de los
Perdidos
*ATENCIÓN, VIAJERO: Este relato es la continuación de «¡A las puertas!« y «La última lección de la Universidad de Hechicería», si no los has leído todavía puedes hacerlo aquí y aquí.
—A las afueras de palacio aguardan cincuenta de mis hombres dispuestos sobre sus monturas… Y para la defensa del salón del trono contamos aproximadamente con unos doscientos hombres de la Guardia Imperial. Lamento decir que eso es todo de lo que disponemos, mi señor…—reporta Milton tras hacer recuento de vuestras fuerzas.
No contabas con disponer de muchos hombres, pero las fuerzas descritas por Milton son del todo irrisorias para luchar contra Korvax y sus huestes.
—Entonces debemos emplear con sabiduría las capacidades de nuestros hombres si queremos comprar una oportunidad al destino —dices impostando la mayor autoridad que permite tu atenazado espíritu—. La Guardia del Quinto Resplandor es experta en cargas de caballería, por tanto, hostigará al enemigo en las inmediaciones de palacio. Deben ser cargas rápidas y constantes que permitan causar el mayor daño a las fuerzas de Korvax sin comprometer a nuestros hombres. Por otra parte, la mitad de la infantería se preparará para la lucha cuerpo a cuerpo, mientras que la restante atacará a distancia con sus arcos… Por supuesto, y déjeselo claro a todos los hombres: nada de enfrentamientos directos con el engendro demoniaco. De esa bestia inmunda nos encargaremos nosotros.
Milton asiente con firmeza y, convencido del buen juicio de su señor, se encarga de disponer a todos los hombres como has ordenado. Sin embargo, aún debes atender una cuestión crucial.
—Disculpe, mi señor, pero todavía se ha de decidir como usaremos el artefacto —señala Elandra.
Por unos breves instantes, muchos futuros cruzan los senderos de tu mente; algunos esperanzadores, otros apocalípticos; sin embargo, sabedor de que dispones de más incertidumbres que de tiempo, comunicas tu solemne decisión a los presentes:
—No hay lugar para los titubeos: está claro que debemos emplear el poder del fragmento —comunicas, confiando en tu instinto—. He visto con mis propios ojos el poder del engendro demoniaco… Nada lo ha detenido hasta ahora y nada lo hará, excepto, quizá, este fragmento divino. Soy muy consciente de que muchos valientes han encontrado la muerte en el día de hoy… Jamás cargaría esta responsabilidad, esta maldición, sobre unos hombros que no fuesen los míos. Por ello, he decidido que seré yo mismo quien porte el fragmento. Con vuestra ayuda ejecutaré a Korvax y su demonio y limpiaré esta buena tierra de su perversa existencia. Querida y sabia Elandra —dices sin albergar duda alguna—, dejo en tus manos guiarme en esta empresa y acabar con mi vida cuando haya terminado con la de nuestros enemigos.
La hechicera asiente lentamente, con cierta perplejidad y decepción por no haber sido la elegida para portar el fragmento.
—No me malinterpretéis, mi señor, no es mi vanidad la que habla, pero mucho está en juego y no puedo si no preguntaros: ¿estáis seguro? Sois el mayor héroe que ha conocido este gran imperio y sé que vuestra voluntad es inmensa y vuestro coraje sincero, sin embargo, no gozáis de conocimiento alguno en el arte de la hechicería… también sé que no poseéis grandes dotes para las artes del combate… El fragmento podría haceros enloquecer en el mismo instante en el que lo rocéis con la punta de vuestros dedos, mucho antes siquiera de que acabéis con nuestros enemigos…Y si eso ocurre…
Las palabras de Elandra, aunque juiciosas, no hacen mella en tu determinación. ¿Cómo podría entenderlo a ella o cualquiera de los presentes? No puedes dar una explicación racional, pero, desde que supiste de la existencia del fragmento del quinto resplandor, sientes que tu alma, y la de nadie más, está destinada a unirse a él; sientes que una renovada fortaleza que promete salvar a todo un imperio… aunque no es lo único que promete…
—Entiendo tus reservas, Jinete de Constelaciones, pero está decidido. Sé que te he encomendado una tarea penosa y desagradable, mas espero que no dudes cuando llegue el momento en el que tengas que acabar con mi vida. Nunca confiaría en otra persona para hacerlo, tal es la confianza que deposito ten vos —dices con total sinceridad.
