendo como el monje se alejaba a toda prisa calle arriba. Sin salir de su extrañeza, avanzó unos cuantos metros más, y se percató de un peculiar sonido que provenía de un callejón estrecho junto a la carnicería; cuya puerta había quedado cerrada a cal y canto con tablones hasta nuevo aviso. No le pudo la curiosidad: ya había tenido suficientes emociones para varias vidas. Pero cuando fue a retomar la ruta hacia la taberna, una enorme lechuza salió aleteando del oscuro abrigo del callejón. El animal, que parecía herido y desorientado, dedicó una mirada abisal a Diego y comenzó a mover la cabeza de arriba abajo, de forma nerviosa, y al iniciar el vuelo atacó el rostro del profesor con sus garras. Sus brazos cubiertos por el cuero le protegieron a tiempo, pero cuando oteó los alrededores, Diego comprobó que la lechuza se había esfumado.

Normalmente el comportamiento extravagante de aquel animal hubiese sido motivo de estudio para él, pero su agitada mente había abandonado cualquier pensamiento analítico para abrazar los más básicos instintos de supervivencia. Por ello, llegó a la taberna jadeando después de una intensa y torpe carrera. Golpeó con fuerza tres veces la puerta con la aldaba de hierro fundido. Nada. Probó de nuevo. No podía ser que los demás se hubiesen ido: la chimenea todavía exhalaba un denso humo negro.

—Vamos… ¡Soy Diego! ¡Abridme! —gritó haciendo acopio del poco aire que todavía albergaban sus pulmones.

Nadie respondió, pero tras unos segundos interminables, la puerta quedó liberada de todos sus cerrojos permitiendo el acceso. Al entrar Diego no dio crédito a lo que le mostraban sus ojos: en la misma mesa donde lo había visto por vez primera estaba sentado Aarik, que conversaba acaloradamente con Jacobo, Tomás y Bruno; que en ese momento estaba tomando de nuevo asiento, después de haberse levantado a abrir. Diego se frotó los cristales de sus delicados anteojos, sin dar crédito a que el cazador hubiese sobrevivido. Corrió en dirección a Aarik para celebrar su llegada y, aunque este tenía sus ropajes recubiertos de una sustancia viscosa y maloliente, le colmó con un sincero abrazo. Lo cual, interrumpió la conversación y provocó, además, que Aarik se sintiera un tanto violentado.

—Dios, ¡no sabe cuánto me alegro de verle! ¿Cómo lo consiguió? ¿Mató a la bestia? —Dijo Diego con un exultante y sincero júbilo que Tomás y Bruno no parecían compartir.

Sin embargo, el avezado cazador respondió con una pesada y sonora risotada acompañada de unas parcas palabras:

—Está muerto y bien muerto está.

—¡No se lo va a creer profesor! Este bastardo consiguió disparar su rifle contra aquel demonio y lo dejó a su total merced. —exclamó Jacobo con una profunda admiración.

—Cierto. El disparo en la cabeza lo aturdió unos instantes, por lo que me encaramé a su pútrido cuerpo para llegar a su cabeza, no sin gran dificultad, pues los efluvios que emanaban de él eran espesos y pegajosos. Después, le asesté tantos machetazos como pude en su cráneo deforme, hasta que todo él se comenzó a pudrir y a liberar más de esta sustancia pestilente. —explicó señalando la sustancia que cubría la parte superior de su casaca.

Diego estaba ciertamente impresionado. Aquel hombre había sido capaz de derrotar a un engendro de las bruxas, ninguna fuerza divina, un hombre, nada más. Sin embargo, este hecho insólito junto con la historia de la bruxa apaleada hasta la muerte, sentaba un peligroso precedente: había esperanza. Si aquel cazador, un mero mortal, con armas convencionales, podía derrotar a un demonio tan temible. ¿Significaba que cualquiera tendría al menos posibilidades de llevar a cabo tamaña gesta? Y aún más, ¿podrían acaso acabar también con las bruxas y salvar a Isabel de una vida de servidumbre al maligno?

No, Diego no quería, no debía volver a albergar un sentimiento tan ilusorio y fútil. En el fondo de su ser sabía que era demasiado tarde; su amada llevaba demasiados días conviviendo con las bruxas. Súbitamente se liberó un temor atroz que le torturaba desde que Bruno les hubiera revelado los terribles acontecimientos acaecidos en el pueblo durante su ausencia: Isabel era ya una bruxa más, tenía que serlo maldita sea ¿o es que acaso su amor era mejor, más puro y protector que el que Tomás había profesado por su esposa? No lo sabía, pero era su amor, y no de otro.  Isabel le entendía. Sabía leer y escribía con gran soltura e ingenio, ¡cómo había disfrutado con sus audaces y provocadoras cartas! ¡Su prosa, su lírica! ¡Su naturalidad, su ritmo! Todo le evocaba la esperanza de un futuro mejor, un futuro con sentido, alejado de las obscuras aulas de una escuela que le recordaba día tras día y de forma cruel todo aquello que no pudo ser. Esa escuela, esa prisión dentro de una cárcel metida en una mazmorra.

