de los
Perdidos
Camino a toda velocidad bajo la luz ocre del atardecer, que ilumina con suavidad el tejido de mi vestido de satén negro, mientras los tacones de aguja de los Gucci se clavan entre los adoquines de la calle. Miro al suelo y el tornasolado de la piel de serpiente de mis zapatos me devuelve la mirada en un destello fugaz, como dos ojos afilados.
«Lo siento, chicas, pero fue un regalo. Innecesario, como todos, pero un regalo al fin y al cabo».
Tengo una prisa y unos nervios de adolescente —a mi edad— por llegar al estanco. No me lo pienso más de tres segundos antes de entrar por la discreta puerta flanqueada por columnas desgastadas de mármol rosado. Incluso este tipo de establecimientos tienen encanto en esta ciudad. Nunca deja de sorprenderme.
Al entrar, un olor añejo a tabaco y papel me envuelve. La luz dentro es más tenue, casi de color sepia, y el dependiente, un hombre afable cuyo cabello de un blanco limpísimo refleja el paso de los años, me observa desde el mostrador con una mezcla de asombro y fascinación.
«Aquí también no, por favor».
—Un paquete de Marlboro Gold, por favor —digo. Mi voz suena más firme de lo esperado, pero suave.
El dependiente se toma un momento para estudiar mi rostro y mi figura con una curiosidad que roza más la preocupación que el escrutinio morboso.
—Pero —hace una pausa mientras eleva sus gafas gruesas, incrédulo—, ¿está segura, signora?
—Sí, completamente —sentencio.
No revelo mi vacilación, aunque la pregunta resuena en mi cabeza mientras me entrega la cajetilla de tabaco y mis dedos se ven atraídos por primera vez por el imán plástico.
Salgo del estanco casi a hurtadillas con el paquete en mi bolso, sintiéndolo como un pequeño acto de rebelión. ¿Me habría sentido así de haberlo hecho hace más de 40 años cuando me correspondía, si acaso, hacerlo?
Avanzo hacia el Tíber y le robo un momento al tiempo para poder observar tranquilamente los destellos del sol en las aguas suaves y constantes, fluyendo indiferentes como testigos silentes de los pensamientos de quienes se asoman a la orilla. Siento el peso de la cajetilla en mi mano, frío y ligeramente húmedo por el sudor de mis dedos. Me debato entre encender un cigarrillo o tirar el paquete entero al río y acabar con esta sandez.
Ahora o nunca, ¿no? De eso se trata, supongo.
Me da la impresión de que hasta este mismo momento mi vida ha estado perfectamente medida y organizada. A pesar de las fiestas, a pesar de los divorcios y de los viajes que nunca parecían acabar. Como una superfluidad diseñada por un arquitecto obsesivo.
«¿Realmente había vivido como debería?».
Miro al pequeño cilindro de papel, que ahora resulta un símbolo absurdo de las elecciones que nunca tomé, de los riesgos que no asumí. De no haber dicho basta. Estos momentos de introspección son raros en mí, ya que usualmente quedan ahogados por los aplausos y el murmullo incesante de los admiradores o críticos. Pero ahora parece que he encontrado un espacio sólo para mí misma y también un respiro de esa estúpida grandeza enfermiza.
Llego tarde por primera vez en mi vida y me da exactamente igual.
—No, ni de broma es ella. ¿Estás loco? ¡Si está fumando!
—¡Que sí, que te digo que es ella! Vamos a acercarnos —escucho unas voces a lo lejos.
Me escondo rápidamente tras mis desproporcionadas gafas de sol de montura carey para evitar las indiscretas miradas de los transeúntes y continúo mi camino hacia el bar donde he quedado con mi amiga Alessandra. Es un lugar discreto pero elegante, escondido entre las sombras de los edificios que han visto pasar siglos frente a ellos.
Al llegar apago mi segundo cigarrillo en el suelo y lo piso con una fuerza infantil, creyéndome ahora una experta; y me perfumo con dos gotas de Jasmin Rouge en las muñecas y en el cuello.