Elandra parece entender tu razonamiento, consciente de que si ella hubiera sido elegida como portadora quizá ninguno hubieseis podido acabar con ella cuando las cosas se saliesen de control.
—Sea entonces —responde casi convencida de vuestras paralabras—. Tened por seguro que no dudaré en ejecutar mi parte cuando llegue el momento —responde sin un ápice de vacilación—. Sin embargo, aceptad una serie de instrucciones y precauciones que pueden brindarnos una mayor probabilidad de éxito…
—Continuad —accedes con interés.
—En primer lugar —prosigue la hechicera, como si retomase una de sus lecciones en la Universidad—, introduciréis el relieve del sello imperial del anillo en la ranura de la caja que contiene el artefacto. Un suave giro a la izquierda debería bastar para abrirla. Después tomaréis el artefacto en vuestra mano con sumo cuidado; comprobaréis que el fragmento se parece a una pequeña estaca blanca de tonos nacarados. Finalmente lo sujetaréis fuertemente con ambas manos y lo clavaréis en vuestro pecho desnudo con decisión.
Un escalofrío recorre tu espina dorsal por un instante, pero intentas concentrarte en las pautas de la hechicera.
—No dudéis, el artefacto se quedará incrustado en vuestro cuerpo, pero no os matará. Sin embargo, a partir de ese momento deberíais empezar a sentir un gran poder en vuestro interior; eso confirmaría que el fragmento está empezando a unirse a vos, a vuestra alma… —Elandra calla por un instante—. No sé exactamente qué sucederá después… Solo sé que comenzará la imparable cuenta atrás y que deberéis actuar con premura y sin ningún atisbo de duda, pues eventualmente el fragmento os poseerá y perderéis la cordura de forma irremediable. Será una lucha entre su influencia y vuestra resolución… Y no lo dudéis ni por un instante: seréis el perdedor de dicha lucha. Sin embargo, debéis resistiros a la influencia del fragmento todo lo que podáis; solo así dispondréis del suficiente tiempo para acabar con el engendro demoniaco y, quizá con el mismo Korvax…
—Gracias por vuestro consejo, Elandra, lucharé contra el insidioso poder del fragmento todo lo que me permita mi voluntad. Cuando eso suceda quiero que vos y Mort contengáis todo lo posible al enemigo para que no cruce las puertas del salón imperial.
—Así se hará, ya he dado instrucciones al chico que cree un muro de fuego en la entrada… De esa forma los hombres de Korvax deberán detener su avance para no ser pasto de las llamas. En cuando al demonio, creo poder contar con un par de hechizos que podrán inmovilizarlo lo suficiente para facilitar vuestra tarea.
—Veo que tenéis todo previsto. Os agradezco vuestro consejo y vuestra tenacidad inspiradora, pero también vuestra confianza incondicional. Si no fuera por vos mi cadáver yacería ya en algún lugar de esta ciudad.
—No hay de qué, Peter —dice guiñándote un ojo y ofreciéndote la caja púrpura que contiene el fragmento del quinto resplandor.
No puedes evitar ruborizarte, pero la gravedad del momento te devuelve enseguida a la realidad. Extiendes la mano y sujetas la caja con sumo cuidado… Ahora debes aguardar al momento justo. Si empleas el poder del fragmento precipitadamente podrías perder tu única ventaja y condenaros a todos.
Observas detenidamente el salón del trono antes de que comience la batalla. Compruebas que Milton ha hecho un gran trabajo, pues todos los soldados están ya situados en sus posiciones ante la inminente llegada del enemigo.