La esperanza, maldita sea la esperanza que nubla el juicio de los hombres y enerva los corazones:

—Si ha acabado con la bestia y, como se ha demostrado, se puede matar a las bruxas, entonces debemos partir hacia a la tercera ermita. —las palabras de un loco se escaparon de la boca de un humilde maestro de escuela dispuesto a morir por amor.

Bruno negó con la cabeza:

—Como ya os he dicho, mis paisanos, mis compañeros, parto ahora con los demás. Si no he emprendido el viaje antes ha sido por respeto a nuestra amistad, pero todo…  —hizo una pequeña pausa para encontrar las palabras— todo… «esto» sobrepasa a un viejo tabernero cobarde y lisiado. —confesó con gran pesar.

—Lamentamos oír tales palabras Bruno, —dijo un comprensivo Aarik, mientras apoyaba su pesada mano en el hombro de su amigo para arroparle. —pero creo que hablo por todos si digo que entendemos tu decisión. Más yo estoy con el maestro: debemos purgar el mal de la ermita o este lugar quedará condenado por siempre. Sin embargo, si alguno de los presentes desea emprender el camino junto a Bruno es libre de hacerlo.

—No. Yo os acompañaré. No puedo dejar a mi mujer y a mí hijo a su suerte —declaró Jacobo con decisión.

Por su parte, y aunque nadie lo habría imaginado, Tomás, que había permanecido ausente hasta entonces, se levantó de la banqueta. Tenía una expresión desprovista de cualquier emoción, coronada por la mirada vacía de un hombre que no tiene ya nada que perder: la mirada fría y desquiciada que acompaña a la venganza como único propósito.

—Acabemos con esto —se limitó a decir.

—Bien —celebró Aarik— pero, antes de nada, ¿dónde está Gabriel?

 

CAPÍTULO 6

Diego informó a los demás de su fugaz encuentro con Gabriel, incluyendo los detalles acerca de las prisas y la inquietud que este le había transmitido. Salieron al exterior y buscaron al monje en cada rincón del pueblo y gritaron su nombre a los cuatro vientos durante horas, pero sólo hallaron como respuesta un silencio sepulcral. Tras la infructuosa búsqueda, se reunieron en los alrededores de la taberna a la hora acordada, con la única certeza de que el paradero del monje resultaba una incógnita, aunque Aarik, como de costumbre, tenía una conjetura:

— ¡Maldita sea! Ese monje loco ha marchado solo a purgar la ermita, ¡estoy seguro! —juró mientras se mesaba su negra y boscosa barba. — Hemos de partir cuanto antes, porque vamos a necesitar de toda su fe y su gracia para acabar con las bruxas. ¡Preparad todo lo que creáis de utilidad y traedlo a la plaza!

Allí, se despidieron de Bruno. El viejo tabernero cascarrabias les regaló a cada uno un sincero abrazo; incluso al joven maestro de escuela al que había menospreciado la noche anterior. Cuando este, al amparo de las últimas luces del día, desapareció en el horizonte a lomos de su enjuto rocín, comenzaron con los preparativos necesarios para llegar hasta la tercera ermita y acabar con las bruxas.

Estos fueron apresurados y caóticos en cierto modo. Por una parte, ya estaba anocheciendo y el tiempo apremiaba, y por otra parte ¿qué se supone que debe llevar uno consigo a una muerte segura?

Diego, Jacobo y Tomás habían pasado de un estado de desolación absoluta a comprometerse con una misión suicida. Los dos primeros para salvar a sus seres queridos, si es que eso aún era posible, y el tercero por ajusticiar a quienes tanto sufrimiento le habían causado. Pero, ¿qué motivos tenía Aarik? Había demostrado tener un más que arraigado sentido de la justicia, cierto, pero arriesgar la vida de esa manera por una causa perdida no era propio de alguien que estuviese en sus cabales. A pesar de ser la persona con la que más había confraternizado, para Diego el cazador seguía siendo un auténtico misterio.

Comenzaron por cargar el carro que Tomás usaba para transportar sus mercancías a las ferias de los pueblos de la región con todo tipo de utensilios, armas y municiones: lámparas de aceite, faroles, cadenas de hierro, pistolas, escopetas de postas, morralla susceptible de ser disparada, comida y agua para varios días y un sinfín de objetos más o menos o nada bendecidos; cruces, rosarios, una Biblia y estampas de diversas vírgenes y santos.

Al fin y al cabo, toda ayuda sería poca contra las bruxas. Más teniendo en cuenta que Gabriel podría haber muerto ya a manos de esas arpías infernales y que, por tanto, podrían verse en la tesitura de tener que purificar la ermita por sus propios medios, si es que eso era posible.