Al cruzar el umbral del bar la atmósfera cambia drásticamente. El interior está bañado por una luz suave ambarina y el sonido del jazz se mezcla con el murmullo de las conversaciones en diferentes idiomas, un tapiz sonoro que me envuelve con la promesa del anonimato, al fin. Mi amiga ya está sentada esperándome en nuestra mesa de siempre, en la esquina al fondo; lleva un vestido de satén color perla de mangas largas y abullonadas que acentúan su gracia renacentista.
Levanta la mirada de su libro gastado de Wilde —que siempre lleva embutido en el bolso, por más pequeños que sean, para darle un aire de misterio en contraste con su cabello rubio «de tonta», palabras textuales suyas— y, cuando me ve, su rostro se ilumina con una amplia sonrisa.
Mientras me voy acercando y ella me saluda efusivamente, me fijo en la copa de cristal que captura y refleja la luz de las lámparas Tiffany creando pequeños arcoíris sobre la mesa.
—¡Por fin, Claudia! Pero, ¡cuantísimo tiempo ha pasado! No puede ser, ¿eh? ¡Tenemos que vernos más!—Grita mientras se lanza sobre mí para darme dos besos que parecen más dos bofetadas de sus gafas de pasta de diseño.
—Sí, Alessandra, demasiado tiempo —respondo más calmada mientras me siento frente a ella dejando mi bolso cuidadosamente a un lado, vigilando como una criminal que el paquete de tabaco no asome.
El camarero se acerca casi de inmediato, ofreciéndome la carta de vinos y cocktails, pero declino la oferta con un suave gesto.
—Un Negroni Sbagliato, si es tan amable —le pido.
—A mí póngame otra copa de Chianti, per favore —dice Alessandra señalando su copa vacía con su manicura francesa perfecta.
—Por supuesto, signoras, ahora mismo se lo traigo —responde, y tras una leve reverencia se gira con presteza.
Tenemos una breve charla banal sobre los acontecimientos que han ocurrido en nuestra vida desde la última vez que nos vimos, hace dos meses.
—Como te digo, ¿te lo puedes creer? ¿A quién se le ocurre pedir en 2024 una cocina con baldosas verde fosforito? Les dije a mi socios que de ninguna manera —me sigue contando mientras agita con efusividad su copa—, que no iba a ceder por más millonario que fuese. Si nos olvidamos de nuestros principios y del buen gusto prefiero vender mis acciones y volverme a los Hamptons a dedicarme a la pintura exclusivamente. Un horror, vamos. Pero bueno, ¿tú qué tal? Estás calladísima hoy, ¿en qué piensas?
—En que me encanta cómo se refleja esta luz en tu vestido, pareces una vidriera andante, es realmente maravilloso —respondo, esbozando una sonrisa sincera.
—Ay, ¡ojalá Marco me dijera esas cosas! —ríe.
—Para eso están las amigas, ¿no?
—Para decir la verdad en todo caso, querida —me guiña un ojo.
—Pues eso, la verdad. No seas tonta —le doy un trago al Negroni y empiezo a diseñar en mi mente las palabras que voy a decir a continuación—. He estado pensando antes en dejarlo.
—¿A Pietro? ¡Pero si acabáis de empezar!
—No, no. En dejar lo mío. Para siempre. Y ahora que has dicho lo de los Hamptons, no lo sé —le doy vueltas al palillo del vaso—. En fin, que creo que cada pequeña elección que no tomé poniendo como prioridad mi carrera me han llevado a un callejón sin salida.
—Es interesante que lo menciones, yo también he estado últimamente pensando en dejarlo. Más allá de lo del ricachón hortera, me refiero —se ríe brevemente y seguidamente me lanza una mirada penetrante—. Pero Claudia, tú nunca deberías dejarlo. Sería un crimen contra la humanidad.
—¿Y que tú lo dejases no? —le pregunto.
—No seas absurda. Yo soy muy buena en mi trabajo, incluso me atrevería a decir que de las mejores del mundo; y sí, cada objeto, cada color, cada material que elijo no sólo cambia los espacios, sino también cómo las personas se sienten y se comportan en él, pero lo tuyo es arte.