Aquellos que portan un arco se han situado a una distancia prudencial de la puerta, tras improvisadas barricadas formadas por todo tipo de muebles y bártulos de la estancia. El resto de hombres ha formado una férrea línea de defensa, compuesta por largas lanzas y grandes escudos, ante las majestuosas puertas del salón del trono. Mort se sitúa junto a ellos, un par de pasos por delante, preparado para hacer valer su poder ígneo. El joven aprendiz echa su vista atrás, preocupado, hacia el sillón situado al fondo del salón donde yace su amigo Filk aún inconsciente…
Cuando has comprobado que todo el mundo está en posición para la defensa del salón del trono te diriges a Milton.
—¿Cuál es el estado de la caballería? —preguntas al veterano caballero.
—Dispuesta, señor. He transmitido sus órdenes y le aseguro mis hombres las cumplirán con decisión. Si no ve inconveniente, mi señor, me honraría unirme a ellos y liderarlos hasta las últimas consecuencias…—responde con firmeza.
—No podría ser de otra manera, mi fiel amigo. Nadie mejor para representar la merecida fama de la Guardia del Quinto Resplandor, incluso en esta aciaga hora. Uníos a ellos, más sed precavidos y recordad: mientras haya resistencia, mientras haya vida, habrá oportunidad; no la desperdiciéis en vano.
—Juro que así será —promete golpeando con el puño su coraza—. ¡Viva el León Dorado! ¡Que su sabiduría nos conduzca a la victoria! —jalea antes de ponerse el casco y desaparecer por la puerta del salón en dirección al exterior.
Sin embargo y, muy a tu pesar, los soldados presentes en el salón del trono no se unen a los vítores. Aunque han sido seleccionados de entre lo mejor del ejército puedes leer el miedo en cada una de sus caras. El miedo ante un enemigo tan implacable e inevitable como la muerte misma. Quizá unas palabras tuyas ayudarían a reestablecer su ánimo, pero ya es demasiado tarde: un vigía de la torre de palacio advierte de la inminente llegada de vuestros enemigos.
— ¡Suben ya por los jardines imperiales, mi señor! —grita desesperado.
—¿Cuál es su número, soldado? —preguntas.
—Al menos quinientos entre bárbaros, arpías y otras alimañas… Sin contar con el gran demonio encabeza su marcha —informa el soldado.
—¿Algún rastro de Korvax? —preguntas intrigado.
—Ningún rastro, mi señor, aunque es posible que el traidor se encuentre camuflado entre sus propias filas… —dice el soldado.
—Interesante… Cada vez albergo más esa sospecha yo también, sí —respondes pensativo—. ¡Rápido! ¡Cerrad y apuntalad las puertas!
Cuando los hombres terminan de ejecutar tu orden, oscuros pensamientos se apoderan de vosotros… Por unos instantes, solo el silencio reina en el fastuoso salón del trono, hasta que este se rompe en mil pedazos ante los cientos de pasos que proceden del exterior. Es el sonido del macabro desfile infernal que se dirige hacia vuestra posición… El sonido crece en intensidad a cada segundo que pasa hasta que es sofocado por un estruendo mucho mayor: la brutal estampida de la caballería y el choque de sus cargas en el exterior.
El relinchar de los caballos, el restallar de las armas, los gritos de desesperación y júbilo llegan por igual hasta el interior del salón procedentes de las inmediaciones de palacio. Sin duda Milton y sus Guardias del Quinto Resplandor están provocando numerosas bajas, pero también deben estar sufriéndolas… Intuyes que, como todos ya suponíais, la caballería no logrará contener a todo el contingente de Korvax.