Caían ya las últimas luces del día, cuando ataron un par de farolillos a los laterales del vehículo y colocaron la cabezada y las riendas a la mula coja de Tomás. Todo estaba dispuesto. Finalmente se santiguaron antes de partir hacia un destino terrorífico y poco halagüeño, dejando tras de sí un pueblo fantasma.

 

CAPÍTULO 7

Era ya de noche cuando alcanzaron los restos de la antigua calzada romana. La cual formaba parte, a tramos, de la red de caminos de la zona noreste de la cordillera. A diferencia de la anterior, aquella era una noche de plena quietud; la clara luz de la luna llena colmaba el valle, los restos de la nevada habían ido sucumbiendo ante el astro rey durante la jornada y, ahora, un viento frío pero gentil ululaba entre imponentes pinos a ambos lados del sendero. Desde que salieran del pueblo todos habían permanecido en un silencio inquietante, sólo interrumpido por el caprichoso traqueteo del vehículo.

Jacobo se removía alterado en su asiento, en su particular angustia, a la par que mordisqueaba sus cuarteadas uñas. El pastor, nervioso por naturaleza, había perdido quizá más que ningún otro: Su mejor amigo yacía sin vida en algún punto del bosque, y no albergaba fe alguna de volver a ver a su tierna mujer y a su frágil retoño. Ahora, le parecía desmesuradamente cruel recordar cómo, con la llegada de la primavera, construiría su futuro hogar junto a su padre y su suegro, cómo abrazaría a su mujer tras tantas noches durmiendo al raso, tras meses siendo castigado por las inclemencias de aquellos agrestes parajes, cómo enseñaría, con el tiempo, a su hijo a conducir al rebaño, a sobrevivir en aquellas duras montañas, a ser buena persona por encima de las circunstancias. La ilusión de proveer, de crear una familia al amparo de la dignidad que tanto le había costado materializar, ahora se esfumaba entre sus dedos… Tras intentar sostener sus temblorosos labios sobre su barbilla durante unos segundos, abrazó aquel desgarro en su alma: rompió a llorar.

Tomás, de rodillas sobre el carromato, le arropó al instante juntando su frente con la de Jacobo. Estableciendo un nexo de dolor y comprensión que se mantuvo durante todo el tiempo que fue necesario para apaciguar el ánimo del pastor.

—Estoy aquí, estoy contigo. —susurraba el herrero en tono paternal. El, que había perdido todo, que sentía como el metal de sus venas se trenzaba en sus entrañas para formar poco a poco una malla impenetrable. Gastó sus últimos restos de humanidad en consolar a su viejo amigo.

Diego no estaba ahí. Una vez más, pero como ninguna otra vez, se encontraba absorto en sus cavilaciones a falta de un refugio mejor. En su laboratorio interior, como un alquimista de su propia ánima, trataba, sin éxito, de transfigurar el miedo y la congoja que habían copado tanto tiempo su corazón, en algún tipo de sucedáneo del coraje que sabía que iba a necesitar. Para ello, buscó la preciada esencia que necesitaba en Aarik, que ofrecía una estampa reflexiva pero heroica a la luz de los farolillos, una imagen que hubiese ofrecido cualquier héroe de la antigüedad antes de la más ardua de las batallas.

El aguerrido cazador tenía su mirada perdida en algún lugar lejano de la gloria nocturna. Con su mano izquierda agarraba con fuerza las riendas, mientras que su mano derecha sostenía con delicadeza un medallón labrado en plata que refulgía a la luz de la luna. Permaneció así durante casi todo el trayecto a la tercera ermita, pero, como si saliera de algún tipo de éxtasis divino, Aarik se percató de que Diego le había estado observando, y con un gesto raudo guardó en el interior de sus ropajes su preciada alhaja. Iba a reprender al profesor, pero en vez de ello, tomó las riendas de forma súbita con ambas manos, parando la marcha de la vieja mula en seco.

 

CAPÍTULO 8

Se encontraban ya, tras haber afrontado una empinada subida, a unos cincuenta metros de la ermita de San Juan Bautista. Una proeza de la arquitectura montañesa del siglo XV, erigida bajo un patrón gótico, se dibujaba sobre una escarpada peña que sobresalía de entre el espeso bosque de pinos milenarios, como un espejismo fantasmagórico proyectado por el resplandor del plenilunio; evocando una desagradable sensación pesadillesca en cualquiera que osara acercarse a las inmediaciones de aquel perverso lugar.

—Hemos llegado señores, a partir de este punto continuaremos a pie—anunció Aarik, mientras ataba las riendas de la montura a un estrecho tocón situado a un lado del sendero, que en otras circunstancias ejercía esa función para las caballerías de los feligreses que cada año llegaban al lugar en romería buscando el favor del santo.

A pesar del bajo estado de ánimo en el que los demás se encontraban, se recompusieron al oír tales palabras, como si aquel cazador de pueblo hubiese roto algún tipo de hechizo para traerles de vuelta al aquí y ahora. Cada uno, con sus talentos y sus fallas, con su saber y su miedo, con su agilidad y su pena, con su fuerza y su ira, fueron cargando en sendos petates todo aquello que pudiesen necesitar.