—«Arte» —bufo—, ¿qué importancia tiene eso ya?
—¡Toda! —replica con dramatismo.
—¿No te ha pasado alguna vez que una decisión aparentemente trivial cambia todo para ti? —pregunto para enfocar el tema y dejar a un lado la interminable discusión de lo que es arte o no, curiosa por su perspectiva.
—Varias veces —sonríe, y luego sus ojos se tornan un poco distantes—. Como cuando decidí estudiar diseño de interiores en lugar de arquitectura porque quedé maravillada ante aquel simple jarrón amarillo que puso mi madre en el salón y en cómo cambió toda la estancia para siempre. Aún hoy cuando pienso en todo el mal de amores de aquella época, en el divorcio de mis padres, en la primera vez que vi la Dolce Vita, el jarrón se aparece en mi mente.
—Nunca me habías contado esto.
—Ah, ¿no? —me mira distraída.
—Ya sabes que no, querida. Lo has estado guardando bajo llave todo este tiempo porque era aquí y ahora cuando debías soltarlo, estoy segura de ello.
—Pues me alegro de haberlo hecho, amiga —dice mientras se levanta de su silla para ponerse a mi lado junto al banco de terciopelo verde y abrazarme.
De repente, se aparta con brusquedad y me mira inquisitiva. Ha pasado exactamente lo que temía que pasara.
«Maldita sea, no valgo para esto»
—Claudia, por Dios, dime que es Pietro el que ha dejado ese olor insoportable en ti —niego con la cautela de un niño que ha sido pillado haciendo una trastada imperdonable—. ¿Has estado fumando? ¿¡Tú!?
—Sí —resoplo—, he fumado antes. Y dos cigarrillos, además. Ha sido la primera vez —admito finalmente, y la confesión sale de mi boca con una facilidad más fácil de lo esperado.
—¿Pero cómo has podido? —Me encojo de hombros y desvío la mirada, melancólica. Ahora hay compasión en su mirada y no enfado—. ¿Vas en serio con lo de dejarlo?
—¿Que si he pensado en dejarlo? Pienso más bien en que jamás debería haber empezado —miro al vaso vacío mientras mis palabras se desvanecen.
—Claudia, mujer, ¿de dónde viene esta crisis existencial de repente?
—A nadie parece importarle nada ya de verdad. O quizás es a mí a la que no le importa ya —le doy el último trago al Negroni—, o ni siquiera me ha importado nunca realmente. Sus almas codiciosas puede que me lo hayan robado, si es que quedaba algo por robar. No sé, olvídalo.
—No digas tonterías —se levanta—. Ahora me lo contarás todo, voy al servicio un momento, que llevamos horas aquí. No te muevas, ¿eh? —asiento mientras la miro marcharse, admirando cómo camina con esa elegancia que tanto le caracteriza. Siempre ha tenido una figura etérea maravillosa.
Lo que me ocurre es que me siento como una partitura compuesta por otros, llena de movimientos prescritos, sin espacio para la improvisación.
¿He sido fiel al arte y a la belleza o me he perdido en la reverberación de un eco ajeno?
Es en la quietud del bar, rodeada de voces y risas distantes, cuando de repente una sensación de soledad me envuelve a pesar de la compañía. Luego levanto la mirada hacia Alessandra, que se acerca a mí, buscando en sus ojos un refugio o quizás una absolución que sé que no puede darme. Respiro hondo, sintiendo que al exhalar se liberan los fragmentos de una posible resignación.
Oigo aplausos a lo lejos y cierro los ojos, mientras se desvanecen en el silencio. Ese silencio cruel que una vez fue el lienzo de mis peores pesadillas, pero que ahora me da una calma inesperada.
En el fondo suena el aria Vissi d’arte de la ópera Tosca de Puccini, interpretada por Maria Callas. La primera pieza que canté en público.
—Ahora sólo le cantaré al silencio —le digo al fin.
Llamo al camarero con un gesto de mi mano y le pido otro Sbagliato.