Un golpe brutal que hace temblar las puertas del gran salón confirma tu sospecha. «Ese debe ser el engendro demoniaco encabezando el ataque» piensas. Entonces, dejas al descubierto tu pecho. Después introduces el sello imperial del anillo en la ranura de la caja que portas en tu mano y haces girar un complejo mecanismo. La caja se abre gentilmente, mostrando la maravilla que alberga en su interior: un fragmento del mismísimo Quinto Resplandor.
En efecto, es tal como lo había descrito Elandra: una pequeña estaca nacarada de la cual emanan pequeñas ondas de luz. Puedes sentir la llama del artefacto con toda claridad. “Aún no he hecho uso de su poder y ya intenta tentar mi espíritu” piensas. Sin embargo, resistes su influencia, a la espera de acceder a su poder en el momento apropiado.
La hoja de una de las puertas del salón del trono salta por los aires ante un segundo envite, segando las vidas de un par de soldados en su trayectoria. Las zarpas del engendro demoniaco asoman al otro lado, pero se retiran para dejar paso a los temibles guerreros bárbaros de Korvax.
—¡Ahora, Mort! —ordena Elandra.
—¡Pyros flumen! —dice Mort, pronunciando con furia las palabras necesarias para invocar el hechizo.
Las llamaradas surgen a borbotones de las manos del joven hechicero y estallan con furia sobre los bárbaros que intentan cruzar las puertas. La mayoría de ellos quedan completamente calcinados, pero algunos consiguen protegerse con sus escudos y avanzar hacia el interior del salón. El esfuerzo de Mort hace que se tambalee de forma preocupante.
—¡Fuego de proyectiles! ¡Ahora! —ordenas.
Una descarga de flechas acaba con la vida de varios de los bárbaros que intentaban acceder, otras les hieren en mayor o menor grado, solo unos pocos que mantenían sus escudos en alto salen indemnes del ataque de vuestros arqueros. Sin embargo, su hazaña pronto es enterrada por las certeras espadas de la infantería de la guardia imperial.
—¡Furia sobre los seguidores del traidor! —vitorean los soldados.
Habéis conseguido repeler un primer ataque, pero sabes que la victoria aún se encuentra lejana en el incierto horizonte de la batalla.
—¡Mantened la posición! ¡Máxima tensión soldados! No dejéis que…
No llegas a terminar tu advertencia. Un caballo y su jinete atraviesan como pesados peleles una de las vidrieras altas del gran salón del trono. Cientos de pequeños cristales llueven sobre ti, provocando numerosos cortes en tu torso. Montura y jinete surcan el aire y caen sobre la posición de los arqueros provocando que algunos de ellos queden aplastados. Pero, ni tus terribles heridas, ni las de tus hombres suponen vuestros mayores daños. El caballo, maltrecho y con parte de los intestinos sobresaliendo de su vientre, se incorpora de forma aparatosa y entre escalofriantes relinchos. El cadáver del jinete, caído de la montura pero aún unido a ella por uno de los estribos, es arrastrado por todo el salón del trono ante el pánico de los soldados.
—Es… Oh dios mío… ¡Es maese Milton! —grita presa del pánico uno de los soldados.
Elandra lanza una rápida descarga eléctrica que muerde, como si de una sierpe se tratase, el pecho del animal. Fulminándolo al instante y terminando con el macabro espectáculo que acabáis de presenciar.
—¿Es que no lo habéis oído, soldados? ¡Seguid las órdenes del León Dorado! ¡Nada más importa, soldados!
Los cadáveres de Milton y su montura yacen a los pies del trono imperial pero, aunque querrías, no dejas que la consternación por la muerte del veterano soldado haga mella en tu determinación. Grotescas figuras aladas, arpías fruto de alguna perversa invocación, atraviesan por decenas el hueco que ha dejado la rotura de la vidriera…
—¡Rápido, arqueros! ¡Apunten a las vidrieras! ¡Muerte a las arpías! —gritas son sumo esfuerzo.
Aunque los arqueros consiguen abatir a una cantidad considerable de las temibles amenazas voladoras, la mayoría consiguen acceder al salón del trono, sembrando el caos entre tus hombres.