Su apresurado plan consistía en un ataque rápido y frontal, a sangre y fuego, para lo cual cada uno se había dotado con las armas más temibles con las que contaban: Aarik con su aterrador machete y su preciso arcabuz de caza, Diego con su fiel pistola de chispa y un pequeño puñal de doble filo que Bruno le había confiado antes de su partida, Jacobo con una honda de esparto y una gran navaja de 40 centímetros de filo que habían sido mantenidas por su familia con orgullo durante generaciones, y finalmente, Tomás se había equipado con sus más notables y mortíferas creaciones: un exquisito sable, que nunca llegaría al oficial que lo había encomendado, y la más grácil y afilada hacha de combate que su maestría había forjado jamás.

Apenas si se habían aprovisionado con todo ello, con un par de polvoreras y de objetos bendecidos, cuando, de forma súbita, los dos portones de la ermita se abrieron de forma espontánea, arrastrando sus refuerzos de metal por el suelo empedrado hasta quedar abiertas de par en par. Con un gesto, Aarik indicó al grupo que se retirara a unos espesos arbustos cercanos. Agazapados y dejando tras de sí a la mula y el carromato casi cargado por completo, se escondieron a la espera de comprobar que mal parto se había producido en aquella ermita.

Pasados unos segundos, que corroían poco a poco su coraje, apareció de forma clara, bajo la luz de luna, un elaborado paso de Semana Santa en honor a San Juan. La pesada representación, que cargaban cada año los mozos del pueblo, levitaba sobre el pavimento y la escalinata de acceso a la ermita, avanzando al ritmo bamboleante de cada Pascua, como si hubiese sido poseído por una danza tan hipnótica como perturbadora. Diego pudo apreciar de forma clara la delicadeza en la extraordinaria policromía que envolvía al Santo, y también, como una sutil humareda sobre la cabeza de la talla daba paso a un antinatural fuego cetrino, consumiendo sus bellas facciones hasta reducirlas a un rostro deforme, impropio de uno de los más venerados siervos de Dios. Aquella lumbre insidiosa, pronto se extendió como una onda expansiva por todo el paso, haciendo crepitar la madera y provocando el estallido de los cuatro faroles de plata al unísono, conjugándose en una blasfemia tan horrenda que obligó al profesor a apartar la vista hacia el suelo por unos instantes.

Aquel paso profano, que había sido el reflejo de la fe de todo un pueblo, interrumpió su avance repentinamente, quedando suspendido a metro y medio del suelo para elevarse de forma errática, como si fuesen los hilos de un titiritero los que alzasen sus cuatro costados, hacia el cielo nocturno. Un verde espectral caía sobre las inmediaciones de la ermita cuando Tomás, con las armas en ristre, amagó con abandonar el escondite. Sólo para ser detenido de forma inmediata por el férreo brazo de Aarik, que imploraba sangre fría al envalentonado herrero para no delatar su posición.

La mula se revolvía y rebuznaba de forma angustiosa ante aquella manifestación del mal, que ahora se elevaba amenazante sobre su cabeza. Finalmente, el paso en llamas se descargó con furia sobre el animal y su carga, como una terrible maldición arcana, que prendió la pólvora restante en el carromato y provocó un violento estallido que iluminó de pavor el rostro de Diego. Un pavor que le encadenó a la húmeda tierra, inmovilizando todo su ser, devolviéndole a su posición primigenia, fetal. Como cuando de niño se escondía de los abusones en las letrinas del seminario, confiando en que todo pasase o, aún mejor, en desaparecer de un mundo despiadado y brutal, al que personas como él no podían si no temer. A eones de distancia, tras un mar de pitidos provocados por la presión timpánica insoportable de la explosión, un potente grito de batalla atravesó la barrera de parálisis que le envolvía.

—¡Rápido! ¡A las armas! — proclamó Aarik con arrojo.

Aquella simple arenga, que resonó en la profundidad de la noche como un juramento glorioso, devolvió a Diego su noble propósito.

—¡A las armas! — repitió Diego dirigiendo su mirada a Tomás y Jacobo que aún permanecían conmocionados por el estallido.

Salieron así los cuatro; cazador y maestro, herrero y pastor, corriendo de su escondite, dejando tras de sí a una mula agonizante que se consumía junto al carromato y su contenido, bajo el yugo de un artefacto de fuego que se antojaba propio del mismísimo Averno.