—Mierda… —te lamentas. Tus heridas son graves, un trozo de cristal de tamaño considerable atraviesa tus costillas. La sangre que emana de tus labios no presagia nada bueno. Tu vista se nubla y, poco a poco, sientes como te abrazan las pulsiones de una muerte cada vez más próxima.
En las puertas, vuestras espadas y lanzas todavía mantienen el pulso con los enemigos que intentan acceder al interior del salón, pero cada vez con más dificultades debido a su mayor número y el caos reinante. Mort lanza varias llamaradas más para repelerlos pero acabará desvaneciéndose en el fragor de la batalla con sus fuerzas completamente exiguas si la situación se prolonga mucho más.
Cada vez puedes verlo con mayor claridad: si no usas el fragmento y su poder en breve, morirás junto con tus hombres, con Katarine y con todo el Imperio. Entre violentos temblores y haciendo acopio de unas fuerzas que ya deberían haber abandonado tu cuerpo, sujetas el fragmento del Quinto Resplandor. Desde su posición Elandra te lanza una severa mirada de reproche. No sabes que ocurrirá cuando accedas al poder del fragmento. Pero sí sabes que la condenación llegará para todos si no lo haces.
Un hombre es partido en dos por varias arpías que tiran de todas sus extremidades, las inclementes hachas bárbaras atraviesan las corazas de los soldados como si fuesen de madera…
Separas el fragmento de tu cuerpo, cierras los ojos y clavas el puntiagudo artefacto con fuerza en tu pecho. Un torrente de sangre emana de tu tórax al hacerlo. Después, un pesado velo de oscuridad se cierne sobre tu existencia. Cae el León Dorado de Katarine y todo con él. Todo: los hombres, el emperador, Elandra, Mort, Filk… El mismo Salón del trono… todo se desvanece. Oscuridad y nada más.
Nada más… Algo más, un destello. No, no es un destello es…. ¡No! Más de uno. Dos, tres, cuatro, cinco… Después tinieblas. Después…
El mundo resplandece ante ti.
Contemplas una bellísima vidriera de todos los colores imaginables. Un lienzo de cristal abarrotado de figuras que danzan en una lucha encarnizada. Poderosos relámpagos atraviesan la imagen, una voz te llama… Una voz muy lejana… Súbitamente lo entiendes: solo con una férrea voluntad podrás atravesar a la vidriera y terminar tu ardua tarea.
Sin embargo, escuchas una segunda voz, tan cálida como seductora. “Déjalo, Peter. Lo has hecho bien, impostor. Ha llegado la hora de que descanses y yo lleve las riendas…” Lo harás. Sabes que lo harás. Elandra te lo advirtió: perderás. Pero aún no…
—¡Está vivo, mi señor! —dice Filk con suma felicidad a escasos metros de ti—. Pensaba que ya todo estaba perdido… ¿puede ponerse en pie?
El estudiante de hechicería ha salido del desmayo que sufrió en la torre de la rectoría. Ahora parece intentar contener junto con un debilitado Mort a las tropas de Korvax que ya campan libremente por el salón del trono.
Sintiendo una fuerza inconmensurable en tu interior te incorporas y observas a tu alrededor con atención. Compruebas, con gran consternación, que se ha desprendido gran parte del techo del salón del trono y que el engendro demoniaco se encuentra causando estragos a unas pocas decenas de metros de ti. Es una bestia absolutamente imponente, cuyos envites barren a tus hombres como si fuesen hojas secas arrastradas por el viento. Elandra, visiblemente agotada, intenta herirlo a base de potentes descargas eléctricas, pero apenas puede contenerlo…
—Señor… Su cuerpo… —dice Filk.
Un resplandor creciente emana de tu interior y, con él, sientes que tu poder es cada vez mayor. Recoges tu espada y compruebas que esta se imbuye con ese mismo resplandor, adquiriendo un poder sobrenatural. Lo sientes. Lo puedes ver claramente: nadie podrá oponerse a este don que se te ha concedido.