Sin embargo, su precipitada carrera se vio interrumpida por las humillantes carcajadas de las bruxas, que sobrevolaban la noche sin un origen concreto hasta llegar a los oídos de sus víctimas. Por lo que se vieron obligados a adoptar una improvisada posición de guardia, juntando espalda con espalda, bajo la escalinata que precedía al acceso a la ermita. Permanecieron en esa postura unos instantes, apreciando como el eco de las carcajadas se disipaba entre la maleza y los peñascos de los alrededores hasta que, finalmente, una misteriosa mujer emergió de las puertas de la ermita. Era joven, apenas sí alcanzaría la veintena, de cabellos tan negros como aquella condenada noche cerrada, de un aspecto desaliñado y frágil y vestida con un camisón fino y ancho de color hueso. Su andar era lento, debido al sumo cariño y delicadeza que dedicaba al bulto tapado con una manta que portaba entre sus brazos. Se paró justo antes de bajar por la escalinata, observando a todos desde una posición ligeramente elevada.

—Bien hallado, esposo querido— dijo con una dulzura que escarchaba el corazón.

—¿Juana? ¿Juana eres tú? — alcanzó a responder Jacobo mientras retraía el filo de su afilada navaja, presa de alborozo y la confusión de ver a su mujer con vida.

El resto del grupo quedó en un segundo plano, observando la escena de aquel desafortunado reencuentro con consternación. Sin embargo, relajaron levemente su posición defensiva a fin de convencer al pastor de que aquello no era más que otra burda quimera de aquellas arpías.

—¡No la escuches! ¡Jacobo por Dios no la escuches! — le advirtió Tomás situándose entre el pastor y aquella misteriosa mujer. —No es más que una ilusión, un engaño, tienes que escucharnos.

—Pe-pero, es Juana. Está preciosa.

—No— intervino Aarik tajante, llamando por un momento fugaz la atención del pastor. — Tu esposa ya no está Jacobo. Juana ya no está.

A Diego se le veló la mirada. Estaba profundamente aturdido por la infinita crueldad que estaba presenciando en aquellos instantes. Quiso decir algo, pero se perdió en su consternación.

—Nuestro hijo… ha echado en falta a su padre. —prosiguió la bruxa, exagerando su inquietud maternal. —¿Quieres verlo, mi vida? ¿Quieres ver a nuestro pequeño?

—Si, quiero verlo— balbuceó Jacobo presa del hipnotismo de aquel momento surreal.

—¡Tapadle los ojos! ¡Maldita sea! —gritó alguien a su espalda.

Pero fue tarde. Aquella mujer, destapó con un gesto de rapidez antinatural la manta que tapaba el bulto que llevaba entre sus brazos. Desvelando así el desnutrido y descompuesto cuerpo sin vida de un crío de apenas dos meses de edad.

—¡Hola padre! — se mofó la bruxa haciendo un macabro teatro de guiñol con la barbilla de aquel diminuto cadáver. Su risa posterior fue insoportable. El hechizo se quebró súbitamente.

—Yo… yo te voy a matar. —sentenció el último ápice de dignidad del desdichado pastor.

Tras lo cual, afrontó la subida de la escalinata lleno de ira y con la navaja descubierta. Los demás, unos metros atrás, le siguieron aullando al unísono con las armas bien dispuestas. A lo que la bruxa respondió tirando el cadáver del retoño por la escalinata y refugiándose en el interior de la ermita.

Persiguiendo a la sinrazón, entraron todos a la ermita en tropel. Sin embargo, la oscuridad en su interior era tal, que se vieron forzados a enfriar su ataque desenfrenado, reteniendo a su vez a Jacobo, para evitar que se adentrase de forma insensata en la negrura de aquel lugar. En el exterior la luna había sido gentil, ofreciéndoles una luz clara, pero allí no tenían nada más que sus rayos filtrados a través de siniestras vidrieras. Sin embargo, unos enormes destellos verdes se manifestaban al fondo de la ermita. Llenaban su interior con una iluminación siniestra, pero que les permitió apreciar con claridad el interior del lugar. Transcurridos unos instantes, los miembros del grupo se percataron de que se hallaban flanqueados por dos preciosos altares menores en honor a San Pablo y a la Virgen de la Peña. Dos figuras les observaban a escasos metros, entre los bancos de roble destinados a la misa por el santo.

Diego reconoció de inmediato a la mujer de Jacobo. Pero la otra bruxa, para su alivio, no le resultaba nada familiar.

—¡Tú! —declaró Aarik señalando a la figura desconocida con tono acusador. —Tú eres la responsable de todo esto.

La figura se acercó a un tenue haz de luz. Era una mujer madura, con un cariz sabio y perturbador en su expresión, vestida con harapos de lo que habría sido un elaborado vestido de luto, mostraba un pecho con orgullo. En su mano izquierda esgrimía una guadaña con la hoja herrumbrosa y retorcida.

—Sólo soy una humilde sierva— contestó altiva, con la guadaña en alto, mientras sus pies descalzos se elevaban unos centímetros del suelo.

—¿Dónde está Gabriel? —quiso saber el cazador.

—Sirviendo —respondió la bruxa con sequedad.

Sin más tiempo para palabras vacías, Aarik se santiguó y besó fervientemente su preciado medallón de plata. El momento de la eterna confrontación finalmente había llegado.