—¿Dónde está mi padre? ¿Dónde está ese gusano cobarde? —brama el demonio furibundo, sus palabras resuenan como un eco caustico por todo el salón.
Su padre, el viejo y cobarde emperador, hace horas que encontró su final bajo el influjo de la cicuta… Korvax, el hijo traidor, ya no podrá descargar su ira sobre él. Lo supiste desde que viste la invocación al pie de las murallas de Katarine. La lanza del verdadero Máximus Rex permanece firmemente clavada en su cráneo. Quizá si pudieses imbuir la lanza con tu nuevo poder… Pero, ¿cómo alcanzar semejante altura?
—Filk, necesito tu ayuda. ¿Podrías alzarme con tu hechicería hasta la cabeza de la bestia? —ruegas, sintiendo que el fragmento cada vez te deja pensar con menos claridad.
—Lo intentaré, mi señor, pero quedaré vulnerable —dice consternado ante la cercana presencia de los bárbaros de Korvax que tus hombres apenas pueden contener.
—Yo… yo te protegeré… invocaré todas las llamas de este mundo y hasta las del mismísimo infierno para proteger tu vida, amigo mío —jura Mort mientras se interpone entre Filk y los atacantes que están exterminando a los pocos guardias imperiales que aún quedan con vida.
—Nada me pasará entonces —responde Filk con serenidad, cierra sus ojos y extiende la palma de su mano derecha hacia ti—. ¡Vamos, León Dorado! ¡Termina con ese bastardo!
Súbitamente, tu cuerpo se empieza a elevar. Tus pies se sitúan rápidamente a unos diez metros del suelo gracias a la hechicería psíquica de Filk. Después ese mismo impulso te desplaza hacia un lado hasta situarte a la espalda del desprevenido engendro demoniaco, de Korvax el traidor. «Ya eres mío, malnacido» dices para tus adentros.
Sin embargo, como si te hubiese escuchado con toda claridad, Korvax se percata de tu presencia y se zafa de los continuos ataques de Elandra. Después caza tu cuerpo en el aire con una de sus temibles zarpas e intenta hacer reventar tu cuerpo bajo la terrible presión de su agarre.
—Creí que ya te había matado, Héroe del Presagio… Parece que tendré que esforzarme más… —dice amenazante mientras redobla la fuerza para intentar acabar con tu vida.
Para tu sorpresa, la fuerza que emana de tu interior te protege de la brutal agresión del demonio. Apenas sientes una ligera presión en el pecho y puedes respirar con normalidad.
—Te creía más inteligente, demonio… ¿O debería referirme a ti como Korvax? ¿O… como traidor, quizás? —dices con aires de autosuficiencia para desesperación de Korvax.
—No… ¡No puede ser! ¡Nadie sobrevive a mi inconmensurable poder! ¡Nadie! —se detiene un momento, pensativo—. No… Esa luz… Ese resplandor… Tú no eres Máximus, desde luego. Ese imbécil cargado de soberbia jamás hubiese sobrevivido siquiera a uno de mis ataques.
—Así es. No soy Máximus, soy… —El fragmento consume tu propia identidad poco a poco, tu nombre se diluye entre sus promesas de inmortalidad y poder.
—¡Es Peter Kirk, maldito traidor! —concluye Elandra, descargando un rayo de un púrpura intenso sobre la mano de Korvax, que te mantiene inmóvil, haciendo que momentáneamente su agarre se debilite y tu caigas desde las alturas.
—¡Te tengo! —dice Filk al borde del desvanecimiento.
Después te vuelve a elevar evitando tu caída y, con máxima concentración, intenta situarte sobre el enorme cráneo de Korvax. Sin embargo, notas que cada vez el hechizo psíquico es más inestable. Tras provocar decenas y decenas de bajas entre los enemigos, Mort ha muerto a manos de los bárbaros.
—¡No! —grita Filk afligido.
La fuerza que te mantenía suspendido se desvanece de golpe y caes con tanta fuerza sobre el cráneo de Korvax que debes sujetarte a uno de sus retorcidos cuernos para no caer.
—¡No! ¡Miserables! —Filk concentra todo su poder y ejecuta un potente ataque psíquico sobre los bárbaros restantes haciendo explotar sus cráneos como si de vasijas rotas se tratase. Después, ya al borde de sus fuerzas, termina desmayándose sobre el frío suelo del gran salón.
—¡Ahora, Peter! —dice Elandra.
Equilibras tu cuerpo y tomas la legendaria lanza de Máximus Rex entre tus manos. Notas como el arma se imbuye de resplandor, como adquiere un poder capaz de atravesar el mundo de un extremo a otro. «Acaba con él y después con todo lo demás» promete el fragmento. Todo tu cuerpo emana una luz cegadora cuando clavas profundamente la lanza en el cráneo de Korvax, provocando que el temible hechicero en su forma demoniaca encuentre su aciago final.
Desciendes de un formidable salto y observas como su temible cuerpo se convierte en una materia incandescente, parecida a las brasas de una hoguera, antes de reducirse a cenizas. Pero no es suficiente, has de tomar todo, el imperio, el mundo entero debe caer bajo tus pies. ¿Dónde está esa insolente hechicera? Ella es la única que podría hacerte frente. Si la eliminases nadie se opondría a tu… Nadie… se opondría a tu… resplandor…
Las manos de Elandra sostienen firmemente el trozo de fragmento que sobresale de tu pecho.
—Perdóname —dice con aflicción, pero también con aplomo.
Dolorosas descargas púrpuras emanan de las manos de la hechicera mientras extrae el fragmento de tu torso desnudo. El artefacto se resiste a abandonar tu cuerpo, extiendes tu brazo hacia atrás con el ánimo de matar a Elandra con la misma lanza con la que has ejecutado a Korvax. Sin embargo, consigues resistir la tentación del fragmento y retener su influencia lo suficiente como para que la hechicera acabe por liberarte de su pesada carga.
—Has cumplido con tu palabra. Gracias. —logras articular, mientras observas como te desangras por el hueco que ha dejado el fragmento en tu cavidad torácica. Desprovisto de su protección, tan solo debes aguardar a la muerte.
—Tú también. Lo has logrado, Peter. Donde cayó un héroe se ha alzado una leyenda. Las gentes del imperio te recordarán por siempre, lo prometo. Ahora ven, tengo una constelación reservada para ti.
Entonces la hechicera y tú, rodeados de destrucción y muerte, os fundís en un fuerte abrazo. Después, cuando la has exhalado tu último aliento, Elandra retira de tu cabeza el caso del León Dorado y cierra delicadamente tus ojos inertes.
Años más tarde, en una plácida noche de verano, Filk el Sabio, nieto bastardo del anterior emperador, pasea por los jardines de palacio. Pasa por varias estatuas en su recorrido: una que representa a un veterano caballero, otra de un joven hechicero en la que el emperador deposita unas tiernas rosas de un rojo apasionado…
Finalmente el emperador se detiene junto a una sencilla estatua de mármol blanco que representa a un joven campesino. Pasa su mano por una escueta inscripción inscrita sobre su pedestal:
«Peter Kirk, Leyenda eterna de Katarine«
El emperador mira al firmamento estrellado y sonríe recordando a un viejo amigo.
Enhorabuena, lector, Katarine ha sido salvada gracias a tus sabias decisiones. Quizás las cosas podrían haber sido distintas… quizás otras decisiones hubieran logrado salvar la vida de algunos personajes… pero quizás también muchas más podrían haberse perdido…
En cualquier caso, gracias por acompañarme en esta aventura y gracias por apoyar este proyecto maravilloso que es la Biblioteca de los Perdidos.