La primera en atacar fue aquella mujer que algún día fue Juana. Abalanzándose como una rapaz sobre Diego. El puñal que portaba el joven maestro cayó al suelo durante el envite, así como su pistola de pedernal, que se situaba ahora bajo un lampadario cercano. Diego se revolvió como pudo, intentando esquivar las afiladas uñas que amenazaban con deformarle el rostro por segunda vez en aquel día aciago.  Jacobo, por su parte, aprovechó a que el forcejeo entre ambos le fuese favorable, y cuando avistó el rostro enardecido de aquella a quien ahora consideraba maldita de los pecados más primordiales, liberó una pedrada certera que impactó con fuerza en el costado de la bruxa que ya no era su mujer. No era su mujer, si no aquella que le había colmado alma de ceniza al destruir la inocencia sagrada de una vida sencilla junto a su primogénito.

Aquel impacto providencial provocó que Diego se liberase del feroz ataque. Cuando por fin pudo incorporarse, comprobó que una gran raja le recorría la frente, pasando por su tabique nasal hasta llegar a su mejilla derecha. Sus gafas habían evitado que aquella herida más bien superficial hubiese causado mayores desperfectos; si bien estaban completamente destrozadas, haciéndolas inservibles para su único fin.

Todo lo que Diego percibía en aquellos instantes era a través de sus oídos. Por su oído izquierdo, los juramentos y gritos de dolor de Jacobo y la bruxa que había intentado acabar con él, le hacían entender que se hallaban en una despiadada lucha cuerpo a cuerpo de la que ninguno saldría con vida. Por su oído derecho, llegaba el sonido de metal contra metal, que le sugería que Tomás y Aarik se hallaban en una encarnizada lucha contra la temible guadaña de aquella bruxa originaria, la responsable de la corrupción de la ermita, de la ruptura del círculo protector, de la perversión de las mujeres del pueblo y de la desaparición de su prometida.

En efecto, Tomás y Aarik se defendían a duras penas de las espirales violentas que dibujaba la guadaña a escasos centímetros de sus cabezas. La bruxa, poseedora de un poder y fuerza sobrehumanos, acabó quebrando la guardia de Tomás en una descarga de violencia sin igual y clavó el apero profundamente en el hombro derecho del herrero, desarmándole de su sable de pura tortura, derribándolo y dejándolo postrado a sus pies, a su completa merced, causándole un gran sangrado que encharcó rápidamente el suelo.

—Tienes que huir de este lugar —exigió la bruxa, dirigiéndose a Aarik con una voz que no pertenecía a nadie—. O tu amigo morirá como un sucio perro.

El cazador, que en ese momento sujetaba su machete en alto con firmeza, quedó paralizado por la consternación, entendiendo que las palabras de la bruxa eran prácticamente una sentencia. Así, arrojó el arma a sus pies con la esperanza vana de ganar tiempo para salvar a su amigo. La sangre no paraba de brotar.

—No me subestimes, arroja también el mosquete y sal por la puerta. Esta ya no es la casa de Dios, cazador. No tienes ningún poder aquí. —ordenó de forma condescendiente.

Aarik descolgó el mosquete de sus hombros con pesar. No tenía ninguna opción: su amigo iba a morir. Tan sólo podía esperar que, en el proceso, pudiese sorprender a la bruxa con algún ardid, algún milagro o guiño divino. Mientras sostenía aquel potente ingenio de avancarga entre sus manos, dirigió una mirada a su derecha. Diego buscaba algo a tientas y el cadáver de Jacobo yacía junto al de su esposa; se habían golpeado hasta matarse, en una proximidad iracunda que había destruido los dos últimos bancos de ese lado de la ermita. Tras aquella pelea sin cuartel, cara a cara, a Aarik le resultó poético que la postura en la que habían hallado su muerte se asemejara tanto a un abrazo apasionado. Dos almas puras que, al fin, emprendían juntas su último tránsito hasta el reino de Dios. Se conmovió.

Dirigió también una última mirada al frente, a su amigo. Un amigo que había perdido la fe y la cordura, pero un amigo, a fin de cuentas. El miedo o la sumisión ante lo inevitable hubiesen sido legítimos en una persona que se siente morir. Pero, muy por el contrario, los ojos de Tomás estaban imbuidos por la rabia de su irreparable pérdida, por una venganza que sentía inminente. Con sus últimas fuerzas, el herrero asestó un brutal hachazo al muslo de la bruxa. La cual, seguidamente y con un empuje brutal, dirigió la hoja de su retorcida guadaña hacia arriba, cercenando el brazo de Tomás de forma mortal.

—¡Ahora Aarik! —rugió Tomás en su último suspiro.

El cazador no había perdido el tiempo. Su rostro sereno estaba imbuido por una sutil luz anaranjada. La mecha prendida, el mosquete apuntando a la bruxa con absoluta precisión y, finalmente, se produjo el disparo con el que todo habría de terminar. La bala alcanzó el impío corazón de la bruxa y su cuerpo cayó sobre la fría superficie de la ermita. Levantó la cabeza, temblorosa, para mirar directamente a Aarik. En sus últimos segundos de vida parecía una mujer distinta, serena. Sí, ese era su cuerpo y, sí, ese era su rostro, pero en lo más profundo de su ánima algo había cambiado. Dedicó una sonrisa sincera al cazador, y alcanzó tan sólo a pronunciar una última palabra:

—Gracias.

Consternado, Aarik se acercó a los restos mortales de aquella mujer. No supo por qué, pero, en un último gesto de piedad, se postró para besar su frente con ternura. Se santiguó y apreció a su alrededor un panorama totalmente desconcertante y desolador.

 

CAPÍTULO 9

Diego, oía una perorata en una lengua desconocida a una veintena de pasos. Había recuperado el viejo puñal de Bruno cerca del altar en honor a San Pablo, pero no guardaba ninguna esperanza de poder dar con su pistola; tampoco le hubiese sido de utilidad. Reflejos verdes en la borrosidad de su miopía junto con aquella extraña retahíla ceremonial, le indujeron a pensar que se estaba produciendo algún tipo de ritual satánico y, por tanto, que la ermita estaba lejos de ser purificada y que todo aquello estaba lejos de acabarse. Todavía no había rastro de Isabel, temía lo peor. Su desbocada imaginación le castigaba con un pensamiento que ardía en su cerebro: era la última de las bruxas, debían matarla. Algo se acercó hasta su posición y le asió del brazo, provocándole un sobresalto que a punto estuvo de parar su corazón.

—Maese Diego, quédese tras de mí, acabaremos con esto juntos. ¿Entendido? —dijo Aarik con el afán de proteger al maestro.

Diego asintió. Su vulnerabilidad, tanto física como emocional, le reclamaba mantenerse en un segundo plano. Él, un hombre que había sido un escéptico toda su vida, un hombre de pensamiento científico, ilustrado, hizo acopio de toda la fe y esperanza de las que disponía y las depositó en aquel cazador cateto que, por alguna razón, le tenía en tanta estima.  Una estima compartida que, en su caso, llegaba casi a una admiración mesiánica. Una vez más, confió ciegamente en Aarik.

Se situaron en el pasillo central de la ermita y fueron avanzando hacia el altar mayor. Unas llamas verdes, dispuestas con la forma de una estrella de cinco puntas, rodeaban la mesa del altar. Sobre ella, reposaba una joven, ataviada con un hermoso pero sencillo vestido blanco. Su expresión era serena, pero su rostro era de un pálido casi cadáver y parecía sumida en un profundo trance. Era Isabel. Situado tras ella, de pie y con los brazos en alto, un hombre cuasi desnudo, cuyo rostro quedaba oculto por una cabeza de macho cabrío, pronunciaba unas solemnes palabras en una lengua muerta.  Sin embargo, al notar la presencia próxima de Aarik y Diego, cesó su ferviente soflama y se dirigió a ellos:

—No sé por qué no entendéis que no sois bienvenidos en este lugar.

Aarik tomó la iniciativa, adelantándose unos pasos hasta estar a menos de un metro de las llamas, dejando a Diego en segundo término.

—Te equivocas. Eres tú, siervo de Satán, quién no es bienvenido en la casa de Dios. Deja ir a esa joven si aún guardas un atisbo de humanidad. —amenazó Aarik con decisión.

A continuación, aquel hombre misterioso se quitó poco a poco su mascarada de carnero, descubriendo un rostro harto familiar para el curtido cazador.

—Estimado Aarik, no puedo decir que sea un placer verte aquí.

—Gabriel… monje cobarde y miserable… ¿Cómo has podido? —preguntó con la voz quebrada.

—Escuché, me pasé escuchando toda mi vida… pero no hubo respuesta.  No hubo respuesta, hasta que aquí, en el culmen de mi desolación, Él me habló. ¿Cómo he podido? ¿Sabes acaso lo doloroso e insoportable que es vivir una vida en servidumbre y soledad? ¿Sabes lo que es vivir sin poder amar ni ser amado? No, por supuesto que no. Nadie lo sabe tan bien como yo. Y nadie lo sabe también como Él. Y está cerca. Está muy cerca y está furioso. —dijo con fascinación mientras acariciaba su crucifijo de hueso, que colgaba boca abajo de su cuello.

—¿Por qué todas estas mujeres? —alcanzó a preguntar Diego entre sollozos.

—Porque eran perfectas, imbécil. Vuestra ancestral ceguera no os permitió ver más allá. Era lo fácil, era lo tradicional. La sospecha por lo desconocido. Pero no os preocupéis, me encargué personalmente de conocer a todas ellas, en profundidad. Les di un poder y una consideración que jamás se les había dado. Pero tú tienes suerte muchacho, a ella sólo la voy a matar. —Reveló dirigiéndose a Diego, al tiempo que jugueteaba con un tosco pero afilado puñal de sílex cerca del rostro de Isabel.

Después, volvió a cubrir su rostro, ignorándolos para proseguir con el fatídico ritual. Tomó el puñal con fuerza entre sus dos manos, y continuó pronunciando terribles palabras de invocación. Su tono de voz fue creciendo conforme el puñal se alzaba más y más por encima del pecho de Isabel, preparado para atravesarlo hasta el corazón.

Aarik intuyó que Gabriel estaba aproximándose al inminente final de aquel rito profano, acabando con toda certeza con la esperanza de purificar la ermita. Era el momento decisivo, el momento que había esperado tanto tiempo, el sentido mismo de su existencia. Sin pensarlo dos veces, con su machete dispuesto, tomó impulso y atravesó las amenazantes llamas de una prodigiosa zancada situándose frente a Gabriel.

Lo que sucedió después jamás lo pudo explicar Diego con claridad. Contaba, eso sí, que primero se produjo un temblor, como si se tratase de un violento sismo, y que después se produjo un estallido de una luz tan pura que le obligó a taparse los ojos con ambas manos para no quedar completamente ciego.

Después de aquello había encontrado a Isabel sentada en la mesa del altar, completamente desorientada, frotándose la frente con fuerza como si intentase recomponerse de su mal sueño. Él la arropó con su sobretodo y le tendió su mano con ternura, con la intención de dejar atrás para siempre aquel lugar. Lo último que recordaba era que, antes de abandonarlo, había dirigido una última mirada al San Juan que coronaba el retablo mayor, encontrando en su presencia apacible la prueba irrefutable de que la ermita había sido purificada de todo mal, la prueba de que el aura protectora de las ermitas había sido restaurada.

Sin embargo, jamás pudo aclarar cómo se había desarrollado el combate entre Aarik y Gabriel, ni como después Isabel y él fueron incapaces de encontrar ningún rastro de ellos. Diego solía decir que simplemente se habían volatilizado, Isabel nunca estuvo segura de que hubiesen existido. Lo único que hallaron fue un sencillo medallón de plata con un relieve de San Miguel Arcángel a los pies del altar.

 

EPÍLOGO

Una blancura gentil se posaba con delicadeza sobre el maltratado techado de chapa de un pequeño apartamento, al abrigo de los últimos albores del día. En su interior, sentado sobre una sencilla silla de tapicería desgastada, se hallaba un joven maestro.

El sonido de la nieve, cayendo liviana sobre los tejados, le reconfortaba. A sus veintiséis años, Diego se encontraba en la época más extraña y fascinante de su vida. Había tardado muchos meses en, tan siquiera, empezar a analizar todo lo acaecido el último invierno. Y más aún, en pensar en todas las gentes buenas que hallaron un fatídico final en aquel pueblo pirenaico dejado de la mano de Dios. Sin embargo, siempre había tenido presente a Aarik, aquel hombre de apariencia ruda que le había mostrado unas convicciones más allá de la razón.

Se sorprendió, de nuevo, acariciando con devoción el místico medallón de plata que había pertenecido al cazador. De una forma dolorosamente contradictoria para un hombre cultivado, había sido testigo en los últimos meses del desarrollo de una fe francamente reconfortante. Lo único que le quedaba, era consolarse pensando que la creencia ciega de la mayoría para él era una simple necesidad.

De todas formas, sanar su alma requería de algo más: lo sabía, lo sentía. Por ello, al volver de la escuela, se sentaba cada tarde en aquella ajada silla y cogía papel, tintero y pluma. Con el tiempo, pudo identificar la mayoría de sus recuerdos y aprendió a disipar el dolor que le provocaban a través de las palabras. Así que, otra tarde más, cogió su preciada y reluciente estilográfica y se sumergió de nuevo en aquellas extrañas memorias, tan inexplicables como auténticas.

Mientras, al otro lado de la estancia, Isabel leía apoyada en el alfeizar interior de la ventana. Siempre había sido una ávida lectora, aunque su trabajo de institutriz le dejaba cada vez menos tiempo para disfrutar de ese placer. Fijó su atención por un momento en Diego y le dedicó una sonrisa bondadosa. A pesar de todo, no habían recibido la bendición de sus padres: no se pudieron casar. No importó. Encontraron la ilusión de una vida compartida y finalmente encontraron la manera; huyeron del sinsentido y se fueron a vivir al pequeño apartamento de Diego en el extrarradio de la ciudad. Se acarició el abdomen con suavidad. No tenían mucho, pero se tenían.

Antes de volver a la novela que tenía entre sus manos, Isabel sintió el impulso irrefrenable de mirar hacia abajo: un enigmático gato negro conectó con su verdadera esencia a través de la ventana.

¿Algo que decir, Viajero?

Otras textos del estante Relatos largos

Novedad
10 de mayo de 2025
Custodio:
Leer
13 de noviembre de 2024
Custodio:
Leer